Instituto Diagnóstico San Bernardino
Caracas (Venezuela)
2 de octubre de 2011, a las 03:31
—Por favor, proceda a retirar los apósitos inferiores al señor Fumero con sumo cuidado —requirió el doctor Lorenzo di Cecilia a la enfermera—. Sé que usted ya platicó con el doctor Vizcarrondo sobre los pormenores de la intervención, pero es mi deber explicarle en este momento el informe de conclusiones quirúrgicas para que usted no se me alebreste[43] cuando terminemos de quitarle el vendajito.
Debo reconocer que aquel hombre de impecable aspecto y expresión versallesca me resultaba harto empalagoso a pesar de ser considerado un genio en materia de cirugía estética. Su condenado y edulcorado acento rebozado en su perfume de esencias cítricas, sándalo, especias y almizcle me revolvía el estómago. No obstante, me había decantado por su clínica no solo por haber sido quien cambió la cara a Vladimiro Montesinos, sino por el protocolo de confidencialidad absoluta que garantizaban al paciente.
Me limité a hacer un leve gesto de asentimiento.
—Chévere. Lo primero que tengo que decir, aunque pueda sonar poquito pedante y puede que hasta arrogante, es que el resultado amerita la más elevada de las calificaciones. Hemos logrado reducir la anchura del maxilar inferior en ocho milímetros con el limado del mentón, y conseguimos unos pómulos más pronunciados gracias a los implantes malares. Así, hemos aliviado considerablemente la carga rectilínea predominante, como era el deseo de usted. Notará que el conjunto bucal ha ganado más presencia en el tercio inferior de su rostro.
De su boca emanaba un fuerte olor a menta, como si acabara de utilizar uno de esos pulverizadores contra la halitosis para afrontar el diálogo a quemarropa.
—En la segunda intervención —continuó Di Cecilia—, atacamos el tercio medio con la rinoplastia. Con ello, se ha corregido la desviación localizada en la unión osteocartilaginosa del dorso nasal, donde hemos hallado vestigios de una microfractura reciente. Está bastante bien soldada, y no ha requerido tratamiento alguno por nuestra parte —especificó el doctor provocando que las imágenes del inspector Sancho y de la preciosa Raluca me vinieran a la cabeza—. Hemos arreglado el problema de asimetría del ángulo columelolabial y reparado la forma de la aleta nasal derecha en la misma sesión. Consecuentemente, notará que el principal eje vertical ha sufrido una modificación considerable y que tal circunstancia afecta globalmente a su expresión facial. Por cierto, empezará a notar que respira mejor por la nariz en unas semanas. Esto último no supondrá ningún incremento en la factura del señor —aclaró pretendiendo ser gracioso—. Por último, le hemos practicado una cantoplexia en el tercio superior para elevar el ángulo externo del párpado, obteniendo así una forma más almendrada del contorno ocular. Como efecto resultante, aunque solo sea en apariencia, la distancia entre el párpado superior y el arco supraciliar se ha reducido, y las cejas ya no describen un arco tan dramático en el extremo.
El afamado cirujano plástico hizo una pausa para esperar a que la enfermera terminara de retirar el vendaje que me cubría la cara.
—Antes de enfrentarse con su nuevo aspecto, me voy a permitir ofrecerle un consejo que siempre regalo a los pacientes que, como usted, se han sometido a una operación de… este tipo —dijo dudando en la definición—. El cerebro tarda un tiempito prudencial en asimilar la imagen que le devuelve el espejo, la cual no va a ser mejor ni peor que la anterior, pero sí muy diferente de la que su sesera reconoce como su cara desde que usted era solo un carajito. Es una vaina transitoria. No debe luchar contra ello, solo tiene que darle tiempo para que se habitúe a su nueva imagen. Recuerde que, detrás de su nueva imagen, está la misma persona con los mismos defectos y virtudes.
—Gracias —respondí pronunciando la letra ce con vehemencia en respuesta a su continua y pésima pronunciación de esta consonante como ese. Noté cierta tirantez en las mejillas al exagerar la vocalización.
—Otra cosita, señor Fumero. Tiene que ser muy pertinaz con el tratamiento posquirúrgico. Le certifico que, si sigue nuestras indicaciones al pie de la letra —recalcó—, la inflamación y las coloraciones en las zonas intervenidas desaparecerán en apenas unas semanas y recuperará por completo tanto la elasticidad como la sensibilidad de la piel en menos de un mes. Le prometo que, con tesón y un poco de paciencia, el asentamiento definitivo de los tejidos se producirá antes de que diga… «¡Cónchale vale!»[44] y pueda arrepentirse de haber tomado la decisión de modificar su rostro.
—No se preocupe, no tengo prisa alguna hasta el 6 de noviembre. Lo cumpliré rigurosamente —aseguré impaciente por conocer mi nuevo aspecto.
