Desde Lima hasta Reikiavik

Puerto de Seyðisfjörður (Islandia)

18 de julio de 2011, a las 11:35

Observando las maniobras de aproximación al muelle de embarque del MS Norröna desde el interior de mi Q5, me volvió a abofetear ese terrible hedor a entrañas de pescado y no pude evitar verme de nuevo en aquel hediondo y estrecho cuarto de baño. Vomité con encono, como si quisiera librarme por la boca de algo malvado que habitara en mi interior. Recuerdo que me resultaba imposible despegar la mirada de los restos de carne picada que flotaban a la deriva en el océano estancado que era el agua del retrete.

Podía identificar sin margen de error alguno los principales ingredientes de aquellas frikadeller[13] que habían supuesto el grueso de la comida de la noche anterior. No era la primera vez que me sucedía, mi escasa tolerancia a determinados olores —hacía bien poco que había descubierto que el de la carne chamuscada era uno de ellos— hizo que mi estómago reaccionara de forma inmediata y rotunda vaciándose por completo.

No creo que pasaran más de cinco segundos desde que arrojé el secador a la bañera hasta que se produjo la primera arcada. Por suerte, a pesar de la poca luz que entraba del exterior, atiné a regurgitar todo dentro. Cuando me repuse, encontré mi linterna a tientas dentro la mochila y la encendí para buscar algo con lo que taparme las vías respiratorias, evitando así las más que probables muestras de disconformidad de mi vientre.

Enfoqué por última vez esa masa de carne cocinada y retorcida que hacía escasos minutos bien podría considerarse un cuerpo humano. Tal es el poder de la electricidad cuando se maneja adecuadamente: conclusivo. Por fin, había logrado ser testigo de los efectos que produce una electrocución y mi subconsciente quiso interpretarlo como un triunfo. Un paso más en el camino. Un paso menos para finiquitar mi obra.

Mientras lo observaba con el objeto de retener en mi memoria cada detalle susceptible de ser transformado en una emoción futura, noté que me conmovía; plenamente.

Había merecido la pena el tortuoso periplo que me hizo recorrer casi la misma distancia en kilómetros por carretera que los que hay desde Lima hasta Reikiavik. Tenía grabadas a fuego todas las etapas que se fueron sucediendo como curvas y rectas de un caprichoso trazado. La primera de ellas se había iniciado hacía no demasiado tiempo. Aún conservo el momento en el que, totalmente turbado y dando la espalda al peligro que suponía, me planté en la estación de tren de Campo Grande, en Valladolid. Fue exactamente el 20 de mayo. Lo primordial en aquella fugaz escala era hacerme con el iMac de Orestes y con mi arsenal reprográfico, que, tras hacer una selección de lo indispensable, cupo en una maleta de tamaño mediano. Cargué todo en mi Q5, que reposaba aletargado en el garaje prácticamente desde que lo saqué del concesionario. Y, por supuesto, rescaté mi tesoro: la caja de música significaba mi liberación de las cadenas de mi infancia. En total, no emplearía más de dos horas para entrar y salir.

Me despedí hasta nunca de mi antigua morada del barrio de Covaresa con total indiferencia.

Conduje en dirección a Barcelona con la idea de decidir por el camino el lugar en el que poder fijar mi centro de operaciones en Europa o, dicho de otra forma, un refugio en el que recomponerme tras la muerte —que no desaparición— de Orestes. Me sentía como un títere sin hilos, pero tuve claro el escenario en el que escribiría los siguientes versos de mi obra inconclusa antes de llegar a Zaragoza: Praga. Un lugar sin par en el corazón del viejo continente; una ciudad virgen por completo, bien comunicada y cuna del arte en toda la extensión de la palabra. Praga era perfecta, una urbe cargada de leyendas que vio nacer a Jan Neruda y, sobre todo, a Franz Kafka. Planificaría el destino de nuestros enemigos desde lo alto de sus mil torres. Me esperaban dos días viajando por carretera, inmerso en mi música y sin otro aliciente que alcanzar mi destino.

