Srebrenica República Srpska (Bosnia y Herzegovina)
16 de diciembre de 2011, a las 13:10
Durante el viaje por carretera desde Belgrado, la fluidez de la conversación entre madre e hija, parca por defecto, se había ido marchitando en exceso hasta convertirse en un simple intercambio de gestos y monosílabos. A Erika no le pasó desapercibida la mutación que había sufrido el rostro de su madre desde que habían visto la señal de ocho kilómetros que las separaban de su destino: Srebrenica, donde murió Erika Eisenberg y nació Magda Voosen.
Un frío tan incómodo como el silencio que reinaba en aquellas calles las acompañó durante el primer paseo por la arteria principal de la población bosnia. No se diferenciaba en nada de tantas otras que habían tenido que atravesar para llegar hasta allí.
Magda trató de calentarse las manos con su aliento antes de hablar:
—¿Qué estamos buscando exactamente?
—El lugar concreto en el que se pierden tus recuerdos —contestó Erika con tono firme.
—Ya te he dicho que no recuerdo cómo llegué hasta allí.
—Por eso hemos venido a Srebrenica. ¿Hay algo que te resulte especial?
—Todo me resulta familiar y, sin embargo, nada me llama la atención.
—Sigamos caminando, tiene que haber algún lugar que te produzca una sensación diferente.
Magda giró trescientos sesenta grados sobre sus pies y se encogió de hombros.
—Sigamos —la alentó Erika.
Dos horas más tarde, el desánimo se estaba adueñando de ese errático rastreo.
—Busquemos algún sitio para comer —propuso Erika—. Luego, si te parece, podemos acercarnos a Potocari[55], al monumento en memoria de las víctimas del genocidio.
Magda no contestó. Tenía los ojos clavados en el final de la carretera que se perdía hacia el oeste.
—Bratunac —susurró—. Allí pone «Bratunac» —señaló levantando el brazo—. ¿Lo ves? En esa señal.
—Lo veo —confirmó Erika—. ¿Te dice algo?
—No sé —dijo Magda con semblante contraído.
—Está a ocho kilómetros. Vayamos a por el coche.
Durante los primeros kilómetros de la estrecha carretera que discurría en dirección norte zigzagueando entre las montañas, solo hubo un irritante y rectilíneo mutismo. Erika conducía despacio mientras su madre miraba con cierta angustia a izquierda y derecha.
—¡Aquí! Gira aquí —le indicó exaltada.
Erika dio un volantazo a la derecha y entró en un camino de tierra desde el que, a unos doscientos metros, se podían distinguir varias edificaciones en pésimo estado de conservación. Magda no despegaba los ojos de lo que parecía ser una antigua nave de almacenamiento de madera.
—Yo he estado aquí antes —aseguró varias veces antes de bajar del coche y encaminarse hacia el acceso principal. Erika la siguió sin mediar palabra.
La puerta estaba entreabierta y, una vez en el interior, Magda se detuvo para examinar el entorno. El olor a humedad reinaba en aquel lugar exento de ruidos y la podredumbre gobernaba con mano de hierro. La exigua luz que se filtraba por las ventanas del nivel superior, desnudas de cristales, y por las muchas aberturas que presentaba la cubierta provocaba que se generaran microespacios de penumbra salpicando las tinieblas. Esa atmósfera no era sino la prolongación del sentir de Magda, que quiso evadirse cerrando los ojos y apretando los puños.
—Tiene que haber unas escaleras que lleven a un sótano. Debemos encontrarlas —propuso Magda obligándose a sobreponerse.
—Al fondo —indicó Erika—. Detrás de aquellos pilares.
El suelo estaba jaspeado de escombros e invadido por zonas embarradas que fueron sorteando con suma precaución hasta llegar a lo que quedaba en pie de un antiguo armazón de ladrillo.
—Esta era la zona de oficinas. Desde esa pared hasta el muro de allí —indicó Magda—. Aquí estuve retenida mientras me interrogaban, pero después me bajaron a una especie de sótano en el que había un cuartucho y una sala más grande —rememoró.
—Mamá, trata de calmarte —le pidió Erika.
—¡Mira! ¡Allí! —señaló con el brazo extendido por completo—. Las escaleras metálicas. Recuerdo perfectamente los sonidos —aseguró apretando con fuerza los párpados—. El chirriar de los peldaños, el ruido de unos pasos que se acercaban, sus voces al otro lado de la puerta y el tintineo de llaves.
—Tranquila, mamá —dijo Erika posando la mano en su hombro. Entonces, notó que su madre estaba temblando—. Tranquila, siéntate un minuto y descansa.
—No. Estoy bien.
—¿Puedes verles la cara?
Magda, que seguía con los ojos cerrados tratando de recuperar el control tomando el pulso a su cicatriz, negó con la cabeza.
—Está bien. Trata de respirar profundamente. Escucha. Tengo una grabación que quiero que oigas para que me digas si es la voz de quien te disparó. ¿Crees que podrás hacerlo?
Su madre la miró con ojos piadosos.
—Adelante.
Erika sacó el móvil y puso un fragmento de la conversación que había mantenido con Michelson en el bar de Luxemburgo. Magda contuvo la respiración.
