Hada helada en vuelo inerte

Habitación 243. Hotel Bayerischer Hof

Múnich (Alemania)

23 de noviembre de 2011, a las 07:05

Puso en marcha el aspirador con el pie de tan mala gana que a punto estuvo de destrozar el interruptor. Los electrodomésticos de limpieza no estaban pensados para mujeres de más de noventa kilos ni, mucho menos, para mujeres de más de noventa kilos tan cabreadas.

La jornada de Ece Palazoglu no podía haber comenzado peor, a pesar de que, ese preciso día, cumplía cincuenta y tres años.

Lo primero que le resultó molesto al despertar fue percibir ese olor dulce y viscoso en su habitación. No había sentido llegar a Mesut, pero no le hacía falta conocer a qué hora había regresado para saber cómo lo había hecho: sus ronquidos eran mucho más violentos cuando bebía.

Mesut se estaba apartando mucho de la senda del buen musulmán desde que se quedó sin trabajo y agotó la prestación por desempleo del Gobierno alemán. El malestar evolucionó hasta la indignación en el momento en el que tuvo que ducharse de nuevo con agua fría, aunque llevara semanas pidiendo a su marido que hablara con el casero para que les arreglara la caldera de una vez. En pleno mes de noviembre, a las 05:15 de la madrugada, el agua helada condiciona el estado anímico de cualquier mortal. Precisamente estaba maldiciendo el día en que llegó a este mundo cuando fue a desayunar y comprobó que nadie se había preocupado de llenar la despensa. Solo pudo meterse en el estómago un té verde y algo de pan del día anterior, pero todavía le esperaba una sorpresa desagradable más antes de salir de casa:

Gorki, el perro de la menor de sus tres hijas, Saadat, se había vuelto a defecar en el pasillo y, como en las dos ocasiones anteriores, no se percató de ello hasta que hundió el pie en el montoncito de excrementos.

Encolerizada y con el tiempo justo, caminó todo lo deprisa que le permitían sus maltrechas rodillas. Los cinco grados bajo cero agravaban considerablemente el dolor. El desgaste de los cartílagos por el sobrepeso ya era muy severo, pero poco podía hacer para remediarlo al margen de tomarse esas pastillas que le costaban ochenta y cuatro euros el bote; exactamente, una décima parte del sueldo que llevaba a casa por trabajar diez horas al día limpiando hoteles.

Al enfilar Daglfinger Straße, deseó con todas sus fuerzas que el autobús que acababa de llegar a la parada no fuera el 109. Ece agarró con fuerza el bolso antes de acelerar el paso y forzó la vista para confirmar sus peores presagios. Entonces, rogó que fuera Karl y no Gustav quien estaba al volante. Karl se detendría si la reconocía, Gustav no. No le separarían más de diez metros cuando lo vio arrancar y alejarse. Maldiciendo su suerte, no pudo evitar acordarse de su madre; y mentar a la de Gustav.

Con esa temperatura, no le quedó otra opción que buscar un taxi. Parar uno le llevó algo más de veinte minutos y, con once euros menos y tremendamente ofuscada, llegó al primero de los hoteles, el Platzl. En cuanto pisó la recepción recordó que, dos días antes, la habían llamado para comunicarle el cambio de ruta. Ni siquiera pudo culpar a su suerte mientras profería blasfemias en turco antes de salir derrapando hacia el Bayerischer Hof. Llegó treinta y cinco minutos tarde, y tuvo que tragarse la reprochadora mirada de Wislawa. Su compañera de planta polaca ya había preparado el carro y se disponía a empezar por las salas de reuniones del hotel, como de costumbre.

En días como aquel, no dejaba de oír las palabras de su madre cuando se subió a un tren con destino a Alemania con veinte años y lo puesto.

«Eres una chica con mucha suerte, todo irá bien», le dijo.

Ece Palazoglu provenía de una familia humilde y muy trabajadora, lo cual no evitó que tuviera que pasar hambre durante su niñez. Tras muchos intentos fallidos, sus padres permitieron finalmente que se marchara de su Trabzon natal, una ciudad turca a orillas del mar Negro. Ella había aprendido un poco de alemán en la escuela, el suficiente para viajar hasta la granja de su tía Rachel, en Duisburgo, y buscar un trabajo. Sus hermanos, en cambio, se quedaron ayudando en las tareas del hogar paterno. No tardó en darse cuenta de que la vida de inmigrante no iba a ser mucho mejor que la que acababa de dejar atrás.

Y no se equivocó.

Sobre las diez de la mañana, prácticamente había conseguido digerir todo el malestar y nada le hacía pensar que entrar en esa habitación, la 239, avivaría su colérico estado de nervios.

Previamente, se había cerciorado de que no estuviese colgado el cartel de «No molestar» y había llamado tres veces antes de pasar la tarjeta maestra, como establecía el manual, como siempre hacía. No esperaba encontrar a nadie, y menos a un hombre desnudo sobre la cama, pero lo que nunca hubiera podido prever era que una mujer como ella, con su carácter, fuera a proceder así. Fue incapaz de reaccionar.

Estaba totalmente bloqueada, paralizada, inmóvil con la mano pegada en el picaporte mientras aquel cliente se despachaba con una retahíla de insultos que jamás antes había escuchado. Abochornada y algo aturdida, cerró la puerta y empujó el carro hasta la habitación contigua. Ece se encontraba tan descompuesta que a punto estuvo de entrar sin llamar en la 241, pero en el último momento se dio cuenta de que el dichoso cartelito estaba colocado y se fue a la siguiente, la 243.