Cuando, por fin, divisé el primer cartel que anunciaba el nombre de la ciudad a unos setenta kilómetros, me recorrió un escalofrío que quise evaluar como una magnífica señal. Una hora más tarde, estaba aparcando el coche en el aparcamiento vigilado de la estación de Hlavní nádrazí y me puse a caminar. No sabría establecer el instante preciso en que empecé a recobrar mi vigor, pero no tenía ninguna duda de que lo hice gracias a la energía que me transmitieron sus calles. Me alojé provisionalmente en el Hotel Rezidence Lundborg, muy cerca del famoso Puente de Carlos, en el barrio de Malá Strana. Tres días después, encontré un apartamento en la calle Rasnice, a escasos metros de la casa en la que nació Kafka. No fue casual. Invertí más de dos semanas en aclimatarme, a pesar de que había tenido la suerte de no tener que enfrentarme al duro invierno praguense. Prácticamente no tuve contacto alguno con sus habitantes, pero me dio la sensación de que se asemejaban a los castellanos: escépticos y reservados en el primer contacto, aunque honestos en el trato. Cuando logré reunir las fuerzas suficientes, conecté el equipo de Orestes. La localicé enseguida, la carpeta tenía por nombre «Baldosas amarillas». Traté de acceder a su contenido, pero la pantalla de autentificación saltó de inmediato. Recordé su último e-mail y lo busqué en mi iPhone, no sin que mi dolor se reavivase.

Hermano:

Sigo sin entender por qué te empeñas en culparme cuando te ves sometido por el vértigo.

No estoy buscando la absolución ni el perdón por las cosas que hago, pero trata de ponerte en mi lugar antes de llegar a alguna conclusión. Vas a tropezar con mis propios pasos, acude.

Esta noche, te voy a demostrar que no solo tú eres capaz de enfrentarte a nuestros enemigos. Si algo no saliera como he previsto, he dejado todo dispuesto para que puedas terminar nuestra obra. Solo tienes que pisar en las baldosas amarillas. Acude a las mismas citas a las que yo acudí.

Te quiere y te admira,

Orestes

—Acude a las citas a las que yo acudí —me repetí en voz alta.

Necesitaba ayuda: un gin-tonic y música. Leí de nuevo su mensaje. La clave de acceso estaba en aquellas palabras. Encendí un Moods y cerré los ojos. Repetí de nuevo el párrafo que mi cerebro había resaltado en negrita: «No estoy buscando la absolución ni el perdón por las cosas que hago, pero trata de ponerte en mi lugar antes de llegar a alguna conclusión. Vas a tropezar con mis propios pasos». Era como si yo mismo lo hubiera escrito, frases propias de mi cosecha o, probablemente, no eran mías. Apagué la música y volví a recitarlas.

Entonces, lo vi claro: reconocí a Dave Gahan en el Palacio de los Deportes de Madrid, en el año 2006. Vestido con un chaleco oscuro sobre su torso desnudo, luciendo tatuajes, dando vueltas sobre sí mismo con el micrófono como pareja de baile sobre un fondo de intensa luz azul. Martin Gore, caracterizado como un ángel negro de rostro indolente, tocaba los primeros acordes de guitarra.

Busqué la canción y me derrumbé derramando unas lágrimas que eran el zumo de mi fatiga y desconsuelo cuando llegó la estrofa. Aun así, logré cantar.

Now I’m not looking for absolution,

forgiveness for the things I do.

But before you come to any conclusions.

Try walking in my shoes.

Try walking in my shoes.

You’ll stumble in my footsteps,

keep the same appointments I kept.

If you try walking in my shoes.

If you try walking in my shoes.

Escuché su voz en mi cabeza adoctrinándome en nuestro piso de Brooklyn: «Como Depeche Mode. Yo escribiré las canciones para que tú las cantes. Yo soy Martin Gore y tú, Dave Gahan. Dos cuerpos con una única mente. Un solo objetivo: nuestra obra».

Morality would frown upon,

decency look down upon.

The scapegoat fate’s made of me.

But I promise now, my judge and jurors,

my intentions couldn’t have been purer.

My case is easy to see.

I’m not looking for a clearer conscience,

peace of mind after what I’ve been through,

and before we talk of any repentance.

Try walking in my shoes.

Try walking in my shoes.

You’ll stumble in my footsteps,

keep the same appointments I kept.

If you try walking in my shoes.

If you try walking in my shoes.

Arrastrado por el llanto, tecleé «Depeche Mode», el único grupo con el que coincidíamos musicalmente hablando.

Y se abrió la cueva de Alí Babá.

Tardé tres días en estudiar el contenido.