—¿Es esta la voz? —preguntó Erika.
Magda abrió los ojos.
—No.
Erika no esperaba esa respuesta, y su rostro era la viva imagen de la decepción.
—¿Estás segura?
—Esa no es la voz —certificó Magda Voosen.
—Mamá, ¿estás completamente segura?
—Esa no es —repitió—. El hombre que me disparó tenía la voz más grave y quebradiza. El acento inglés es similar, también el tono sosegado…, pero no, te puedo asegurar que no es la misma. Puedo escuchar la última frase que recuerdo antes del disparo, se repite incesantemente en mis sueños: «Nuestro mundo solo se rige por una única verdad. Normalmente, lo que parece es simplemente eso: lo que parece que es. Y lo que parecerá aquí es que has sido solamente una anónima víctima más. Una cifra más».
Erika se giró violentamente e inclinó la cabeza hacia atrás mordiéndose el labio inferior. Mantuvo esa posición durante unos instantes antes de decir:
—Ya sé quién te disparó.
Alguna calle del centro de Valladolid
—Odio el frío de Valladolid —dijo ella—. Supongo que lo he heredado de mi padre, porque él se pasa los inviernos enteros en su casita de Gandía. Antes me ha llamado para decirme que viene el domingo. Es como El Almendro, que vuelve por Navidad, pero se marcha nuevamente justo después de Reyes; a la playa, al calorcito. Solo pensar en la cena de Nochebuena me pone en el disparadero. Ellas hablando de trivialidades y ellos de fútbol, Mourinho para arriba, Mourinho para abajo hasta que llega el «momento lágrima» protagonizado por mi padre; un clásico. Siempre me sientan con las idiotas de mis primas, que van por la vida como si no hubieran roto un plato y son un par de zorras de mucho cuidado, pero malas, malas. El año pasado, me enganché tal borrachera antes de cenar que no era capaz de agarrar los cubiertos. ¡Joder, qué frío hace en esta puta ciudad!
—A mí me gusta el frío —aseguré por decir algo o por llevarle la contraria, ya ni sé.
Aquella chica, Marta, era una prodigiosa máquina de fabricar palabras. No hacía tres horas que la había conocido en La Española Cuando Besa —un garito enclavado frente a la catedral en el que, aunque había oído hablar de él, nunca había estado— y ya había sido capaz de relatarme su vida y milagros con todo detalle. Veintiséis años, brillantemente licenciada en periodismo, prometedora becaria de El Mundo y, por aquel entonces, concluyendo sus estudios de Dirección Cinematográfica en la Escuela Superior de Artes y Espectáculos de Madrid. Era realmente bonita de cara, con facciones finas y elegantes, como una aristócrata rusa; incluso medía algún centímetro más que yo, la garza. El único inconveniente que se le podía poner en la parte física era la excesiva anchura de sus caderas, pero superaba sobradamente la frontera de lo follable sin duda alguna y yo tenía muchas ganas de sexo, casi tantas como de retomar mi obra. Además, no percibí olor alguno que me generara rechazo. Cuando me presenté tras sacar partido a mis hoyuelos, enseguida me indicó el camino a seguir para llegar a su cama: escucharla.
Ciertamente, me había hartado de esperar.
Llevaba semanas vigilando la residencia del asesino de mi hermano: el inspector Sancho. Me conocía cada rincón del maldito barrio de Parquesol. Mi desesperación me llevó a arriesgarme sobremanera recorriendo a pie las calles aledañas a la comisaría de Delicias.
Confiaba en que, algún día, le vería aparecer para poner en marcha mi plan, pero mi paciencia es infinitamente limitada. El fracaso me hizo concluir que no se encontraba en la ciudad, por lo que no había otra alternativa que atraerle regalándole un cadáver.
Con tal fin, la noche anterior me pertreché con mi kit de herramientas reducido a lo esencial e indispensable, y me lancé a la calle en busca de un afortunado o afortunada que se ganara el privilegio de formar parte de mi obra. No tuve éxito, pero no cesé en el intento; perseverancia. Al día siguiente, decidí adelantar la salida a la hora del café con la idea de tantear la zona bohemia de la ciudad, esa donde dicen que se reúnen las gentes de las artes y las letras de Valladolid, es decir, listos con gafas; jóvenes brillantes con alma reivindicativa de puertas adentro; ellos, con barba aparentemente descuidada y ellas, vistiendo ropa ancha y colorida, la mayoría luciendo kufiyya al cuello a modo de identificativo libertario.
Caminando hacia allí, me llamó la atención una suerte de árbol vestido con luces azules y plantado en lo alto de un edificio. Como si se tratara de un punto ineludible de algún peregrinaje místico, me dejé guiar hasta la calle Arribas y, motivado por un buen presentimiento, entré en La Española Cuando Besa. La decoración era muy de mi agrado: caóticamente ordenada, arbitrariamente bien dispuesta; llamativa, sugerente pero sin llegar a corromper. Alternaban temas lounge y ritmos funk o acid jazz con música disco de tintes electrónicos, buenas canciones para construir un ambiente cálido francamente apetecible. Me fijé en la camarera, rubia de pelo corto bien despeinado, ojos almendrados, de apariencia aseada y dientes magistralmente alineados.
