Residencia de Lorenzo Giollo
Calella de Palafrugell (Girona)
27 de julio de 2011, a las 07:05
No consiguió que reaccionara con el primer vaso de agua y, si no estuviera respirando lenta y pausadamente, pensaría que se había pasado con la dosis.
Desnudo era un ser mucho más repulsivo que ataviado con su uniforme de conquistador nocturno. Erika no soportaba a los hombres «de pelo en pecho», y aquel italiano no tenía un centímetro cuadrado de su tostada piel mediterránea que no estuviera recubierto de pelo.
El siguiente vaso sí funcionó.
Lorenzo Giollo intentó levantarse de su sofá de masaje tapizado con cuero negro. No tardó más de dos segundos en darse cuenta de que esa no era una buena idea. Sobre todo, si quería conservar sus genitales.
—Es hilo de pescar. Fino y resistente —le informó Erika.
Lorenzo tenía los brazos bien amarrados a los arcos diseñados para descargar de tensión las extremidades superiores con cualquiera de los cinco programas de distinta intensidad. Sus piernas estaban separadas, algo elevadas y atadas a los hierros que conformaban el armazón de ese fabuloso artilugio fabricado para el relax y el confort, aunque el italiano lo percibiera como un potro de tortura en aquel momento. Su postura se asemejaba a la de una embarazada en el paritorio: expuesta. No obstante, el elemento clave y que más le preocupaba era ese hilo que rodeaba sus testículos con un nudo corredizo. Un extremo estaba unido al reposapiés de tal forma que, si este descendía, se tensaría estrechando dramáticamente el lazo que oprimía su aparato reproductor.
El simple hecho de verse en tal situación hizo que se le saltaran las lágrimas. Su gimoteo era casi imperceptible por el efecto amortiguador de la venda elástica que le tapaba la boca. A pesar de ello, se hizo evidente gracias a la sustancia viscosa y transparente que empezó a escapar por sus fosas nasales.
Erika tuvo que reprimir sus ganas de vomitarle encima y mantuvo una expresión neutra.
—Esto puede acabar en unos minutos o puedo hacer que sea eterno, depende de ti. Voy a quitarte la venda para que puedas hablar, pero si lo haces sin que yo te pregunte o levantas un poco la voz, apretaré este botón hasta que vea tus peludas pelotas rebotando por la alfombra.
Lorenzo dejó de temblar cuando Erika tiró de la venda elástica con toda la intención. Cuando la arrojó al suelo, comprobó que los trozos de perilla que le faltaban en la cara estaban en el adhesivo.
El italiano ahogó el alarido en su garganta de forma espartana.
—Te resumo la situación —continuó hablando Erika—. Llevo unos días siguiéndote. Sabía que los miércoles y los viernes sueles acudir a tu territorio de caza, ese garito de incautas solteras de desahogada situación económica, en busca de aventuras. Te confieso que me avergüenzo de mi condición sexual con solo pensar que alguna mujer querría acostarse contigo. ¿En serio pensaste que iba a dejar que me pusieras tus sucias manos encima? Ni una vuelta al mundo en tu maldito velero bañada en el mejor champán pagaría un minuto en la cama contigo, cerdo asqueroso. Perdona, tenía que decírtelo o estallaba. Como ya habrás deducido, puse en el vino este polvo blanco: pastillas de Orfidal bien machacadas. Como tiene algo de sabor, preferí hacerlo poco a poco para que no lo notaras, de ahí que me interesara tanto tu estúpida conversación monotemática sobre Ferrari, sus modelos deportivos y la jodida Fórmula Uno. Sinceramente, poco me importa que Fernando Alonso quedara tercero en Silverstone y cuarto en Alemania.
Lorenzo se molestó por el último comentario y quiso expresarse girando la cabeza y escupiendo en el suelo.
—¿Dónde están tus exquisitos modales de anoche? —dijo Erika antes de apretar el botón.
El motor del sofá apenas emitía sonido alguno.
Cuando el hilo empezó a tensarse, las facciones de Lorenzo se desencajaron conformando un retrato cubista; una perfecta caricatura acromática del horror. Erika detuvo el mecanismo justo antes de que el hilo empezara a desgarrar la bolsa escrotal, inmediatamente después de que Lorenzo perdiera el control de su esfínter.
—No habrá una próxima vez.
Lorenzo seguía pálido y sudoroso, pero logró asentir con la cabeza.
