Hospital de Cadaqués (Girona)
1 de agosto de 2011, a las 12:55
Tan alterado como inmóvil, el señor Heinmann aguardaba en la puerta de la habitación 219 a que un celador fuera a buscarle para abandonar definitivamente aquel maldito hospital.
Tenía la cara hinchada y parcialmente amoratada tras sufrir un auténtico calvario durante la jornada del domingo. Lo primero que hizo el señor Heinmann cuando volvió en sí y reunió las fuerzas necesarias tras la paliza que le propinara Andreu Ventura, fue pedir que buscaran entre sus pertenencias el documento que la perra judía le había obligado a firmar. No lo encontró, pero supo digerir la mala noticia al percatarse de que nada tendría validez estando en el mundo de los vivos, y se congratuló de haber burlado a sus perseguidores una vez más. Algo más tarde, un hombre que debía ostentar un cargo público de altos vuelos en el Departamento de Sanidad y Seguridad Social de la Administración catalana se presentó en su habitación. Le pidió disculpas formales por lo sucedido y se comprometió a abrir una investigación para sacar a la luz los detalles de unos hechos que, en palabras del político, rozaban lo dantesco. El señor Heinmann apenas tenía vagos recuerdos de lo sucedido y se limitó a escuchar asintiendo con la cabeza mientras dejaba que su mente trabajara. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué había pretendido? ¿Estaba comprometida su identidad?
Y, sobre todo, ¿por qué no estaba muerto? No encontraron ni rastro de cianuro en los análisis de orina, pero sí una sustancia que se usaba habitualmente como anestésico local. Albergaba la esperanza de que todo hubiera sido una broma macabra, aunque su sentido común le decía que había pocas posibilidades de que aquello se explicara desde el humor. El tiempo pasaba muy despacio postrado en la cama de hospital, pero debía esperar hasta el lunes para verificar que todo estaba en orden. La noche fue aún peor. No conseguía dormirse y los dolores, lejos de ir desapareciendo, se habían extendido y hecho dueños de cada una de sus fibras musculares y huesos. Sin embargo, a pesar de su maltrecho estado físico, la incertidumbre era el mayor suplicio. Necesitaba salir de allí y despejar aquellos interrogantes que no dejaban de revolotear en su cabeza. Sobre las cuatro de la madrugada, le venció el sueño y, apenas tres horas más tarde, una enfermera entró en la habitación para darle el desayuno. No probó bocado en su empeño por devorar uno a uno los segundos de espera hasta que llegó el médico para examinarle.
Su primer diagnóstico aconsejaba que permaneciese en observación al menos otras veinticuatro horas, pero terminó cediendo ante las amenazas del paciente de airear el caso en los medios de comunicación locales, regionales, nacionales e internacionales. Acto seguido, hizo una llamada a la señora Baum y, tras resumirle todo lo sucedido, le ordenó que se encargara de avisar a la agencia para que le enviara un chófer al hospital de inmediato. A duras penas, consiguió asearse y vestirse con el atuendo de gala con el que había acudido a la cena de despedida de El Bulli.
—Dese prisa, no dispongo de toda la mañana —pudo pronunciar el anciano a encía desnuda.
El celador, que era conocedor de lo sucedido al igual que el resto de la plantilla del hospital, tuvo que tragarse la carcajada antes de empezar a empujar la silla de ruedas.
Oficina Central Nacional de la Interpol
en la República Checa (Praga)
El inspector Olafsson miraba a través de la ventana con las manos metidas en los bolsillos.
Buscaba parecidos en el cielo, pero no divisó ninguna que le llamara la atención. Se ajustó las gafas y se tragó la pastilla para el estómago.
—¿A qué hora dijo Michelson que aterrizaba? —preguntó sin girarse.
—Hace cuarenta minutos —respondió la inspectora jefe Galo mirando su reloj.
El islandés carraspeó antes de darse la vuelta.
—Ya. Cuarenta minutos. ¿Qué sabes de Sancho?