No me importa reconocer que aquella diabólica estructura metódicamente calculada me impactó con ferocidad. Pero, sobre todo, me sobrecogió descubrir esos perfiles de Twitter que sumaban 491 269 followers en total. En otro documento, me detallaba las razones de su vital importancia y me explicaba cómo alimentarlos de forma automática sin que apenas debiera emplear tiempo en administrar las cuentas. Me llevé la última sorpresa con esa web optimizada para subir imágenes y vídeos, dispuesta para salir a la luz cuando se dieran las circunstancias propicias. Una vez más, mi hermano me demostraba su extrema brillantez y meticulosidad.

Comprendí de inmediato el motivo por el cual no me había mencionado nada sobre ello.

Restaba escribir nuestra obra y, una vez concluida, solo tenía que encontrar la chispa adecuada y elegir el momento de prenderla.

Cada pespunte en su sitio y un sitio para cada pespunte.

Orestes dedicó sus noches, su vida, a tejer aquel complejo entramado que garantizaba el éxito de nuestra empresa, nuestro pasaporte a la inmortalidad. Un escalofrío cargado de admiración recorrió furtivamente mi columna. Me comprometí a honrar su memoria cumpliendo su última petición: terminar con el listado de vivos con fecha de caducidad, arrendadores de cuerpos ya inertes, seres insignificantes abocados a la extinción. En circunstancias normales, dado que él ya se había encargado del psicólogo, habría empezado por el inspector Sancho, pero seguía encerrado como principal sospechoso de los asesinatos cometidos por mí en Trieste. Así, le elegí a él por ser el más accesible, sabiendo que, a mi hermano, le complacería mucho que terminara cuanto antes con su vil existencia. En realidad, no importaba tanto el orden como el resultado final.

Orestes le había localizado con la ayuda de Hansel a través de un programa de rastreo de IP en uno de los lugares más recónditos del planeta: Grindavik, una pequeña población con menos de tres mil habitantes enclavada en la costa sureste de Islandia. No me sorprendió, las ratas siempre tratan de esconderse de la luz y he de reconocer que la dificultad que implicaba llegar hasta allí evitando aeropuertos internacionales me insufló el valor necesario para afrontar el reto. Quería partir de inmediato, pero la preparación y fabricación de las nuevas identidades que tendría que utilizar a lo largo de aquel tour de la venganza implicaba más días de lo que me hubiera gustado.

Así, hasta el 14 de julio, a las dos de la mañana, no pude emprender el viaje que me llevaría por carretera hasta el puerto de Hirtshals, en el norte de Dinamarca, haciendo una única parada de media hora cerca de Hamburgo. Tratando de contener mi ansiedad, aproveché el tiempo para escuchar algunos lanzamientos de grupos de death metal que tenía en la recámara, como Winds of Plague, Pegazus, Panzerchrist o Torchbearer. Nada destacable, si bien es cierto que me hicieron compañía. A la una y media de la tarde, ya estaba comiendo esas albóndigas danesas acompañadas con patata cocida y una crema blanca de difícil digestión. Una hora después, embarqué con mi coche en el MS Norröna, un ferry que contaba con camarotes individuales, lo que me garantizaba el nivel mínimo de comodidad que necesitaba para relajarme. Me entregué a la antología poética de Pablo Neruda antes de caer doblegado por el sueño. Durante las casi treinta y seis horas de navegación hasta la primera escala en Islas Feroe, no salí de mi camarote más que para hacer breves incursiones al restaurante y alimentarme exclusivamente de frikadeller. Finalmente, a las ocho y media de la mañana del día 17, divisamos los fiordos de entrada a Seyðisfjörður, una minúscula localidad situada en la costa opuesta a la de mi destino. Me maravillé con la postal que ofrecía el recorte colorido de aquellos tejados sobre una estampa montañosa que invitaba al retiro espiritual; aguas cristalinas para turbios propósitos. Obnubilado, escuché la voz de mi querida Magda: «Todos tenemos la obligación de encontrar el lugar al que pertenecemos», y me pregunté si este podría ser el mío. Se apoderó de mí una sensación muy parecida al vértigo que los entendidos podrían catalogar dentro de los síntomas del síndrome de Stendhal[14]. No podía recrearme con el paisaje, así pues, aceleré con objeto de ir devorando los setecientos cincuenta kilómetros que tenía por delante. Conforme a mi plan, debía llegar a Grindavik antes de las cinco de la tarde a fin de disponer del tiempo necesario para encontrar la casa de la rata. Supuse que no me iba a resultar nada complicado, habida cuenta de que tenía en mi poder las coordenadas exactas del satélite receptor que le daba servicio. Un regalo que Orestes me hacía desde el más allá; no sería el último. Quería actuar durante la noche, aunque la oscuridad no sería mi aliada en esta ocasión, ya que, aquel día, anochecería a las 23:31 según el parte meteorológico. Esta vez, no quise hacer probaturas ni experimentos y escuché la música que me fue pidiendo el cuerpo: VNV Nation, Covenant, Assemblage 23, Icon of Coil, SITD y Necessary Response fueron amenizando el viaje.

