Oficina Central Nacional de la Interpol
en el Reino Unido (Londres)
25 de noviembre de 2011, a las 09:46
El comisario Olafsson tiró con fuerza de las solapas de su gabardina tratando de acomodar su cuerpo. Notaba más holgura que de costumbre. Por suerte, la manada todavía no se había despertado y había descansado lo suficiente en previsión de la jornada que le esperaba. Tenía frío, pero la baja temperatura no era lo que más le incomodaba esa mañana. Al comisionado nacional Johannessen no le había gustado en absoluto que tuviera que abandonar de nuevo su puesto en Reikiavik, pero tampoco era la presión doméstica lo que irritaba al islandés aquella mañana. Lo que realmente le tenía desconcertado eran las averiguaciones que había realizado junto a Connor sobre el turbio pasado del hombre que dirigía el grupo de investigación: Robert J. Michelson.
Se detuvo para ajustarse las gafas y elevó la mirada hacia un cielo que amenazaba lluvia. Se fijó en una que tenía forma de tarta de cumpleaños, o eso interpretó. Recorrió mentalmente su agenda de contactos por si hubiera alguien a quien felicitar, pero no encontró coincidencia alguna.
—Cuanto más se mira al cielo, más tarda en llover —escuchó a su espalda.
Se giró para encontrarse con la mirada algo desgastada del inspector Sancho y una sonrisa cargada de afecto de la inspectora jefe Galo.
—Me alegro de veros —dijo Ólafur Olafsson con tono adusto mientras les estrechaba la mano.
—Lo mismo digo —terció ella.
—Esperaba verte anoche en el hotel, pero me dijeron en recepción que habías salido —comentó Sancho.
—Mi vuelo llegó muy temprano, y ya paso demasiado tiempo encerrado en casa durante esta época del año. Necesitaba dar una vuelta —añadió el islandés—. Además, supuse que querríais estar a solas para poneros al día.
—Mi vuelo se retrasó y llegué agotada, así que no nos hemos visto hasta la hora del desayuno —quiso aclarar ella algo incómoda.
—¿Cómo van las cosas por Trieste y por Valladolid? —preguntó Ólafur con agilidad.
—La cosa está bastante tranquila por allí, pero de forma periódica, y sin saber muy bien por qué, al vicequestore Padulano le invade el irrefrenable deseo de complicarme la vida. Y lo peor es que lo consigue, porca puttana —expuso Gracia.
—Yo no tengo ese problema —intervino Sancho—. Todavía me quedan unos cuantos meses de excedencia, así que he pasado estas últimas semanas encerrado en la casa del pueblo de mis padres llevando una vida de monje meditabundo.
—Ya. De ahí la barba —observó el comisario.
—Tú no le has conocido con barba —intervino Gracia—. Antes parecía un náufrago o un galeote.
—La echaba de menos —indicó Sancho.
—Ya. ¿A la inspectora o a la barba? —preguntó el islandés con intención.
—También a la inspectora. ¿Cómo va todo por tu isla?
—Tranquilo, muy tranquilo —respondió siendo muy económico con la verdad.
—¿Qué os parece si entramos? —propuso Sancho—. Ya casi es la hora.
—¿Sabemos algo de Erika? —quiso saber Gracia mientras se encaminaban hacia la puerta de la OCN—. No la hemos visto en el hotel.
—Está en la convocatoria, pero no sé si ha venido —aportó Sancho.
—No tardaremos en comprobarlo —concluyó Ólafur.
En la misma sala de reuniones en la que se habían sentado en el mes de julio, los tres investigadores seguían intercambiando comentarios e impresiones, haciendo tiempo hasta que llegara su anfitrión. Apenas unos minutos más tarde, le vieron aparecer por la puerta precediendo a Erika.
—Buenos días, señores. Disculpen el retraso, pero su vuelo se ha retrasado cuarenta minutos y el tráfico desde Heathrow es horrible a esta hora de la mañana. Ya conocen a Erika —añadió con un semblante más serio de lo habitual.