—Chévere. Enfermera, si es usted tan amable de acercarme el espejito…
El doctor Di Cecilia no se equivocaba. Contuve la respiración tratando de reconocerme, pero sonreí tras unos minutos. Mi metamorfosis había concluido.
Cuando me dejaron solo, volví a enfrentarme con mi nueva imagen e hice balance de los últimos meses.
Mi brillante pero inesperada huida de Praga me forzó a cambiar de planes. En vez de viajar en vuelo directo desde Berlín a Caracas, tuve que realizar un periplo que hubiera puesto los pelos de punta al mismísimo Ulises. Me vi obligado a cruzar aquel maldito bosque a pie hasta llegar al lado polaco evitando carreteras y poblaciones, alimentándome de comida enlatada, pasando calor por el día y frío por la noche. Fueron cuatro jornadas que pusieron a prueba mi resistencia y, sobre todo, mi pundonor. Anduve en dirección norte, pero sin alejarme demasiado de la frontera con Alemania, país en el que me siento como en casa. Sabía que debería cruzarla en cualquier momento, por lo que siempre llevaba un juego de documentación completa de esta nacionalidad. No me quedó más remedio que arriesgarme cuando el agua se terminó. Aparecí en Lesna[45] el 7 de agosto, donde permanecí durante dos días hasta que me vi con fuerzas renovadas para reemprender la marcha. Llegué a Görlitz, la ciudad más oriental de Alemania, en el estado de Sajonia, dentro de la piel de un autoestopista aventurero. Allí pasé tres semanas desapercibido entre sus casi sesenta mil habitantes, tiempo que empleé en recomponer mi espíritu. En la cercana Dresden, cogí un vuelo interno que me llevó a Frankfurt y, once horas más tarde, otro hasta París, desde donde cruzaría el Atlántico hasta la capital de Venezuela. El 3 de septiembre, me alojé en el hotel President y, al día siguiente, empecé con las consultas previas para completar mi particular metamorfosis. Superar todas esas dificultades hizo que me reafirmara en mis convicciones. Estaba hecho de un material especial, distinto al resto: madera noble.
En aquella clínica, no tenía muchas otras alternativas para combatir el aburrimiento además de la lectura, la música y el control de mis cuentas de Twitter. Hacía unos días que había superado los 650 000 followers y, dado el crecimiento exponencial de cada uno de los perfiles, consideraba más que posible alcanzar el millón de seguidores antes de finalizar el año. Cansado de navegar, resolví ponerme los auriculares y continuar con la sesión de Van Morrison de la que estaba disfrutando antes de que me interrumpieran el insigne doctor Di Cecilia y su obsesiva fragancia de Calvin Klein. Con una guitarra acústica y una leve percusión a ritmo de blues, arrancaba Into the Mystic.
We were born before the wind.
Also younger than the sun.
Ere the Bonnie boat was won as we sailed into the mystic.
Hark, now hear the sailors cry.
Smell the sea and feel the sky.
Let your soul and spirit fly into the mystic.
And when that fog horn blows, I will be coming home.
And when that fog horn blows, I want to hear it.
I don’t have to fear it!
I want to rock your gypsy soul.
Just like way back in the days of old.
Then, magnificently, we will float into the mystic.
Tras el prodigioso sonido del saxo, me zambullí en la segunda parte de Fausto, que estaba leyendo en alemán.
Sonreí de pura felicidad.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
17 de octubre de 2011, a las 09:29
Entró en las dependencias policiales con paso decidido. Sancho había dormido a pierna suelta y apenas tenía resaca a pesar de que había bebido bastante la noche anterior.
Desde que regresó a Valladolid, el inspector había eludido con originales evasivas las declaradas intenciones de Áxel Botello y Álvaro Peteira de sacarle de juerga. Pero nada pudo hacer la última noche para evitar la planificada invasión de su territorio doméstico. La operación dio comienzo a las ocho, cuando el enemigo completó una excelente maniobra de aproximación con la que consiguió apostarse a la puerta de su casa del barrio de Parquesol. Contaban con buenas piezas de artillería que apuntaban directamente a su salón: una botella de Jameson, otra de Beefeater y doce latas frías de Mahou. Ante tal demostración de fuerza, apenas hubo resistencia. Así, tras cruzar la frontera, el invasor tomó posiciones en el sofá sin moverse de él más que para avituallarse en la cocina y recargar sus baterías con más munición en forma de cubitos de hielo.
Sancho les puso al día de todo lo acontecido en los últimos meses: los casos de Trieste, el desenlace en Belgrado y su paso por la cárcel, así como la constitución y disolución del grupo para cazar a Augusto Ledesma. Álvaro Peteira y Áxel Botello pasaron de puntillas por el asesinato de su madre cuando detectaron que a su compañero se le humedecían los ojos y se le resquebrajaba la voz.