La carretera avanzaba bordeando la costa por la cara sur de la isla, y pude ser testigo directo de la variabilidad climatológica que se producía con el paso de las horas: se alternaban cielos despejados de un azul pálido atronador con chaparrones esporádicos, nubes bajas que envolvían la tierra y ráfagas de aire glacial; extraordinario. Algo más tarde, paré para avituallarme en una población de nombre impronunciable y reemprendí el viaje. A medida que iba acercándome a mi meta, me notaba más tenso y agitado. Aproveché mi descenso a los infiernos para justificar los dos generosos tiros de coca con los que afronté los cien últimos kilómetros del trayecto.

A las 17:12, divisé las primeras casas de Grindavik y busqué un camino poco transitado en el que esconder el coche. Ya había previsto que Islandia carece de vegetación. Los pocos árboles que existen son los que han ido plantando sus pobladores en zonas muy específicas y esa, precisamente, no era una de ellas. No tardé en localizar una pequeña factoría de pescado a menos de un kilómetro al oeste del pueblo; al ser festivo, estaba cerrada. Dejé mi Q5 estacionado junto a una valla recién pintada de un verde lima bastante consumido. Islandia es un país tan tranquilo que no existe motivo alguno por el que una persona se fije en un forastero; nadie levanta sospechas. A pesar de ello, elegí un atuendo con el que pasar completamente desapercibido: zapatillas deportivas, vaqueros, sudadera con capucha gris y chaleco polar. Introduje las coordenadas en el iPhone y, alentado por la coca, me dirigí hacia la casa del traidor a paso militar. Pasé por delante de ella casi sin desviar la mirada solo para comprobar que, efectivamente, la antena parabólica con la que acceder a Internet con el ancho de banda que necesitaba estaba instalada en su tejado. Miré mi Hublot: las 18:35. Tenía que prepararme, no tenía mucho sentido dilatarlo más.

Manteniendo una prudencial distancia de seguridad, pude ver cómo la parejita de novios entraba en la casa con solo empujar la puerta principal. Entonces, lo entendí: la rata felona se había enterado de los últimos acontecimientos de Belgrado y, suponiendo que todo había acabado con la muerte de Orestes, había bajado la guardia.

Pensar en su expresión desencajada cuando me viera entrar por la puerta me obligó a ponerme en marcha, no sin antes hacer hablar a mis nudillos.

Todos emitieron el mismo veredicto: culpable.

Entré a las 19:45 y salí a las 21:50, todavía mareado por la vomitona, pero redimido por el resultado.

Orestes me estaba sonriendo desde el Elíseo[15].

Y me fui como llegué.

El MS Norröna ya había finalizado la maniobra de atraque y los coches estaban empezando a embarcar en él. En apenas unos minutos, habría abandonado aquella isla y ya tenía planificada mi siguiente operación. Me encontraba físicamente cansado, pero anímicamente fresco y lozano.

Cantando a voz en grito More, de The Sisters of Mercy, no me percaté del control policial que acababan de montar.

Some people get by,

with a little understanding.

Some people get by,

with a whole lot more.

I don’t know…

Why you gotta be so undemanding.

One thing I know…

I want more!

Sobrevolando el Parque Nacional de Vatnajökull (Islandia)

18 de julio de 2011, a las 12:25

—¡No sé si comprende usted la gravedad de la situación! —gritó Ólafur Olafsson a través del equipo de radio—. Le estoy diciendo que dejen embarcar a todos los pasajeros y que retengan la salida del ferry hasta que yo llegue a puerto.

