Aquellos defectos que uno guarda por guardar

Zona centro

Múnich (Alemania)

22 de noviembre de 2011, a las 13:20

No hacía tanto frío. El termómetro del iPhone marcaba cero grados centígrados cuando pasé por debajo de la puerta de Karlstor. Como un turista más, me dirigía a la cervecería Hofbräuhaus, esa en cuya tercera planta Hitler esputaba sus discursos cargados de ira y xenofobia. Iba escuchando el LP de VNV Nation, Judgement, cuando me detuve frente a un escaparate para encontrarme con mi propio reflejo; cada vez me costaba menos reconocerme. Prácticamente no quedaban señales de las operaciones de cirugía, apenas algunas afiladas líneas sensiblemente enrojecidas. Tuve que admitir que el doctor Di Cecilia se había ganado su prestigio y caché internacional con total merecimiento.

No hacía dos horas que había llegado a la Estación Central de Ferrocarriles procedente de Leipzig, donde pasé tres días ciertamente provechosos. Y fue precisamente en esta ciudad donde resolví poner el broche final a mi particular tour por Europa acompañando a la gira de Rammstein, Made in Germany. Así, esa noche me separaría de ellos en el mítico Olympiahalle de Múnich, un mayestático escenario a la altura de mis propósitos.

El balance fue francamente positivo y recogí una cosecha poética muy fértil y, ¿por qué no decirlo?, de espigada factura. Además, había tenido la oportunidad de conocer lugares fantásticos cumpliendo con la necesidad que me había impuesto de encontrar ese sitio al que pertenezco.

No pude evitar volver a pensar en Magda y en los misterios que debería resolver. ¿Nuestros encuentros en Belgrado habían sido fruto de la casualidad o había una causalidad que los envolvía y justificaba? ¿Por qué me había sentido tan cerca de aquella mujer? Y sobre todo, ¿qué se escondía detrás de aquella foto que descubrí en casa de Erika Lopategui? Debía encontrar las respuestas a todas aquellas preguntas, pero aún no.

Un enigma para cada momento y un momento para cada enigma.

Antes de reactivar la campaña contra mis enemigos, tenía que pasar por una fase de adaptación a mi nueva fachada: Johann Georg Faust, personaje histórico cuya leyenda sirvió de inspiración para numerosos escritos de la época, incluido el magistral e inigualable Fausto, de Goethe. Son pocos los que conocen la verdadera identidad del doctor Faust, un hombre del Renacimiento entregado a las ciencias ocultas del que se decía que mantenía una estrecha relación con el mismísimo príncipe de las tinieblas —sospecha que él mismo alimentó con su tragicómica muerte al ser despedazado por una explosión durante un experimento de alquimia—. El paralelismo era más que evidente. Augusto Ledesma: un hombre sin nombre ni hogar, una mente tan brillante como atormentada que, queriendo alcanzar metas inalcanzables, hizo un pacto con el mismísimo diablo. A pesar de lo anterior, subrayé dos grandes diferencias en mi capítulo de conclusiones: Fausto fue guiado por Mefistófeles; Augusto, por Orestes. Fausto fracasó, Augusto triunfaría.

El mundo podía apostar por ello.

Para eso, era necesario que me reinventara; otra vez. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que recorriendo la vieja Europa conociéndome a mí mismo? De Caracas a Viena con escala en París, y desde el corazón de Austria hasta Bratislava, mi primera parada, en tren. La capital de Eslovaquia me sorprendió; nada esperaba de ella, y mucho me ofreció; superficialmente. Era verdaderamente acogedora, agradable, pero no me transmitió ninguna emoción considerable más allá de la satisfacción que me provocó retomar mi obra. Muy en cambio, Zagreb me llamó la atención por la actitud de los croatas ante la vida: centrándose casi exclusivamente en el presente, pero sin olvidar su pasado para poder afrontar el futuro.