Erika saludó a todos con un poco convincente «Buenos días» y tomó asiento entre la inspectora jefe Galo y el comisario Olafsson.
—He de darles nuevamente las gracias por haber acudido a mi llamada y cumplido el compromiso de alimentar desde sus lugares de origen cualquier información relacionada con el caso; nuestro caso —precisó—. Tenemos novedades —anunció antes de hacer una pausa que aprovechó para encontrarse con la mirada de cada uno de los asistentes.
El inspector Sancho volvió a sentir que la garra se aferraba con fuerza a su estómago; Gracia Galo inspiró lenta y profundamente; el comisario Olafsson se ajustó las gafas; y Erika buscó una posición más cómoda en la silla.
—Tienen todo en este informe que, a continuación, veremos con detalle. A modo de introducción, les adelanto que hemos recuperado el rastro de nuestro hombre.
—¿Dónde está ahora ese cabrón? —quiso saber el español precipitadamente.
—No lo sabemos con seguridad —aclaró Michelson—, pero sí dónde ha estado, qué ha hecho y dónde podría encontrarse en las próximas fechas. Si les parece, empiezo en el punto en el que le perdimos, allá por el mes de agosto.
—El día 3, exactamente —aportó Gracia Galo.
—Así es. El día 3 de agosto se le vio por última vez, cuando escapó del cementerio de Praga tras asesinar al anciano y a los dos agentes.
—La agente Kovák —corrigió la inspectora jefe Galo.
—Daniel Grigar y Mónika Kovák —precisó Michelson endureciendo el tono y visiblemente ofendido—. Sabemos que huyó en dirección noreste en un vehículo robado en cuyo maletero encontramos a la que creíamos que era su última víctima, Marek Koller, un vecino de Strancice que tuvo la mala suerte de cruzarse con él.
El tiempo verbal utilizado por el de la Interpol no pasó desapercibido en la sala, pero nadie quiso interrumpirle.
—Perdimos su pista al pie de la cordillera fronteriza con Polonia. Como bien ha apuntado la inspectora jefe Galo, eso fue el 3 de agosto. Nada sabíamos de Augusto Ledesma desde esa fecha hasta que, el 9 de este mes, recibimos una notificación de nuestra oficina de Zagreb. Tenían el cadáver de un hombre de cuarenta y tres años al que le habían arrancado la lengua. Se trataba de un militar, Igor Pranjic, que solía frecuentar bares de ambiente. Todo parece indicar que le acompañó hasta su casa, le sedó administrándole flunitrazepam y le maniató en la cama para terminar asfixiándolo con una bolsa de plástico. Les suena, ¿verdad? —preguntó retóricamente dirigiendo su mirada a Sancho, que había centrado su atención en las fotos adjuntas—. Días después —continuó—, nos llegó un reporte desde Bratislava de otro suceso acontecido la noche del 6 de noviembre: una camarera encontrada muerta, también en su domicilio. Le faltaban los labios. Muerte por asfixia antebraquial y un poema escrito en su teléfono móvil.
Robert Michelson hizo una pausa para coger aire como queriendo insuflarse fuerzas para lo siguiente que iba a decir.
—En la autopsia, se ha constatado que la mujer, Zuzana Karham, estaba embarazada de nueve semanas.
—Porca troia! —dijo la triestina entre dientes.
—Hay más. El día 11, en Budapest, apareció un parlamentario del Jobbik, un partido de ultraderecha, brutalmente asesinado a golpes en un aparcamiento.
—¿A golpes? —preguntó extrañado Sancho.
—Efectivamente. Según un testigo, Gábor Zubai, que así se llamaba el político —apuntó consultando el informe—, mantuvo una discusión con otra persona en un céntrico bar a altas horas de la madrugada. Tenemos una descripción física, que, aun siendo bastante pobre, podría encajar con nuestro prófugo. Página 18: «Hombre blanco de unos treinta y cinco años, metro ochenta y ochenta y cinco kilos de peso, cabello castaño, ojos oscuros y bigote» —leyó—. Parece que le esperó escondido en la parte de atrás de su vehículo para estrangularle, pero logró salir del coche de alguna forma. Le alcanzó a pocos metros y le machacó el cráneo con un objeto contundente. Se cree que era un martillo.
