Peñón de Gaztelugatxe
Costa vizcaína, frente a Bermeo
18 de julio de 2011, a las 21:25
Estaba sentada en la piedra de siempre; esa de superficie plana aislada en el filo del acantilado, a espaldas del mundo; esa que era inmune al paso del tiempo; esa en la que se sentaba junto a su padre para no hablar de nada y disfrutar de todo; esa.
No era la primera vez que subía hasta la ermita de San Juan, construida en la cima del peñón de Gaztelugatxe, pero aquella visita era menos placentera que forzosa.
Una ráfaga de aire que arrastraba salitre del Cantábrico la hizo volver. Tenía las manos frías y las piernas agarrotadas. Posó la mirada en la urna y se masajeó la cara interior de los muslos tratando de estimular la circulación sanguínea. Ni siquiera se preguntaba el motivo por el que no había sido capaz de derramar una sola lágrima; lo sentimental no tenía cabida en aquel momento.
Solo importaban los minutos que le quedaban para tomar la decisión, y era muy consciente de que ya no quedaban muchos hasta el ocaso. Apagó el cigarro contra la roca y guardó la colilla antes de levantar la mirada buscando la posición del sol.
Cuando cruzó el rudimentario puente que une el solitario peñón con tierra firme y emprendió la subida de los más de doscientos escalones que llevan hasta la cima, el astro rey lucía en un cielo completamente despejado con un gualdo casi arrogante. Sin embargo, con el paso de las horas, los turistas habían desaparecido casi por completo y el sol se había ido destiñendo en un trágico descenso, pasando del amarillo pajizo al naranja azafranado.
Entonces, comprendió por qué su padre había elegido aquel lugar. Él se lo pidió con su último aliento y lo refrendó en el certificado de últimas voluntades: sus cenizas debían ser arrojadas desde lo alto de ese islote en cuya base se habían creado dos arcos perfectos consecuencia de la sempiterna lucha del mar contra la roca. En breve, el sol desaparecería tras el horizonte como el protagonista de una pésima obra de teatro lo haría tras el telón: acompañado por un incómodo silencio. A esa hora, solo el lejano murmullo de las aves marinas revoloteando sobre el islote de Aketxe rompía ese monacal sosiego.
Por fin, se decidió a tocarlo. Lo había visto muchas veces antes, pero no se había atrevido a abrirlo desde aquel día en el que pasó a ser suyo; ese cuaderno que no quiso comprometerse a quemar. Quitó la goma y rozó unas cubiertas visiblemente maltratadas por el tiempo con las yemas de los dedos. Escuchó el solitario graznido de una gaviota a su espalda, pero no quiso volverse por si descubría el perfil de un cuervo y eso le hacía cambiar de opinión. Tampoco le prendería fuego. Lo abrió por la mitad y fue pasando hojas hasta llegar a la parte que buscaba: el listado con los nombres de quienes su padre y Robbie Michelson habían bautizado como «los tapados». Algunos de ellos ya estaban tachados: Vassilis Okkas, funcionario chipriota. Asesino confeso de cuatro hombres de origen turco, puesto en libertad por un error judicial. Encontrado muerto en su domicilio de Nicosia el 14 de febrero de 2011 por una intoxicación a base de oxicodona, oxymorphone, nordiazepam y etanol.
Aquel fue el primer trabajo con su padre.
Rachid Hadj Ibrahim, asesino a sueldo argelino.
Múltiples víctimas, no todas por encargo. Encontrado muerto en su domicilio de Marsella el 8 de marzo de 2011 por sobredosis de heroína.
Nikolay Kolyvanov y Anastasia Kuremaa, matrimonio, autores de trece asesinatos. Encontrados muertos en el sótano de su tienda en San Petersburgo el 13 de abril de 2011 como consecuencia de las heridas mortales por arma blanca que se infligieron mutuamente.
Siguió leyendo los nombres sin tachar que aparecían en la lista y las notas manuscritas de su padre.
Sidi Ben Abdallah, empresario tunecino. Al menos, ocho víctimas. Todos homosexuales. No condenado por falta de pruebas. Vive en El Cairo con su madre. Sigue en activo. Ver páginas de la 132 a la 135.
Luka Rocco Magnotta, antes Eric Clinton Kirk Newman, alias «Kirk Vladimir Romanov», actor porno canadiense.
Al menos, tres víctimas. Cuerpos no hallados.
Tendencias caníbales. Ver páginas 136 a la 140.
Augusto Ledesma, alias «Orestes».
Sintió que le faltaba el aire y pasó páginas de inmediato hasta llegar al siguiente nombre.
