Si cada vez que me quiero ocultar, tú me conviertes en gigante

Campos de rugby de Pepe Rojo

Renedo de Esgueva (Valladolid)

8 de enero de 2012, a las 12:18

—Ya te dije que iba a hacer un frío de cojones, pero te empeñas en ir de «tiarrón del norte» —dijo Sancho en castellano—, con jersey de entretiempo y gabardina del inspector Clouseau. ¿Sabes qué significa «tiarrón del norte»?

—Puedo imaginármelo, pero no es solo el frío —repuso el islandés—, es esta maldita niebla que envuelve perpetuamente a tu ciudad. Hace días que no veo el sol.

—Hemos venido a ver rugby, no a la playa.

—Está por ver si este deporte que practicáis en España es rugby o fútbol con balón ovalado.

—Tú preocúpate de no perder esas gafas de artista arruinado, no sea que tenga que narrarte el partido.

Por un momento, el tono de la conversación le recordó a Sancho las que mantenía con Carapocha, pero el comisario era menos mordaz y, normalmente, claudicaba a las primeras de cambio. Le estaba ayudando en su lucha por dejar el alcohol y la terapia estaba resultando. La relación entre ambos podría calificarse como excelente, a pesar de los encontronazos que tenían de vez en cuando.

Durante la semana, se habían producido algunos avances en la investigación del asesinato de Marta Palacios. El martes se presentó en comisaría un tipo que declaró haber visto a la víctima sobre las cinco de la tarde en un bar llamado La Española Cuando Besa en compañía de alguien de unos treinta y cinco años. Añadió que no se acercó a saludar porque andaba con algo de prisa y las conversaciones con Marta no eran precisamente breves. En cuanto el inspector se enteró de aquello, estuvo a punto de cursar una orden de detención contra el testigo recordando el episodio de Gregorio Samsa. Sin embargo, Áxel, que se encargó de tomarle declaración, le hizo cambiar de opinión argumentando que dicho testigo podría haberse cambiado el color de los ojos, hacerse la cirugía e, incluso, dejarse rastas, pero que veía harto complicado menguar quince centímetros.

Cuando le enseñaron el retrato robot, el testigo aseguró que tenía cierto parecido, pero que no era ese hombre. Lo primero que pensaron fue que podría haber estado con una persona por la tarde y que, avanzada la noche, se habría producido el fatal encuentro con Augusto. Lo extraño era que el jueves había llamado una camarera del bar Lonegan asegurando haberla visto aquella noche cerca de la una de la madrugada. Se fijó en ella porque pidió una pajita para beber un botellín de cerveza y porque iba acompañada por un tipo cuya descripción encajaba con la que facilitó el testigo de las rastas. A él le había visto antes en el local, siempre solo, pero no recordaba cuándo. Así, encargó a Montes y a Botello que montaran guardia en el bar durante el fin de semana y se aseguró de que todos los integrantes del grupo permaneciesen localizables, pero no tuvieron suerte. Por su parte, Michelson todavía no había regresado de Londres y Erika lo haría al día siguiente procedente de Ámsterdam.

Aquel día por la mañana, cuando volvió de hacer deporte, propuso a Ólafur que le acompañara al derbi de rugby. No le costó convencerle, dado que el islandés se había aficionado a ese deporte durante sus años en las islas británicas. Se declaraba fiel seguidor de Irlanda, y quiso demostrárselo entonando The soldier’s song mientras se duchaba.

El VRAC Quesos Entrepinares, que estaba encaramado en los primeros puestos de la clasificación transcurridas once jornadas de competición desplegando un juego vistoso y efectivo, había organizado el partido. Su rival, el Cetransa El Salvador, se manejaba en puestos más meridionales para desagrado de su afición, acostumbrada a disputar títulos todas las temporadas. Resultaba que la crisis y, sobre todo, la mala gestión económica habían llevado al club colegial casi a la quiebra. Su nuevo presidente, Juan Carlos Martín Sánchez, «Hansen», estaba aplicando una doctrina muy conservadora que había afectado directamente al diseño de la plantilla, casi exenta de fichajes de renombre.

Tras esperar la sufrida cola para hacer acopio de cerveza, se dirigieron a la grada pequeña.

—¡Hay que joderse! No me acordaba de que, cuando ellos son el equipo local, sus seguidores ocupan nuestros sitios. Voy a llamar a Dani, seguro que ha venido pronto para coger sitio.

