CINCO

Regresé a la isla un jueves, poco después del mediodía, a los tres días de haberme marchado. Alguien había retirado la cinta policial de la habitación número 2 y había un carrito de la limpieza en la acera, entre dos puertas. La ranchera había desaparecido y la moto del chaval seguía aparcada frente a su habitación. Varias gaviotas se pavoneaban por el aparcamiento con un aire altanero que me recordó el de los clérigos.

Nadie respondió cuando llamé a la puerta de Rocky y Tiffany.

Sentí en el estómago esa sensación agobiante y enfermiza que me tensaba la espalda y me aceleraba los pensamientos a mil por hora. Atravesé el aparcamiento y al abrir la puerta de la recepción oí una cancioncilla llena de trinos. Más allá del mostrador, unos personajes de dibujos animados cantaban en el televisor mientras fabricaban un vestido y los pajarillos envolvían a una princesa con lazos. Allí estaban Nonie, Dehra y Nancy, con Tiffany sentada en el suelo, comiéndose un bol de cereales y riéndose.

Todas las mujeres me miraron.

—Hola —dijo Nancy con frialdad.

—Hola —saludó Dehra, y su hermana asintió.

No volvieron a fijar la mirada en el televisor, sino que se quedaron observándome. Tiffany me vio, me saludó con la mano y volvió a concentrar su atención en los dibujos animados. Su ropa parecía nueva, un resplandeciente peto blanco.

—La hemos visto ya unas diez veces —me contó Dehra.

Las hermanas soltaron una risita, pero parecía forzada y tuve la sensación de que algo no iba bien. Supongo que yo no presentaba mi mejor aspecto, con los ojos rojos y aire fatigado.

—¿Dónde está Rocky? —le pregunté a Nancy.

Las hermanas volvieron a concentrarse en el televisor. Nancy entrecerró los ojos y me clavó una mirada como una daga.

—Dijo que estaba en el trabajo. No ha aparecido mucho por aquí los dos últimos días. Pensaba que estaba al corriente.

Apoyé las manos en el mostrador y negué con la cabeza.

—He ido a visitar a un amigo. ¿Ha encontrado trabajo?

Ella me dio la espalda y se tomó su tiempo para responder.

—Parece que ha habido cierta confusión sobre si usted iba a volver.

—Claro que iba a volver. Tengo las habitaciones pagadas para varios días más. ¿Qué tal está la niña?

—Es un encanto —intervino Dehra.

—Es preciosa —dijo Nancy—. Es adorable. Y se merece algo mejor que esto.

—Estoy de acuerdo.

Y entonces Nancy guardó silencio y los dos contemplamos a Tiffany, que se secó la boca, se incorporó un poco adormilada, gateó hasta el regazo de Nonie y bostezó. Nancy se levantó del sofá y pasó al otro lado del mostrador.

—Venga conmigo —me dijo en voz baja y con tono imperativo.

La seguí fuera y nos pusimos a la sombra de la marquesina. Eché un vistazo a la habitación de Tray y vi que tenía las cortinas cerradas detrás del papel de aluminio.

Nancy apretó la mandíbula. Escudriñó mi rostro como si yo le hubiese robado algo.

—Sólo quería preguntarle una cosa —me dijo—: ¿a qué se dedica esta chica? No quiero nada de esto por aquí. Ni hablar. No pienso tolerarlo.

—No sé de qué me habla.

—Metió a un hombre en su habitación. La noche que se marchó. Vale. No pasa nada. Es asunto suyo. —Se rascó la cara interior del codo con las uñas—. Pero ayer Lance me viene disculpándose. Me dice que la chica le ofreció un buen precio. Me dice que me pide perdón porque me ama y no quería hacerlo, pero es débil. Toda esa mierda. —Sus labios se habían convertido en una hendidura lívida y su mirada me taladraba.

—Nancy, no sé nada de todo esto.

—¿En serio? Porque, si no lo sabe usted, ¿quién lo sabe? O sea, no entiendo exactamente qué tipo de arreglo tiene con esa chica, ni quiero entenderlo, francamente, pero lo que sí tengo claro es que no es su sobrina. ¿Y la pequeña que está ahí dentro? Es una personita muy especial. Y se merece algo mucho mejor que esto, señor Robicheaux. —Me señaló la recepción con un gesto de la cabeza—. Esta cría no tiene por qué acabar como la otra.

—¿Qué pasó? Después de que hablara con Lance.

—No lo hacemos por la chica, que le quede claro. Ni por usted. Normalmente, la habría echado de aquí a patadas. Y quizá también habría llamado al sheriff. Pero no lo hice. Y el motivo por el que no lo hice es esa pequeña que está ahí dentro.

—Pero ¿qué pasó? Después.