En esa habitación, pudo desahogarse por fin con el aspirador imaginando que pisaba los genitales de Mesut, quien, a buen seguro, seguiría durmiendo la borrachera. Instantes después, se sobresaltó con los gritos de Wislawa intentando superar los decibelios del electrodoméstico a su espalda. Ece lo silenció tirando del cable con toda la rabia que nacía de su corazón exaltado.

—Te preguntaba si te queda mucho —dijo la polaca con el tono de voz todavía elevado y los brazos en jarra.

Ece miró el listado.

—La 239 y la 241 —contestó tragando bilis.

—Ya deberíamos estar de camino al Platzl, y sabes que no admiten retrasos. Hace diez minutos que he terminado con lo mío.

El comentario de su compañera no hizo sino alimentar su indignación. Hacía no mucho tiempo, Ece había ayudado a Wislawa a terminar una planta, pero la respuesta diseñada por su cerebro no se fabricó en sus cuerdas vocales. No hizo falta, la polaca debió de leer sus pensamientos.

—Me pongo con la 241 —accedió Wislawa—, pero nos vamos en diez minutos —decretó.

—Gracias —respondió apretando los dientes y pensando que, ya puestos, podría haber elegido la otra habitación.

Terminó todo lo rápidamente que pudo y se armó de valor para empezar con la del energúmeno. Confiaba en que ya se hubiera marchado —al infierno, a poder ser—, pero no tenía muchas esperanzas de que así fuera tal y como se estaba desarrollando la jornada.

Golpeó la puerta con suavidad las dos primeras veces; lo hizo con más brío las tres siguientes.

Nadie contestó. Aun así, Ece dejó pasar unos segundos más antes de volver a llamar. Por fin, pasó la tarjeta maestra y empujó la puerta con suavidad. Lo primero que le llamó la atención fue el desorden generalizado, y supuso que el cliente se habría empleado con saña a modo de dulce venganza. Igualmente, le alegró no tener que volver a enfrentarse con aquella mirada cargada de odio que la había anulado por completo.

Siguiendo las instrucciones del manual, empezó por el baño. Le extrañó que su puerta estuviese cerrada; habitualmente, solía encontrarla abierta, así que aguzó el oído antes de llamar con los nudillos.

Nada.

Justo cuando iba a abrir, un alarido desgarrador la sobrecogió. Era Wislawa; otra vez.

Salió al pasillo. Los gritos provenían de la 241.

Cuando entró, vio que su compañera estaba fuera del baño agarrándose la cara con ambas manos y mirando con una mueca inverosímil, como extraída de un cuadro cubista, en dirección a la bañera.

—¡Wisla! Soy yo. ¿Qué pasa?

—¡Una mujer muerta! ¡Hay una mujer muerta en la bañera! ¡Ven, mira!

Si había algo en el mundo que Ece no podía soportar era ver un muerto. Con tan solo once años de edad, una concatenación de desgracias hizo que fuera ella quien descubriera seco al abuelo Aslan.

Normalmente, su madre mandaba a su hermana mayor para que le llevara las medicinas una vez por semana, pero Sila se puso enferma ese día y la mediana, Ebru, acababa de marcharse al mercado con su padre, así que le tocó a Ece. El abuelo Aslan llevaba muerto casi una semana, y su cadáver presentaba un aspecto cuando menos repugnante en pleno mes de agosto. Todavía podía respirar aquel olor.

—No es necesario —aseguró—. Voy avisando a recepción.

Ece se acercó a su compañera y la agarró por el hombro evitando desviar la mirada hacia la bañera en todo momento.

—Trata de reponerte —le pidió con voz sosegada—. ¿Por qué no te mojas un poco la cara?

—¡¿Estás loca?! ¡Yo no entro ahí! —gritó—. ¡¿No has visto lo que le han hecho en la cara a esa pobre mujer?!

—No, no lo he visto ni lo voy a ver —respondió arisca—. Vamos al baño de la 239. Allí no hay nadie, he dejado abierto. Te acompaño.

—Está bien.

Cuando llegaron a la altura de la puerta de la habitación, ya había varios clientes en el pasillo alertados por los chillidos de Wislawa. Ece la soltó del hombro y le dijo:

—Mejor voy bajando a informar. Wisla, debes calmarte, la policía te…, nos —corrigió— hará muchas preguntas y necesitamos mantener la cabeza fría. ¿De acuerdo?

Wislawa asintió todavía pálida.

—No tardo —aseguró Ece.

Y así fue, pero sin poder avisar a nadie.

Antes de llegar a los ascensores, un nuevo y solitario alarido, aún más aterrador que los anteriores, le hizo darse la vuelta. Corrió lo más rápido que le permitieron sus rodillas. Ya en la 241, vio a Wislawa tendida en el suelo junto a la puerta del servicio. Dos curiosos entraron tras ella.

—¡Una ambulancia! ¡No se queden ahí parados como dos idiotas! —gritó—. ¡Llamen a una ambulancia!

Ece se agachó para tomar el pulso a su compañera. Con el rabillo del ojo, pudo distinguir los pies desnudos de otra persona tirada en el suelo del baño. Y sangre, mucha sangre. Se concentró en no girar la cabeza mientras pensaba que, posiblemente, su madre tenía razón.

Quizá fuera una chica con suerte.