—Igual que al yonqui en Valladolid —añadió Sancho—. Le destrozó la cara.
—Así es. Al menos, veinte impactos —confirmó Michelson—. Una cámara de seguridad recogió parte de los hechos, pero la falta de luz hace absolutamente inservibles las imágenes.
—¡Hay que joderse! —masculló en español frotándose enérgicamente la barba.
—Pues déjenme que les diga que no debió de parecerle suficiente castigo, porque le extirpó los testículos allí mismo.
El comisario Olafsson no pudo evitar la mueca de repugnancia.
—En el asesinato anterior, el del militar croata, no ha mencionado que se haya encontrado algún poema —observó el comisario Olafsson.
—Porque no se ha encontrado ninguno —desveló el de la Interpol—. Tampoco en el del político, pero se ha montado un buen revuelo en Hungría, por decirlo de alguna forma. Parece que Zubai era un hombre muy polémico y se había ganado un montón de enemigos políticos.
—Si no se ha encontrado ningún poema, ¿por qué estamos tan seguros de que el autor de estos asesinatos es Augusto Ledesma? —quiso saber la inspectora jefe.
—Ambos llevan su firma, pero permítanme que termine con el listado de víctimas. Enseguida respondo a su pregunta.
—¡¿Hay más?! —intervino Sancho visiblemente alterado.
—Me temo que sí. Gdansk, Polonia. Dos mujeres, Halinka Kowalczyk y, muy posiblemente, Ludka Opieczonek, pareja —precisó—. Encontradas el día 16 de noviembre en el apartamento que ambas tenían alquilado. De nuevo asfixia mecánica por estrangulación antebraquial. Se sabe que mantuvo relaciones sexuales con ambas; consentidas, a todas luces —añadió el de la Interpol—. Posteriormente, mató primero a Halinka en el cuarto de baño y, luego, atacó a Ludka de la misma forma en la habitación. La dio por muerta, pero se equivocó, está en estado muy crítico en el hospital.
—¡¿No está muerta?! —quiso saber la italiana.
—No, pero, como decía, su estado es muy crítico y, según aseguran los médicos, tiene daños cerebrales irreparables por la ausencia de oxígeno prolongada. Si están pensando en que pueda servirnos de algo si consigue salir del coma, siento decepcionarles.
—No nos vendría mal que alguna vez nos sonriera la fortuna —comentó Olafsson.
—Pues no será en esta ocasión —retomó el de la Interpol—, porque no hay restos de semen y, aunque todavía están cotejando las huellas encontradas en el piso, parece que no sacaremos nada de provecho puesto que pasaban muchas personas por allí. De cualquier manera, en estos tampoco lo precisamos para adjudicarle la autoría. Dejó el maldito poema y a Halinka le faltaban los labios.
Erika no pudo evitar recordar las sesiones de sexo que vivió con Augusto. La pregunta de la inspectora jefe Galo la sacó de su estado de trance.
—¿Mutila a una y respeta a la otra? —se preguntó Sancho sin esperar respuesta—. No entiendo nada. ¿Algún testigo?
—No. Ninguno, pero tampoco es trascendental —dijo con hastío.
El inspector hizo un gesto de desaprobación que el de la Interpol captó de inmediato.
—Quiero decir que no es importante en estos momentos. Sabemos que lo ha hecho él. Lo verdaderamente trascendental —repitió— es que le atrapemos de inmediato, porque nuestro prófugo va camino de convertirse en uno de los mayores asesinos en serie itinerantes de la historia. Ya es tarde para los citados anteriormente y para estas dos mujeres, Ludka y Halinka —leyó en el informe—, pero quizá podamos evitar que mate a más personas. Tampoco llegamos a tiempo en el caso de Hanna Lubek, su última víctima… hasta ahora. Esta vez, en Leipzig. Encontrada muerta el día 19, también en su domicilio particular e, igualmente, tras haber mantenido relaciones sexuales con él.