—Hablé con él después del funeral. Se le notaba… cabreado.
—Cabreado —repitió—. Eso es bueno. ¿Te contó qué intenciones tenía?
—No le pregunté por eso. Solo le llamé para saber cómo estaba. Hablé apenas dos minutos con él.
—Es el que mejor le conoce de todos nosotros.
Gracia asintió levemente.
—Necesito saber algo. Espero que no te sientas ofendida, pero…
—No —se anticipó—. Entre nosotros no hay nada más que una buena relación profesional.
—No, eso no es asunto mío —respondió el comisario—. Quería tu opinión sobre si conviene, o no, que se incorpore al grupo; es decir, ¿crees que será capaz de aislarse del odio?
Gracia tragó saliva para digerir su imprudencia.
—No me cabe ninguna duda —certificó.
—Me alegro, porque vamos a necesitarle para atrapar a ese cabrón. Y tú ¿cómo te sientes?
—Con ganas de que todo esto termine.
Michelson irrumpió en la sala arrastrando una pequeña maleta y enormes muestras de agotamiento. Saludó a los presentes con tono distendido.
—Buenos días —contestó Gracia Galo estrechándole la mano.
Acto seguido, Ólafur Olafsson hizo lo propio.
—Disculpen por la espera. Tenemos novedades; debo ver a un colega, pero nos vamos de inmediato. Les informo por el camino.
—¿Consiguió hablar con el inspector Sancho? —preguntó Gracia Galo algo apresurada.
—Sí, así es.
La inspectora jefe sostuvo su mirada a la expectativa.
—Podrá preguntárselo directamente, nos espera en el coche.
Sucursal del Deutsche Bank en Roses (Girona)
—Ahora mismo le atiende la directora, señor Heinmann —le informó el interventor.
Nunca había tenido que tratar directamente con la señora Fuster. Detestaba sentarse ante una mujer para hablar de negocios, y era muy consciente de que sus palabras sonaban ridículas al pronunciarlas sin dentadura. Tal circunstancia no hizo sino avivar su colérico estado y, cuando entró en su despacho, ordenó salir al chófer con un ademán altivo y desdeñoso.
—Espero que se encuentre usted mejor de esa caída —dijo ella con voz dulce y tono de locutora de radio en cuanto cerró la puerta—. Ya nos han contado esta mañana.
Albert Heinmann frunció el ceño sintiendo cómo cientos de miles de pinchazos se propagaban por los músculos de su cara, muchos menos que los aguijonazos que le provocó la aversión que sentía hacia la directora.
—Lamentamos profundamente que haya decidido marcharse de España, ha sido un placer trabajar con usted durante todos estos años —continuó la directora.
—No tengo la menor idea de lo que me está hablando —intentó pronunciar el viejo atropelladamente.
La directora Fuster no ocultó su desconcierto.
—Su hombre de confianza, el señor Giollo, se ha personado en la oficina esta misma mañana para contarnos lo sucedido y nos ha entregado el poder firmado por usted.
—El poder —repitió—. ¡¿De qué demonios me está hablando?! —gritó visiblemente alterado.
—Le ruego que se tranquilice, señor Heinmann —le exhortó endureciendo el tono al tiempo que trataba de limpiar los restos de saliva de su cliente que habían impactado contra la mesa—. Como le decía, el señor Giollo nos ha entregado un poder notarial firmado por usted por el cual se anula el límite operacional que figuraba en el anterior. Como es habitual —continuó la directora Fuster—, hemos comprobado la firma. No hay duda alguna.
—¡¡No!! Yo no he firmado ningún po…
No terminó la frase. Las imágenes de su testaferro falsamente degollado y la de él mismo estampando su firma en una segunda hoja que no había leído le hicieron palidecer por completo.
Tembloroso, buscó su móvil en el bolsillo interior de la chaqueta. Lo sacó, pero fue incapaz de hacer nada más que mirarlo fijamente. Notó que le empezaba a faltar el aire.