Se toqueteó un pendiente.

—Bueno, fui a hablar con ella. Se enfadó, se puso a gritar y se metió en su habitación dando un portazo. Después sale con un vestido ceñido y el pelo arreglado, con la niña; llama a la puerta de Nonie y Dee y les pide que se la cuiden porque ella tiene que ir a trabajar. Ha encontrado trabajo. Yo lo vi todo porque estaba vigilando que Lance recogiera sus cosas para largarse.

—¿Dónde trabaja Rocky?

—Se supone que en un restaurante del Strand. Pirandello’s, un local italiano. Dice que es camarera. También la he visto por ahí con ese tipo de la ocho, Jones. Los he visto bebiendo. Él la acompañó al trabajo. ¿Quiere mi opinión? Esa chica no puede ir por ahí con zapatos de tacón alto; alguien debería decirle que no se los ponga. Intentó dedicarme una mirada despectiva al marcharse, pero la mía fue mucho peor. Se largó. Y desde entonces no hemos vuelto a verla. Nonie y Dee, como sabe, están encantadas de cuidar de la pequeña. Creo que tienen la esperanza de poder seguir haciéndolo para siempre. Pero después de lo que sucedió con la familia de la número dos… Bueno, digamos que tiendo más a controlar lo que sucede por aquí.

—Joder. —Titubeé, tratando de dar con el modo de convencerla de que yo no era la clase de hombre que consiente ese tipo de cosas. Tenía la garganta seca y me dolían los ojos.

—Joder, exactamente, señor Robicheaux. ¿Sabe que podría llamar a los servicios sociales? Podría explicarles que a la pequeña la han abandonado. Podría contarles que su hermana, o quienquiera que sea, hace la calle. Podría contarles que este borracho con pinta de tipo duro es su chulo.

—Eso no es cierto.

—¿Qué parte? ¿Y yo qué voy a saber? Sólo digo que podría hacerlo. Telefonear a alguien. Ya sabe por qué no lo he hecho.

—Sí.

—Sí. Por esa cría de ahí dentro.

—Yo no sabía nada de todo esto. Lo juro.

Nancy se acercó más a mí y me preguntó:

—¿Quiénes son ustedes en realidad?

Saqué un cigarrillo y le ofrecí otro, pero lo rechazó. Encendí el mío y me apoyé en la pared, y el resplandor del sol empezó a darme dolor de cabeza.

—Es una chica a la que ayudé a salir de un lío. Si le soy sincero, estábamos metidos los dos en un buen lío. No la conocía. Me pidió que las llevara a Texas a ella y a su hermana pequeña. Acabé quedándome con ellas durante algún tiempo, no sé por qué. Supongo que quería asegurarme de que salían adelante. No sé.

—Pues ha hecho un buen trabajo.

—Vamos a ver, escúcheme. Por muy mal que le parezca que está la niña aquí, le aseguro que en el lugar de donde la sacamos su situación era… era mucho peor. He visto la casa en la que vivía.

—Hum. Eso puedo creérmelo. —Bajó la mirada hasta mis botas y se frotó los brazos—. Si uno se mueve demasiado rápido cerca de ella, da un respingo. ¿Se ha fijado? Es asustadiza.

—Sí, me di cuenta cuando jugábamos en la playa.

—Míreme a los ojos, señor Robicheaux. —Lo hice—. ¿Es usted el chulo de esa chica, o algo por el estilo?

—No. No, señora. No lo soy. Ni nada parecido. Tan sólo intenté ayudarla y eso me trajo hasta aquí.

—Hum.

Me dedicó un gélido dictamen desde el estropicio de arrugas que era su rostro, con una mirada recriminatoria. Yo había empezado a notar el martilleo de un dolor de cabeza y me recordé a mí mismo que no toleraba que nadie me hablase de ese modo.

—¿Qué quiere que haga? ¿Eh? ¿Qué le parece si me subo a mi camioneta y las dejo a las dos aquí plantadas? No son mi problema. ¿Lo entiende? Joder… yo mismo llamaré a los servicios sociales por usted. Déjeme hacerlo. Se llevarán a la pequeña. Le buscarán unos padres adoptivos. Y así ya no tendré que volver a preocuparme por toda esta mierda. ¿Qué le parece si les cuento que recogí a esa chica con mi camioneta y de repente ella se largó y me dejó a su hermana pequeña?

Cruzó los brazos y alzó el mentón, y no dio ni medio paso atrás cuando me pegué a ella.

—No creo que tenga muchas ganas de hablar con el sheriff sobre nada. Una vez oí que ella lo llamaba Roy. De hecho, estoy pensando que el nombre que ha dado aquí no es el auténtico, y estoy absolutamente segura de que no quiere que nadie le tome las huellas dactilares.