Ólafur Olafsson resopló y dejó las gafas sobre la mesa.
—Aún no he terminado, comisario. Ayer mismo…, ayer —enfatizó—, nos informaron desde Múnich de dos posibles víctimas más. Rebecca Günther, casada, treinta y cinco años, asfixiada en la bañera del hotel Bayerischer Hof, en el que se hospedaba, y un hombre de cincuenta y cuatro años llamado Rudolph Luttenberger, hallado muerto en la habitación contigua con múltiples contusiones craneales. Golpeó su cabeza contra el lavabo más de treinta veces. Encontraron unos versos en el móvil de la mujer.
—¿Sin mutilaciones? —preguntó Gracia Galo.
—Sí. Disculpen, no lo he mencionado. A ella le cortó los párpados.
—Como a su primera víctima. ¡La madre que me parió! ¿También se la tiró? —preguntó Sancho irritado.
—Es pronto para saberlo, pero me apuesto su delicadeza a que sí —respondió Michelson empleando su sarcasmo británico.
—La delicadeza no es trascendental en este momento —respondió devolviéndole el golpe.
Michelson lo encajó con caballerosidad.
—Bien, señores, este es el panorama que tenemos. Todo esto nos hace pensar que Augusto Ledesma ha modificado su protocolo de actuación.
—No, su forma de actuar es esa —corrigió Erika captando la atención de los presentes—. La otra era impuesta.
—Por favor, explíquese —le pidió Michelson.
—Claro. Por la conversación que mantuvimos con Orestes en Belgrado, sabemos que Augusto cometió todos y cada uno de los asesinatos. Bueno, excepto el de sus padres adoptivos. Eso lo hizo Orestes.
El inspector Sancho se giró bruscamente hacia ella.
—¿Cómo dices? ¡¿Qué has dicho?!
Erika tardó en entender su reacción.
—¡Ufff! Perdona, no he tenido ocasión de decírtelo.
—Fallo mío —salió al paso Michelson—, debí incluirlo en el informe. Según reconoció Orestes, manipuló el vehículo de los padres de Augusto antes del accidente en el que perdieron la vida.
—¡Su puta madre! ¿Y se os había pasado decírmelo?
Sancho dedicó una mirada acusadora a Gracia Galo.
—Lo siento —dijo la triestina—, creo que di por hecho que estabas al corriente.
—Está bien, no importa. ¿Sabemos si Augusto es consciente de ello?
—No —contestó inmediatamente Erika—. Es decir, sí y no.
—Ya empezamos —murmuró Sancho.
—Sí lo sabemos, Augusto no es consciente —precisó Erika—. Al menos, eso fue lo que Orestes nos contó. Así, consiguió tener a su hermano para él solito. Se vanagloriaba de ello. Siento no habértelo contado, creo que tenemos una conversación pendiente.
—La tendremos —confirmó Sancho.
—Si no les importa —observó Michelson—, me gustaría seguir escuchando la argumentación de Erika.
—Lo que quiero decir es que utiliza cualquier método cuando mata por necesidad o imposición, lo único que busca es salvaguardar su integridad o satisfacer a Orestes para engrandecer lo que llamaban «su obra». Sin embargo, cuando mata por placer, cuando él elige a quién, cómo, cuándo y dónde, disfruta y, habitualmente, sigue el procedimiento con el que se encuentra más cómodo. Embelesa a su víctima, busca un lugar apartado y seguro, y se toma su tiempo antes de matar. Son los casos de María Fernanda Sánchez, Mercedes Mateo, Martina Corvo, Jesús Bragado, Mario Almeida, Chiara Trebbi, Adelpho della Valle, Raluca Marichkov, Goran Jercic, Zuzana Karham, Igor Pranjic, Gábor Zubai, Ludka Opieczonek, Halinka Kowalczyk, Hanna Lubek y Rebecca Günther.