—Ya te veo —confirmó el de la Motorizada nada más contestar—. A unos treinta metros de donde estás. Tercera fila.

—Vale, localizado.

No sin dificultad, Sancho y Ólafur consiguieron abrirse paso entre las personas que estaban intentando encontrar sitio en la grada.

—¡Buenos días! —saludó Dani con efusividad ataviado con una braga motera que tapaba casi por completo su cara. Estrechó la mano del comisario y repitió el saludo—. Te acuerdas de nuestro ilustre representante, ¿no?

—Por supuesto —respondió Sancho haciendo un gesto cordial—. Él es Ólafur, medio islandés, medio irlandés…; un completo «zumbao» —le calificó en la presentación al agente de jugadores, que devolvió el saludo a ambos y se frotó las manos con avidez sin dejar de moverse en su sitio para evitar verse devorado por aquel manto gris.

—Hoy ha venido acompañado por dos buenos fichajes —añadió el de la Motorizada señalando con la mirada a quienes ocupaban los asientos contiguos—, de esos a los que solo se les ve el pelo en Pepe Rojo cuando hay derbi. Creo que los fenómenos vienen de empalmada. Te los presentaría, pero no recuerdo cómo coño se llaman —dijo bajando la voz.

—¿Quiénes somos nosotros? —preguntó Ólafur en el momento en que los jugadores de ambos equipos saltaban al campo.

—Los que van a palmar, los de negro —precisó Sancho.

—Fíjate si lo tendremos asumido que ya vestimos de luto y todo —terció Dani Navarro—. Nos está costando un huevo y medio ganar un partido este año. Ganamos a estos al principio de la temporada y poco más. Por un puntito. No veas cómo estaba el Canas[61] tirando cubos de mierda al árbitro.

—Me lo imagino. ¡Joder, es el primer partido que puedo ver en toda la temporada! ¿Quién está jugando bien de los nuestros?

—Mamea y Feijoo. Y, a veces, Jakie Carter.

Las joyas que nos ha traído aquí, el amigo…

—¡Me cago en todo! —intervino el representante—. ¡Si han sido dos favores que he hecho al Bocas[62]! Todavía estoy esperando a que me paguen lo que me deben de la temporada pasada. Está la cosa como para recibir quejas. Además, no creo que tengas mucho que recriminar a los chavales, están a la altura del resto.

—Sí, pero estos cobran, ¿no? —apuntó Navarro.

—Sí, justo el doble que el resto de jugadores: nada de nada. ¡Y deja de beberte mi cachi, cojones, que no ha empezado el partido y ya está a medias!

El choque empezó con el dominio de los que vestían de azul, que se pusieron muy pronto por delante en el marcador gracias a su superioridad en la touch. Los visitantes confiaban sus posesiones en el juego de su delantera, pero no conseguían avanzar metros en el campo contrario.

—El apertura de ellos es bueno —comentó Ólafur.

—Sí. ¿Cómo se llama su kiwi? —preguntó Sancho.

—Waenga —contestó el representante—. Es un fenómeno, juega andando y se «pira» cuando le sale de las pelotas.

—¿Es tuyo?

—No. Este cobra un huevo, yo solo traigo jugadores gratis —contestó con acidez provocando la risa del de la Motorizada—. También me gusta su talonador, Montórfano.

—Lleváis el mismo corte de pelo —observó Dani Navarro.

Cerca del final de la primera parte, el juego de los chamizos era tan denso como la niebla que empezaba a hacerse dueña del terreno de juego.

—Como siga bajando la niebla, no vemos la segunda parte —observó el representante al tiempo que trataba de liar un cigarro con las manos agarrotadas por el frío—. ¿Y tú qué, Javier, hoy no fumas? —preguntó a su acompañante cubierto con un gorro de lana negro, bufanda del mismo material y color, y unas innecesarias gafas de sol modelo piloto.

—No, ya me lo fumé todo anoche —explicó confirmando la sospecha del agente Navarro: él y Miñambres no habían pasado por la cama.

Durante el tiempo de descanso, Sancho y Dani Navarro se encargaron del avituallamiento líquido del grupo. Mientras esperaban la cola, el de la Motorizada preguntó al inspector:

—¿Qué tal has empezado el año? Espero que no tenga nada que ver con el anterior.

—Bien, no me quedan más cojones que tirar para delante.

—Con un par. Ya sabes que me tienes para cualquier cosa que necesites. Cris me pregunta mucho por ti.