—Estupendo. He puesto patas arriba este lujoso apartamento mientras dormías. No puedo creer que la policía no encontrara estos documentos cuando te investigó en 2005; no estaban tan bien escondidos. Llevas casi una década siendo el testaferro de un monstruo, alimentando su patrimonio de más de un millón de euros. Todo esto —indicó girando trescientos sesenta grados— lo has pagado con la sangre de sus víctimas. No sé cómo puedes levantarte cada mañana. Debería abrirte las venas y cronometrar el tiempo que tardas en desangrarte, como él hacía con sus prisioneros, o dejarte aquí atado esperando a que mueras de inanición. Sin embargo, te voy a dar la oportunidad de redimirte contestándome a las preguntas que voy a hacerte. Sé que aún está vivo por esas cantidades periódicas que desvías desde esta cuenta —señaló con el índice en el extracto bancario—. No trates de decirme que murió hace años en El Cairo como habéis hecho creer a las autoridades alemanas y a los israelíes. Quiero que tengas presente que cumpliré mi palabra, no tendrás otra oportunidad —afirmó con tono adusto—. ¿Estás preparado?
Lorenzo no movió ni un músculo a pesar de esa incomodidad gelatinosa que podía notar entre sus nalgas.
—¿Dónde se esconde Aribert Heim?
—Roses —balbuceó.
—¿Dónde? —inquirió de nuevo tratando de leer en unos ojos rebosantes de temor.
—¡En Roses! El viejo está en Roses. Tiene alquilado un chalé individual por el que hago un ingreso al propietario de 930 euros al mes.
—Efectivamente, aquí está reflejado. Dime, ¿a qué corresponde el resto de los movimientos? —preguntó acercándole a los ojos el extracto de la cuenta.
Cuando el fétido olor que despedía el italiano golpeó en su cara, Erika dio varios pasos hacia atrás instintivamente.
—El primero es el pago a la señora Baum —balbuceó— y el segundo es el sueldo de la que le limpia la casa. El siguiente es la transferencia que hago a la agencia que se encarga de enviar al chófer si lo necesita o a la chica que le saca a pasear. El viejo lleva más de diez años en una silla de ruedas. Los otros son los pagos trimestrales de los gastos de comunidad, luz y agua, y el último, el de 600 euros, es el dinero líquido que ingresamos en una cuenta del Deutsche Bank en Roses.
—¿A nombre de quién está esa cuenta?
Lorenzo tragó saliva tratando de facilitar la pronunciación.
—Albert Heinmann.
—Así que el Doctor Muerte aún conserva el sentido del humor del que hacía gala en sus años mozos, incluso al asesinar a sus pacientes.
—Sí —balbuceó—. Mantiene la cabeza en su sitio, y eso que no le falta mucho para cumplir los cien años. El doctor sigue acudiendo a El Bulli una o dos veces al mes; a él no le hace falta reservar. De hecho, este domingo está en la lista de invitados de Ferran Adrià para la gran gala de despedida.
—¿Qué despedida?
—El Bulli cierra durante una buena temporada y celebran una última cena para su círculo más cercano.
—¿Irá acompañado?
—No, solo.
—¿Y quién le lleva?
—Ya te he dicho que tiene un chófer a su disposición. Siempre es el mismo.
Erika parecía estar procesando muchos datos mientras interrogaba al testaferro.
—¿Vive solo?
—No. La señora Baum, su enfermera, vive en la casa. También va otra mujer que limpia y cocina. Llega a las nueve de la mañana y se marcha a las cinco. Sobre esa hora, alguien acude para sacarle de paseo. Antes lo hacía la misma señora Baum, pero los años también pasan por ella y ya no puede con la silla.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él?
—Cada primer domingo de mes, me llama a mediodía a una cabina concreta de Palamós solo para saber que su dinero está a salvo y creciendo. Lo lleva haciendo desde hace dieciséis años, independientemente del punto del planeta en el que se encuentre. Lo único que le importa al viejo es que ese dinero llegue a sus hijos.
—¿Te llamó el último domingo?
Lorenzo asintió. Erika sonrió.
—¿Quién más sabe de su existencia?
—Sus hijos saben que vive, pero no dónde. Están esperando a que muera para heredar.
—¿Cuál es el patrimonio actual? Comprobar si me engañas o no es tan fácil como mirar en estos papeles.
—Aproximadamente, uno con seis millones de euros.
—Interesante. ¿Qué pasará cuando el doctor muera?
—Que el albacea sacará a la luz unos documentos que demuestran que Albert Heinmann no es sino Aribert Heim y, por tanto, sus herederos podrán reclamar la herencia.
—Doy por hecho que tú eres ese albacea —dijo Erika pasando el dedo índice por el hilo que más preocupaba a Lorenzo— y que estos son los documentos que mencionabas —añadió mostrando un sobre marrón—. Por cierto, mi lengua materna es el alemán. ¿Sabes qué me estoy preguntando, Lorenzo?