Una auténtica preciosidad que regalaba sonrisas a quienes se acercaban a pedir a la barra; y yo no iba a ser menos. Había bastante gente para ser tan pronto, pero aquello no me desanimó. Muy al contrario, en cuanto llegó mi turno y la vi preparar mi gin-tonic de Hendrick’s, supe que esa chica era especial. No tardé en averiguar que se llamaba María.
—Cuando acabes con él, tienes que probar nuestro «tornillo» —me dijo edulcorando la propuesta con un gesto pícaro aunque inocente.
—Tornillo —repetí ciertamente interesado.
—Chupito de ron miel con nata y canela —me desveló en un tono que superaba con creces el dulzor que se le suponía a aquel brebaje—. Es nuestra bebida especial.
Le contesté sin decirle nada.
Copa en mano, visité las otras dos plantas, parsimoniosamente, como quien recorre un museo disfrutando de cada cuadro, cada elemento, cada detalle, dilucidando en qué rincón iba a tejer mi tela de araña. Finalmente, elegí una mesa junto a la ventana de la segunda planta que estaba regada por una luz verde algo desconcertante; diría que premonitoria.
Sabía que solo tenía que esperar, y eso hice mientras devoraba las páginas de El diablo a todas horas, de Donald Ray Pollock.
No podría decir cuánto tiempo pasó hasta que la encontré sentada en la mesa de mi derecha. Y creo que nunca me habría fijado en ella si no hubiera sido porque la escuché pedir un «tornillo» y la vi bebérselo con pajita. Tenía que saber el motivo y no tardé en descubrirlo: llamar la atención, precisamente. Así, cerré el libro y me dispuse a captar la suya. Aguardé pacientemente a que subiera María para pedirle papel y «boli», y me puse a escribir unos versos que esperaba poder rematar esa misma noche. Bastaron dos miradas fugaces para que, con un amable y sugerente: «Disculpa, ¿puedo preguntarte sobre qué escribes?», cayera en mi red. Yo interpreté muy brevemente el mismo papel con el que me estrené en su día con Marifer —el de escritor vocacional en busca de una oportunidad— hasta que me interrumpió con un «¡No escribirás guiones de cine!». A partir de ese momento, me dediqué a escucharla, que era lo que estaba pidiendo a gritos.
—A mí no me importa pasar frío. De hecho, voy a irme a Canadá con unos amigos en cuanto termine el máster que estoy haciendo. Allí hay muchas oportunidades y la gente no es tan obtusa como aquí. Este país necesita un cambio generacional, pero las nuevas generaciones trabajarán para otros países al paso que vamos. Oye, ¿te apetece una copa?
—Mataría por un gin-tonic —respondí inaugurando el capítulo de verdades.
Castrillo de la Guareña (Zamora)
El sabor de la yema le trasladó a su niñez, cuando todos los domingos de verano su madre hacía huevos fritos «a caballo» para todos. Media docena a repartir entre los cuatro, dos por cabeza para el pequeño Ramiro y su padre, y uno para su hermana Elvira y su madre. Ahora bien, ellas salían mejor paradas en el racionamiento del jamón serrano.
Tras regresar de su atropellado viaje a Albania, decidió que podría ser una buena idea pasar otra temporada aislado en el pueblo de sus padres.
Quería volver a sentir eso de pasar las horas sin nada que hacer, sin nada en lo que pensar.
Consiguió lo primero; lo segundo, no. La sombra de Augusto Ledesma estaba omnipresente y sentía la necesidad de averiguar si había algo más que respeto mutuo y admiración en su relación con Gracia Galo.
La investigación se encontraba en vía muerta y el grupo carecía de una locomotora que tirara del resto de vagones. Sancho intentó hablar en varias ocasiones con Michelson, pero la única vez que consiguió que le cogiera el teléfono fue para decirle que nada sabían desde los asesinatos del hotel de Múnich, y ya casi hacía un mes de aquello. El inspector sospechaba que Augusto no tardaría en dar señales de vida e, incluso, valoró el riesgo que corría permaneciendo en un lugar en el que él había estado no hacía mucho tiempo atrás llevándose feroz y cobardemente la vida de su madre. Por tal motivo, siempre iba armado con su Colt Anaconda a pesar de que su licencia de armas estaba suspendida hasta que se reincorporara al Cuerpo. En cierta forma, deseaba enfrentarse de nuevo a Augusto. Estaba convencido de que la siguiente ocasión en que se vieran las caras sería la última; se equivocaba.
Bien podría decirse que Sancho se encontraba como una pugilista embarazada, con un caudal de hormonas nadando en rabia, dispuesto para el combate y con un elevado nivel de ansiedad contenida durante muchos meses. Sin embargo, había salido a correr aquel día y se encontraba físicamente bien. Había hablado con su hermana Elvira para asegurarse de que su estatus de protección siguiera vigente; se sentía anímicamente reconfortado y, tras la ingesta de los huevos fritos «a caballo», se encontraba «estomacalmente» saciado. Así, reunió el coraje que necesitaba para hablar con Gracia y buscó el teléfono de la triestina en su móvil.