—Dale las gracias de mi parte. ¿Qué tal está? —quiso saber el pelirrojo.

—Bien. Dando guerra, como siempre. Oye, ¿qué tal con el islandés? Me he cruzado un par de veces con él en comisaría, pero no dice ni coño.

—Si supiera cómo se dice «coño», lo diría. Bien, es un tipo muy particular.

—¿Y el sheriff de la Interpol?

—Si no te importa, prefiero no hablar de «curro» ahora.

—Claro, perdona. Es que a los de uniforme no nos cuentan nada y, a veces, nos gustaría saber qué pasa en los despachos de la comisaría. ¡Joder, si casi no se ve!

—Mejor. Ojos que no ven…

—¡Hostión que te das! —completó Dani Navarro.

Efectivamente, no se podía ver más allá de la línea de veintidós del rival desde el lugar en que se encontraban. Sin embargo, sí pudieron apreciar el tercer ensayo del VRAC, que aumentaba la ventaja en el marcador para alegría de los espectadores, seguidores del equipo local en su mayoría.

—¡Joder, es que no placamos una mierda! —se quejó el de la Motorizada.

No tackle, no win[63] —apuntó Ólafur.

En ese momento, contra todo pronóstico y lejos de producir el efecto esperado en los seguidores locales, el Cetransa El Salvador empezó a desplegar el juego con su línea de tres cuartos y, tirando de casta y pundonor, llegaron dos ensayos.

Con el segundo, todos se levantaron jaleando a los suyos, excepto el del gorro de lana y gafas de sol, que se había marchado al servicio pese a no tener ganas de orinar. La nicotina consiguió aplacar su ansiedad; momentáneamente.

—¿De quién ha sido? —preguntó Sancho.

—Ni puta idea —dijo el representante—. Ni ellos mismos lo sabrán.

—¡Anda, que si ahora vamos y les clavamos otro, la cara que se les va a quedar a los queseros…! ¡Me va a faltar año para reírme! —señaló el agente de la Motorizada frotándose enérgicamente las piernas, como queriendo despojarse del frío.

Finalmente, no fue así y, a falta de muy pocos minutos para el término del encuentro, el VRAC consiguió su cuarto ensayo y el punto bonus que les permitía seguir muy metidos en la lucha por el título.

—Bueno, pues no ha estado mal. Ha merecido la pena venir solo por ver las jetas de susto que se les han quedado —manifestó Dani Navarro—. ¿Dónde tenéis el coche?

—En el aparcamiento del final —contestó Sancho.

—Nosotros tres también —apuntó el representante—. Bueno, eso si lo encontramos, porque me he traído el coche de Olga, que es blanco blanco, como esta niebla.

—Pues que Dios reparta suerte entre los que subís a ver un derbi en coche. Cuando lleguéis a Valladolid, yo ya habré hecho la digestión. Suerte —se despidió.

—Nosotros lo tenemos por allí, creo —dudó Sancho.

Sancho, Ólafur, el representante y sus dos amigos se adentraron en la espesa niebla que cubría todo el valle del Esgueva.

—Bueno, a ver en qué ciudad coincidimos este año —comentó el representante rememorando su encuentro con Sancho en Trieste.

—Pocos viajes tengo previstos en los próximos meses —dijo el inspector.

—¡Coño! ¡Mira qué suerte, aquí está el coche! —anunció el representante.

—El nuestro está algo más allá, supongo —conjeturó Sancho.

—Ya nos veremos —se despidió el representante estrechando la mano a Sancho y a Ólafur.

Sus acompañantes se habían alejado algunos metros en dirección al vehículo. El del gorro de lana levantó el brazo sin girar la cabeza y pensó en voz alta:

—Hasta pronto, inspector.

—Un tipo extraño —observó Ólafur.

—¿El representante?

—No, el otro. El del gorro de lana negro y gafas de sol.

—Ni puta idea. La primera vez que le veo.

—Ya. Pensaba que te conocía, me ha parecido que te llamaba inspector —pronunció una de las pocas palabras que el islandés sabía decir en español.

Sancho se detuvo en seco.

«Hasta pronto, inspector. Hasta pronto, inspector», repitió mentalmente.