Allí le arrebaté el suyo a aquel desgraciado. Sin embargo, Zagreb estaba demasiado cerca de Belgrado, lugar en el que me arrancaron de cuajo mi pasado decidiéndose mi destino; como corolario, no quise, no supe o no pude permanecer en Croacia más tiempo. La siguiente parada me llevó a Budapest, donde me dejé arrastrar por su embrujo; completamente. Exprimí cada minuto durante los cinco días que pasé en la capital húngara hasta que, finalmente, logré captar su esencia. Me llevé una vida a cambio de muchos versos y me propuse regresar algún día a esa urbe tan hosca como primorosa. Gdansk siempre ocupará un lugar privilegiado en mi corazón, pues fue el lugar en el que incorporé un componente más a mi creación poética: el sexo. ¡Y de qué forma! Leipzig significó bastante más que mi regreso a Alemania. Me gustó comprobar que mi recién horneada identidad seguía pasando totalmente desapercibida a pesar de mi imperfecta pronunciación del alemán. Allí me dejé envolver por los ecos del Soli Deo Gloria[49], de Bach.

Allí encontré cierto paralelismo entre su obra y la mía. Él siempre se mantuvo firme, sin ceder a presiones externas de nobles, necios y altares, sin prestar oídos a la ignominiosa oposición de Händel en su miserable búsqueda del éxito prematuro. Igual que Bach: firmes y fieles a nuestra obra.

Supe devolver su hospitalidad a estas ciudades y fui generoso con la mayor de mis virtudes haciendo a todas partícipes de mi sempiterno legado. Y sí, extraje una valiosa conclusión opuesta a aquella actitud pretérita, otrora impuesta: el valor de las vidas que me llevaba no dependía de su cuna o de su cartera, sino únicamente de lo que me transmitían al perderla.

De ese modo, me dejó un mayor poso la tenacidad con la que la camarera de Bratislava se aferró a la vida que el cobarde intento de huida del parlamentario ultraderechista en Budapest.

Inmerso en mis reflexiones, no pude evitar pensar de nuevo en Magda y en el significado de la foto que encontré en casa del psicólogo. Tenía que averiguar si nuestra efímera pero intensa relación había sido fruto del destino o algo planificado.

Huelga decir que, en aquella tesitura, no estaba capacitado para desenredar tal madeja. O eso creía.

En pleno Karlsplatz reconocí las primeras notas de Illusion. Hacía mucho tiempo que no escuchaba la letra, y algo me obligó a frenar mis pasos para prestarle toda mi atención.

I know it’s hard to tell how mixed up you feel,

hoping what you need, is behind every door.

Each time you get hurt, I don’t want you to change,

because everyone has hopes, you’re human after all.

The feeling sometimes, wishing you were someone else.

Feeling as though, you never belong.

This feeling is not sadness, this feeling is not joy,

I truly understand. Please, don’t cry now.

Please, don’t go. I want you to stay.

I’m begging you please, please don’t leave here.

I don’t want you to hate for all the hurt that you feel.

The world is just illusion trying to change you.

Me dejé invadir por una emoción altamente perturbadora.

Being like you are,

well this is something else. Who would comprehend?

But some that do lay claim.

Divine purpose, blesses them,

that’s not what I believe, it doesn’t matter anyway.

A part of your soul ties you to the next world,

or maybe to the last, but I’m still not sure.

But what I do know is to us the world is different,

as we are to the world, but I guess you would know that.

Please, don’t go. I want you to stay.

I’m begging you please, please don’t leave here.

I don’t want you to hate for all the hurt that you feel.

The world is just illusion trying to change you.

No me percaté de que estaba llorando con amargura hasta que me encontré con mi propio reflejo.

Me fue del todo imposible terminar de escuchar la canción.

Residencia de Ólafur Olafsson

Reikiavik (Islandia)

El comisario llevaba más de cinco minutos dando vueltas al guiso de carne, como si estuviera intentando rescatar ideas naufragadas entre trozos de ternera con patatas y lombarda.

Trataba de ir a comer a su casa siempre que podía y raro era el día que no lo conseguía. Si algo había aprendido en aquella isla era que el paso del tiempo constituía una circunstancia poco relevante.

Unas veces influía, y otras no. Respecto a los asesinatos de Grindavik, la prensa nacional se ocupó de mantener muy vivo un caso que se encontraba en punto muerto a pesar de haber transcurrido más de cinco meses desde que los cuerpos se encontraron.