—Pronto, ispettore —contestó la triestina efusivamente—. No te lo vas a creer, pero estaba pensando en ti hace solo unos minutos.
Sancho no se esperaba aquella bienvenida y no supo qué decir.
—Acabo de escuchar la noticia de la retirada definitiva de Julio Iglesias —continuó ella—, y una cosa me ha llevado a la otra. Me preguntaba cómo estarías.
—Pues… no sé muy bien qué decirte —dijo Sancho tratando de desmenuzar la decepción—. Me alegro de que Julio Iglesias te provoque esa reacción, aunque yo soy más de Frank Sinatra. ¿Cómo estás tú?
—Sto bene. Acabo de meter a Sandro en la cama y estoy tratando de relajarme un poco. He tenido una semana bastante dura.
—¿Prefieres que hablemos en otro momento?
—No. Veramente… estaba pensando en llamarte… in somma. Alla fin fine… nunca me atrevo.
—Inspectora jefe, ¿qué ha pasado con su fluido español?
—Me cuesta pensar en otro idioma cuando me pongo tensa —confesó ella.
Sancho sonrió por dentro y por fuera mientras se tiraba de los pelos del bigote con fuerza.
—Y a mí me cuesta trabajo imaginarte nerviosa. Lo que realmente me gustaría es dejar de imaginarte. Necesito verte —pronunció sin pensar.
—Sancho…
—Lo siento, lo siento —intervino.
—No, escucha. A ver cómo digo esto sin que te lleve a confusión. Vediammo… allora. He pensado mucho en la última conversación que tuvimos en Londres y creo que no estoy en disposición de dejar pasar ninguna ocasión de…, ya sabes.
—Pues no, Gracia, la verdad es que no sé.
—Cazzo! Lo que trato de decirte es que a mí también me gustaría verte.
—¡Arggg! —gritó él.
—No era eso lo que quería escuchar.
—Perdona, me he arrancado algunos pelos del bigote por la conmoción.
La carcajada de la inspectora jefe hizo de balsámico para ambos.
—Hagámoslo —acertó a decir Sancho.
—Bene.
—Benissimo.
—Senti. Tengo unos cuantos días libres coincidiendo con las vacaciones di Natale de Alessandro. Si tú… in somma. Si a ti te apeteciera…
—¿Ir a Trieste? —completó Sancho.
—Ecco.
—Cuenta con ello. Ahora, voy a colgar el teléfono para no darte oportunidad de que cambies de opinión. Lo voy a apagar y no lo enciendo hasta que esté aterrizando. Calcula un par de días, tres como mucho. Un beso. No, due. A presto.
Sancho colgó y apagó el móvil.
Sonrió como hacía meses que no sonreía.
Avenida José Luis Arrese, 21 (Valladolid)
Bebía casi tanto como hablaba, y el alcohol amamantaba su locuacidad. Yo había llegado a un punto en el que no sabía si mi dolor de cabeza era consecuencia del alcohol o de la desesperada llamada de auxilio que hacían mis tímpanos. Traté de resolver el sortilegio esnifando algo de coca; controladamente, para no perder las riendas de aquel jamelgo desbocado.
Supuse que la noche iba a culminar con sexo en cuanto me invitó abiertamente a continuar la fiesta en casa de su padre e, incluso, llegué a visualizar la forma en la que terminaría con ella, simultaneando penetración y asfixia.
No podía estar más alejado de sus intenciones.
Ya en su casa, no recibí ni una sola señal, signo o indicio que me invitara a pensar que Marta quisiera intimar conmigo. Y a modo de dolosa compensación, me obsequió con una descripción completa, plano a plano, del cortometraje que tenía en mente como proyecto final de carrera.
Solo hubo un momento en el que no me sentí violentado, y fue cuando hablamos o, mejor dicho, habló sobre cómo habían influido en su adolescencia las novelas de aventuras que tenía su padre. Robinson Crusoe, Moby Dick, Viaje al centro de la Tierra, Ivanhoe, Los tres mosqueteros, Flecha negra y, por supuesto, El conde de Montecristo. Me sorprendió que, además, mencionara Miguel Strogoff, una obra que no había leído sin saber muy bien por qué, lo cual no reconocí. Aquello fue solo un espejismo en el desierto que ese loro con forma de hembra entendía por conversar. En cuanto a los gustos musicales, coincidíamos más bien poco, lastimosamente, y zanjé el asunto cuando calificó a Rihanna como paradigma de la música moderna.
Sin tregua alguna, ella abrió otro frente de conversación.
—Pero, bueno, como dirían Los Pecos, háblame de ti, que apenas dices nada. Te gusta ir de tipo misterioso, ¿verdad? —soltó ella de manera repentina. Fue como un escupitajo en la cara, pero supe encajar el golpe y mantener la compostura.
—Mi día a día carece de lances y peripecias, me limito a vivir mientras trato de ganarme la vida con mi pluma.