Sentado en el asiento del copiloto, me quería tragar la lengua por haber verbalizado mis pensamientos. El corazón me asomaba por la boca viendo cómo el puto calvo se acomodaba con calma y buscaba un chicle perdido en alguna parte del habitáculo de aquel maldito Renault Megane blanco. Empecé a ver todo a cámara lenta, como el día en que Bragado se voló la tapa de los sesos. A punto estuve de sacarle del coche a patadas para salir de allí cuanto antes. Había aguantado una hora y media pasando un frío atroz en la grada, debatiéndome entre desaparecer de la grada o sacar la Glock y vaciar todo el cargador en sus putas cabezas. Durante el partido, no había dejado de arrepentirme por haber aceptado la invitación de Miñambres para acudir a ese estúpido derbi de rugby. Supongo que lo hice empujado por la desesperación, necesitaba forzar un encuentro con Ramiro Sancho, aunque bien es cierto que nunca creí que fuera a producirse.

Mi instinto me hizo mirar de reojo al retrovisor.

El reflejo del inspector ampliándose en el espejo con cada paso que daba hacia el vehículo provocó, primero, la paralización e, inmediatamente después, la explosión de mi sistema nervioso central. Músculos, ligamentos y tendones reaccionaron al unísono y salté del coche para huir como alma que lleva el diablo.

Un grito ininteligible del inspector me espoleó más si cabe.

—¡Es él! ¡Es él! —gritó Sancho cuando le vio salir del coche a gran velocidad.

De inmediato, se agachó para sacar el treinta y ocho que llevaba en el tobillo. Lo empuñó firmemente a dos manos, con los brazos ligeramente flexionados y la pierna izquierda adelantada. Le siguió visualmente durante unos segundos acariciando suavemente el gatillo con el dedo índice. Se movía en zigzag, así que, tal y como le enseñaron en la academia, calculó la distancia y la trayectoria del objetivo para encontrar el punto de coincidencia con la de la bala. Apuntó al cuerpo.

Necesitaba ganar unos metros de distancia para meter la mano en mi mochila y sacar la Glock del compartimento interior con cremallera.

Desconocía si mi rival iba armado o no, y me concentré en esquivar los coches del aparcamiento. Lo hice con destreza y agilidad extraordinarias, exprimiendo mi sobresaliente estado físico. Un vehículo de color granate era el último obstáculo que me separaba del cobijo de la espesura. En el último momento, decidí saltar sobre el capó valiéndome de mis brazos.

Dos detonaciones y el estallido de una ventanilla me hicieron girar instintivamente la cabeza y pude verle apuntándome con un arma corta. Milésimas de segundo después, me encontraba corriendo sin rumbo ni dirección envuelto por aquella tupida túnica blanca. Apenas podía verme los pies.

—¡Puta mierda! —exclamó de rabia el inspector cuando erró el disparo. En el momento en que iba a emprender la persecución, distinguió a Ólafur a unos metros empuñando su arma, esa que no estaba autorizado a llevar encima ni, mucho menos, emplear. El comisario le hizo un claro gesto con el brazo para que fuera tras Augusto y, acto seguido, describió un amplio arco indicándole que él rodearía el área por su flanco izquierdo.

Sancho apretó los dientes y se adentró en la niebla.

Recorrí unos trescientos metros sin mirar atrás ni preocuparme por sacar la pistola de la mochila; antes, necesitaba ganar algo de distancia. No tardé en darme cuenta de que el suelo crujía a cada paso que daba. Eran leves, pero lo suficientemente audibles para delatar mi posición a mi perseguidor. Establecí un ritmo elevado de carrera, pero adaptado para no sucumbir con prontitud al agotamiento.

Imprevisiblemente, apareció ante mí una edificación deportiva que estaba rodeada por un camino de tierra. Decidí seguirlo.

El inspector no tenía contacto visual, pero se guiaba por el ruido y la intuición. Corría concentrado para mantener una cadencia viva, sincronizando la respiración con la frecuencia de la zancada. Sancho ya sabía de la capacidad física de Augusto, pero esta vez estaba absolutamente dispuesto a no perder la oportunidad. De repente, dejó de escuchar ruido alguno y disminuyó la velocidad para aguzar el oído. Finalmente, se detuvo, puso rodilla en tierra y apuntó hacia la nada, pero nada le rodeaba y nada podía escuchar.

Solo su ansia escapándose por la boca con cada jadeo. Solo la densa niebla recubriendo sus anhelos.

Al final del camino, sucedió lo inesperado. Mi capacidad aeróbica estaba seriamente dañada por la inhalación de aquel aire gélido y húmedo.

