Residencia de Augusto Ledesma
Plaza del Viejo Coso (Valladolid)
31 de diciembre de 2011, a las 13:34
Esto decía mi amigo perdido en la noche profunda de las copas y todos asentíamos, pues nos dábamos cuenta de que la vida es un asesino insobornable.
Intentando extraer alguna conclusión de los últimos versos del poema Fugas IV, de José Elgarresta, me descubrí rebosante de amargura; rezumando resquemor.
Muy poco había trascendido en los medios. Apenas un titular: «La policía mantiene abiertas varias líneas de investigación con respecto al homicidio de MPG», y quizá aquello fuera la causa de mi alterado estado de ánimo.
Esa noche se cumplía la segunda semana de mi forzoso encierro voluntario. Desde que Marta me lacerara el rostro y el cuello, apenas salía de casa amparado en la ropa de abrigo para hacer mis ocho kilómetros diarios. Solamente en una ocasión, me vi forzado a dejarme ver. Fue el lunes, cuando me dirigí a la farmacia para comprar la crema cicatrizante más cara que tuviesen, y a por mis Moods; en total, nueve minutos de expedición.
Realicé la compra por Internet, como siempre, si bien es cierto que esa vez llené la despensa y me hice con reservas de alcohol como para terminar ese año y el siguiente. Tenía suficiente perico, pero yo era consumidor a demanda y, estando entre cuatro paredes, poca necesidad tenía. Mi único y exiguo consuelo era comprobar casi a diario el crecimiento de mis cuentas en Twitter. Durante el último mes, cada día aumentaba una media superior a los 3000 seguidores, y ya sumaba un total de 962 698. No pude por más que rendirme a la pericia de Orestes en la materia.
La ansiedad me devoraba y quise hacerle frente mediante la masturbación compulsiva, pero el efecto, aunque eficaz, era desesperadamente pasajero. Así, hice acopio de material de ocio y entretenimiento. El pedido de películas, libros y música superó los mil quinientos euros, incluida la Xbox 360 de mayor capacidad que tenían y un pack de juegos que ni siquiera abrí. Aquellos días, no sabría decir muy bien por qué solo escuchaba música de The Smashing Pumpkins, y resultaba extraño, ya que nunca estuvieron en mi top ten y tampoco podría decirse que Billy Corgan fuera santo de mi devoción. Igualmente complicado de entender fue el motivo por el que el cuerpo me exigió que le alimentara únicamente con prosa verniana. Quizá tuviera que ver con la frustración que me produjo deshacerme del ejemplar de Miguel Strogoff que gané a Marta. De ese modo, devoré sin apetencia alguna Veinte mil leguas de viaje submarino, De la Tierra a la Luna, Viaje al centro de la Tierra y el ya aludido en esos días. Me resultaron unas lecturas tan insípidas y anodinas que lamenté haber destrozado el recuerdo que tenía del novelista francés.
Dormía poco, a deshoras, y hablaba mucho con Orestes, a todas horas. Sabía que debía recuperar la rutina, pero estaba anímicamente maniatado, pendiente de la evolución y chequeo de mis heridas, lo cual hacía con frecuencia obsesiva.
Tal era mi descontrol que aquel día, el último del año 2012, aún no había revisado la prensa en Internet. Cuando lo hice, tuve que leer el titular de El Norte de Castilla un número indeterminado de veces, como si la repetición fuera a provocar que las letras cambiaran: «La policía busca al exnovio de Marta Palacios como presunto autor del homicidio de la avenida de José Luis Arrese».
Cuando superé mi bloqueo, continué leyendo el artículo. Me paré en una frase: «Según el responsable de la investigación, el inspector del Grupo de Homicidios Ramiro Sancho, los indicios hallados en el lugar de los hechos apuntan hacia el compañero sentimental de la fallecida y todo invita a pensar que el desenlace podría producirse en las próximas horas». El artículo lo ilustraba una foto lamentable de la difunta sacada con total seguridad de su patético Facebook. No recordaba que Marta me hubiera hablado de ningún exnovio, pero cabía la posibilidad de que lo hubiera hecho en alguna de las muchas fases en las que decidí dar un descanso a mi enorme pero limitada capacidad para deglutir información irrelevante. Leí y releí las iniciales del presunto como un autómata: GGM. Nada me decían. Repasé mentalmente cada uno de mis movimientos en la casa. Entonces, lo vi.
