Ni me inspiran las estrellas ni vi a Dios

Aeropuerto Internacional Madre Teresa

Tirana (Albania)

9 de diciembre de 2011, a las 13:40

Sancho no pudo evitar hacer un gesto de repulsa cuando el taxista le pidió veinticinco euros por llevarle a Elbastan. Eran casi cuatro mil lekë al cambio, el sueldo de una semana para un albanés.

El inspector había descartado cualquier otro medio de transporte con el que recorrer los ochenta kilómetros que separaban la capital del país de la dirección que figuraba en el documento de identificación de Rudiger Vigan, el gigante compasivo que murió matando unos meses antes en el sótano de aquella nave abandonada en Belgrado.

Tras emplear unos cuantos minutos en observar a través de la ventanilla un cielo que parecía no poder contener el llanto ni un minuto más, decidió cerrar los ojos y aislarse en sus propias reflexiones.

La búsqueda de Augusto Ledesma siguiendo la estela de aquel grupo de música infernal había supuesto un nuevo fiasco, y empezaba a desconfiar de la diligencia y brillantez atribuidas a Michelson. La garra le oprimía con saña, podía notar esas afiladas uñas clavándose en su estómago a punto de reventar. Y, aunque trataba de huir de sus propios pensamientos, no conseguía separarse de la imagen en la que Augusto torturaba a su madre con una cucharilla de café. Duraba décimas de segundo, quizá menos, pero cada vez que aparecía la escena, desaparecía un punto de resistencia anímica de sus ya exiguas reservas. Por otra parte, había patinado estrepitosamente con Gracia en lo sentimental; a pesar de ello, seguía pensando que había algo más que una relación profesional entre los dos. Sancho quería creer que las circunstancias jugaban en su contra y, en su fuero interno, esperaba que ella hubiera llegado a la misma conclusión: ¿qué sentido tenía iniciar una relación cuando ambos tenían sus vidas establecidas a más de dos mil kilómetros el uno del otro?

Así, encallado en un arrecife emocional nada halagüeño, decidió saltar por la borda y ponerse a nadar rumbo a Albania, donde tenía una deuda pendiente. «El que no cumple lo que promete no merece perro que le respete», decía su padre.

Con esa certeza, y a punto de entrar en el plácido mundo de los sueños, notó que el taxi se detenía.

—¿Qué sucede? —preguntó en inglés un Sancho adormilado.

—¡Fuel, fuel! —gritó el taxista acompañando sus palabras con gestos.

—¡Hay que joderse! —murmuró antes de volver a cerrar los ojos.

No pasaron ni dos minutos cuando el ruido de las puertas cerrándose bruscamente le sobresaltó de nuevo. A ambos lados del inspector, se sentaron dos hombres que le gritaban al unísono palabras que sonaban como si un árabe muy cabreado le estuviera hablando en rumano. A Sancho no le hizo falta girarse para saber que el barbudo de la derecha llevaba un arma con la que presionaba su costado, mientras que el desdentado de la izquierda tenía ambas manos libres. Le habían advertido de que este tipo de asaltos se habían puesto muy de moda en Albania, pero nunca imaginó que tendría la «suerte» de vivir uno de ellos en primera persona. Enfurecido, pero moderadamente calmado, decidió esperar acontecimientos.

El taxista arrancó y condujo apenas trescientos metros para alejarse de la vista de otros conductores que habían parado a repostar en la gasolinera. En una zona aislada, detuvo el vehículo.

Sancho puso en marcha la coctelera.

«Ingrediente primero: dos hombres corpulentos y visiblemente alterados me retienen en la parte de atrás del coche; solo uno de ellos está armado. El taxista vigila el perímetro desde el exterior.

Ingrediente segundo: no se ve a nadie en los alrededores.

Ingrediente tercero: he viajado desarmado y tengo unos trescientos euros en metálico en la cartera.

Conclusión primera: el taxista lo ha organizado todo y parecen delincuentes comunes pero experimentados. No hay posibilidad de zafarse de mis captores dentro del coche.

Conclusión segunda: no puedo esperar ayuda de terceros. Si me roban, me dejarán tirado en medio de la nada.

Conclusión tercera: estoy en clara desventaja.

Receta: mantener la calma y tratar de salir del vehículo. Una vez fuera, valorar la posibilidad de un enfrentamiento o entregarles el dinero».

Money! Money! —gritó el de su derecha.

—¡Maleta, maleta! —replicó Sancho improvisadamente en inglés.

El taxista, que había regresado a su asiento, tradujo a sus compañeros y el barbudo le gritó al desdentado de la izquierda para que saliera. Tras hacerlo, Sancho entendió las indicaciones para que abandonara el vehículo por ese lado y accedió.