—Jefe —intervino el piloto con cierta angustia cortando la comunicación—, me informan desde el servicio meteorológico de que se está organizando una fuerte tormenta en la cara norte del Kverkfjöll y que ya se registran ráfagas de viento de componente noroeste de más de 120 kilómetros por hora.

—¡¿Y qué me quieres decir con eso?! —quiso saber sin esperar una respuesta.

—Deberíamos dar la vuelta.

—Ya, la vuelta. Ni se te ocurra, muchacho.

Tenemos que llegar a Seyðisfjörður aunque el viaje sea como una maldita montaña rusa.

—Jefe, con todos mis respetos, esto es una simple nave de carga, no un helicóptero de combate. No me refiero a que podamos sufrir sacudidas que nos revuelvan el estómago, quiero decir que si nos pilla una de esas ráfagas sobrevolando el volcán, nos succionará como una hoja de papel antes de estrellarnos contra la ladera. Es como jugársela a la ruleta rusa, y cada minuto que seguimos en el aire cargamos más balas.

—¡Bonito símil, muchacho —vociferó—, pero ya conseguí volar cuando estalló el Eyjafjallajökull[16] y te aseguro que unas ráfagas de viento no van a impedirme cruzar esta maldita isla!

Friðmar, que así se llamaba el piloto, negó con la cabeza y se secó el sudor de las manos en los pantalones antes de agarrar con fuerza los mandos del Kaman K-Max. Los rostros de sus hijos, Gunnar y Hákon, desfilaron ante sus ojos y la voz de su mujer, Berglind, retumbaba en sus oídos rogándole que pidiera el traslado al personal de tierra. Mientras, su único pasajero retomaba el intercambio de golpes con alguien encargado de la seguridad del puerto de Seyðisfjörður.

—No me haga repetírselo o será el comisionado Johannessen quien tenga que explicárselo personalmente. ¡No zarpará ningún barco hasta que yo haya llegado! Me da igual la garantía de cumplimiento de horarios de la compañía. ¿Se ha enterado de una vez? ¿Seguro? Perfecto. Ahora, búsqueme al jefe de policía y que se ponga al aparato inmediatamente.

Con un violento carraspeo, el comisario Olafsson dio por zanjada la conversación.

Puerto de Seyðisfjörður (Islandia)

Encontré la explicación de por qué tardábamos tanto en embarcar cuando vi que una pareja uniformada al estilo de la policía británica detenía e inspeccionaba el todoterreno que estaba cuatro puestos por delante del mío.

Se me disparó el corazón.

Apagué la música y visualicé el contenido de mi mochila, con todas mis herramientas y la Glock con el supresor todavía montado. Noté cómo el sudor me empapaba la espalda y una gota densa y helada surcaba muy despacio el lateral de mi cara en sentido descendente, arrastrada por la gravedad. Miré por el retrovisor buscando una posible escapatoria e, incluso, creo que metí la marcha atrás, pero me encontraba totalmente encerrado por otros vehículos en aquel acceso vallado. Era imposible maniobrar en otra dirección que no fuera hacia la pareja de policías.

Pensé en huir a pie. Tendría tiempo suficiente para bajarme del coche, ponerme la mochila, sacar la pistola y echar a andar, pero descarté esa opción cuando me percaté de que estaba en una isla de la cual nunca podría salir a tiros.

Cada latido de mi corazón era el eco de un mal presagio, y empecé a despedir un olor acre profundamente incómodo. Debía desmenuzar la situación y tratar de encontrar posibles soluciones.

Sabía que no había otra alternativa que esa, mas no conseguía evadirme de mi estado de pánico.

Dos agentes más se incorporaron al dispositivo de control para tratar de agilizar el ritmo de embarque. Llegué a la conclusión de que mi única opción era pasar el control. Con el pulso tembloroso, saqué la documentación de la guantera. Quise tranquilizarme pensando que el pasaporte de la Federación Rusa y el visado eran trabajos exquisitos, y confiaba en que la agente de tez pálida y ojos claros no quisiera hacer alarde de su escaso conocimiento de la lengua eslava.

Me concentré en controlar mi acelerado ritmo respiratorio. Visualicé el rostro de la rata instantes después de que disparara al último de su estirpe.