—Señor Heinmann, tranquilícese, por favor. ¿Le puedo ayudar?
—Póngame con la notaría Pons Cervera —tartamudeó—. Inmediatamente.
Aquellos breves instantes de espera transcurrieron horriblemente despacio para el anciano. Le pasaron tantas cosas por la cabeza que no se dio cuenta de que el corazón le latía a un ritmo frenético, como cuando esperaba las distintas reacciones de sus pacientes tras inyectarles aquellos compuestos químicos.
—Aquí tiene —dijo la directora pasándole el aparato.
Tras confirmarle que, a las nueve de la mañana en punto, Lorenzo Giollo había hecho entrega del documento que ellos mismos habían redactado la semana anterior y que, una vez validada la firma, se lo devolvieron y se marchó, encajó la última pieza que le faltaba.
Colgó el teléfono sin despedirse.
—Por favor, compruebe el estado de mis cuentas —pidió el anciano desalentado intentando secarse el sudor de la frente.
—Enseguida.
—En la cuenta corriente, no se ha registrado ningún movimiento desde el pasado lunes día 25 de…
—¡¡La otra!! —interrumpió—. ¡Compruebe la otra, mujer!
A Amaia Fuster le saltó el tic en el párpado izquierdo, ese que solo le sobrevenía cuando estaba a punto de sobrepasar los límites de la paciencia que su cargo exigía en la entidad bancaria.
—La otra, por supuesto —contestó ella entre dientes.
El tiempo se detuvo y la sangre dejó de circular durante unos segundos por las venas de aquel anciano siniestro.
—Tampoco registra ningún movimiento —aseguró mirando al monitor.
—¿Cómo? ¿Está usted segura?
—Muy segura, señor Heinmann —recalcó.
Estuvo a punto de romper a llorar de la emoción que le embargaba. Era como si hubiese vuelto a nacer. Mientras trataba de secar la humedad que se acumulaba en el cuello, su móvil empezó a vibrar encima de la mesa. Era Lorenzo Giollo.
—¡Maldito italiano, sucio traidor, muerto de hambre, hijo de…!
—Señor Heim —le cortó una voz femenina que reconoció de inmediato.
—Eres tú…, la judía estafadora. ¡Sucia perra! —gritó.
—Soy yo, pero no soy judía, ni cristiana, ni musulmana… Podré ser una estafadora, pero no una asesina como usted. Lamento haberle estropeado la cena. ¿Le gustó volver a la vida? ¿Le sentó bien el sueñecito? Espero que sí.
—Acabaré contigo y con ese gordo comemierda —se le ocurrió decir.
—Nos hemos hecho buenos amigos, ¿sabe? Le había juzgado mal. Aquí le tengo, a mi lado. Vivito y coleando. ¡Menudo susto se ha llevado!, ¿eh?
—La jugada os ha salido mal y ya es tarde, voy a vaciar mis cuentas en este mismo instante.
—¿Vaciar? Esa es precisamente la palabra. Por favor, no pierda detalle de lo que va a suceder en esa pantalla en tres, dos, uno… ¡Plof! Vacía.
Aribert Heim estiró el cuello con un movimiento fugaz, impropio de su edad. La directora giró el monitor del ordenador para que pudiera verlo.
Todo seguía igual, allí estaban los 1 367 980,58 euros.
El alemán se arrancó con una carcajada que fue aumentando en intensidad hasta que tuvo que detenerse para coger aire y no asfixiarse. Amaia Fuster, absolutamente intrigada, temió seriamente por la vida de su cliente.
—Señor Heim, ¿sigue usted ahí?
—Aquí sigo, y mi dinero también. ¡Hija de perra!
—Claro. Hágame el favor de decir a la señora directora que refresque el navegador o, mejor, apriete usted mismo el botón F5. Está en la primera fila del teclado.
El viejo estiró el brazo y, tras localizarla, apretó la tecla con el dedo índice.