El cambio de look del inspector —rapado al cero con cuchilla y luciendo de nuevo una frondosa barba cobriza— fue objeto de bromas recurrentes hasta que, sobre las dos de la mañana, los invasores empezaron a dar las primeras señales de agotamiento. Sin embargo, el asedio no se levantó definitivamente hasta casi dos horas más tarde, momento en el que Sancho se metió en la cama repitiéndose una y otra vez la última frase con la que se había despedido de Botello y Peteira:
«Antes o después, aparecerá un cadáver en algún punto del planeta y allí estaremos para reanudar la caza». Se quedó dormido con una imagen congelada en su subconsciente: la de él mismo, inmóvil, con la mirada fija en el final de la calle Santo Domingo de Guzmán, tratando de dar un paso adelante y queriendo enfrentarse a sus recuerdos, a sus miedos.
Hacía ya veinte días que había vuelto a casa y no había hecho otra cosa en ese tiempo que tratar de ordenar las ideas. Necesitaba dar un nuevo objetivo a su vida, establecer un rumbo. En un plato de la balanza, puso la lenta y dolorosa digestión del asesinato de su madre, el amargo recuerdo de Martina, el de Carapocha y las víctimas que seguían engrosando el funesto glosario poético de Augusto; en el otro, la imagen de una vida distinta, más sencilla, de espaldas a la muerte: vida.
Cada mañana, el inspector sacaba la balanza y volvía a guardarla a los pocos segundos.
En comisaría, una voz amiga interrumpió sus reflexiones.
—¿El nuevo inspector en prácticas? —preguntó el agente Dani Navarro abordando a Sancho—. ¡Qué alegría verte de nuevo! —exclamó estrechándole efusivamente la mano.
—Hombre, muchas gracias. Solo he venido de visita, todavía me queda mucha excedencia por delante.
—Ya me contaron.
—¿Cómo trata la vida a un águila de presa? —inquirió el pelirrojo agarrándole del hombro—. Te veo en forma.
—No nos quejamos, aunque te juro que hay días que haría la maleta y me marcharía del país. Dentro de poco, estaremos todos en la calle, como en Grecia. En España, todos los problemas nacen y mueren en los funcionarios, y así nos va. En marzo, cuando lleguen los otros, verás cómo sacan la tijera para recortar donde siempre, de abajo, porque esos nunca miran hacia arriba. Los políticos se descojonan de nosotros, y la masa, borregos guiados por cuatro iluminados, arremetiendo contra todo y sin saber de nada.
—Si ya lo decía mi padre: ríete de lo de aquí abajo y manda a todo el mundo al carajo.
—Sí, lo que pasa es que nos dan pocos motivos para reírnos. En fin, no hablo más, que se me calienta el pico y, luego, me tachan de revolucionario. Y tú, ¿cómo lo llevas?
—Ya te conté cómo estaban las cosas en el funeral de mi madre, ¿no?
—Sí —respondió endureciendo el tono—, me contaste.
—El hijo de puta volvió a escabullirse en Praga. Le perdimos la pista a principios de agosto y no volvimos a saber de él. Toda la Interpol está buscándole, así que no creo que tardemos mucho en tener noticias. Entretanto, estoy tratando de ordenar las ideas y descansar. Hoy me he levantado muy tierno y he pensado en visitar a mis queridos compañeros.
—Sí señor, así se levanta un país —afirmó con ironía—. Por cierto, ¿vas a subir algún día a Pepe Rojo?
—Por supuesto, tengo mono de rugby.
—Espero que no sea mono de rugby del bueno, porque este año, con eso de la crisis, han hecho un equipo de andar por casa y ya hemos palmado dos partidos. Pero bueno, al menos nos hemos pasado por la piedra al VRAC en la segunda jornada ganándoles por un puntito, como a mí me gusta. Este domingo jugamos fuera, pero el siguiente viene Gernika —informó el agente Navarro.
Sancho no pudo evitar acordarse de Carapocha.
—Me lo anoto para ir contigo. ¿Sigues sentándote en la misma zona con el representante?
—Ahí seguimos.
—¿Te dije que me lo encontré en Trieste?
—Me lo contó él. A eso lo llamo una casualidad.
—A él y a su chica. Estuvimos charlando un rato.
—¡Coño, claro, Olga! También la conozco desde hace unos cuantos años.
Sancho se pasó la mano por el mentón reencontrándose con una espesura reconfortante.
—¿Y qué me cuentas del nuevo comisario? —quiso saber—. No me he quedado ni con su nombre.
—Herranz Alfageme, es complicado hasta de pronunciar. Se llama Carlos, creo, pero aquí ya le llamamos Copito —le informó atenuando la voz.
Sancho soltó una carcajada.
—¡Copito! —repitió.
—Es que no tiene color de piel. Es medio transparente.