Tras su reencuentro con Connor, regresó a Reikiavik con las manos vacías y el corazón cargado de sensaciones contradictorias. No se inmutó el día en que tuvo que aguantar las muecas de reprobación del comisionado nacional Johannessen tras relatarle su periplo continental persiguiendo a una sombra; lo que sí irritó al comisario fue tener que cumplir con la orden de elaborar un informe pormenorizado con el único propósito de justificar los nulos avances en la investigación.

Probó el vino y advirtió que la jauría se relamía. Sabían que, a ese trago, le seguirían otros.

No obstante, deberían esperar a la noche para recibir su ración más suculenta, como siempre.

Expresó su malestar al escuchar el sonido del móvil en el bolsillo interior de su chaqueta y se arrepintió de no haberlo apagado en cuanto salió de comisaría. Respondió sin mirar el identificador de llamada.

—Comisario Olafsson.

—Ólafur, soy Connor. ¿Qué tal te pillo?

—Cocinando.

—Ya sé que no me lo pediste, pero he estado haciendo algunas preguntas sobre Robert J. Michelson. ¿Tienes a mano para apuntar?

—Espera.

Ólafur buscó en los cajones del mueble del recibidor algo para escribir. Cuando lo encontró, fue al salón para tratar de encontrar donde apuntar.

—Ya —anunció el islandés.

—Te voy a dar el número de teléfono de Francis Thomas Clark, un viejo amigo que estuvo muy metido en todo el entramado de la Operación Gladio. ¿Recuerdas?

—Sí. Algo —precisó—. ¿Qué tiene que ver Michelson con eso?

—Me temo que mucho, pero prefiero que hables directamente con él y que te lo cuente. No va a gustarte.

—Dame el teléfono.

Tras mantener una larga conversación con el contacto que le facilitó Connor Murphy, se volvió hacia la ventana y miró al cielo. Se fijó en una con forma de mapa de un país que no fue capaz de identificar, o eso interpretó.

—¡Mierda! —exclamó apretando los dientes.

El olor empujó a su sistema motor a recorrer presuroso los metros que le separaban de la cocina, aunque sabía perfectamente que cuando algo huele quemado es porque ese algo se ha quemado.

Restaurante Milagros

Carretera de Plentzia a Sopelana (Vizcaya)

Entraron en el restaurante con expresión aparentemente descargada y el alma auténticamente contraída.

Durante las más de dos semanas que habían pasado juntas, madre e hija habían escarbado en las áreas más recónditas del corazón tratando de recuperar a pico y pala los dieciséis años que les habían robado. No obstante, a pesar de la eclosión emocional del reencuentro, Erika seguía sin reconocer la esencia maternal en Magda Voosen.

Juntas trataron de dar respuesta a algunas incógnitas, pero siempre se perdían en ese océano sin descubrir que era la memoria de Magda.

Cuanto más se alejaban de la costa y se acercaban al instante crítico del disparo, más difusa era la imagen. Sin embargo, lograron desempolvar muchas vivencias del hombre que había marcado definitivamente las vidas de ambas: Armando Lopategui.

Se empeñaron en tapar unas grietas sin conocer el alcance de los daños estructurales y, tras recorrer juntas todos los rincones del pasado, físicos y psíquicos, Erika supo que había llegado el momento.

—No. Definitivamente, nunca he estado en este lugar… Creo —matizó Magda mientras las conducían a su mesa.

—Seguramente ni existiría. Papá me trajo unas cuantas veces. Muchas —precisó—. Le encantaba venir a partir de marzo, los días en los que salían dos rayos de sol… o ninguno —rectificó destilando melancolía—. La verdad es que le hacía falta muy poco para que se animara a tirarse en estas tumbonas.

—¿Le echas mucho de menos?

Erika tardó en contestar mientras se acomodaban en la mesa en la que solía sentarse con su padre.

—Hemos estado muy unidos durante los últimos años.

—Me gustaría poder decir lo mismo. He experimentado emociones muy dispares estos días. Es difícil de explicar.

—Inténtalo —sugirió Erika.