Estaba ahogado, imposibilitado físicamente para continuar al ritmo que me había impuesto. Tenía que buscar otra alternativa y decidí con celeridad.

Volvería sobre mis pasos describiendo una ruta elíptica hacia mi izquierda y cobijándome en la invisibilidad que proporcionaba aquel albo manto tenebroso. Apenas podía trotar, así que aproveché para buscar la Glock a tientas sin dejar de moverme. Tenía los dedos agarrotados por completo, y no conseguía abrir la maldita cremallera interior. Decidí pararme y me puse de cuclillas para operar en mejor posición. Entonces, escuché una respiración muy forzada.

Sancho se vio en la necesidad de adaptar la carrera al cansancio físico. Sentía sus pulmones pesados, oprimiéndole las costillas, como si estuvieran ensanchándose por la escarcha, pero la esperanza de atraparle era mayor que su agotamiento. No quiso avisar a la central para no desvelar su posición en la niebla. A su derecha, distinguió algún tipo de construcción deportiva y se dirigió hacia allí.

Tuve la certeza de que se estaba acercando y me afané en sacar el arma. Lo conseguí no sin esfuerzo y, como un acto reflejo, quité el seguro y apunté hacia donde provenía ese resuello entrecortado. Su figura no tardó en aparecer a unos treinta metros a mi izquierda. Avanzaba mirando al frente, como con miedo a perder el equilibrio, encorvado lastimosamente, sujetando su arma con la mano derecha y tapándose la boca con la izquierda.

Adapté progresivamente mi postura para no llamar su atención. Con la rodilla derecha en el suelo y la izquierda elevada para apoyar mi codo y equilibrar el disparo, contuve la respiración y apunté por debajo del cuello. Seguí su movimiento durante unos segundos hasta que identifiqué la silueta.

«Blanco pequeño, error pequeño».

Imposible errar.

Llegando al final del camino, Sancho evaluó si seguir hacia la derecha rodeando el edificio o continuar de frente. Se encontraba francamente agotado y, prácticamente, no podía respirar por la nariz. Decidió continuar recto al comprobar que la niebla se disipaba levemente en la otra dirección y razonar que Augusto no habría querido perder nunca el amparo de la invisibilidad.

Tres detonaciones secas rasgaron el silencio.

Después de dar algunos titubeantes pasos, mi enemigo se derrumbó y le perdí de vista. Cargué con la mochila y me arrastré valiéndome de los codos con suma cautela hasta el lugar en el que le había visto caer. Noté que el frío se apoderaba de mi cuerpo.

Sancho se agachó antes de gritar:

—¡Ólafur! ¡¡Ólafur!!

Segundos después, el inspector escuchó dos nuevos disparos. Las balas pasaron silbando a no mucha distancia.

Entonces, tumbado completamente sobre la tierra helada de aquel páramo, comprendió lo sucedido.

—¡Me cago en su putísima madre! —murmuró para sí.

—¡Inspector! ¡¿Se encuentra usted bien?! —escuchó vocear a Augusto.

Sancho decidió no contestar para evitar revelar su ubicación en la niebla y rodó sobre sí mismo varias veces sin dejar de apuntar en dirección a la procedencia de los disparos. Luego, se arrastró con cautela unos metros tratando de recortar la distancia.

—¡Parece que su amigo no se encuentra muy bien! —gritó Augusto—. ¡Aquí le tengo, desangrándose! ¡No le queda mucho tiempo, créame! ¡Tiene que tomar una decisión, inspector!

La voz sonaba lejos.

Sancho puso en marcha la coctelera.

«Ingrediente primero: Augusto está a unos cien o ciento cincuenta metros.

Ingrediente segundo: va armado.

Ingrediente tercero: ha disparado a Ólafur y este está herido.

Cuarto: no tengo mucho tiempo para decidir.

Conclusión primera: reducir la distancia sin que él se percate.

Conclusión segunda: evitar ponerme en su línea de fuego.

Conclusión tercera: saber cómo está Ólafur; si está herido, deberé pactar con Augusto; si está muerto, enfrentarme a él.

Conclusión cuarta: la situación requiere intervenir de inmediato.

Receta: averiguar el estado de Ólafur y actuar en consecuencia».

Sin dejar de apuntar, sacó su móvil del pantalón y tecleó con su mano izquierda:

U fine?

Sancho intentó no pensar en el frío que se había apoderado de la tela de los vaqueros y que le estaba provocando una sensación de ardor avanzando desde sus piernas.