No daba crédito. Un único error; determinante. Me avergoncé de mí mismo. No podía entender cómo había podido cometer tamaño descuido.
Hice sonar mis nudillos. Me fallaron tres, mal presagio.
Miré la hora: las 13:43. Necesitaba analizar la situación. Me preparé una copa y busqué la coca.
Restaurante Vino Tinto.
Zona centro (Valladolid)
—Muchas gracias por la invitación. La carne y el vino estaban realmente excelentes —expuso Michelson—, y el entorno, sublime.
Los vestigios de lo que fueron dos imponentes chuletones, ensalada de hoja de roble y una botella de Abadía Retuerta selección especial 2007 eran los restos de una comida para tres personas con notables daños estructurales. Robert J. Michelson todavía no se había recuperado de las grietas ocasionadas en su fachada tras el descubrimiento del luctuoso pasado de su padre; Ramiro Sancho seguía buscando cimentarse en sus tenues convicciones mientras que Ólafur Olafsson continuaba en proceso de reconstrucción sumido en una lucha diaria contra el síndrome de abstinencia.
—Siempre se acierta en este restaurante, y no podía dejar que te marcharas sin degustar los pilares fundamentales de la cocina castellana —apuntó Sancho—. Además, teníamos pendiente celebrar el hallazgo de la suela. Los de la Científica han terminado de recomponer el dibujo completo esta mañana y Aurora Miralles me ha comentado que si conseguimos probar que pertenece a Augusto podía convertirse en un indicio de peso.
—Ya, si es que conseguimos relacionarlo con él —repuso el comisario Olafsson dando buena cuenta de su copa de agua.
—¡Joder, no seas agorero! —comentó el pelirrojo frotándose la barba.
—Después de revisar hoja por hoja y foto por foto todos los malditos expedientes de los crímenes anteriores sin encontrar nada nuevo, uno va perdiendo el entusiasmo. Por cierto, aún no había tenido ocasión de decírtelo, pero tienes un buen equipo. Aparte de sus dotes para la traducción, el subinspector Peteira es un buen investigador. Su reconstrucción de los hechos me ha parecido brillante, y Matesanz tiene olfato y buena mano con el resto del grupo —opinó el islandés.
Ólafur Olafsson no se había movido de Valladolid desde que llegara hecho un despojo humano junto con Erika y Michelson vía Londres. Compartía techo con Sancho y seguía sin probar el alcohol gracias a los cuidados y tenacidad del inspector. Incluso se había comprado unas gafas que bien podrían calificarse como de diseño. El de la Interpol, en cambio, iba y venía en función de los requerimientos que le llegaban de Londres.
Erika, por su parte, se había marchado esa misma mañana para pasar unos días con su madre en Ámsterdam.
—Sí, el personal está muy implicado en el caso —continuó Sancho—, y quiero creer que hemos encontrado esa huella porque Augusto no la borró en su día. Por tanto, no existe motivo alguno para suponer que se haya deshecho de esas botas, ¿no?
—A eso llamo yo ser optimista. Ahora, solo hay que encontrarle —apuntó el de la Interpol exprimiendo el ácido humor británico—. ¿Sabemos algo nuevo de la víctima?
—Marta Palacios Cifuentes. Hemos podido averiguar algo —señaló el español—. No hemos dado con nadie que la viera acompañada aquella noche. Según parece, no tenía muchos amigos, y había perdido el contacto con sus conocidos de Valladolid. Ya ni siquiera avisaba cuando venía. Por lo que nos ha dicho Áxel, que es quien se ha encargado de escarbar en su entorno, no era una persona muy popular. La califican de poco sociable, con muchos altibajos y muy presuntuosa. De hecho, solo una amiga suya, una tal Rebeca, ha declarado saber que estaba en la ciudad para pasar las fiestas con su padre. Según sus palabras: «Cuando se iba de fiesta, salía de casa como Paris Hilton y volvía como Belén Esteban. Marta no sabía cuándo parar».
Ni Michelson ni Olafsson entendieron la comparación, pero supieron extraer el contexto.
—Habían dejado de llamarla —continuó Ramiro Sancho—. Pocos de su edad asistieron al entierro, casi todos eran familiares o amigos de su padre. De momento, no hemos obtenido ningún resultado de los listados de registro de los hoteles de la ciudad, de nuevas altas de telefonía e Internet ni del retrato robot en los estancos y otros negocios.