—Intuyo quién ha sido el que le ha bautizado.
—Intuyes bien. Ya sabes cómo disfruto haciendo trajes a medida.
—¿Y qué tal es?
—Si te digo la verdad, me he cruzado tres veces con él y poco más. Dicen que es algo vinagre, pero que no es mal tipo, y las malas lenguas aseguran que ya ha tenido varios encontronazos con Travieso.
—Me va a gustar ese Copito. Pasaré a conocerle después de ver a la gente del Grupo. El día 30 nos vemos en Pepe Rojo y nos contamos más entre cachi y cachi.
—Me alegro de verte, Sancho. Cuídate.
—Lo haré.
El inspector no había dado tres pasos cuando sonó su móvil. Al ver el identificador de llamada, no pudo evitar esbozar una sonrisa. Hacía ya algunas semanas que no hablaba con la inspectora jefe Galo.
—Sancho —contestó.
—Buenos días, inspector.
—Lo son —confirmó—. Me pillas justo entrando por la puerta de comisaría. Creo que me va a venir muy bien el contacto con mis compañeros. ¿Cómo estás?
—Sto bene. Las cosas no han cambiado mucho por aquí. Noto a Padulano muy tenso, pero estar de nuevo en casa y ver a Sandro todas las tardes lo compensa todo.
—Ya me imagino.
—¿Cómo lo estás llevando, Sancho? —preguntó ella con un tono más profundo.
—Creo que bien. Me planteo esta etapa como un período de transición. Estoy tranquilo, aunque a la expectativa de recibir noticias. Por cierto, ¿has tenido alguna de Michelson?
—No, pero sé que cumplirá con el compromiso de avisarnos en cuanto surja alguna novedad en el caso.
—Sí, yo también creo lo mismo; a pesar de ello, no puedo evitar el impulso de seguir revolviendo papeles por aquí.
Una moderada carcajada sonó al otro lado de la línea.
—En estas tres semanas, habré revisado el expediente completo como unas diez veces. Te llamaba precisamente por eso.
—Vaya —interrumpió Sancho—, supuse que era porque me echabas de menos.
—Eso también —dijo sin pretender seguir con la broma.
Sancho tragó saliva y se pasó la mano por el cogote recién afeitado.
—Dime dónde puedo enviarte una copia, a ver si tú ves algo que se me haya escapado, y creo que sería bueno pedir a Ólafur que haga lo mismo. Si los tres compartimos toda la información que manejamos en nuestros territorios, tendremos una visión menos parcial de los hechos.
—Estoy contigo. Me parece una idea cojonuda.
—Cojonuda —repitió ella.
—Si te parece, yo me encargo de hablar con el islandés. Anota la dirección de mi casa para enviarme lo tuyo y yo haré lo propio contigo.
Tras hacerlo, la inspectora jefe Galo retomó la conversación:
—Sancho, hagamos un esfuerzo por mantener el contacto.
—No será un esfuerzo, te lo aseguro.
—Certo. Tengo que dejarte ahora. Que pases un buen día, inspector.
—Lo mismo digo.
—A presto.
—A presto —repitió él.
Sancho terminó de subir las escaleras arrastrando una sensación un tanto inquietante.
Antes de empujar la puerta de las dependencias del Grupo de Homicidios, se preguntó si eso que sentía en el estómago era lícito o no.
Le hubiera encantado tener arrestos para proponérselo.
Mercado Jan el-Jalili
El Cairo (Egipto)
27 de octubre de 2011, a las 13:20
En aquel momento, Erika no pensaba en otra cosa que en encontrar algún sitio donde tomarse una cerveza y leer con calma el ejemplar en inglés del Egypt Daily que llevaba bajo el brazo. No obstante, en plena temporada alta, con una temperatura que rozaba los treinta grados y en las proximidades de uno de los mercados más visitados del planeta no podía decirse que se dieran las condiciones más favorables para conseguirlo.
Llevaba tres semanas en Egipto, pero todavía no se había acostumbrado a las miradas cargadas de lascivia y desprecio de algunos hombres. Por ello, y para evitar posibles enfrentamientos, lucía un tosco pañuelo con el que tapaba su provocativo color de pelo y gafas oscuras para no llamar la atención. Por fin, divisó a una pareja de turistas que se levantaba de su mesa y se apresuró para no perder la oportunidad. Cuando el camarero tomó nota, le dedicó una mueca ceremoniosa a medio camino entre la cortesía y el desdén. Supo contener la reacción que le pedía su cuerpo.
Con las primeras caladas, se relajó y leyó la noticia que había localizado previamente en la sección de sucesos. El titular rezaba: «El empresario Sidi Ben Abdallah muere en un extraño accidente».
—Los accidentes ocurren —comentó expulsando el humo antes de seguir leyendo.