Erika se detuvo durante un segundo para recobrar el aliento. A nadie le pasó desapercibido el hecho de que recordara los nombres y apellidos de todas las víctimas, y nadie la interrumpió.
—Todas las mujeres fueron asfixiadas. No mutila a las que respeta y castiga post mórtem a las que no. Con los hombres, en cambio, se ensaña brutalmente. Las otras víctimas no siguen este patrón, dado que sus asesinatos respondieron a necesidades del momento, como ocurrió con la familia de Goran Jercic; el tripulante del ferry, Adam Frodesen; los agentes Daniel Grigar y Mónika Kovák; el hombre que tuvo la mala suerte de encontrarse con él en su huida de Praga, Marek Koller; o el otro del hotel, Rudolf Luttenberger, que intuyo que también fue algo «accidental». Igualmente, habría que incluir los «encargos» de Orestes, como fueron los Gaspari. Simplemente, les quita de en medio sin miramientos porque, recordemos, la patología de Augusto Ledesma no le faculta para sentir lo que el resto de los mortales entendemos por piedad. En realidad, no puede establecer ningún tipo de vínculo afectivo, ninguno —recalcó.
—Muchas gracias, Erika —dijo Michelson—. Muchas gracias.
—Ha tomado las riendas y se está especializando —continuó Erika—, perfeccionando el método para saciar su creciente voracidad. Ahora sigue su propio patrón, y estoy segura de que tiene que haber un nexo de unión entre todas estas ciudades. Debe haberlo.
—Efectivamente, lo hay —intervino el de la Interpol—. Precisamente por eso les he convocado tan urgentemente. Creemos que actuará de nuevo en Berlín, Hamburgo o Bremen.
Michelson dramatizó el momento con una pausa forzada.
—Está siguiendo a Rammstein en su gira por Europa —desveló.
Los asistentes se miraron entre sí. Después, Erika bajó la cabeza algo avergonzada, Gracia se mordió el labio ligeramente turbada, Sancho se frotó la barba notablemente enfadado y Ólafur Olafsson quiso escapar de allí con la mirada a través del gran ventanal. En el cielo londinense, las nubes se habían ido difuminando, aunque permanecían visibles algunos vestigios blancos sobre un fondo azul desteñido.
—¿Alguien tiene un cigarro? —demandó el comisario.
La reunión se prolongó hasta más allá de las seis de la tarde. Revisaron toda la información proporcionada a la Interpol por las distintas policías implicadas. Michelson expuso con vehemencia los detalles del dispositivo que se había diseñado en esas ciudades con especial atención en aeropuertos y estaciones, así como el exhaustivo análisis de los registros de alojamiento.
Aquello suponía la movilización y coordinación de muchos cuerpos de seguridad; «algo sin precedentes», en palabras del de la Interpol.
Michelson se despidió apresuradamente para ir al aeropuerto. Su vuelo a Berlín salía a las 19:50, y esa noche había concierto. Antes, les comunicó que sería bienvenido quien quisiera unirse al dispositivo a partir del día siguiente —a no ser que esa noche le dieran caza— y que se encargaría personalmente de los trámites burocráticos.
Los cuatro pasaron fugazmente por el hotel antes de ir a cenar. El comisario Olafsson insistió en ir a The Wilton Arms, en el número 71 de Kinnerton Street, un pub en el que, además, servían comidas.
Según expuso, acudía allí cuando necesitaba tomar una decisión importante, y siempre salía con la decisión tomada y siempre tenía que volver porque no la recordaba. Sancho se adhirió a la causa de inmediato y Gracia Galo solo puso una condición: no hablar de Augusto Ledesma. Erika la apoyó.
A las nueve, ya se habían dado por cenados. Vasos de distintos tamaños y dispares contenidos reposaban sobre la mesa de madera. La atmósfera del local era cálida y, aunque no estaba del todo lleno, se advertía cierto bullicio propio de una noche de viernes.