—Las otras OCN tampoco han hecho grandes avances en sus investigaciones —informó el de la Interpol—. Es un bastardo muy escurridizo.
—Espero que el plan de Erika termine dando algún fruto. Todavía no hemos recibido ni una sola llamada, y prolongar la convivencia con esta joya va a traerme secuelas permanentes —bromeó Sancho zarandeando por el hombro al comisario Olafsson—. Ya lo decía mi padre: dos hombres que comparten techo se alimentan del mismo desecho —sentenció en español.
—¿Y qué significa eso? —quiso saber el islandés.
—Que más nos vale que le atrapemos pronto.
—Erika está convencida de ello. Un asesino organizado se encuentra cómodo y se activa cuando percibe que tiene todo bajo control, pero si esto no es así, su propio universo se le viene encima —observó Olafsson—. Incluso puede que él mismo se decida a llamar.
—Eso solo sucede en las películas —aseveró Sancho.
—No creas —intervino Michelson—. Podría contarte varios casos en los que el prófugo se ha comunicado con nosotros. Yo confío en el criterio de Erika, sabe de lo que habla.
—Yo también confío en esa chica. A estas horas, ya habrá llegado a Ámsterdam —afirmó Sancho mirando su reloj—. Le vendrá bien desconectar si lo consigue.
—Hablando de horas, mi tren sale a las cinco. Nos da tiempo a que os invite a un trago.
—Mejor no —respondió el pelirrojo—. No pidas a un oso que deje la miel delante de un rico panal.
Michelson asintió y los tres se levantaron casi al unísono. Tan pronto como pusieron los pies en la calle, vibró el móvil del de la Interpol. Al comprobarlo, se le esfumó la media sonrisa.
—Tengo cuatro llamadas perdidas. Son de casa —observó preocupado.
—Claro, abajo no hay cobertura —explicó Sancho.
Michelson se apartó unos metros y se giró dando la espalda a sus compañeros. Tras unos segundos, inclinó la cabeza y se quedó inmóvil.
Sancho y Ólafur, que observaban la escena, se mantuvieron a la expectativa. Unos instantes después, el de la Interpol se volvió con el gesto contraído.
—Era mi esposa. Mi padre ha sufrido una insuficiencia respiratoria. Está ingresado y el pronóstico es poco esperanzador —informó con la voz entrecortada.
Pasado un minuto de las doce la noche, con un café en la mano, Sancho hacía balance de un año aciago. Doce meses persiguiendo a un espectro. Cincuenta y dos semanas tratando de detener a un asesino sin alma. Trescientos sesenta y cinco días de muchas más penas que alegrías. Y su madre. Y tantas otras madres e hijos o amigos con las vidas rotas. Maldijo el momento en el que Augusto Ledesma fue concebido y se conjuró para darle caza durante ese 2012 que acababa de nacer. El inspector acababa de dejar atrás el peor año de su vida, y tal circunstancia era suficiente para afrontar el siguiente con renovadas esperanzas.
Paladeando el amargo sabor del café, se dejó llevar por la imagen de Gracia Galo.
Pasado un minuto de las doce de la noche, Gracia Galo, luciendo un elegante y ceñido traje negro, hacía sonar su copa de champán contra la de su padre para, a continuación, centrar su atención en Sandro. Cada día le costaba más levantarle por las axilas para pegarlo contra su pecho, pero el esfuerzo encontraba su recompensa en la manera primitiva con la que aquel niño se aferraba al cuerpo de su madre. Había sido un año de decisiones complicadas, pero un año importante en el que, por primera vez, la balanza se había inclinado hacia lo personal. A pesar del enorme descosido que había provocado en la vela mayor dejar sin resolver los cuatro asesinatos cometidos por Augusto Ledesma, su carrera seguía viento en popa. Recopiló las mejores escenas de 2011 y se percató de que, en muchas de ellas, aparecía Ramiro Sancho. Buscó su teléfono móvil por todo el salón para llamarle con la excusa de felicitarle el año nuevo. No lo encontró y pospuso el rastreo cuando su padre le rellenó la copa. Se le notaba más envejecido, pero conservaba la viveza de un brillo especial en sus cansados ojos.