Una vez fuera, el taxista abrió el maletero y le invitó a que abriera la maleta. El hombre barbudo estaba a su espalda apuntándole con el arma a la altura de la cintura; el desdentado vigilaba sus movimientos a menos de un metro de distancia.

Entonces, Sancho lo vio claro.

—Tomad mi dinero, hijos de la gran puta —dijo echándose la mano a la cartera, que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón.

El desdentado se la arrebató con un movimiento fugaz y guardó el dinero. Luego, revisó todos los compartimentos en busca de algo de interés.

Modificó el semblante cuando lo vio.

En su mano, sostenía el carné de identidad de Rudiger Vigan. Tras reponerse, apretó las encías y gritó algo en su idioma antes de acercarse al barbudo y arrebatarle la pistola.

Sin dejar de pronunciar palabras ininteligibles para el inspector, le apuntó a la cara y tensó el percutor.

Residencia de Magda Voosen

Ámsterdam (Holanda)

Al ver el identificador de llamada, se le aceleró el corazón. Desde que se despidieron en Plentzia, siempre había sido ella la que había telefoneado a Erika.

—Hija, ¿qué pasa? ¿Ocurre algo?

—No, no pasa nada. Solo quería hablar contigo.

Magda resopló aliviada.

—¿Cómo estás? —quiso saber de inmediato.

—Perdida. En fin, eso no importa ahora. Estoy bien. ¿Y tú?

—En estos momentos… muy alterada. Sé que no me llamas para saber cómo estoy y que tienes algo importante que decirme.

Erika se tomó unos segundos.

—Sí —confirmó—. Quería pedirte algo, pero que lo llevemos a cabo, o no, dependerá única y exclusivamente de ti.

—Erika, suéltalo de una vez, por lo que más quieras.

—Me gustaría saber si estarías dispuesta a volver allí.

—¿Adónde?

—A Srebrenica.

El silencio se adueñó de la conversación.

—¿Con qué propósito? —preguntó al fin con firmeza.

—Recordar.

—¿Con qué propósito? —repitió Magda en un tono más belicoso.

Erika suspiró.

—Poner cara a esa voz.

—Lo suponía —aseguró con voz neutra—. Casi siempre hay un porqué y casi nunca hay porque… ¿Y después? ¿Qué harás si lo conseguimos? ¿Perseguirle? ¿Acabar con él? ¿Arruinar tu vida como hizo tu padre?

—Eso ya no puedo cambiarlo. Aunque lo intente. Debo cerrar este círculo para salir de él. No pretendo que me comprendas, y lo entenderé si no estás dispuesta a hacerlo. Seguiré otro camino.

—Igual que tu padre: «Contigo o sin ti, yo sigo». Por favor, hija…

—Quiero alejarme, pero no podré hacerlo sin antes llegar hasta el final —argumentó Erika.

—¿Y tiene que ser allí? ¿En Srebrenica?

—Sí, tiene que ser allí.

—¿Y si no funciona?

—Funcionará, en uno u otro sentido.

La respiración de Magda Voosen sonaba entrecortada.

—Tengo que pensarlo.

—De acuerdo. Llámame cuando lo hayas hecho, tómate todo el tiempo que necesites.

—Vale. Prométeme que, si accedo, no tomarás ninguna decisión sin consultarme previamente.

Erika tardó en contestar.

—Te lo prometo.

Residencia de Robert J. Michelson (Londres)

Sentado en su despacho con la frente apoyada en las palmas de las manos, Michelson apretó los párpados con fuerza haciendo que dos generosas lágrimas recorrieran sus mejillas y terminaran precipitándose sobre la última hoja de un informe que no había sido capaz de terminar de leer.

No le había hecho falta.

Su mujer estaba terminando de preparar la maleta para el inminente traslado vacacional a la casa que tenían cerca de Swansea. Ese año, Robert J. Michelson tampoco les acompañaría.

Se incorporó con premura para recorrer torpemente los escasos metros que separaban su escritorio del mueble bar. Esa noche, ya había recorrido aquel camino demasiadas veces. Ya no quedaba Tanqueray, por lo que buscó otra alternativa. En realidad, tenía muchas opciones: The London N.º1, Beefeater, Richmond, Hayman’s 1820, Finsbury o Martin Miller’s, pero continuó escudriñando visualmente el botellero de forma inconsciente por si encontraba alguna de Tanqueray, y mejor si era N.º Ten. Mientras recolocaba botellas medio vacías y medio llenas, podía escuchar las palabras de su padre explicándole aquella historia en la que Old Tom, el único alambique superviviente tras el bombardeo que sufrió la vetusta fábrica durante la Segunda Guerra Mundial, recorrió el país en tren hasta el norte de Escocia sin dejar de producir licor. Era como si tuviera una deuda moral con la memoria del viejo alambique y, por ello, siempre buscaba esa marca de ginebra. No obstante, necesitaba más alcohol que ginebra en aquel preciso instante, así que agarró la de Martin Miller’s por el cuello y la hizo su prisionera.