«El hecho ocurrió sobre las siete de la mañana en su residencia del céntrico barrio de Zamalek. Según las primeras investigaciones, el fatal acontecimiento podría explicarse por un fallo en el anclaje de la valla de su terraza cuando el empresario se encontraba regando las plantas».
—Hay que tener mucho cuidado con determinadas tareas del hogar a ciertas edades —apuntó Erika.
Continuó leyendo la noticia, en la que apenas se daban más detalles, centrándose en los relatos de los testigos de la fatal caída —regadera en mano—. Casi al final del artículo, se hacía mención al turbio pasado que salpicaba la vida de Sidi Ben Abdallah.
«El empresario tunecino se estableció en Egipto en el año 2004 después de verse obligado a salir de su país tras el juicio en el que se le señalaba como principal sospechoso de los asesinatos de dos homosexuales, acontecidos en los años 2000 y 2002. Durante el proceso, admitió que había mantenido relaciones sexuales consentidas con ambos, pero no se hallaron pruebas concluyentes contra él, por lo que fue absuelto y quedó en libertad sin cargos».
—Ego te absolvo —concluyó ofreciendo un brindis a la foto en blanco y negro del difunto.
Apenas había dejado la botella de Sakara Gold de 50 cl sobre la mesa cuando sonó su móvil.
Erika lo llevaba encima solo por el compromiso al que había llegado con Robert J. Michelson de estar siempre disponible. No esperaba ninguna llamada —y menos, desde España—, pero el corazón se le embaló cuando reconoció el número.
—Dígame —contestó endureciendo el tono.
—¿Erika Lopategui? —preguntó una voz de mujer.
—Voy a llamar inmediatamente a la policía —advirtió en español.
—¿Eres tú? —quiso saber la voz; esta vez, en alemán.
—Dígame quién es usted y qué demonios está haciendo en mi casa —exigió en el mismo idioma.
Erika notó que la respiración de su interlocutora se entrecortaba en un silencio prolongado ya de por sí bastante molesto.
—Voy a colgar para llamar a la policía. Si no sale usted de mi casa en un minuto, va a tener graves problemas —contestó Erika con tono amenazante.
—Necesito verte… en persona —expuso la voz de forma trémula.
—Y yo necesito saber qué coño hace en mi casa. ¿Cómo ha entrado? ¿Cómo ha conseguido mi número de teléfono?
Nuevamente, el silencio y el violento resuello.
—Erika…, por favor. Te lo explicaré todo en persona. Tenemos que vernos, dime dónde estás —le rogó.
—Ni lo sueñe, señora. Voy a colgar, le aconsejo que salga pitando de mi casa.
Sin embargo, había algo en esa voz que impedía a Erika terminar la llamada.
—Erika, la llave. He entrado con la llave que tu padre dejaba bajo la piedra del ficus. Soy…
Erika no se lo esperaba, había olvidado la existencia de aquella llave y eso la descolocó por completo.
—Amiga de tu padre —completó la mujer.
—¿Qué amiga?
—Una vieja amiga. Me he enterado de la muerte de Armando y debo contarte algo muy importante, algo que necesitas saber.
—Soy toda oídos —dijo aplastando el cigarro contra el cenicero.
—Por teléfono no. Lo entenderás cuando nos veamos. Por favor, Erika, no pretendo hacerte ningún daño. Solo quiero verte y… contártelo todo.
—Mire, señora, le aconsejo que salga cuanto antes de esa casa si realmente es usted una vieja amiga de mi padre. Puede estar en peligro, aunque también puede que sea amiguita de Augusto.
—No sé quién es Augusto —afirmó equivocadamente—. Erika, debes creerme.
—Dígame su nombre.
—Me llamo Magda Voosen.
—Nunca he oído a mi padre hablar de usted.
—Armando guardaba muchos secretos.
Erika se quitó el pañuelo y se pasó la mano por el pelo. Notó que el polvo en suspensión, omnipresente en El Cairo, hacía que sus dedos no se deslizaran entre los cabellos con la facilidad habitual.
—Dígame en qué número puedo localizarla. Me pondré en contacto con usted.
—Por supuesto, pero te ruego que no tardes.
—Necesito tiempo para pensar.
—Lo entiendo. Estoy alojada en el Palacio de Oriol, en Santurce. Supongo que lo recuerdas.
Erika tardó en reponerse de aquello. El Palacio de Oriol le evocaba muchos recuerdos de su infancia.
—Lo conozco. La llamaré en un par de días.
—Hasta pronto —se despidió cariñosamente la mujer.
Erika permaneció mirando el teléfono durante unos minutos como si fuera a encontrar en la pantalla la respuesta a alguno de los interrogantes que se estaba formulando.
Residencia de Connor Murphy, 32
Grove Park Drive (Dublín)
30 de octubre de 2011, a las 18:22
Se fijó en una que tenía forma de lata de judías, o eso le pareció.