Entonces, a Marta le sobrevino un ataque de hipo. Entendí que era fruto de su efímero e insólito silencio, como una protesta de sus cuerdas vocales por suspender la producción de sonidos durante más de tres segundos, una alarma que supe aprovechar.
—Es de las cosas que más odio. Casi nunca me ocurre —reconoció confirmando mi teoría—, pero no hay forma de —hipó— pasarlo cuando me viene.
—Yo tengo un truco infalible para quitar el hipo —anuncié.
—¡No me digas!
—Por supuesto, se trata de un remedio muy viejo. Ya sabes que el hipo es la contracción repentina del diafragma en el instante de la inhalación, lo cual provoca una inspiración súbita y la oclusión inmediata de la glotis —definí para lucirme—. Así, lo mejor es interrumpir momentáneamente la respiración —argumenté—. De ahí que lo habitual sea que la gente, en su ignorancia, hinche los pulmones y trate de contener el aire lo máximo posible. Error.
Mientras yo estaba elaborando mi explicación científica, Marta no dejaba de hipar. Era altamente molesto.
—Eso no funciona conmigo —aseveró.
—Porque tu sistema nervioso no te permite interrumpir el consumo de oxígeno todo el tiempo que es necesario. Yo te aseguro que te quito el hipo en el primer intento. Si quieres, apostamos.
Marta lo valoró.
—Está bien. ¿Qué quieres apostar? —hipó.
—Tu Miguel Strogoff contra mi El diablo a todas horas —propuse sacando el libro de mi mochila—. Creo que te gustará, es una novela siniestra que no es para cualquiera —le vendí.
—Acepto.
—Genial, pero tienes que seguir mis instrucciones. ¿Vale?
—¿Me va a doler, doctor? —preguntó pestañeando repetidamente y forzando un tono bastante mojigato.
Chasqueé la lengua varias veces.
—Necesito colocarme a tu espalda, es la mejor forma de taponar nariz y boca con una sola mano —le ilustré al tiempo que rodeaba la mesa cuadrada del comedor con sillas de corte tradicional en las que estábamos sentados—. Inspira profundamente y suelta el aire muy despacio.
Ella siguió mis instrucciones. Estaba relajada, segura de sí misma.
—Estupendo. Durante la operación, voy a susurrarte al oído las palabras mágicas. Son unos versos en alemán que te explicaré después. Tienen un significado muy especial para mí. Cuando no puedas aguantar más, levanta el brazo izquierdo. ¿Estás preparada?
—Nací preparada —hipó—. Si te aprovechas de la situación, lo lamentarás el resto de tu vida.
Me saqué los nudillos antes de proceder. Nueve de diez, buen presagio.
—Inspira —indiqué—. Ahora, ve soltándolo; lentamente.
Esperé a que lo hiciera y, con la mano derecha, tapé con suavidad la nariz y la boca. Entonces, le susurré:
—Ein kleiner Mensch stirbt nur zum Schein. Wollte ganz alleine sein. Das kleine Herz stand still für Stunden. So hat man es für tot befunden.
Poco después, Marta hizo la señal; era la indicación que estaba esperando para rodear su cuello con mi brazo izquierdo y ejercer toda la presión que pude ayudándome con la mano derecha. Elevé el tono de voz:
—Es wird verscharrt in nassem Sand. Mit einer Spieluhr in der Hand.
Ella se retorció en la silla y, como esperaba, se agarró instintivamente al brazo en un intento desesperado por separarlo de su estilizado cuello de cisne; papagayo, más bien. Calculé unos pocos segundos más de oposición y, totalmente confiado, no pude prever que utilizara sus últimas reservas de oxígeno para arañarme la cara y el cuello con cruel virulencia. Involuntariamente, solté la tenaza para llevarme las manos al rostro. Marta se desplomó, inconsciente, contra el suelo.
Maldiciendo en silencio, me encaminé apresuradamente al baño para examinar la herida.
Se apreciaban cuatro surcos que recorrían mi faz en sentido descendente, desde el pómulo hasta la garganta. La sangre manaba de todos ellos, pero especialmente de los dos más próximos a la oreja, que había trazado con los dedos índice y corazón.
Abrí el grifo y me lavé.
Nunca había sentido un escozor tan atroz.
Estaba completamente desorientado por la rabia que me producía ver aquellas cuatro zanjas vergonzantes. No utilicé la toalla para evitar dejar cualquier rastro de mi ADN. Se me ocurrió entonces aplicar un desinfectante directamente en las heridas, y pocos hay mejores que la ginebra.
Volví al salón, agarré la botella de Beefeater y aproveché el viaje para liberar algo de tensión pateando la espalda de Marta, que había quedado tendida de costado. De nuevo en el baño, incliné la cara y vertí lo que quedaba de licor.
El escozor pasó a dolor antes de convertirse en tortura.
Gruñía «Puta zorra» sin dejar de apretar los dientes con tanta fuerza que creí que el esmalte iba a estallar en pedazos. Cuando terminé la cura, observé que el sangrado casi había cesado del todo, pero las marcas habían ganado en traza y apariencia. En ese preciso instante, me percaté de que las uñas de Marta rebosarían de restos de mi piel y me dispuse a ponerle remedio con la amputación de los cuatro dedos; quizá los diez o, ¿por qué no?, los veinte. Aquello me reconfortaría bastante. Por suerte, había tenido el acierto de seleccionar la tijera de poda gruesa de entre mis herramientas, la cual cumpliría con tal menester a la perfección.