—Me asaltan recuerdos. Hasta puedo palpar algunos, pero sigo viendo otros muy turbios, como si me los hubieran contado. Ayer, en los acantilados, tenía la sensación de haber estado paseando por allí la semana pasada. El olor del mar me traía tantas sensaciones que hasta podía escuchar la voz de tu padre relatándome la batalla del cabo Machichaco por enésima vez. Me encantaba escucharle. Lo narraba como si lo hubiera vivido en primera persona, aunque era una versión de la historia que le había contado su padre.

El semblante de Erika expresaba su total desconocimiento de aquel episodio. Justo en ese instante, Txus, el gerente del restaurante, se acercó a la mesa y se dirigió a Erika:

—Disculpadme. Solo quería trasladarte nuestro más sentido pésame por tu pérdida. Aquí todos apreciábamos mucho a Cara…, a Armando —rectificó.

—Gracias, Txus —contestó ella.

—Avisadme cuando tengáis decidido lo que vayáis a pedir.

—Yo lo tengo claro. Me apetece sushi —terció Magda—. No he podido evitar fijarme en esos platos —señaló.

—Me parece buena idea, pero que elija Txus, como hacía con papá —opinó Erika.

—Perfecto —confirmó el mentado—. Para empezar, voy a traer una nécora de cáscara blanda que os va a sorprender. Viene frita en una tempura muy fina acompañada por un caviar de guayaba, mermelada de flor de Jamaica y algas wakame e hijiki. Se come entera, tal cual. Luego, os serviré una selección de uramakis: el de langostino, mango y mascarpone, el de foie con aguacate glaseado y el especial a la parrilla. Por último, os pongo un tataki de atún rojo que es una delicia.

—¿Tataki? —preguntó Erika.

—Sí, es solomillo de atún marinado en ponzu. Lleva soja, caldo de pescado, zumo de limón y sake. Una vez sellado, lo metemos de nuevo unos minutitos en el ponzu con cebolla roja. Lo fileteamos y al plato. Exquisito. Yo creo que vamos bien con esto.

—Estupendo —dijo Magda.

—Gracias —se despidió él.

—Muy majo el tal Txus —comentó Magda una vez que se hubo alejado.

—Sí, siempre nos atendía él cuando venía con papá. Parece buen tío.

—¿Parece?

—Cambiemos de tema, por favor, que te veo venir…

—Vale. Me estabas diciendo que no conoces la historia de la batalla del cabo de Machichaco, ¿no? Pues no vas a librarte de esta —advirtió.

Erika sonrió y se mantuvo a la expectativa. Magda desvió la mirada hacia la ventana y, en el reflejo, Erika vio cómo se arrugaba la cara de su madre.

—En marzo de 1937, la armada de los sublevados franquistas estaba desplegada por el Cantábrico con el objeto de interceptar y apresar a dos buques republicanos que traían armamento y moneda recién acuñada para el Gobierno vasco. Uno de ellos, el Galdamés, partió del puerto de Bayona junto con cuatro bous que hacían las funciones de escolta. Me sé los nombres: el Gipuzkoa, el Bizkaia, el Donostia y el Nabarra. Esas embarcaciones estaban gobernadas por tripulación sin formación militar y estaban dotadas de cuatro cañones de chichinabo.

—¡Chichinabo! Hace no mucho que papá me explicó el significado de ese término. Chichinabo —repitió.

—No estoy haciendo otra cosa que repetir sus palabras —confesó risueña—. Como te decía, es como si ayer mismo hubiera escuchado el relato de sus labios… otra vez.

—Sigue, por favor. Voy a pedir una cerveza. ¿Quieres?

—Prefiero un chacolí. No se puede beber otra cosa que no sea cerveza en Ámsterdam.

Magda recurrió de nuevo a la ventana.