Por asociación de ideas, se acordó del mensaje de Sancho que había recibido hacía un par de horas informándole del fallecimiento del padre de Robert J. Michelson.
Pasado un minuto de las doce la noche, Robert J. Michelson acababa de entrar en casa y, sin haber probado bocado, se metió en su despacho para prepararse un gin-tonic de Tanqueray.
Previamente, había dejado a su mujer y a su hija con sus suegros para evitar amargarles el último día del año. Empezaría el 2012 encerrado en el tanatorio, rodeado de amigos que no eran sino extraños, personas a las que estaría estropeando el día de Año Nuevo por compromiso. El 2011 no había empezado mal, y su participación junto a los servicios secretos estadounidenses en la captura del mayor prófugo del planeta, Osama Bin Laden, le había encumbrado a los cielos. Sin embargo, todo se torció con la aparición de Augusto Ledesma, un asesino en serie como tantos otros a los que había dado caza a lo largo de su vida. Si no se hubiera cruzado en su camino, nunca habría descubierto la pérfida cara oculta de su padre, y su estimado amigo, Armando Lopategui, ya le habría llamado para felicitarle el año. Se prometió que, durante ese 2012, pondría fin a su carrera delictiva o moriría en el intento. Perdido en las burbujas de la tónica, encerradas dentro de un recipiente del mejor cristal, encontró una analogía con su propia vida atrapado en su propia jaula de oro, viviendo en la más absoluta y burbujeante soledad.
Sin entender muy bien por qué, vio el rostro del comisario Ólafur Olafsson y pensó que, posiblemente, estaba abocado a sobrevivir en un dilatado estado de embriaguez.
Pasado un minuto de las doce de la noche, Ólafur Olafsson, a escasos metros de Ramiro Sancho, no conseguía acordarse de la última Nochevieja de la que conservaba recuerdos nítidos. Notaba a la jauría más alterada que nunca, pero la lejanía de su hábitat natural le permitía mantenerla bajo control. La mejoría era más que notable, los mordiscos cada vez dolían menos, ya no tenía esos sudores fríos y su tez había recobrado su pálido color. Había vuelto a ingerir alimentos con normalidad, prácticamente no le temblaban las manos y vomitaba con menos frecuencia. Hizo un esfuerzo para trasladarse al día en el que su vida había cambiado de rumbo. En su mente, se proyectó la imagen de la cabeza de lobo que creyó ver el día que acudió a Grindavik tras los brutales asesinatos cometidos por Augusto Ledesma. Nadie que fuera capaz de perpetrar un acto tan inhumano debería poder vivir en sociedad. Tenía que apresar al lobo. Él mismo había establecido su propia recompensa: tras cobrarse la pieza, volvería a Londres y se plantaría frente Sinéad.
Sobrio. Tampoco pasó por alto el hecho de que, en esos últimos meses, se había encontrado a sí mismo compartiendo un desafío con personas tan desconocidas como semejantes a él. Esa era su verdadera manada.
Inconscientemente, pensó en Erika Lopategui y reconoció que sentía predilección por el cachorro del grupo. Quizá fuera instinto de protección o puede que se tratase de admiración, pero aquella muchacha de pelo rojo y ojos grisáceos le atraía poderosamente.
Pasado un minuto de las doce de la noche, Erika Lopategui liaba su primer cigarro del año. Su madre acababa de encontrar refugio en la cocina tras dejarse embargar por la emoción de un abrazo. Probó el orujo de cerezas que Magda había llevado de Belgrado, y el ardor en los labios la hizo volar a la última vez que sintió algo parecido, en Los Tres Sombreros de Belgrado, en compañía de su padre. Dio dos caladas e inhaló profundamente el humo del tabaco. La nicotina cumplió con su labor lenitiva; momentáneamente, porque se sintió embargada, instantes después, por un doloroso vacío que se extendía por su interior apoderándose de su entereza. Trató de combatirlo con munición de recuerdo, pero eso no causó sino el efecto contrario, provocando un daño atroz, como el que hace la metralla de una pieza de mortero. Finalmente, la presa reventó liberando millones de litros de aflicción en lágrimas que discurrieron por sus pálidas mejillas en el más absoluto silencio. Sabía que la brecha era irreparable y no quiso desgastarse intentando frenar el desbordamiento.