Shoulder injured. In 100 mts far from him.

El inspector contestó:

Ok. Going to help U.

A los pocos segundos, Ólafur respondió:

No. I’m fine. I’m armed. Hear the road near here. Catch him.

El sonido lejano de una sirena hizo que Sancho decidiera arriesgarse.

—¡Augusto! ¡Estás atrapado, cabrón! ¡Tú decides si quieres salir vivo de esta o terminar como tu hermano!

Desmenucé la situación para hacer un análisis pormenorizado de la misma. Levanté la cabeza y tomé la decisión cuando distinguí la zona arbolada. No lo había planificado así, pero el destino volvía a darme una oportunidad. Si todo salía bien, tendría mi deseado cara a cara con Ramiro Sancho, pero antes necesitaba encontrar algo con lo que excavar en el suelo helado y no disponía de mucho tiempo.

El inspector se incorporó para avanzar agachado y en línea recta hacia el último lugar donde había situado mentalmente la posición de Augusto.

Inspiraba y espiraba por la boca dada la elevada demanda de oxígeno que requería la situación. El corazón le golpeaba enérgicamente en el pecho y concentró toda su atención en la vista y el oído.

Solo se podía escuchar a lo lejos y a su izquierda el intermitente sonido de los coches circulando por la carretera de Renedo. No había recorrido cincuenta metros cuando notó que el teléfono vibraba en el bolsillo del pantalón. Se puso en cuclillas tratando de vislumbrar algo a través de la nívea cortina.

I hear he moves. Away from me.

Sancho agarró el treinta y ocho con ambas manos, examinó su entorno perimetral, pero obtuvo el mismo resultado: nada. El sonido de las sirenas se alejaba en dirección a Pepe Rojo, donde alguien habría dado el aviso. Intentó calmarse controlando la respiración y avanzó unos metros antes volver a detenerse.

Cerró los ojos y contuvo el aliento. No tardó en percibir el ruido de unas pisadas que se acercaban por su izquierda, se giró para apuntar en aquella dirección y abrió los ojos.

Presionó ligeramente el gatillo a la espera de distinguir alguna figura.

De nuevo, la vibración del móvil en el bolsillo.

Sancho se mantuvo inmóvil. Las pisadas se escuchaban con mayor nitidez.

Valoró la conveniencia de gastar otras dos balas y abrir fuego en dirección a las pisadas. Algo le hizo esperar a distinguir un blanco. El inspector temió que sus propios latidos delataran su posición.

Una silueta se recortó a unos veinte metros frente a él. Imposible no acertar. Apuntó al torso, pero su cerebro emitió la orden de cancelar el disparo una milésima de segundo antes de apretar el gatillo. El color rojo de las hombreras de la cazadora motera del agente Navarro le salvó la vida.

—¡La puta madre que te parió! —musitó el inspector—. ¡Agáchate, cojones!

—¡¿Qué está pasando aquí?! ¡César me ha llamado para decirme que habías disparado a su colega, el tal Javier, y que habías salido corriendo tras él como un loco! Te estaba llamando.

—Baja la voz y agáchate. ¿Vas armado?

—¿Qué cojones? No suelo traer el hierro al rugby, aunque sea un derbi. ¡Joder!, ¿me quieres decir qué coño pasa?

—Es Augusto —indicó sin dejar de mirar en derredor—. Está armado y ha herido a Ólafur. Vuelve al aparcamiento y llama a una ambulancia. Tenemos que impedir a toda costa que se nos vuelva a escapar. Necesito un perímetro de seguridad de dos kilómetros a la redonda. Que bloqueen todas las carreteras y accesos. Avisa que el sospechoso va armado y es muy peligroso. ¿Entendido?

—Entendido. ¿Qué vas a hacer?

—Tengo que llegar hasta donde está Ólafur y, si me lo encuentro por el camino, te aseguro que le meteré un tiro en la puta cabeza.

—Ten cuidado, Sancho —dijo Dani antes de desaparecer en la niebla.

—¡Hay que joderse! —murmuró Sancho dando claras muestras de lasitud.

Caminando algo más rápidamente y casi totalmente erguido, Sancho se acercó a una arboleda. Aceleró para parapetarse tras un tronco recubierto por la implacable cencellada. Apenas unos segundos después, a pocos metros a su derecha, escuchó los pasos de alguien que se alejaba corriendo. No lo pensó dos veces y se arrancó en persecución de aquel sonido mientras esquivaba los troncos que encontraba a su paso.