Ólafur Olafsson caminaba con las manos en los bolsillos de la gabardina tras alimentar a la manada con cierta moderación. Ya casi no recordaba la cantidad de pubs que había en la ciudad ni la de sensaciones que tenía guardadas en el refrigerador de la memoria. Atravesando Poppintree Park, se dejó llevar por sus pensamientos y, sin apenas darse cuenta, se vio recorriendo unas calles que le resultaron dolorosamente familiares. Forzó la vista para asegurarse de que estaba en la dirección correcta.
Habían pasado más de veinte años desde la última vez que estuvo en casa de los Murphy, los mismos que llevaba sin ver a su antiguo compañero Connor. Carraspeó antes de tocar el timbre y se desabotonó la gabardina. A pesar de las bajas temperaturas que reinaban en la capital irlandesa, el comisario no podía despojarse de aquella asfixiante sensación. El corazón le golpeó con fuerza cuando escuchó unos pasos al otro lado de la puerta.
—¡Santo Dios, Ólafur! ¡Santo Dios! No te quedes ahí parado, entra de una vez —le dijo Leena antes de darle un abrazo de bienvenida—. Estás muy cambiado.
—Te agradezco el cumplido, Leena, ya sé que tengo un aspecto horrible. Tú, sin embargo, estás estupenda.
—Vamos, pasa a la sala, no te quedes ahí. Te has adelantado. Connor estará a punto de llegar —le informó acelerada—. No sabes cuánto me alegro de que hayáis decidido tener este encuentro de una vez por todas.
El comisario notó que se le secaba la garganta y decidió no pronunciar palabra. Ella había engordado algunos kilos, pero le seguía pareciendo una mujer atractiva de facciones delicadas y curvas pronunciadas.
—Siéntate. ¿Qué quieres tomar? ¿Cerveza?
—Cerveza.
—¿Sigues aborreciendo la Guinness? —preguntó ella desde la cocina.
—Ya no aborrezco nada que se pueda beber, pero te lo agradecería si tienes otra.
—¿Qué ha pasado, Ólafur? —quiso saber Leena mientras le servía la Kilkenny en un vaso de pinta.
—Sigues prefiriendo caminar por un lago helado antes que rodearlo, ¿eh? —observó él.
—Andando por las ramas solo consigues caerte. Connor me ha contado algo, pero me gustaría oírlo de tus labios. Lo último que supe es que habías vuelto a Islandia.
—A Islandia, sí —confirmó con aire melancólico antes de probar la cerveza tostada—. Traté de rehacer mi vida lejos de todo cuando Sinéad me dejó, pero lo único que conseguí fue deshacerla aún más —reconoció el comisario quitándose la espuma del bigote con el dorso de la mano.
—Siento mucho que lo vuestro no cuajara. Sigues en el cuerpo, ¿no?
—Sigo. Es lo único que me mantiene vivo.
—Eres igual que Connor. Los dos sois bastante estúpidos, entregados en cuerpo y alma a la defensa de la ley y el orden. Maldita sea, Ólafur.
El comisario no supo qué replicar y decidió regalar otra suculenta tajada a la jauría.
—Connor me ha comentado que tienes problemas con…
—¿El alcohol? —completó—. No sé si es el problema o la solución, pero no se equivoca si lo que te ha dicho es que bebo mucho.
A Leena le hubiera gustado reprender a Ólafur, pero algo le dijo que no tenía mucho sentido hacerlo.
—Bueno, ya he hablado demasiado. Ahora, cuéntame tú. Sé que Connor ingresó en la Royal Navy y que sigues al frente de la familia.
—Al frente de una familia a la que ni veo ni de la que disfruto. Mi hijo apenas puede visitarnos y mi marido está más casado con la Interpol que conmigo —añadió con sincera acidez—. Fíjate si seré tonta que le animé a aceptar ese puesto creyendo que pasaríamos más tiempo juntos.
—Ya. Más tiempo. A veces pedimos a la vida más de lo que somos capaces de conseguir por nosotros mismos —opinó el islandés—. Yo ya he dejado de pedirle nada para evitar arremeter contra ella en determinados momentos.
El sonido de la puerta provocó un silencio perturbador.
Connor se quedó parado con el abrigo colgado en el brazo y el semblante algo compungido.
Ólafur Olafsson permaneció inmóvil, sentado como si estuviera posando para ser inmortalizado al óleo.
—¡Dios bendito! —intervino Leena—. ¿Es que ninguno va a decir nada?
El islandés reaccionó primero incorporándose de la silla. Segundos después, Connor dio tres pasos en su dirección e intercambiaron algunos golpes en la espalda como anticipo de un abrazo que ambos dilataron por esconderse de la mirada del otro. A Leena no le importó en absoluto que algunas lágrimas resbalaran por sus mejillas.