—¡Plof! —repitió Erika—. El Centro Simon Wiesenthal le agradece tan generosa aportación.
Cero euros en la última línea de la pantalla.
La directora Fuster movió el ratón e hizo algunas comprobaciones. Aribert Heim seguía sin despegar los ojos de la pantalla.
—Acaban de ordenar una transferencia por Internet —le informó con voz átona, como quien anuncia las ofertas del día.
—¡Anúlela inmediatamente! —vociferó—. ¡¡Anúlela!!, ¡¡anúlela!!, ¡¡anúlela!! —repitió hasta que agotó la saliva de su boca.
—Señor Heinmann, no toleraré que levante la voz en mi despacho. Si vuelve a hacerlo, me veré obligada a pedirle que se marche —le advirtió ella con firmeza.
—Anule esa… transferencia —respondió bajando el tono y agarrándose el brazo izquierdo con fuerza.
—No es posible, señor, ha sido ordenada por el cliente y solamente él puede anularla con las claves que le han sido facilitadas esta mañana para operar por Internet.
—A-nu-le e-sa trans-fe-ren-cia —dijo cogiendo aire y soltándolo entre sílaba y sílaba.
—Señor Heinmann, tiene que tranquilizarse. Está muy alterado.
El viejo se encogió en la silla como si hubiera recibido un disparo en el pecho. Mantenía un rictus de asustada serenidad difícil de evaluar.
—Señor Heinmann, ¿se encuentra usted bien? ¿Señor Heinmann?
Cuando el corazón le dejó de latir, Aribert Heim[33] seguía con los ojos muy abiertos, clavados en la pantalla, como si el ordenador le hubiera absorbido la vida.
Oficina Postal Central de Praga
Calle Jindrisska, 14
Únicamente Robert J. Michelson habló durante el trayecto. La pista de las tintas especiales les había llevado a un apartado de correos a nombre de Rodión Románovich Raskólnikov. También sabían que se había registrado en el hotel Rezidence Lundborg con el mismo nombre, y en él permaneció las noches del 22 al 24 de mayo. La cámara de seguridad de la oficina postal había grabado a Augusto Ledesma en dos ocasiones: el 28 de mayo, al contratar el apartado, y el 21 de junio, día en el que volvió para recoger el envío de las tintas. El pago se había hecho en efectivo en ambos casos, por lo que no había forma de rastrear el dinero.
El inspector Sancho y la inspectora jefe Galo iban en los asientos de atrás y se dijeron todo lo que quisieron sin pronunciar palabra alguna. Una palmada de ella en el muslo y una difuminada sonrisa como respuesta fueron más que suficientes.
—Señores —dijo Michelson antes de apagar el motor—, vamos a ver la cara de nuestro prófugo.
Efectivamente, la cámara había captado unas imágenes excelentes.
Podían distinguirse perfectamente todos los rasgos faciales en la que tenían congelada en aquel momento: rostro cuadrado, cejas finas y curvas, ojos oscuros y redondos, nariz gruesa con el tabique ligeramente desviado, boca grande y labios carnosos, mandíbula ancha.
A Sancho le recorrió un escalofrío por la espalda y apretó los dientes. El inspector Olafsson no despegaba la mirada de la pantalla memorizando cada mínimo detalle. Gracia Galo rompió el silencio:
—Tenemos que empapelar Praga con su foto y controlar todas las entradas y salidas de la ciudad para evitar que escape.
—Eso no será sencillo, las autoridades locales suelen ser muy reticentes a generar alarma social —repuso el de la Interpol.
—Lo entiendo. Además, no tenemos la certeza de que todavía esté aquí, en Praga —completó Sancho.
—No, no la tenemos, pero es nuestra obligación comprobarlo —aseveró Michelson.
—Yo sé por dónde empezar a buscar —afirmó el pelirrojo—. Necesitamos a alguien que conozca bien la ciudad.
Michelson sonrió.
—Tengo al guía perfecto.