Cruzó un cortafuegos antes de adentrarse de nuevo en otra zona arbolada. Unos chasquidos le hicieron detenerse y, tras girarse instintivamente, pudo distinguir el movimiento de un objeto aproximándose a su cara.

Fue el sonido de mis nudillos lo que llamó su atención. En cuanto se dio la vuelta, le golpeé en la cabeza con la rama, la cual, como era de esperar, se partió por su parte menos gruesa.

El impacto en el parietal le dejó aturdido, pero consiguió mantener el equilibrio. Otro golpe en la mano derecha hizo que soltara el arma y lo siguiente que Sancho advirtió fue que alguien se abalanzaba sobre él haciéndole caer de espaldas contra el suelo. Todavía desorientado, su instinto le hizo mover enérgicamente sus largos brazos tratando de parar los puñetazos de su asaltante desde esa comprometida posición. En uno de aquellos desesperados movimientos, tuvo la fortuna de impactar en el tabique nasal de su oponente.

Noté una punzada entre los ojos y perdí el enfoque momentáneamente, circunstancia que el puto pelirrojo aprovechó para lanzarme hacia atrás con una fuerza que yo no esperaba. Giré sobre mi espalda para ponerme en pie ayudándome de las manos y volver a la carga. El inspector también había recobrado la verticalidad y, cuando se limpió del rostro la sangre que manaba de la brecha de la cabeza con el dorso de la mano, pude leer sus intenciones en una mirada cargada de odio. Nos concedimos una breve tregua para estudiarnos.

Sancho recortó la distancia que le separaba de su rival dando pasos muy cortos, casi arrastrando los pies, con la guardia alta y los ojos clavados en los de Augusto.

Amagué con la izquierda para lanzarle un directo con la derecha. No precisé el golpe, solo quería acertar en su cara. No lo conseguí, y quedé en una posición francamente comprometida para detener su respuesta.

El inspector supo aprovechar la longitud de sus extremidades y, tras esquivar el ataque de Augusto, extendió con fiereza su pierna derecha alcanzando el estómago de su rival.

Me robó el aire y me plegué por la cintura. Di dos pasos hacia atrás buscando ganar algo de distancia, pero se arrancó inmediatamente gritando como un animal herido y se lanzó a mis rodillas con los brazos extendidos.

El placaje frontal fue altamente efectivo, derribando al oponente y ganando la línea de la ventaja. Al no haber oval que recuperar ni árbitro que intercediera, Sancho se olvidó del reglamento y se empeñó en percutir con saña el rostro que llevaba persiguiendo demasiado tiempo; unos rasgos faciales que no era capaz de reconocer, pero tras los que estaba absolutamente convencido de que se escondía Augusto Ledesma.

Caí como un saco y me golpeé la nuca con algo más duro que el terreno. Sin embargo, tuve la mala suerte de no perder el conocimiento, por lo que pude saborear el dolor en todos y cada uno de los puñetazos que esa bestia desbocada me propinó. Sus alaridos fueron lo último que pude escuchar antes de perder la consciencia.

Una incómoda presión en la nuez me devolvió el sentido. Estaba en la misma posición que cuando lo perdí y, aunque podía verle mover los labios, no lograba procesar sus palabras.

—¡Que me digas dónde la has tirado o te levanto la tapa de los sesos aquí mismo! —insistía Sancho—. La última vez que nos vimos tuviste mucha suerte, hijo de puta, pero ahora nadie va a ayudarte. Dime, ¡¿qué has hecho con tu pistola?!

Augusto mantenía la mirada perdida entre las copas de los árboles.

—Muy bien, como quieras —pronunció apretando los dientes y amartillando el percutor—. Antes de mandarte al mismo sitio al que envié a tu hermano, quiero que pienses en mi madre, en Martina y en todas tus víctimas.

—¡Sancho! —escuchó el inspector a su espalda.

Este no reaccionó.

—¡Inspector! ¡¡Ya lo tienes!! Ya está. Es tuyo. Se acabó —expuso Ólafur forzando un tono neutro—. Sancho, escúchame.

El comisario rodeó a los dos hombres, que estaban en el suelo, y se puso dentro del rango de visión de su compañero. Agarraba torpemente el arma con la mano izquierda y su gabardina estaba teñida de sangre a la altura del hombro derecho.