Dos horas más tarde, se sintió con el coraje suficiente para subir las escaleras hasta la habitación de su padre. Aferrándose a la barandilla con una mano, sujetando la copa con la otra y pisando con sumo cuidado los catorce escalones, alcanzó la cumbre. Entró sin llamar y, como esperaba, a pesar de que la estancia estaba totalmente en penumbras, reconoció su figura recostada en el viejo sillón de estilo chester del abuelo. Desde que su padre había sucumbido al Alzheimer, hacía más de dos años, se pasaba los minutos que permanecía despierto buscando recuerdos suspendidos en el aire a través de la ventana que daba a Fleet Street. Cerró la puerta con sumo cuidado y permaneció inmóvil durante unos segundos luchando por conservar la verticalidad en esa zozobra afectiva en la que estaba navegando. Por fin, agarró una silla por el respaldo para arrastrarla junto a aquel anciano de mirada inerte, un héroe de guerra olvidado por muchos, pero no por su hijo.

Michelson se mojó la garganta buscando lubricar sus cuerdas vocales, pero no supo encontrar las palabras. Algunos tragos más tarde, pronunció en voz baja:

—Papá, tenemos un problema.

Gasolinera a 12 kilómetros de Elbasan (Albania)

Sancho tenía los ojos clavados en el negro agujero que remataba el cañón del arma, a escasos treinta centímetros de su nariz. Sus otros sentidos estaban completamente anulados y no pudo escuchar las voces del taxista hasta que se situó en la trayectoria del disparo. El barbudo intervino para tranquilizar al desdentado. Intercambiaron gestos y vocablos entre los tres hasta que el taxista sacó su teléfono móvil e hizo una llamada.

—Tú esperar dentro —le dijo al inspector en un inglés deficiente.

Durante los tres cuartos de hora siguientes, Sancho tejió mil y una posibilidades que explicaran la reacción del desdentado. Salió de su trance cuando otro coche estacionó justo al lado.

Desde su posición, pudo ver cómo se bajaban dos hombres. Uno de ellos, de raquíticas proporciones y movilidad reducida, pareció tomar la iniciativa.

Tras unos instantes en los que sus captores intercambiaron algunas palabras, el desdentado le ordenó salir de nuevo del vehículo.

El raquítico dio tres pasos hasta situarse a medio metro del inspector. Sancho le sacaría veinte centímetros de altura, pero se sintió intimidado por la presencia de ese hombre de aspecto enfermizo y vigorosa templanza. Tras unos interminables segundos, el recién llegado levantó el carné de Rudiger Vigan para situarlo a la altura de los azules ojos del pelirrojo.

—¿Por qué tú tienes? ¿Por qué tú tienes? —repitió con un tono tan suave como torvo.

Sancho tragó saliva.

—Estoy buscando a su madre para cumplir una promesa. Una promesa —repitió Sancho.

El hombre ladeó la cabeza como si hubiera accionado un detector de mentiras en su cerebro.

—Hermano muerto —indicó señalando la foto de Rudiger—. ¿Tú matar hermano?

El inspector frunció tanto el ceño que sus pobladas cejas se fundieron en una.

—¡No! —exclamó enérgicamente—. Él me salvó la vida. Él salvar mi vida. Rudiger salvarme y yo cumplir con mi promesa —aseguró en un inglés rudimentario para hacerse entender—. Yo traerle algo a su madre.

El hermano de Rudiger, que parecía poder desvanecerse en cualquier momento, no pestañeó.

—¿Traer? ¿Qué tú traer?

—¿Puedo? —pidió Sancho señalando el bolsillo interior de su chaqueta.

El hombre asintió muy despacio. Sancho le mostró la estampa de santa Teresa, lo que provocó una transformación de su semblante. La examinó al detalle antes de buscar dentro de su cartera y sacar otra idéntica. Segundos después, la guardó.

—Tú contar cómo morir hermano.

Sancho soltó el aire y se apoyó en el coche.

Cuatro horas después, el inspector había cumplido con su palabra y le había entregado la estampa a la madre de Rudiger Vigan. La mujer, octogenaria, estaba cocinando para toda la familia cuando recibió la inesperada visita. No lo verbalizó, pero supo agradecer el gesto de aquel extraño visitante. El hermano de Rudiger, Ismail, le devolvió el dinero y, al despedirse de él en el aeropuerto, le estrechó la mano pidiéndole disculpas sin necesidad de pronunciar palabra alguna.

El vuelo con destino a Madrid llegaba con retraso. Maldiciendo su suerte, sintió el impulso de llamar a Gracia Galo y no opuso resistencia.

Cuando saltó el contestador, se dejó caer en una silla de la sala de embarque y masculló:

—Amor y fortuna, resistencia ninguna.