Al llegar al salón, me quedé petrificado.
El cuerpo de Marta no estaba.
Alguna calle de Reikiavik (Islandia)
Al comisario se le estaba haciendo muy largo el camino de regreso. Normalmente, desde el Kaffibrennslan —uno de sus bares más frecuentados y donde solía repartir la última ración a la manada— hasta su casa no había más de diez minutos andando, pero las condiciones por las que transitaba esa noche Ólafur Olafsson no eran nada normales; no solo por la elevada cantidad de miligramos de alcohol que circulaban por sus venas —más de lo habitual—, sino por la fecha: 16 de diciembre. Desde aquel lunes de 1996, Ólafur no había vuelto a ver a Sinéad, la única mujer a la que había sido capaz de amar en toda su vida. El comisario se reservaba esa fecha en el calendario para desenterrar sus recuerdos sentimentales, esos que solo florecían cuando los regaba abundantemente con bourbon.
El islandés levantó la mirada y se ajustó las gafas tratando de enfocar el nombre que figuraba en la placa. Pensó que ubicarse en el callejero podría ser el primer paso para encontrar el camino de regreso a casa, pero los copos de nieve, gráciles y densos, enseguida se posaron sobre los cristales como inmaculadas mariposas blancas sobre los estambres de una flor. No podía decirse que le gustara la nieve, pero las temperaturas siempre se templaban en cuanto esta aparecía. En ese momento, la ciudad se convertía en una postal navideña que invitaba a pasear por ella, aunque con un inconveniente: el riesgo de dar con los huesos en el suelo si uno no dispone de todas sus facultades para mantener el equilibrio.
—¡Mierda! —gruñó el comisario tratando de ponerse en pie.
La escena, que parecía sacada de una película de Harold Lloyd, no pasó desapercibida para tres jóvenes que, parados en un semáforo, no pudieron evitar mofarse de aquel hombre que luchaba sin éxito para recuperar la verticalidad.
—¡Dinos de qué fiesta vienes, abuelo, que nos apuntamos! —gritó uno de ellos.
En el suelo, Ólafur trataba de encontrar sus gafas.
—¡De la despedida de soltera de tu madre! —contestó el comisario.
El conductor no tardó más de dos segundos en bajarse del coche seguido por sus amigos.
—¿Qué has dicho? ¡Puto viejo borracho, ¿qué has dicho de mi madre?!
Ólafur Olafsson consiguió levantarse agarrándose a una tubería, pero un inesperado puñetazo en el estómago le hizo doblarse sobre sí y le provocó el vómito. Las más de 30 000 coronas islandesas de bourbon pasaron de estómago propio a pantalón ajeno en una décima de segundo. Pudo incorporarse a duras penas, pero un empujón hizo que besara de nuevo el helado asfalto.
—¡Hijo de puta! ¡Mira cómo me has puesto! —gritó el vomitado.
—Déjalo ya, Eidur —dijo uno de ellos entre risas—, solo es un maldito borracho.
—Has heredado el mal carácter de tu madre, Eidur —balbuceó el comisario tratando de recuperar el aliento.
Recibió la primera patada en un costado, pero la segunda impactó en la cara e hizo que el comisario se golpeara la nuca contra la pared sobre la que estaba apoyado perdiendo el conocimiento.
Lo siguiente que escuchó fueron las desconocidas voces de quienes trataban de reanimarle. Las femeninas abogaban por llevarle al Landspítali, a solo cuatro calles de allí; las masculinas, por ayudarle a ponerse en pie y continuar su ruta habitual de bares de fin de semana. Finalmente, se impuso la segunda opción y, con dos palmadas en la espalda, el comisario reemprendió su camino. Una voz de mujer le detuvo:
—Espere, señor. ¿Esto es suyo?
A Ólafur le costó reconocer sus gafas, pero aquel amasijo lo eran sin duda.
—Gracias —pudo decir mientras la chica se alejaba.
Le dolía el pómulo derecho y tenía una brecha en la parte posterior de la cabeza que, afortunadamente, había dejado de sangrar. Sin embargo, lo que más le preocupaba era el pinchazo que notaba en el pulmón cada vez que inhalaba aire. Además, el frío se había apoderado de sus huesos durante el tiempo que permaneció inconsciente y le seguía costando coordinar sus movimientos entre temblores y escalofríos. En tal estado físico, Ólafur Olafsson, comisario de policía con toda una vida recorriendo las calles de Reikiavik, seguía sin saber dónde estaba; lograr ubicarse sin las gafas se le antojaba algo parecido a una epopeya. Se apoyó en una pared cualquiera para terminar de vaciar su estómago. Cuando terminó, se sentía mejor, como si hubiera expulsado a algún miembro de la jauría por la boca. Tratando de recuperar el aliento, notó que le vibraba el bolsillo interior de su gabardina, exactamente en el que solía guardar su teléfono móvil. No sabía muy bien qué hora era, pero intuía que más de las doce de la noche, lo que le empujó a aceptar la llamada sin intentar leer el identificador de su pantalla, aunque tampoco lo habría logrado.