—No lo estropees. Deja que se pudra en la cárcel. Si le matas, se saldrá con la suya y conseguirás que sea inmortal. En cambio, si vive, envejecerá como el más común de los mortales, entre rejas, privado de libertad y de cualquier reconocimiento. Condenado al olvido.

Aquellas palabras en inglés fueron las primeras que entendí tras recobrar el entendimiento. Apenas podía ver por el ojo izquierdo y la boca me sabía a sangre, pero minimicé el daño para poder interpretar mi papel.

—Vamos, inspector, acabe con esto de una vez —le animé—. Es su gran oportunidad de colgarse la medalla…, aunque lo mismo prefiere volver a la cárcel —dije forzando una carcajada que me provocó un intenso dolor en todos y cada uno de los músculos de la cara.

Él tenía los ojos vidriosos y respiraba violentamente por la nariz. No estaba del todo seguro de que no fuera a apretar el gatillo, pero no me dejé invadir por el miedo. Si salía vivo, la recompensa iba a ser suculenta.

—Ya es nuestro, deja que se lo lleven —perseveró el islandés.

Sancho tiró del percutor hacia atrás y, con el gatillo apretado, lo acompañó con el pulgar a la posición original. Hasta entonces, no había notado que la mano le dolía intensamente.

—Eso es —le animó Ólafur Olafsson—. Eso es.

Sancho se levantó y, sin guardar el revólver, sintió una interminable ráfaga de emociones contrapuestas que le recorría todo el cuerpo.

—Has hecho lo correcto —aseguró Ólafur apoyándose en el hombro del inspector.

—¿Le tenemos? —quiso cerciorarse Sancho.

—Le tenemos —confirmó el comisario Olafsson aliviado antes de soltar el aire por la boca—. No tienes tabaco, ¿verdad? —preguntó al pelirrojo.

Sancho se fijó en la suela de las botas de Augusto. Estaban sin desgastar y presentaban un dibujo que, inicialmente, le pareció idéntico al recogido en la escena del último crimen.

—¿Cómo te encuentras? —se interesó Sancho sin levantar la vista de Augusto.

—La bala ha entrado y salido, pero no ha tocado el hueso. Lo único que debo lamentar es la rotura de mis fabulosas gafas.

—Estás blanco. Quiero decir, más blanco.

—Ya. Blanco. Porque he bendecido esos campos con mi sangre y, como tarde mucho en venir la ambulancia, mis huesos descansarán aquí para siempre.

—¿Le tenemos? —volvió a preguntar Sancho.

—Le tenemos —ratificó nuevamente el comisario islandés—. Puedes estar seguro. Ahora, voy a ver si alguien me da un cigarro antes de meterme en esa ambulancia.

Augusto Ledesma, que permanecía en el suelo, empezó a tararear una canción en alemán. Sonaba bien y, por un momento, Sancho sintió algo parecido a la compasión cuando vio que una lágrima resbalaba por su mejilla para mezclarse con la sangre que tenía repartida por toda aquella cara postiza.

Sancho asintió en repetidas ocasiones, como si estuviera muy de acuerdo con eso que estaba pensando. Como si fuera una verdad universal que quiso pronunciar casi sin mover los labios.

—Ya te tengo, hijo de puta, ya te tengo.

Desvié la mirada, no quería que pudiera leer en mis ojos el plan que había pergeñado. La niebla estaba empezando a desaparecer y las copas de los árboles parecían agradecer la tregua agitando sus ramas. Me afané por escuchar algún otro sonido, pero ni siquiera se escuchaba piar a los malditos pájaros.

Me pregunté si alguna vez volvería a estar en la tesitura de oírlos.

Sin saber el motivo, me asaltaron los primeros compases de Ohne dich, de Rammstein, y empecé a cantar:

Ich werde in die Tannen gehen,

Dahin, wo ich sie zu letzt gesehen.

Doch der Abend wirft ein Tuch aufs Land.

Und auf die Wege hinterm Waldesrand.

Und der Wald er steht so schwarz und leer,

Weh mir oh weh, und die Vögel singen nicht mehr.

Noté que algo de líquido fabricado en mi lacrimal fue a parar a una de las heridas que tenía en el pómulo.

Me escoció; amargamente.

Ohne dich kann ich nicht sein. Ohne dich,

Mit dir bin ich auch allein. Ohne dich.

Ohne dich zähle ich die Stunden. Ohne dich.

Mit dir stehen die Sekunden. Lohnen nicht.