—A los pocos días, el Canarias, que era el buque de guerra más potente del bando nacional, zarpó del puerto de El Ferrol. No tardó en toparse con el Gipuzkoa y, enseguida, entablaron combate (muy desigual, por cierto), tras el que el bou republicano, seriamente dañado y con varias bajas, se vio obligado a retirarse a puerto. Durante la persecución, el Canarias se expuso al alcance de las baterías de tierra y decidió abandonar. Entretanto, el Bizkaia se había encontrado con un mercante que llevaba una carga para el bando republicano y que había sido apresado poco antes por el crucero enemigo. Aprovechando que este estaba enfrascado con el Gipuzkoa, lo puso a salvo remolcándolo hasta el puerto de Bermeo. Recuerdo a tu padre señalándome los distintos escenarios de la batalla desde el peñón de Gaztelugatxe.

—El peñón de Gaztelugatxe… ¡Desde allí arrojé sus cenizas al mar! —apuntó Erika emocionada.

A Magda se le humedecieron los ojos. Invirtió algunos segundos en reponerse mientras se acariciaba la cicatriz dibujando círculos con la yema del dedo corazón.

—Era un lugar muy especial para él. Muchas tardes, iba solo hasta allí para ordenar sus ideas, o eso es lo que me decía cuando volvía. ¿Quién sabe? Era un hombre extremadamente hermético a veces. Yo tenía la impresión de que libraba intensas batallas en su cabeza. Era un hombre…

—Complicado de definir —completó Erika.

—Exacto. Complicado, diferente… Esa es la palabra —dijo mojando los labios en el vino blanco—. Ya no sé por dónde iba. Sí. Unas horas más tarde, el resto del convoy republicano se encontró con el Canarias; este abrió fuego dañando primero al Galdamés, que se rindió de inmediato. Luego, entabló combate con el Donostia, que se retiró a las primeras de cambio dejando al Nabarra solo en la batalla. Ahora viene la parte en la que más énfasis ponía tu padre —anunció recuperando el semblante jocundo—. A pesar de lo desproporcionado del enfrentamiento, los vascos decidieron plantar cara al navío enemigo durante casi dos horas, pero finalmente se impuso la potencia de fuego del crucero, que hundió al bou capitaneado por Enrique Moreno. El oficial republicano decidió no abandonar el barco y se fue a pique con él. Los supervivientes fueron apresados por el Canarias y condenados a muerte. Meses después, se les indultó por el valor que habían mostrado en la lucha y, al margen de la derrota, la oposición del Nabarra se convirtió en un símbolo de resistencia para los vascos.

Erika contempló a su madre con ojos indulgentes.

—Papá quería matarle. En realidad, los dos queríamos matarle —confesó con la voz entrecortada—. Estábamos en Belgrado precisamente por eso, pero todo se complicó después por culpa de ese maldito sociópata del que ya te he hablado.

—¿Matar? ¿A quién? —preguntó Magda alterada.

—¡¿A quién va a ser?! A Mladic.

—¿A Mladic? ¿Y por qué a Mladic?

Erika estaba sumida en un absoluto estado de confusión hasta que estalló.

—¡Mierda! Por lo que te hizo. Porque has estado muerta diecisiete años. Porque papá no volvió a verte desde ese preciso momento. Porque papá murió pensando que te había perdido aquel día. Culpándose por ello. Muriendo por dentro. Y, finalmente, tú estás viva y él muerto. ¿Te parecen suficientes razones? ¡Mierda, mierda, mierda! —exclamó con la mirada perdida en la imagen de la Virgen de los Milagros pintada en la pared del fondo.

—Erika, por favor, mantén la calma. Deja que te explique, hay cosas que no sabes —dijo agarrando a su hija de las manos—. Por favor, escúchame. No soy capaz de recordar muchas cosas, pero estoy segura de que Mladic no fue quien disparó. Él se marchó de Srebrenica antes de que empezaran a matar inocentes. La escena se repite una y otra vez en mis sueños.

Magda le detalló su pesadilla como si la estuviera viviendo en ese preciso momento. Erika no salía de su asombro con la expresión rota y negando incesantemente con la cabeza.

—No puede ser —balbuceó.

—Él no me disparó. Seguramente merecía morir por genocida, pero él no me disparó —insistió—. Lo hizo el hombre que acompañaba a Popovic[50].

—Por tanto, la teoría de papá sobre Ana Mladic…

Magda pareció imitar la mueca de desconcierto de su hija.