—Olafsson —musitó.
—Ólafur, soy Erika. Perdona que te moleste a estas horas, pero no sé a quién recurrir.
—Cuéntame —pronunció sorprendentemente bien.
—Verás, se trata de Michelson. He descubierto algo importante que debes saber. ¿Tienes unos minutos?
—Ya. Michelson, entiendo. Erika…, ahora mismo no me encuentro muy bien —reconoció a duras penas—. Posiblemente sea mejor que me llames mañana.
—¿Te ocurre algo? Te noto apagado.
—Más bien fuera de cobertura —dijo sin pretender hacer un chiste—. Solo necesito descansar un poco. ¿Dónde estás?
—En Belgrado, pero mañana cogeré un vuelo a Londres.
El comisario se detuvo al escuchar el destino.
—Londres. Erika…, ¿quieres que nos veamos en Londres?
—Eso sería realmente estupendo. Realmente estupendo —repitió acelerada—. ¿Puedes?
—Sí, creo que aún me quedan algunos días libres y la Navidad aquí es muy deprimente. Te llamo nada más tomar tierra.
—Muchas gracias, Ólafur.
—Hasta pronto, Erika —se despidió apresuradamente.
Ólafur se apoyó en un coche para reunir fuerzas suficientes antes de continuar su camino. Sintió el sabor agrio de la bilis mezclada con la sangre en su paladar y escupió exasperado contra el suelo.
Luego, cogió un puñado de nieve del capó y se lo metió en la boca. Supuso que le faltaría alguna pieza dental y el dolor —o la vergüenza— le forzó a agachar la cabeza; fue cuando se fijó en la forma carmesí de la sangre contrastando con la pureza del blanco: una sugerente silueta de mujer.
Tenía que llamar a Connor.
Un último favor.
Avenida José Luis Arrese, 21 (Valladolid)
La sorprendí en el preciso instante en que trataba de abrir la puerta, y, tan preocupado como estaba por evitar que escapara, no me planteé que pudiera estar armada; mucho menos, que me atacara con tal fiereza. El instinto hizo que me cubriera la cabeza con el antebrazo derecho. La trayectoria vertical y descendente del cuchillo de cocina que empuñaba Marta buscaba tajar mi cuello. Se había metamorfoseado en una Escila[56]. Tenía las facciones desencajadas, diría que la boca y los ojos habían aumentado su tamaño un cincuenta por ciento y presentaba feas arrugas donde antes solo había tersura. Tenía la boca abierta y, fruto de los severos daños que presentaba en tráquea y laringe, solo era capaz de emitir leves sonidos cavernarios. Quizá por ello estaba tan agresiva, pensé.
Avanzó hacia mí blandiendo el cuchillo y lanzando imprecisas estocadas en diagonal, como queriendo trazar una equis imaginaria a la altura de sus ojos. No tuve más remedio que retroceder hasta el salón ante sus acometidas, y ni siquiera pude pararme a examinar la herida. Solo me aseguraba de mantener una prudencial distancia de seguridad, dada la notable envergadura de sus brazos. Sumido en tal maniobra evasiva y buscando algún objeto con el que contraatacar, me topé con el repulsivo sofá de polipiel tintado en un ofensivo verde botella que, militarmente, presidía la zona de estar. En ese instante, Marta, que comenzaba a soltar un repugnante y espumoso líquido por las comisuras de la boca, cambió de táctica y, buscando dar una punzada directa en mi tórax con la punta del cuchillo, se abalanzó sobre mí. No me quedó otra que doblar el tronco hacia atrás perdiendo el equilibrio para caer de culo sobre el repulsivo artefacto mullido. En tal tesitura, Marta quiso dar la estocada final levantando el arma con ambas manos por encima de su cabeza y se dejó caer sobre mí con todo su peso. Afortunadamente, supe sus intenciones y giré a mi izquierda. El cuchillo se hundió hasta el mango en el reposacabezas.
Ella gruñó desesperada. Su cuerpo dibujaba un arco cóncavo, con los pies en el suelo y las manos aferradas al mango.
Concentré todo mi empeño en mi pierna derecha e impacté en la boca del estómago. Un quejido ahogado precedió al derrumbe del arco, que se tornó convexo adaptándose a la forma del sofá.
Era mi oportunidad para retomar la iniciativa y, ejecutando de nuevo la misma suerte de presa por el cuello, tiré hacia mí con pertinaz insistencia y determinación hasta que escuché crujir sus vértebras. Cuando la solté, su cuerpo se deslizó —esta vez sí— inerte para descansar sobre el sofá en postura fetal. Los músculos de la cara se habían relajado y, aunque tenía los ojos dramáticamente abiertos, lucía un rostro angelical.
—¡Menuda la que has preparado, linda puta! —le recriminé sofocado.