El pacto de silencio se había cumplido hasta el momento, pero la conversación se volvió algo más densa y turbia a medida que pasaban los minutos y el sistema circulatorio empezó a repartir el alcohol por el organismo de los comensales.
—Erika, te invito a un cigarro. ¿Me acompañas? —sugirió Ólafur Olafsson.
—Comisario —intervino Sancho—, ¡no me digas que has comprado tabaco!
—En realidad, no. Cuando he ido a la barra a pedir, he visto esta cajetilla abandonada por algún desaprensivo y no me ha quedado más remedio que adoptarla.
—Tienes un corazón que no te cabe en el pecho —comentó el pelirrojo.
—Voy. Esta música me está taladrando el cerebro —expuso Erika poniéndose el abrigo.
La fachada del pub, pintada de azul militar, estaba totalmente cubierta por macetas de las que nacían cientos de flores. Se sentaron en un sobrio y elemental banco de madera que acababan de abandonar dos hombres de la misma quinta que el asiento de leño.
—¿Inmune al frío? —preguntó Erika.
—A este frío. Me gusta el frío —afirmó el islandés.
—A mí no, ni el calor —precisó ella con la atención puesta en el paquete de Amsterdamer.
—Ya has tomado tu decisión, ¿me equivoco?
—Tengo un acuerdo con Michelson y debo cumplir mi parte.
El islandés se acarició el bigote.
—Erika, me gustaría preguntarte algo.
Ella pasó la lengua por el papel de liar sin perder el contacto visual con el comisario.
—¿Qué sabes de ese hombre?
—¿De Michelson?
—De Michelson.
—Era amigo de mi padre, o colaborador, o algo así.
—¿Desde hace mucho?
—Eso creo. Vivieron juntos la guerra de Yugoslavia y, tras la desaparición —dijo sin dar más explicaciones— de mi madre, Michelson le ayudó a salir del pozo.
—El inspector Sancho me lo contó en Praga.
Ella no respondió.
—¿Sabes qué hacía Michelson en los Balcanes?
Erika frunció el ceño. Ólafur soltó el humo con fuerza en dirección al suelo y carraspeó.
—Estaba allí colaborando con una ONG o con la Cruz Roja Internacional —continuó Erika—, ya no recuerdo. ¿Qué sucede, comisario?
—No lo sé, Erika, es lo que estoy tratando de averiguar. Michelson tiene un pasado… desconcertante, por decirlo de alguna manera.
—Te escucho.
Ólafur levantó la mirada, pero no encontró ninguna con algún parecido razonable.
—¿Has oído hablar de la Operación Gladio?
—No tengo ni puta idea de lo que me estás hablando —confesó Sancho.
—La verdad es que yo tampoco.
Ambos rieron.
—¿Cómo está ese vino?
—Debería saber a néctar de los dioses por cómo lo cobran, pero no le saco más sabor que el del vino tinto. Es probable que mi paladar esté pidiéndome un cambio de registro —advirtió Gracia.
—Que no te suene ñoño esto que voy a decirte, pero echo de menos nuestras conversaciones.
Ella trató de encontrar las palabras con las que responder al tiempo que apuraba el vino.
—¿Cazzo significa eso de ñoño?
—Fue una organización clandestina que operó en Europa occidental desde los años cincuenta hasta que se destapó todo en Italia, en 1990. La ideó la OTAN, la financió la CIA y la entrenó el MI6. Su cometido principal era preparar una red no gubernamental en previsión de un eventual enfrentamiento contra el comunismo soviético.
—Suena a película de espías en blanco y negro —dijo Erika con cierta indiferencia.
—Ya. Una de espías. Pues te aseguro que era muy real, aunque la mayoría lo ignorara.
—Como los semáforos en El Cairo. Existen, pero nadie les hace caso —comparó ella sin pretender bromear.