Tenía la mirada vacía, inerte, como si su alma hubiera abandonado su cuerpo para viajar a otro lugar más confortable. La rata no tenía vida cuando la electricidad atravesó su organismo. De pronto, me sentí mucho más sosegado y, emulando aquella expresión exánime, me decidí a sostener el pasaporte en mi mano izquierda y mirar al frente.

Good morning, sir —me abordó una agente de bonita sonrisa mientras su compañero aguardaba tras ella con las manos en el cinto.

Ambos iban armados.

Morning —acerté a decir sin ni siquiera tratar de imitar el acento ruso. La cabeza me temblaba ligeramente y tenía el paladar absolutamente agostado.

La policía abrió el pasaporte con la intención de comprobar la foto. Aproveché para mirarla a los ojos y fue entonces cuando me cercioré de que algo no marchaba bien. Las pupilas de la agente ajustaron el enfoque al comprobar el nombre para, justamente después, abrir los ojos en señal de sorpresa.

—Espere un segundo, por favor —me dijo con un tono de voz distinto que no supe bien cómo catalogar.

Se giró para cruzar unas palabras con su compañero y mostrarle el pasaporte. Yo seguía sin poder reaccionar.

—Señor, tiene que esperar aquí a que hagamos una comprobación rutinaria —fue lo siguiente que escuché. Yo seguía inmóvil con las manos en el volante y la mirada perdida en el horizonte color cian.

El sonido de mi corazón me retumbaba en los oídos durante la espera. Hice sonar mis nudillos: siete de diez, mal augurio.

Cuando Friðmar tomó tierra, tenía las manos completamente agarrotadas y reparó en la rigidez de su cuello al intentar girarse para maldecir a su pasajero, pero no pudo hacerlo. El comisario ya había saltado del helicóptero y, a pesar de haber sobrepasado los cincuenta y cinco, se dirigía a buen ritmo hacia la zona portuaria. El piloto apagó los rotores y la turbina dejó de berrear; en ese momento, buscó su móvil con la intención de marcar el teléfono del supervisor. Lo tenía decidido: ese sería su último vuelo.

Pero se equivocaba.

El jefe Olafsson dejó de correr cuando divisó el dispositivo. Notaba las piernas excesivamente cargadas para la distancia que había recorrido, le dolían los pulmones y trataba de combatir estoicamente las dentelladas de la manada. Estaba agitado y de muy mal humor. Aún no había recuperado el aliento cuando sacó su placa y se dirigió con voz entrecortada al primer oficial que encontró. Trató de aclararse la garganta sin éxito.

—¿Grímólfsson?

El oficial se volvió señalando a otro de mayor rango y aire distinguido que tenía una carpeta bajo el brazo y su equipo de transmisión en la mano.

—Comisario Olafsson —se presentó azorado tratando de colocarse las gafas.

—Ya veo que han conseguido llegar —dijo haciéndole un gesto con la cabeza para que le siguiera—. La situación es la siguiente: hemos localizado al sospechoso hace apenas cinco minutos.

—¿Están seguros de que se trata de él?

—Un ciudadano ruso con un vehículo cuyas características coinciden con las que nos ha descrito y matrícula española. Es curioso, hemos tenido problemas durante toda la mañana con los pasajeros rusos, parece que su embajada ha anulado todos los visados de turismo hasta nueva orden. Ahora, está retenido dentro de su vehículo en el puesto de control número 2, tenemos su pasaporte y le aseguro que no puede escapar de allí. Estábamos esperándole dispuestos a intervenir. ¿Es el sospechoso de la matanza de Grindavik?

—Eso creemos.

—¿Y no deberíamos esperar a los del Vikingasveitin[17]?

—Ya, los del Vikingasveitin —repitió—. Para cuando lleguen desde Keflavik, el sospechoso se estará tomando una caipirinha en alguna bonita playa de la Costa del Sol. Hay que intervenir ya —expuso el comisario con sabor a orden directa de un superior.

—Muy bien, señor. Allí mismo lo tiene, el todoterreno de color blanco. ¿Lo ve?

—¿De cuántos efectivos disponemos?

—Ocho agentes armados, usted y yo.

—Ya. Que el agente que ha cogido su pasaporte vaya a devolvérselo. Yo mismo iré por la otra puerta y le detendré. Que dos agentes experimentados vengan conmigo. Los demás, que se mantengan en sus puestos, no quiero que se asuste y empiece a disparar. Podría haber heridos.