Aribert Ferdinand Heim, el «Doctor Muerte». Austríaco.
Criminal de guerra nazi responsable de los servicios médicos del campo de Mauthausen. Se le atribuyen, al menos, diez mil muertes como consecuencia de las torturas y experimentos a los que sometía a los prisioneros. Visto por última vez en la Costa Brava. Ver páginas de la 149 a la 154.
Había más, pero repitió el último nombre y buscó la página indicada, en la que se detallaba su biografía y crímenes realizados en el campo de exterminio alemán. La leyó con detenimiento y cerró el cuaderno antes de encontrarse de nuevo con aquella bola incandescente que ya se dejaba acariciar por el mar.
Se levantó de forma repentina. El tiempo se acababa y debía cumplir el último deseo de su padre; al menos, en parte. Tras la repatriación de sus restos, la Federación Rusa organizó un homenaje póstumo en el Kremlin, en el que le hicieron entrega de la Orden de San Andrés. Tras rechazar que le sepultaran en el cementerio Kuntsevo[19], el ministro del Interior y antiguo compañero de su padre, el general Rashid Nurgalíev, le hizo entrega de la urna funeraria con sus cenizas. El acto no duró más de media hora y, después de recibir el pésame de los allí congregados —rostros afligidos de hombres y mujeres que no había visto jamás, pero en los que creyó distinguir claros signos de duelo—, cogió el primer vuelo en dirección a Madrid. Erika se tomó dos días de descanso en la capital antes de volver a Siberia, su casa de Plentzia.
Por fin, abrió la urna y comprobó que la brisa soplara en dirección al mar. La inclinó muy despacio hasta que las primeras cenizas empezaron a elevarse brevemente antes de difuminarse en aquel espacio indómito. Alargó la ceremonia lo más que pudo procurando no vaciar todo el contenido de una sola vez. De la mochila sacó el pequeño cofre de plata que encontró en el único cajón cerrado con llave del despacho de su padre. Lo recordaba perfectamente de sus años de infancia. Él aseguraba que en su interior tenía encerrada el alma de ese malvado personaje inmortal que protagonizaba aquella leyenda rusa que tantas y tantas veces le había contado antes de dormir.
Erika no encontró un lugar mejor para depositar lo que quedaba en la urna.
Cuando lo cerró para guardarlo, se percató de que algunas cenizas reposaban en su mano. Al sol le quedaban apenas unos minutos para ocultarse por completo, y la oscuridad estaba empezando a adueñarse del lugar. Juntó las manos antes de restregárselas con calma por la cara; solo entonces se dio cuenta de que tenía las mejillas húmedas.
Una fina capa de barro de color gris acero cubrió su pálida tez.
Residencia de Connor Murphy, 32
Grove Park Drive (Dublín)
El miembro del Comité Ejecutivo de la Interpol, uno de los cuatro delegados por Europa, se estaba preparando para meterse en la cama. La Asamblea General de la próxima semana en Lyon le estaba robando demasiado tiempo, de ese que cada vez le costaba más dedicar a los asuntos policiales.
Cuando sonó el móvil, pensó que sería otra vez su homónimo de Sudán, que querría preguntarle de nuevo si ya había recibido el orden del día.
—Dígame —respondió con tono adusto.
—¿Connor?
El delegado Murphy torció el gesto. La voz se parecía, pero no podía ser él. Un fuerte carraspeo verificó sus sospechas.
—Soy yo, Ólafur.
—¡Válgame Dios! —acertó a decir.
Ólafur pensó en contestarle como solía hacer, con un «Dios no vale nada», pero prefirió tragarse esas palabras.
—Connor, ¿qué sucede? —intervino la señora Murphy desde la cama.
—Nada, no sucede nada. Un segundo —dijo a su interlocutor mientras abandonaba la habitación en busca de un lugar más tranquilo.
—¿Sigues ahí? —insistió el comisario islandés.
—Sigo aquí. ¿Me quieres explicar a qué debo esta llamada después de tantos años? —susurró desde el comedor.
—Siento llamarte a estas horas y, sobre todo, siento no haber contactado contigo después de tanto tiempo. No encontraba el momento.
—El momento…
—Supongo que a ti te habrá pasado lo mismo.
—No sé qué decirte, Ólafur. Además, eres tú el que ha hecho la llamada.
—Necesito que me hagas un favor.
—¡Joder! Me llamas una noche después de… ¿cuánto? ¿Veinte años?
—El 30 de octubre se cumplirán diecisiete.
—Dios santo, Ólafur. —Connor Murphy alargó una pausa—. Dime, ¿cómo te trata la vida?