El testaferro se mantuvo a la expectativa. El hedor de sus propios excrementos empezaba a ser insoportable. Deseaba que aquello terminara cuanto antes por encima de todas las cosas.
—¿Qué pasaría si nunca relacionaran ambas identidades?
—Albert Heinmann no tiene herederos. De hecho, ni siquiera tiene un testamento con ese nombre. Sus bienes pasarían al Estado alemán.
—Tampoco me gusta.
Lorenzo frunció el ceño.
—¿Y qué pasaría si no se encuentra su cadáver?
El testaferro palideció y el sudor se hizo aún más denso.
—No entiendo —musitó.
—Sí entiendes. Eres un cerdo peludo y tienes graves problemas de sobrepeso, pero eso todavía no te ha afectado al cerebro.
—El dinero quedaría congelado en la cuenta de Aribert Heim. Yo no estoy autorizado a mover grandes cantidades, tengo un límite.
—¿De cuánto?
—De tres mil euros al mes.
—Entiendo. No es suficiente.
Erika caviló durante unos segundos.
—Supongo que este último ingreso es tu parte, ¿me equivoco?
Lorenzo dio la callada por respuesta.
—No está nada mal, ¿eh?
—Le hago ganar mucho más dinero del que él me paga.
Erika no replicó y se concedió un tiempo para la reflexión antes de continuar.
—Te diré lo que vamos a hacer, porque tú y yo, ahora, somos un equipo —dijo jugando con el hilo—. Vas a quedarte aquí mientras yo me envío estos documentos, son mi seguro de vida. Si algo me sucediera en los próximos cuarenta años, que son los que calculo que te quedan de vida, se enviarán automáticamente a todos los grandes medios de comunicación. Eso haría muy felices a los Mossos d’Esquadra. Luego, volveré y permitiré que te des una ducha antes de que vayamos juntos al notario a por unos papeles. —El testaferro contuvo la respiración—. No te preocupes, también habrá una parte para ti. No pienso dejarte sin nada después de tantos años cuidando el «jardín» del viejo. No hagas ninguna tontería en mi ausencia —le advirtió—, no me gustaría privar de tus encantos a las damas de la zona.
Cuando Lorenzo Giollo escuchó el ruido de la puerta, trató de relajarse.
En aquellas circunstancias, descubrió que el ser humano tiene demasiados músculos, tantos como los que le dolían.
Café bar del hotel Huttons (Londres)
Desde que habían aterrizado en Londres, el inspector Sancho y la inspectora jefe Galo no habían hecho más que disfrutar de unas cuantas horas libres con una temperatura extrañamente agradable para la capital británica. La intención de ambos era coger aire antes de sumergirse en unas aguas que desconocían casi por completo.
Durante la cena en un restaurante de comida asiática, Sancho se interesó por el pequeño Alessandro y por el modo con el que Gracia estaba afrontando el hecho de estar separada de su hijo durante una temporada. Ella le explicó que su abuelo estaba encantado de monopolizar su atención durante el verano, y que esperaba volver antes de que empezara el nuevo curso escolar. Más tarde, Gracia le confesó que se había afanado por encontrar pruebas que le eximieran de toda culpabilidad en los asesinatos de Trieste desde el mismo día que ingresó en la cárcel. Cuando el forense estableció definitivamente la data de la muerte de Adelpho della Valle durante la noche del 6 de mayo entre las 23:00 y la 01:00 de la mañana del día siguiente, ella misma se plantó delante del juez junto con el sovrintendente Marco Fucich. Allí firmaron una declaración jurada atestiguando que, desde las 20:00 hasta las 02:00, el inspector Ramiro Sancho había estado con ellos en Duino revisando la escena del crimen de Chiara Trebbi. El hecho de que todos aquellos restos humanos se encontraran en la habitación de Sancho y que se probara que no podía ser el autor material de uno de los asesinatos era lo que necesitaba la inspectora jefe para alimentar su teoría de la incriminación. Finalmente, lo acontecido en Belgrado y la aparición del cadáver de la chica fueron definitivos. Sancho se lo agradeció verbalmente, aunque le hubiera gustado hacerlo de forma bien distinta.
Algo más tarde, en el bar del hotel, decidieron rematar la jornada con unas pintas. El camarero acababa de ponerlas sobre la mesa cuando Gracia se decidió por fin.
—Sancho…, no me contestes si no quieres, pero tengo que preguntártelo.
El inspector probó su cerveza a la expectativa.
—¿Qué pensabas durante el tiempo que estuviste en prisión?
Sancho se pasó la mano por la cabeza encontrando más aspereza de la que esperaba y cogió aire antes de hablar.