Necesitaba recobrar el aliento y estructurar la situación, así que me senté a su lado mientras me relajaba haciendo sonar mis nudillos. Seis de diez, mal rollo. Centré la atención en la herida del antebrazo. Era cuando menos curioso: la hoja del cuchillo no había atravesado la ropa y, sin embargo, tenía un corte muy limpio cerca del codo, de unos cuatro centímetros de longitud aunque poca profundidad al haber topado con el cúbito. Sangraba, pero sin mucha generosidad y, por suerte, la ropa había absorbido el plasma. No se apreciaban salpicaduras de sangre por la estancia; aun así, empleé unos cuantos minutos para comprobarlo a conciencia.
Me encerré en el baño. No pude evitar examinar el estado de los arañazos, y haber acabado con la vida de Marta no me sirvió de consuelo. Ya surgiría la oportunidad de maldecir su recuerdo, ya que tenía otras prioridades en aquel instante.
Me despojé de mis prendas para hacerme un vendaje compresivo de la herida. Tras conseguir detener la hemorragia, busqué algo de ropa del padre de Marta. Un jersey Ralph Lauren azul marino de cuello vuelto me sirvió como improvisado atuendo y, a pesar de quedarme bastante holgado, me sentí cómodo; era una buena prenda. A continuación, repasé mentalmente todos mis movimientos y, con un trapo empapado en ginebra —esta vez Larios—, limpié meticulosamente todas mis huellas. Había sido premeditadamente cuidadoso en este aspecto, pero, aun así, recordé haber tocado a manos desnudas la copa, la botella, el respaldo de la silla, la mesa del comedor, el pomo de la puerta del baño, el monomando del lavabo, toda la superficie de este y, por supuesto, el espantoso sofá de polipiel, que fue lo que más tiempo me llevó purificar. Inmediatamente después, cogí una bolsa de basura y metí mi ropa ensangrentada, el cenicero lleno de colillas, mi copa, las botellas, las tónicas y, por supuesto, el cuchillo de cocina.
Inspeccioné su hoja sin observar rastro de sangre alguno, lo cual era lógico, pues el filo nunca llegó a tocar mi piel. Aun así, por las dudas, decidí llevármelo para deshacerme de él. Solo quedaba lo más importante: los restos bajo sus abominables uñas. Las tijeras de poda gruesa estaban recién afiladas, por lo que amputar las falanges distales no requirió demasiado esfuerzo. Apenas se produjo sangrado y, una a una hasta diez, fueron cayendo dentro de la bolsa de basura. No me había percatado de ello hasta entonces, pero tenía las manos de una concertista de piano: estilizadas y elegantes. Antes de abandonar el lugar, quise despedirme convenientemente de Marta.
—Bueno, querida, hasta aquí lo nuestro; efímero, pero intenso, como tú querías. Me vas a obligar a una reclusión forzosa hasta que esto desaparezca —le reproché señalándome los arañazos—, pero no te guardo rencor y, para demostrártelo, voy a dedicarte este grito desesperado:
Versos, canciones y trocitos de carne
Sirvan estos, y no otros, los versos que anhelo.
Sirvan a modo de reclamo, de anzuelo.
Que no hay trucha sin mosca, ni pato sin señuelo.
Sigan estos, y no otros, al compás de las canciones.
Sigan a modo de sintonía, de impresiones.
Que no hay ratón sin flautista, ni flores sin balcones.
Sean estos, y no otros, mi cruel llamada de auxilio.
Sean a modo de bienvenida del exilio.
Que no hay trocitos de carne, ni arte sin utensilio.
Porque no se estrechan lazos en encuentros fugaces.
Porque no son audaces los cuadros sin trazos.
Porque no se pagan a plazos los trágicos desenlaces.
Matémonos a tortazos, a puñetazos,
a garrotazos, a hachazos o a balazos,
pero matémonos ya, enemigo mío, que morimos cabizbajos.
Esperé a que el reloj marcara las 04:30 de la madrugada para salir de aquella casa. Fuera, caía una dura cencellada que se estaba apoderando lenta y sigilosamente de toda la ciudad. Las calles eran un desierto de asfalto blanco. Me encontraba en alguna parte del barrio de Huerta del Rey caminando en dirección a Las Moreras, desde donde me adentré en la ribera del río Pisuerga para hacer desaparecer la bolsa que portaba, esta vez bien enterrada. Pensé en arrojarla al agua, pero no quería correr el riesgo de que se quedara enganchada en alguna rama de las que flotaban arrastradas por la corriente.
Me puse los auriculares y le di al play. Sonó Estadio Azteca.
Prendido a tu botella vacía,
esa que antes siempre tuvo gusto a nada.
Apretando los dedos, agarrándole,
dándole mi vida, a ese paraavalanchas.
Tarareando a Andrés Calamaro y con mi ejemplar de Miguel Strogoff bajo el brazo, me dejé cubrir por el gélido manto de niebla helada.
Prendido a tu botella vacía,
esa que antes siempre tuvo gusto a nada.
De camino a casa, me percaté de que portaba un montón de hojas marcadas con la impronta de la perra rabiosa; así, lo introduje en el primer contenedor de papel y me fui a dormir.
Dormir y esperar.
Dulce espera.