—Se limita a devolverme las patadas que yo le doy, pero me mantengo en pie. Sé que a ti te va muy bien, enhorabuena por el puesto.
—He luchado mucho.
—Lo sé. ¿Cómo están Leena y el pequeño Connor?
—Connor es teniente en la Royal Navy y Leena me sigue cuidando… a su manera —precisó—. No podemos quejarnos. Siento mucho lo que te pasó con Sinéad —expresó con voz hueca.
—Ella no pudo aguantar más. Ahora vive en Londres, creo. Ha rehecho su vida.
—De verdad que lo siento.
—Lo sé. Connor, no quiero robarte mucho tiempo. Te llamo porque necesito que curses una orden internacional de busca y captura.
—¿En qué estás metido?
—En un asesinato múltiple. Estoy siguiendo a un tipo que se ha cargado a seis personas.
—¿En Islandia? ¿Un asesinato múltiple? ¿Cuándo ha sido? No nos ha llegado ninguna noticia.
—Ayer mismo. Supongo que te desayunarás con ello mañana por la mañana. Ha sido algo macabro. Tres mujeres y tres hombres, tres de ellos no eran más que adolescentes, y hasta una anciana. Todos ejecutados de un disparo en la cabeza menos a uno, que lo ha frito vivo en la bañera. El tipo se me ha escapado por unas horas en el ferry que llegará a las siete de la mañana al puerto de Hirtshals, en Dinamarca. Ya estoy aquí.
—¡Ólafur! En nombre de Cristo, sabes muy bien que no puedes salir de tus fronteras persiguiendo al malo de la película como si fueras el intrépido sheriff de un western.
—Y… ¿qué pretendes que haga? —protestó elevando la voz—. ¿Que le deje escapar? Si sale de ese barco, no volveremos a saber de él. Es un profesional. ¡Desaparecerá para siempre! ¡Joder, Connor, ayúdame!
—Está bien, trata de tranquilizarte. ¿Cuándo dices que llega ese barco?
—A las siete de la mañana.
—Santo cielo, Ólafur, eso es dentro de unas horas.
—Solo tienes que hacer un par de llamadas.
—No es tan fácil. Tendré que ir a la oficina y hablar con el turno de guardia para que cursen la orden internacional de detención a instancias de la autoridad judicial competente. ¿Sabes qué implica eso?
—Levantar a un juez de la cama.
—Exacto, y avisar a la OCN de Copenhague. No conozco a nadie de la Sección de Cooperación Internacional. Ni siquiera sé si tendrán a alguien operativo de madrugada —se lamentó.
—No te habría llamado si fuera fácil. Necesito esa orden y algunos refuerzos para cazar al sujeto. Por los viejos tiempos, Connor.
El delegado Murphy resopló con desgana.
—Dame un par de horas.
—Gracias, Connor.
—No me las des todavía. Y, por favor, mantente sereno. Supongo que sabes que no puedes intervenir directamente en la detención, ¿verdad?
—Supones bien.
—Y también supongo que has viajado desarmado, ¿verdad?
—Llámame a este mismo número en cuanto sepas algo —se apresuró a decir—. Gracias, Connor.
Cortó la llamada.
Cuando regresó a la habitación para vestirse, su mujer cerró el libro que estaba leyendo.
—Leena, tengo que marcharme. Ha surgido un asunto urgente.
—¿Algún problema con la Asamblea?
—Nada que no se pueda solucionar.
Besó a su mujer al terminar de vestirse y, antes de salir por la puerta, escuchó a su espalda:
—Connor, algún día tendréis que volver a veros las caras.
El delegado Murphy se giró algo abochornado.
—Lo sé. Algún día.
A unas cuatrocientas millas náuticas de distancia, el comisario Olafsson guardó el teléfono en el bolsillo interior de su chaqueta y dejó las gafas sobre la barra. Las patillas aún no habían tocado la madera cuando sintió una vibración en el pecho.
—Jefe, ¿dónde se supone que estás? Llevo toda la tarde tratando de localizarte en comisaría.
Ólafur reconoció la voz del jefe de la Policía Científica, Magnus Arason.
—Ya. Buenas noches.
—¿Me vas a contestar?
—En Dinamarca.
Al otro lado, escuchó antiguos conjuros de magia rúnica.
—Tranquilo, está controlado. Mañana tendré una orden.
—Claro, supongo que sabrás explicar al comisionado Johannessen el uso que has hecho del helicóptero.
—El piloto se empeñó.
—Como quieras, Ólafur, es tu pellejo el que está en juego. Yo te llamo por otra cosa.
—Te escucho, jefe.