El sabor del orujo le hizo regresar y buscó la calma focalizando su rabia en la caprichosa marea que había arrastrado a su padre y le había traído a su madre. Cuando Erika levantó la mirada, se encontró con la de Magda Voosen.
Pasado un minuto de las doce de la noche, Magda Voosen trataba de administrar la sobredosis emocional que le provocó la apertura definitiva de las puertas que, durante tanto tiempo, habían estado cerradas. Ya no había recovecos ni zonas oscuras, y un sinfín de escenas del pasado se sucedía a una velocidad endiablada. El año 2011 había supuesto su despertar definitivo y, a pesar de la desaparición del que fue su único amor, Magda solo sabía mirar hacia delante. El futuro se presentaba prometedor. Entonces, comprendió que uno pertenece al lugar en el que habitan sus esperanzas y anhelos. En ese momento, rememoró la conversación mantenida con aquel extraño joven en Belgrado y se preguntó si él también habría encontrado su sitio. Deseó que así fuera.
Cuando se halló en disposición de hacerlo, volvió al salón, donde la aguardaba su hija. Allí la descubrió sumida en un profundo llanto y no quiso interrumpir su proceso de desahogo. No fue hasta que Erika levantó la mirada y se encontró con la suya cuando sintió que, verdaderamente, el lazo se estrechaba.
Pasaba un minuto de las doce de la noche, el polvo de coca ya había logrado difuminar mis miedos. Solucionar el error que había cometido en el piso de Marta fue tan sencillo que me avergoncé de haberme avergonzado de mí mismo. Descubrir que las iniciales GGM correspondían a Gabriel García Mateo me colmó de entusiasmo, y comprendí que el artículo era una invitación de mis rivales para retomar la partida. Era la señal que había estado esperando, por lo que no pude esperar ni un segundo más. Me desnudé por completo y examiné mi cuerpo ante el espejo. Lo que antes veía como deshonrosas y acusadoras marcas se había transformado en venerables y distinguidas señales de un guerrero inmortal, un Aquiles sin puntos débiles, un Ícaro con alas de acero, un Teseo sin laberinto, un Hércules con docenas de trabajos por hacer. Ese año había supuesto mi nacimiento como ente individual y único protagonista de una fastuosa obra que aún estaba por escribir. Y sí, estaba ansioso por escribir el penúltimo capítulo, ese que protagonizaría junto con el verdugo de mi hermano. Quería honrar la memoria de Orestes en un cara a cara con mi rival.
Tenía que salir a celebrarlo, y no podía haber mejor noche que esa. Destino: Zero Café. ¿Quién sabía?, lo mismo incluso me pasaría por alguno de los garitos en los que, según anunciaba Miñambres en su Facebook, iba a pinchar.
Empezó a sonar Tonight, tonight, de Smashing Pumpkins. No me resistí a emular la voz de Billy Corgan empleando la botella de Hendrick’s como improvisado micrófono:
Time, is never time at all.
You can never ever leave without leaving a piece of youth.
And our lives are forever changed, we will never be the same.
The more you change, the less you feel.
Believe, believe in me, believe, believe!
That life can change, that you’re not stuck in vain.
We’re not the same, we’re different…
Tonight, tonight, tonight.
So bright.
Tonight, tonight.
Me identificaba tanto con la letra que llegué a pensar que la había compuesto yo mismo en otra vida.
And you know you’re never sure,
but you’re sure you could be right,
if you held yourself up to the light.
And the embers never fade in your city by the lake.
The place where you were born.
Believe, believe in me, believe, believe!
In the resolute urgency of now.
And if you believe there’s not a chance tonight.
Tonight, tonight.
So bright.
Tonight, tonight!
De nuevo frente al espejo, me entregué al final de la canción sacando todo lo que tenía dentro:
We’ll crucify the insincere tonight (tonight).
We’ll make things right, we’ll feel it all tonight (tonight).
We’ll find a way to offer up the night (tonight).
The indescribable moments of your life (tonight).
The impossible is possible tonight (tonight).
Believe in me as I believe in you…
Tonight, tonight, tonight.
Tonight.
Tonight.
La escuché cuatro veces más subiendo progresivamente el volumen proporcionalmente a mi descontrolado estado de euforia.
A continuación, me duché y vestí para esa noche.
Mi noche.