—Operaban al margen de los distintos Gobiernos —retomó el islandés tras acariciarse el bigote—, pero contaban con la ayuda de los servicios secretos de los países en los que implantaron su estructura. Actuaron principalmente en Italia, donde se apoyaron en la ultraderecha para combatir el ascenso del partido comunista con atentados. Varias masacres fueron obra suya, como la de la estación de ferrocarril de Bolonia en 1980.
—Yo ni siquiera había nacido. ¿Por qué me cuentas todo esto? —inquirió incómoda.
—Porque Mathew J. Michelson, padre de nuestro querido anfitrión, fue uno de los principales cabecillas en la gestación y desarrollo de la red Gladio.
—¡Cojonudo! —exclamó el inspector.
—Sí. Sandro necesitaba más espacio para él, y veo todo el golfo de Trieste desde la ventana de mi habitación. Estoy muy contenta con el cambio.
En apenas unos segundos, Gracia modificó la expresión de alegría de su rostro por otra de pesadumbre.
—Sancho, he estado dándole muchas vueltas y no quiero pasar más tiempo alejada de mi hijo. No puedo. Desde que nació, no ha habido una sola semana en la que haya podido disfrutar plenamente de él. No sé, quizá el instinto maternal se me ha despertado de forma tardía, pero he decidido volver a casa mañana mismo.
El inspector apuró su pinta de cerveza tostada.
—Lo entiendo perfectamente. Yo no tengo a nadie que me espere en casa y tampoco mejores planes alternativos. Es más, no tengo nada que hacer aparte de atrapar de una jodida vez a ese hijo de puta. ¿Has visto? No he mencionado su nombre para no quebrantar el pacto.
Una sonrisa se dibujó en los finos labios de Gracia.
—No estoy de acuerdo con eso, Sancho. Siempre hay alternativas y, si quieres mi opinión al respecto, no creo que vayan a atraparle a la salida del concierto.
—Yo tampoco. Mi padre decía que los golpes de suerte solo ocurren cuando no se necesitan. No es el caso, pero quiero estar allí si suena la flauta.
—No te sigo —reconoció la italiana.
—Es igual.
Sancho cogió aire lentamente por la nariz, como si estuviera inspirando las próximas palabras que iba a pronunciar.
—Necesito que todo esto acabe para recuperar mi vida. Es mi forma de ser, que no me permite dejar nada a medias.
—O sin empezar.
Sancho frunció el ceño tratando de comprender el último comentario de la inspectora jefe.
—Voy a pedir otra ronda —dijo ella apresuradamente.
—¡Espera, espera! No te vas a escapar tan fácilmente —advirtió Sancho incorporándose para retenerla.
Gracia se dio la vuelta muy despacio luciendo un gesto difícil de descodificar.
—Sigo sin entender qué sentido tiene todo esto —expuso Erika.
—No tengo pruebas para demostrártelo, pero sé sumar. Accede al cuerpo de policía con veinticuatro años de edad y cuatro más tarde ya ocupa un despacho en Lyon; nada más y nada menos. Un cargo en el Centro de Mando y Coordinación, que es desde donde se planifican y organizan todas las operaciones a gran escala con las policías locales. Es decir, que le ponen de jefe de cocina sin haber roto un huevo. No me encaja.
Ella lio otro cigarro que el comisario le quitó de las manos antes de que pudiera prenderlo.
—Me gustan más los tuyos, gracias, pero aún hay más —retomó—. Michelson estuvo en el cargo hasta septiembre de 1990, justo un mes antes de que se destapara en Italia el entramado de la Operación Gladio y toda su estructura se fuera abajo de golpe. ¿Crees en las coincidencias?
—No mucho, pero últimamente creo que cualquier cosa es posible.
—Ya. Incluso que todo esto sea fruto de mi imaginación retorcida. Posible, pero no probable. No veo probable que alguien renuncie a un puesto así por motivos personales, como adujo Michelson en el escrito al que he podido tener acceso. Tampoco veo muy probable que, de repente, le visitara la paloma de la paz y encontrara la felicidad ayudando al prójimo. Ni tampoco que, en noviembre de 1995, se reincorporara a la Interpol, en Londres, un mes antes de que terminara la guerra en Bosnia. Otra coincidencia.