—Se trata del cuerpo del hombre que hallamos en la bañera. Geirmundur ha encontrado algo.
—Ese carnicero podría encontrar el secreto de la juventud dentro de un cadáver.
—Casi aciertas. Un poema.
—Un poema —repitió como defraudado.
—En el esófago, enrollado dentro de una cápsula de cristal de dos centímetros y medio.
—Así que se lo hizo tragar antes de electrocutarle.
—Eso es. ¿Y sabes qué?
—No, no sé qué. Déjate de adivinanzas y cuéntamelo todo de una jodida vez.
—A sus órdenes —contestó con ironía—. Está escrito en español.
—Ya. ¿Y qué más?
—Nada más.
—Está bien, Magnus. Gracias por llamar.
—¿Y qué vas a hacer en Dinamarca?
—Esperar.
—¿A qué hora llega ese maldito ferry?
—Sobre las siete.
—¿Y no sería mejor que te fueras a dormir a algún sitio? Descansas y mañana madrugas para darle la bienvenida. Ya sabes, a quien madruga…
—Dios no existe —respondió.
Por unos segundos, se hizo el silencio.
—¿Habéis encontrado algo en el equipo informático del difunto?
—Nada, y nada vamos a encontrar porque se ha iniciado un programa de borrado del disco duro según lo han arrancado. Ese tipo no era un cualquiera.
—Un cualquiera. Ya.
De nuevo, ese incómodo silencio.
—Ólafur, ten mucho cuidado.
—Lo tendré —respondió cortante.
—Solo digo que quizá no sea el mejor momento para…, ya sabes.
—Sí, ya sé. Gracias por preocuparte, Magnus. Tengo que dejarte ahora —dijo antes de hundir el botón rojo de su Nokia.
El comisario se frotó la cara y levantó la mano llamando la atención del camarero.
—Otro, por favor.
Siberia.
Residencia de los Lopategui Plentzia (Vizcaya)
El sonido de la puerta del coche al cerrarse hizo que un perro protestara haciendo valer su potente ladrido. Erika, inmersa en sus pensamientos, no se inmutó.
La decisión estaba tomada. Antes de acostarse, buscaría en Internet un vuelo desde el aeropuerto de Sondika hasta Barcelona y un billete desde la estación de trenes de Sants hasta Palafrugell. En el oscuro cuaderno de bitácora de su padre, figuraba la dirección de un italiano que había sido interrogado por los Mossos d’Esquadra a finales de 2005 en relación con unos movimientos de cuentas a nombre de Aribert Heim. No era mucho, pero estando Mladic[20] bajo custodia policial en La Haya y Augusto en paradero desconocido, a Erika Lopategui le pareció coherente retomar la cacería de «los tapados» empezando por el criminal de guerra nazi más buscado del planeta.
La gran duda recaía en la conveniencia, o no, de ponerse en contacto con el enlace de su padre, Robert J. Michelson. Seguramente, le sería de mucha ayuda, pero lo último que quería en ese momento era escuchar un pésame más por la fatal muerte de su padre.
Erika notó un escalofrío que le recorrió la espalda justo antes de empujar la verja de Siberia y buscar las llaves de casa.
Culpó equivocadamente al aire frío que aullaba desde el mar.
Con la certeza de que empezaría una nueva etapa al día siguiente, se tomó el litio y preparó una infusión. Hacía semanas que había vuelto a la medicación, el reto que tenía por delante así lo requería y no podía permitirse el lujo de caer en una depresión tras la fase de manía que había presidido las trágicas semanas precedentes. Abrió la ventana de su habitación y salió al pequeño balcón desde el que podían verse las luces de Plentzia. Solo se escuchaba el sonido de las hojas de los árboles agitándose en una anárquica, pero coordinada, danza nocturna. Era como si se hubieran eliminado los ruidos de la civilización dejando únicamente los de la naturaleza.
Desde cierta distancia, una persona observaba oculta por la oscuridad de la noche cómo la joven de pelo rojo entraba en aquella casa. Cuando tuvo la completa seguridad de que se trataba de ella, no fue capaz de contener la emoción y le fallaron las piernas. Intentó agarrarse a los matorrales, pero sus manos ya no tenían fuerzas suficientes y cayó de rodillas. Decidió permanecer en esa postura hasta recobrar el control. Con el pulso todavía tembloroso, buscó la cicatriz y la acarició como si, con ello, fuera a abrirse un portal místico que le permitiría volver atrás en el tiempo. No había nada en el mundo que deseara más que recuperar la vida que le habían arrebatado.
Sin poder evitarlo, se dejó invadir por el miedo y rompió a llorar en absoluto silencio y con total amargura.