—Estaba consumido por la rabia los primeros días. Sabía que era cuestión de tiempo salir de allí, pero tenía la sensación de estar luchando solo. Nadie sabía nada o nadie quería decirme nada. En realidad, era como estar aislado del mundo exterior. Durante la primera semana, mi único contacto fue un abogado de oficio de quien no recuerdo ni el nombre. Tenía tanto interés por mi caso como yo por hacerle entender que era inocente. Al menos, pude hablar con mi hermana Elvira. Ambos coincidimos en que era mejor no decir nada a mi madre, la mujer vive sola y no está para más malas noticias. ¡Joder!, tengo que llamar a Elvira para decirle que he salido, pero mi móvil se quedó en algún maldito lugar de Belgrado.
—Puedes utilizar el mío cuando quieras —ofreció ella.
—Gracias, quizá lo haga más tarde. Como te decía, tardé en darme cuenta de que los días pasaban más despacio si no mantenía la cabeza ocupada, así que me dediqué por completo a repasar una y otra vez los últimos meses de mi vida. Empecé exactamente por ese domingo por la mañana en que me llamaron para avisarme de que había aparecido un cadáver mutilado en el parque Ribera de Castilla. Fui apuntando todo lo que se me pasaba por la cabeza y lo ordené cronológicamente hasta el día en el que metí una bala del calibre 44 en la cabeza a Orestes. Llegué a pensar que iba a terminar como aquel tipo de la barra. ¡Menos mal que no tenían Jameson en el bar de la cárcel! —ironizó.
Gracia se giró. Un hombre de mediana edad, de escaso pelo pajizo y poblado mostacho luchaba por mantener el equilibrio sentado en un taburete.
—Ese tiene encima unos cuantos tequilas —observó ella.
—Está bebiendo whisky. Me fijé en él cuando entramos; ya lleva dos, y ese que tiene en la mano es el tercero.
—Gemelli!! Poooorca puttana!! —exclamó Gracia volviendo a la conversación.
—Muy porca, sí. Yo no me di cuenta del juego hasta que hablé con Augusto por teléfono. ¡Qué hijos de puta! Lo tenían muy bien montado los hermanitos sociópatas, y ni siquiera un tipo como Armando Lopategui se había dado cuenta. Por cierto, ¿sabes algo de Erika?
—¿Su hija? Poca cosa. Ella se quedó allí, aferrada al cuerpo de su padre, cuando te detuvo la policía. Me sorprendió su total inexpresividad incluso cuando el juez levantó el cadáver. Después, ya no volví a verla —añadió.
—A pesar de todo…, echo de menos a ese puto loco —reconoció con aire nostálgico—. Siento mucho que terminara así y que ocurriera delante de su hija, pero, sobre todo, lamento que fuera ese malnacido quien lo hiciera. Ahora bien, nunca sabrá si lo consiguió o no.
Ella dio un trago de la pinta y se pasó la lengua discretamente por el labio superior eliminando los restos de espuma.
—Yo jamás he disparado a nadie. No sé si podría —confesó la inspectora jefe.
—Hay una primera vez para todo, y, si te soy sincero, no tengo ningún remordimiento; bueno, sí —rectificó—, todos los días me arrepiento de no haber volado la cabeza a Augusto en el servicio de Belgrado. Todos los días sin excepción —subrayó.
Gracia Galo elevó las cejas.
—Te noto cambiado.
—Me alegra que te hayas dado cuenta de mi cambio de imagen —dijo con sorna.
—Si por lo menos hubieras conservado esa barba…
Sancho se rio comedidamente.
—En prisión, algunos pensaban que era musulmán, lo cual no me generó muchas simpatías entre la mayoría de presos serbios. Sin embargo, solo tuve un altercado, que supe resolver por la vía rápida.
—¿Un disparo en la cabeza? —comentó ella malintencionadamente.
—No, un sillazo.
Gracia quiso creer que continuaba con la broma y se echó a reír.
—¿Así que me notas cambiado? —retomó Sancho.
—Sí, pero no sabría concretar.
—Veremos cómo terminamos cuando resolvamos este asunto, porque vamos a coger a Augusto, que no te quepa ninguna duda. Vivo o muerto —añadió.
El inspector levantó su pinta vacía.
—See you tomorrow —dijo el hombre de la barra al pasar al lado de su mesa.
Ambos se miraron.
—¿Ha dicho que nos vemos mañana? —preguntó Sancho.
—Sí, eso me ha parecido entender; pero, ya sabes, los borrachos hacen amigos allá donde van.
—Ya lo decía mi padre: amigos y vino se entienden divino.