—Papá sostenía que habías mantenido un encuentro con su hija en Moscú —relató Erika— y que, de alguna forma, Mladic se enteró y te culpó de su suicidio.

Magda negó con la cabeza gacha.

—Yo debía reportar en persona al Kremlin cada dos o tres meses. Esa era mi principal función en los Balcanes: informar a Moscú. Tu padre sabía eso perfectamente, y no entiendo cómo llegó a tal conclusión. Es posible que yo estuviera en Moscú cuando ocurrió lo de Ana Mladic, pero te aseguro que me acordaría de tal encuentro. La muerte de Ana se produjo en marzo del noventa y cuatro. Lo recuerdo perfectamente porque me tocó asistir a su funeral. Yo no tuve ninguna conversación con ella —certificó dando por zanjado el asunto.

—¿Entonces? —preguntó Erika todavía turbada.

—No lo sé. No sé por qué me encerraron, no sé por qué me dispararon y tampoco sé lo que pasó después. No consigo recordarlo. Solo sé que aprendí a vivir de nuevo y que quiero seguir viviendo. No quiero perseguir fantasmas como hizo tu padre. No quiero. No quiero.

—Vale, vale —repitió Erika hasta que Magda se calmó—. Tengo que salir a fumar. ¿Estarás bien?

—Claro. No tardes.

Erika metió las manos en los bolsillos de los pantalones y se pellizcó la piel con tanta intensidad como las ganas que tenía de desgarrarse la voz.

Habitación 241. Hotel Bayerischer Hof

Múnich (Alemania)

No podía despegarme de aquellos ojos tan inertes, tan hermosos. Los había despojado de la capa de engaño que los recubría y lucían veraces, sin barnices, voraces.

Aquella belleza se me desbordaba y, anegado por completo de beldad, quise construir un dique con mis palabras.

Quirománticas

Atracción sagrada. ¡Atención!

Sangrada.

Un gorrión que nació sin alas.

Un ave rapaz que afila sus garras.

Y nosotros, dueños de los cielos,

sorteando miedo y recelos.

Un delfín que nació sin aletas.

Un manjar rubicundo para los poetas.

Y nosotros, depredadores gemelos,

sobrepasando techos y modelos.

Atracción purgada. ¡Atención!

Punzada.

Llegará la erupción malsana de las profundidades

para corromperlo todo, enigma inescrutable,

para arraigar en nada, evidencia descifrable,

para enrarecer el alma cándida de las deidades.

Atracción ahorcada. ¡Atención!

Arcada.

Si las líneas se desvanecen

de tus manos,

verás que escuecen

y será en vano.

Ciego otra vez: arcano.

Al terminar, se lo leí a Orestes en voz alta y, como cada día, charlé con él. Supe que estaba orgulloso de mí y noté un escalofrío que recorría mi espalda; fue tan espontáneo como purificador.

A continuación, me dejé mecer plácidamente en el abisal mar del sosiego.

Esa mujer, Rebecca, había demostrado mucho más apego a la vida cuando se enfrentó con la muerte que a lo largo de toda su vil existencia absorbida por su trabajo como supervisora de tiendas Mediamarkt; anulada por completo, deshumanizada. Nunca había estado más viva que en aquella ocasión, tumbada en la bañera con los ojos abiertos, relajada, aliviada de la presión laboral, eximida. Tanta belleza en estado puro me forzó a sacar mi teléfono para inmortalizar la escena, pero valoré el riesgo que eso suponía en el último instante y me abstuve.

«Yo no soy tonto», pensé. Había mantenido sexo con ella. Nada extraordinario. Demasiado metódica, fría y, a la vez, escandalosa. Me irritaba. No llegué a eyacular, no lo ameritó.

Dediqué los siguientes minutos a limpiar cualquier recuerdo de mi paso por aquella habitación. No voy a decir que ese fuera el marco ideal para entregarse a la muerte, pero supe apreciar cierto toque de clase y distinción en la atmósfera; bastante más de la que atesoraba la difunta teutona.

El estado de relajación se fue fundiendo y confundiendo con mi necesidad de dormir.

Entonces, concluí que no era mala opción habida cuenta de lo avanzado de la noche. Aprovechando el bullicio de primera hora de la mañana, abandonaría ese hotel y pasaría por el mío para recoger las cosas y continuar mi camino.