A Erika se le encendieron las alarmas.
—¡Joder, Ólafur! ¿Quieres ir al grano de una vez?
—Al grano. Erika, estamos precisamente en el maldito granero. La Red Gladio estaba fuertemente armada. Nutrían a sus grupos paramilitares desde un arsenal que tenían en Chichester, en el sur de Inglaterra, a veinte minutos del puerto de Portsmouth. Cuando la red se desmanteló, tenían que deshacerse de todo aquel material, y era más fácil y barato venderlo que destruirlo. El conflicto más importante en ese momento era el de los Balcanes, y sé de muy buena tinta que la mayor parte de ese arsenal terminó indistintamente en manos de croatas, serbios y musulmanes.
—¿Crees que Michelson fue el encargado de vender todas esas armas?
—No, solo algunas.
Erika no esperaba una respuesta tan rotunda.
—Tres personas se ocuparon de ello. Markus Scheider, responsable de la red en Alemania, trataba con los croatas. Gustav Crossman, un americano de madre musulmana, lo hacía con los bosnios, y nuestro Robert J. Michelson, con los serbios. Con los serbobosnios —precisó—. Michelson se dirigió directamente a Radovan Karadzic, y este le derivó a su hombre fuerte.
Ólafur no pronunció el nombre. No hacía falta.
—Creo que es mejor que me vaya al hotel —observó ella.
—¿Quieres que te acompañe? —propuso Sancho cargado de espumoso coraje.
—Inspector, no tientes a la fortuna.
—Últimamente no me toca nada de eso que dices. Entonces… ¿te veo mañana por la mañana?
—Mejor no —repuso la triestina—. Quiero salir temprano al aeropuerto para coger el primer avión que vuele a Roma o Milán.
Sancho se frotó la barba, contrariado.
—Como quieras —dijo dándose por vencido.
—Te llamaré pronto para ver cómo va todo… y para saber de ti —añadió incorporándose.
A Sancho le invadió la necesidad de abrazarla, pero no se movió de la silla. Gracia Galo se abrigó y se paró a la altura del inspector cuando se disponía a salir. Alargó el brazo y acarició su mejilla.
—Estás mejor con barba. Cuídate, Sancho.
El olor de la inspectora jefe le robó el habla. Era como si un dique invisible contuviera el salvaje torrente de emociones que luchaba por liberarse en su interior. Al verla alejarse a través del cristal de la ventana, sintió un irrefrenable impulso de salir corriendo tras ella, pero no lo hizo. La presa era demasiado sólida. Su sombra, alargada y elegante, se proyectaba sobre el empedrado de la calzada.
De nuevo, la duda seguida del deseo. Otra vez, la indecisión o la cobardía. Posiblemente, jamás tendría otra oportunidad como esa o puede que no fuese el mejor momento y resultara más conveniente esperar a que todo acabara para dinamitar la estructura que retenía aquellos sentimientos.
Enfrascado en aquel debate, la perdió de vista.
Unos minutos después, el comisario Olafsson se sentó a la mesa. Sancho, que miraba en dirección a la nada, se percató de ello.
—Inspector —pronunció el islandés.
—Comisario —contestó en tono neutro y de forma mecánica.
—Nos hemos quedado solos —apuntó—. Supongo que la inspectora jefe vuelve a casa.
—Así es. Como tú, ¿me equivoco?
—No, no te equivocas. Antes de continuar avanzando, necesito saber si el que guía la expedición conoce el camino o no.
Sancho le miró con cierto recelo antes de preguntar:
—¿Y Erika?
—Se ha marchado al hotel, pero continúa el viaje.
Sancho se pasó la mano por el cogote.
—¿Jameson? —preguntó el islandés.
—Con hielo.