—Señor, no tengo ningún agente experimentado. Aquí nunca…

—¡Pues los dos menos novatos! —repuso con rudeza—. ¡Pero ya mismo, las posibilidades de que esto se convierta en un tiroteo aumentan con cada segundo que pasa!

—Entendido, señor.

Estaba a punto de salir del coche y empezar a correr cuando distinguí a la agente de la bonita sonrisa con mi pasaporte en la mano y expresión agarrotada. Me temblaban las piernas y tenía la respiración desbocada. Cuando ella estaba a dos metros del coche, creí ver por el rabillo del ojo a alguien más que se acercaba hacia la ventanilla del copiloto.

—¡Mantenga las manos sobre el volante y no se mueva! —gritó el comisario Olafsson sorprendiéndose a sí mismo por su tono de voz—. ¡Ahora, saque las manos por la ventanilla muy despacio! —continuó ordenando con el mismo volumen de voz y sin bajar el arma.

El conductor, totalmente desencajado, obedeció.

Olafsson hizo un gesto a uno de los policías de modo que entrara en acción. Este enfundó el arma y le puso las esposas con la destreza de un agente que hace su primera detención. Dos agentes más quisieron unirse a la fiesta e hicieron uso de la fuerza para doblegar al sospechoso, un hombre de unos cuarenta años, pelo negro y rostro cuadrado.

—Levántenlo del suelo —mandó el comisario.

Cuando lo hicieron, el hombre empezó a balbucear en un idioma desconocido.

—Está usted detenido como principal sospechoso de los asesinatos de seis personas en Grindavik —expuso justo antes de percatarse. El comisario se quedó mirando a la matrícula y murmuró—: ¡Jodidos pardillos! ¡¡Ignorantes!!

Spasibo bol’shoye —me atreví a decir al meter la primera.

El motivo del control no era más que advertir a los ciudadanos rusos sobre la expiración de los visados de turista de más de tres meses. Le expliqué que el mío era de trabajo, con una vigencia de doce meses renovable por otros seis.

Me pidió disculpas y me dejó marchar. Con la boca seca y todavía alterado, me acordé de la máxima cantada en Carmina burana: In taberna quando sumus non curamos quid sit humus[18].

Mientras el encargado de la empresa propietaria del buque, Smyril Line, revisaba los listados de embarque, el comisario Olafsson trataba de conseguir un cigarro entre los allí presentes; sin éxito hasta el momento.

El conductor resultó ser un empresario de origen ruso propietario de un todoterreno de color blanco que matriculó en Estonia para evitar pagar los altos tributos de su país por artículos de lujo.

Tuvo la mala fortuna de no tener visible la última «T» de su placa a causa del barro que tapaba el identificativo. El resto del «malentendido» recayó en el agente que dio la alarma creyendo que «ES» pertenecía a España, y que no fue capaz de distinguir un nombre escrito en cirílico. Una disculpa formal fue suficiente para que todo quedara en el olvido.

—Efectivamente —dijo el encargado de la compañía naviera señalando sobre el listado con el dedo índice—. El pasajero llamado Rodión Románovich Raskólnikov, propietario de un Audi Q5 de color blanco, adelantó su billete al buque que salió a las 12:15. Normalmente, no fletamos más que las salidas programadas, pero tenemos mucha demanda los días posteriores a los festivos, y el viejo Norröna ha vuelto a surcar estas aguas desde hace unos meses.

—Las putas casualidades de la vida —completó Ólafur Olafsson visiblemente airado—. ¿A qué hora tiene prevista su llegada a Dinamarca?

—Si no hay ningún imprevisto, estará alcanzando Hirtshals sobre las siete de la mañana.

El comisario miró su reloj. Había tiempo, pero necesitaba cursar una orden internacional de búsqueda y captura. Sus ocho años de enlace con la Interpol tendrían que valer de algo. Una llamada a un viejo amigo, miembro del Comité Ejecutivo, lo agilizaría todo, pero no habían vuelto a hablar desde que todo ocurrió. Se preguntó si Connor lo habría superado.

Él no.

Haría esa llamada, pero primero tenía que darles de comer o la jauría le devoraría por dentro.

Ajustándose las gafas y sin despedirse, se encaminó hacia el lugar en el que había aterrizado el helicóptero. Estaba seguro de que ese piloto no tendría inconveniente en cruzar el mar del Norte hasta la patria de Hamlet.

No se equivocaba.