Cerré la puerta del baño y me tumbé en la cama.

El momento exigía desgarrarme el alma antes de adentrarme en el terreno de lo onírico. No me resultó fácil dar con la pieza, pero supe que iba a entrar en trance cuando leí el «Segundo movimiento del Concierto para cello, de Dvorák[51]», en mi listado de perlas clásicas. La versión no podía ser otra que la interpretada por Jacqueline du Pré. En los primeros compases de la orquesta, adagio ma non troppo, maldije a la muerte por haberse llevado tan pronto a esa mujer privándonos de tamaño virtuosismo. ¡Qué cruel resulta ver que algunas personas, como la que yacía en la bañera, pasan por la vida arrastrando eternamente su lastimosa existencia mientras otras, que merecen ser inmortales, nos son arrebatadas de forma prematura e ilícita! La serenidad que me transmitía la música me ayudó a alcanzar una verdad irrefutable: parte de mi obra consistía en compensar tamaño desequilibrio.

Ensimismado por el lamento del violonchelo y sin poner barrera alguna en mi descenso, caí paulatinamente en un repentino estado de narcolepsia.

Restaurante Milagros

Carretera de Plentzia a Sopelana (Vizcaya)

El resto de la cena se desarrolló con relativa normalidad: Txus acertó de pleno con el menú y lograron eludir el asunto de los Balcanes entre los uramaki y el tataki. Sin embargo, Magda venía observando que Erika estaba más ausente que presente desde que recibió aquella llamada. A la vigésima tercera vuelta que dio a la cucharilla en su taza de café vacía, no aguantó más.

—Hija, la cabeza te va a reventar como no lo sueltes ya.

—Se trata de…, de lo que va a pasar a partir de ahora. Siberia no es un lugar seguro hasta que atrapemos a Augusto, ya te conté lo que le hizo a la madre del inspector Sancho. Es un cabrón despiadado y vengativo. Tenemos que dar con él antes de que nos vaya cazando uno a uno; además, tengo que terminar un asunto que me va a llevar un tiempo.

—Un asunto —repitió con intención—. Hay algunas cosas de tu padre que sí recuerdo con nitidez. Me irritaba su forma de evitar mentirme escondiendo la verdad. Erika, creo que podemos ahorrarnos las sutilezas. Te lo voy a poner fácil. Yo tengo un presente y dos pasados. Fui tu madre en uno de ellos, o lo intenté —precisó—, y, aunque no me gustaría renunciar a seguir siéndolo en el futuro, tampoco pretendo recuperar la vida que alguien me arrebató. Solo quiero que sepas que estoy aquí. No tengo intención de decirte lo que debes, o no, hacer con tu vida; eso solamente te corresponde a ti. Solo a ti —enfatizó.

—Tengo un compromiso que cumplir con una persona.

—Con la que has hablado antes por teléfono, ¿verdad?

Erika asintió.

—Robert J. Michelson. ¿Le recuerdas?

—Mencionaste su nombre hace unos días, sé que guardaba muy buena relación con tu padre. Creo que le vi un par de veces, pero no consigo recordar su cara.

—Fue él quien sacó a papá de Siberia tras tu… desaparición.

—Recuerdo que Armando le definía como el típico gentleman británico, pero con cabeza alemana, intensidad española y coraje ruso. Dime, ¿cuándo tienes que marcharte?

—Todavía no lo sé. Michelson volverá a llamarme. Parece que tienen algo relacionado con Augusto, pero no ha querido contarme nada por teléfono. Va a convocar de nuevo al grupo y quería saber si podía contar conmigo. Tengo que cumplir mi parte del trato.

—Un trato del cual no vas a contarme nada —se adelantó Magda.

Erika no contestó.

—Necesito fumar de nuevo —dijo.

—Bonita forma de escurrir el bulto.

—Cosas de la bipolaridad, mamá —alegó Erika levantándose de la mesa.

Magda no pudo esconder la conmoción y, mientras observaba a su hija alejarse, intentó recordar la última vez que la había llamado así.

No lo logró.