Tras unos minutos iniciales en los que tanto anfitrión como invitado intercambiaron comentarios superficiales con temas intrascendentes, Leena terció haciendo gala de su inexistente sutileza irlandesa.
—Muchachos, os abandono para que podáis dejar las conversaciones de puerta de iglesia. Si necesitáis algo, estaré en la cocina con la antena puesta.
Connor se levantó para besarla en los labios.
—Leena es estupenda, no te la mereces —se arrancó el islandés con cierta sorna.
—Lo sé, pero sigo sin ser capaz de soltar el lastre de mi vida profesional.
—Tendrás que hacerlo o tú mismo te convertirás en lastre.
—Deberíamos aprender de su franqueza —observó Connor con expresión acorazada—. Creo que te debo una disculpa.
—No me parece que sea necesario —objetó el islandés.
—A mí sí. Escúchame aunque solo sean dos minutos, te lo ruego.
Ólafur Olafsson asintió.
—Creí que no saldría de aquella cuando me cogieron; de hecho, habrían terminado conmigo con total seguridad si no hubiera sido por el alto el fuego. No obstante, tengo que confesarte que no dejé de buscar personas a las que culpar por mi sufrimiento durante esos casi cuatro meses de encierro. Hasta en el Sinn Féin[46] sabían que yo había estado en esa taberna y que…, en fin, que ocurrió lo que ocurrió.
—Ya. Sé muy bien lo que sucedió allí dentro, Connor.
—¡No, maldita sea! ¡Solo sabes lo que yo os dije! Estaba cagado de miedo. ¿Te acuerdas de la historia que nos contó el capitán O’Grady?
Su invitado asintió antes de apurar la pinta.
—Yo estaba obsesionado con la posibilidad de que todo fuera una trampa y que termináramos saltando por los aires como aquellos militares. Estaba obsesionado, ¿recuerdas?
El comisario asintió.
—En cuanto llegamos —continuó Connor Murphy—, me invadió un mal presentimiento, pero no quise decirte nada. Te hubieras partido el culo de risa. La cosa se puso fea enseguida. Parte del equipo estabais desalojando el local mientras que Mike, Patrick y yo buscábamos armas y explosivos en la trastienda y la bodega. Recuerdo que había mucho ruido en el exterior, gritos…, todo era confusión. Yo tenía el pulso a doscientos y no me lo pensé cuando le vi aparecer por mi lado derecho. Apreté el gatillo sin más. La ráfaga impactó de lleno en su pecho y cayó contra una estantería. Acto seguido, me acerqué y deseé no haber nacido cuando me di cuenta de que tan solo era un niño tratando de escapar de allí. Necesito que me creas. Ojalá la tierra me hubiera tragado en aquel momento.
Ólafur Olafsson le miraba confuso.
—¿Qué quieres decir, Connor?
—¡Dios santo! ¿Necesitas que te lo telegrafíe? —preguntó con tono enérgico, pero sin elevar demasiado la voz por miedo a que Leena le oyera—. No llevaba nada en la mano. Nada. ¿Entiendes? Disparé sin más. Luego, vi la lata en el suelo y me inventé la historia.
—Entiendo.
El miembro del Comité Ejecutivo de la Interpol se agarró la cabeza con fuerza, como si quisiera reventársela.
—Le arrebaté la vida a ese chaval y en lo único que pensaba era en salvar mi pellejo.
—Obraste mal, pero te has equivocado de persona si buscas a alguien para que te condene o absuelva de tus pecados.
—No necesito nada de eso. Hace años que tengo asumida mi penitencia; te lo cuento porque fue en ese preciso instante cuando todo cambió para mí —continuó—. Éramos uña y carne, tú y yo contra toda aquella locura. ¿Te acuerdas? Tú y yo, intocables. Hasta que conociste a Sinéad y empezamos a ver las cosas de distinta forma. Esa chica te abrió la mente, pero yo no podía entenderlo, porque estábamos en plena guerra.
—Fueron años confusos.
—No para mí. Yo solo tenía un cometido en la vida: luchar contra el IRA. ¡Qué ignorante! —exclamó negando con la cabeza—. Estaba tan cegado por el odio que caí en la trampa como un niño. Seguí un chivatazo de una fuente no contrastada y terminé con mis huesos en un agujero de dos por dos. Ciento dieciocho días con todas sus noches. ¡Dios bendito! Perdí la noción del tiempo. Me despertaban solo para interrogarme y darme palizas. Prácticamente no veo con el ojo derecho desde entonces. Te aseguro que si hubiera tenido cualquier cosa interesante que decirles, lo habría soltado sin pestañear con tal de salir de allí. Nadie está preparado para aguantar algo así, y yo te culpaba por no haber estado a mi lado. Abandonado a mi suerte. Abandonado por Dios, abandonado por el Cuerpo, abandonado por mi mejor amigo. Ahora sé que estaba equivocado, pero te odié tanto como a mis captores durante muchos años.
El comisario Olafsson tragó saliva antes de aclararse la garganta.
—Me dediqué a buscarte tras enterarme de tu secuestro, pero ellos ya habían empezado a trabajar en células independientes y no había forma de encontrar nada que me llevara hasta ti. Recorrí cientos de sitios con la esperanza de encontrarte hasta que llegó el inesperado alto el fuego de septiembre. No quisiste verme hasta que me planté aquí el 30 de octubre de 1994. El 30 de octubre de 1994 —reiteró.
—¡Santo cielo! Hoy hace diecisiete años ¿Cómo olvidarlo? —dijo Connor frotándose la cara.
—Tu aspecto era horrible, pero lo que más me impresionó fue tu mirada cargada de odio. Ese día supe que nuestra amistad había terminado.
—Ólafur, tienes que perdonarme.
—Aquí estoy, amigo. Brindemos.
Justo entonces, Leena apareció con más cerveza y los tres se enfrascaron en la búsqueda y captura de los buenos momentos vividos. Llegados a un punto, Connor Murphy cambió de tema.
—Por cierto, por cierto, casi lo olvido. Me enteré de que el dispositivo que se montó en Dinamarca fue más parecido a un circo y que, finalmente, el sospechoso se escapó. He estado demasiado absorbido por la maldita Asamblea General y no sé más. Ponme al día, por favor.
—Hay más, y mucho me temo que seguirá habiendo más —respondió quitándose las gafas para apretarse los lacrimales—. El tipo pasó por España y asesinó a la madre del inspector de Homicidios de Valladolid, que es la ciudad en la que empezó a matar. Está vengándose —precisó.
—¡Dios bendito! —exclamó Leena—. ¡A su madre!
—No voy a daros detalles por no estropear la velada. Luego, sabemos que fue a Praga, donde mató a un anciano en la tumba de Kafka y, después, se llevó otras tres vidas más por delante en su huida antes de esfumarse en unos bosques situados al norte del país. Estuvimos buscándole durante algunas semanas sin resultado alguno. No sabemos si sigue allí o si consiguió salir de la República Checa. Estamos francamente desconcertados y abatidos.
—Ólafur, todavía no sé por qué hablas en plural.
—Ya. En plural, claro. La Interpol creó un grupo de investigación formado por los desgraciados a quienes nos ha tocado sufrir a este monstruo: el ya mencionado policía de Valladolid, una inspectora de Trieste y un servidor. Al final, se nos unió una chica que resultó ser la hija del psicólogo que trataba a Augusto Ledesma, que así se llama el tipo. Es una historia demasiado larga para que os la pueda contar habiéndome bebido mi peso en cerveza.
—¡Pero si estás escuálido! ¡Mira qué cara tienes! Si te afeitaras ese bigote, parecerías una calavera con gafas —aseguró ella.
—¿Un grupo? —preguntó Connor—. No tengo constancia de que se haya formado ningún grupo interpolicial de investigación.
—Pues te aseguro que existe y te digo más: no está disuelto. Hemos acordado seguir investigando desde nuestros respectivos territorios y compartir toda la información que obtengamos en reuniones periódicas que mantendremos hasta que agarremos al asesino.
—¿Y se puede saber quién está al mando de ese grupo?
—Robert J. Michelson, supongo que le conoces.
—Debí haberlo imaginado, claro. ¿Quién si no? —dijo dejando la botella sobre la mesa—. ¡Santo Dios! Las actividades de la ISUF se nos escapan de las manos. Su eficacia no justifica sus procedimientos.
El comisario Olafsson frunció el ceño.
—¿Recuerdas a Peter Andrew Beatty? —preguntó Connor.
—El viejo Pete, por supuesto. ¿Qué fue de él?
—Se retiró hace años, pero siempre recordaré las dos advertencias que me hizo cuando entré en la Interpol: no te acerques a Liam Maclean y aléjate de Robert J. Michelson. Nunca le pregunté por qué, pero le hice caso. Posteriormente, escuché algunas historias sobre él, pero no presté ninguna atención porque raro era el que, allí dentro, no tenía un pasado turbio que ocultar.
—A mí no me ha causado mala impresión. Es cierto que parece un tipo con el ego muy alimentado por sus éxitos, pero entiendo que eso es normal hasta cierto punto.
—No sé, Ólafur, yo solo puedo trasladarte el consejo de Pete: mantente alejado de él.
—Bueno, muchachos —intervino Leena intencionadamente—, va siendo hora de que metáis algo consistente en el estómago. He preparado un boxty[47] que va a hacer que se os salten las lágrimas.
—Eres un cielo —le dijo Connor agarrándola por la cintura.
—Lo sé —admitió ella.