Me quité el cigarrillo de la boca y lo tiré con un movimiento brusco; una gaviota pegó un salto para esquivar las chispas que salieron desprendidas de él.

—Entonces, me largo y punto. Puede hacer que metan a Rocky en la cárcel y que envíen a la cría con una familia adoptiva, y nada de eso me importaría un carajo.

—Claro que podría largarse. Pero me parece que ya lo habría hecho. Tal vez ya lo ha intentado y no ha podido.

Paseé la mirada por el motel.

—Y tampoco quiere dejar a la pequeña —añadió Nancy—. Se ha encariñado de esa cría.

Me froté los ojos y mostré las palmas de las manos, aceptando que tenía razón.

—De acuerdo. Dejemos de decirnos gilipolleces.

Ella esbozó una sonrisa, aunque sin borrar del todo el aire de fastidio.

—Podemos hacerlo. Pero déjeme que le diga una cosa. Pase lo que pase, alguien va a tener que hacerse cargo de esa cría.

Asentí. Nos apoyamos en la pared y contemplamos a los pájaros del aparcamiento. El cálido viento ululaba entre los edificios y sobre el asfalto serpenteaban montoncitos de arena. El aire estaba tan impregnado de mar que noté en la boca el sabor de las algas.

—¿Y bien? —preguntó ella.

—¿Puede ocuparse de la niña durante algún tiempo más? Voy a intentar encontrar a Rocky. ¿De acuerdo?

Se lo pensó unos instantes.

—¿Cuánto tiempo?

—No mucho.

Caminé hasta la habitación 8 y al llegar a la puerta me volví y comprobé que Nancy seguía observándome. Esperé hasta que se metió en la recepción y golpeé con los nudillos.

Tray comprobó quién era por la mirilla e hizo una mueca de dolor cuando abrió y se topó con la luz del sol. Entré y cerré la puerta. Iba a pecho descubierto y encorvado, con los esqueléticos brazos colgando como pesos muertos. La habitación estaba en penumbra y el aire, cargado de humo de cigarrillo y olor corporal, de sudor.

—Eh, vaquero —murmuró, y se dejó caer sobre la cama. Extendió los brazos y se quedó mirando al techo. Tenía la cara cubierta de una lustrosa película de sudor y parpadeaba continuamente. Iba a la deriva. Colocado. Esquelético como un Cristo.

—¿Sabes dónde está Rocky?

Me respondió muy lentamente:

—Ha dicho… que se iba a trabajar.

—¿Qué pasó entre ella y tú?

—¿Pasó? —Se incorporó y se frotó la cara con una mano. Yo le veía las costillas y la piel estriada sobre su escuálida musculatura—. No pasó nada, tío. Salimos. Tomamos unas cervezas. Y la acompañé al trabajo.

—¿Le pagaste?

—¿Qué? Vamos, tío. —Negó con la cabeza y se rió entre dientes—. El Killer no va de putas. ¿Te enteras?

Fui hasta el borde de la cama y me acerqué mucho a él.

—¿Adónde la llevaste?

Tray mantuvo la cabeza baja, mirando al suelo, con los brazos flácidos entre las piernas.

—Esto… por el Strand. La dejé allí.

La ropa que guardaba en una bolsa de basura estaba ahora desperdigada por la moqueta y me fijé en que los libros de la mesa estaban abiertos y sus esquemas esparcidos por toda la habitación.

Estaba a punto de salir de allí, pero me detuve.

—¿Dónde has pillado material? —le pregunté.

—¿Qué?

—¿De dónde has sacado la droga? Hace unos días parecías limpio.

—Ah. Ya sabes. Si la buscas, la encuentras.

—¿Has conseguido pasta?

Sus ojos adormecidos me miraron y sonrió encogiéndose de hombros.

—¿Has vuelto a pensar en aquello de que te hablé?

—No. No me interesa.

—Ya.

Se levantó con cierta dificultad. Rebuscó en la bolsa de basura y cogió una camiseta para ponerse, después fue hasta la pila del lavabo y se echó agua en la cara, se pasó las manos mojadas por el pelo y se lo peinó con los dedos hacia atrás.

—Te vi marcharte —me dijo.

Lo observé mientras se calzaba unas zapatillas deportivas y revolvía la mesa en busca de un cigarrillo. Lo encendió, prendió una lámpara y se sentó; dejó que el humo emergiese lentamente de su boca, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Ahora su tono era más sobrio y el acento tejano había desaparecido casi por completo.

—Te vi pegar un bote del susto mientras leías ese periódico. Yo estaba aquí, mirando por la mirilla. Vi cómo lo tirabas a la papelera y te largabas a toda prisa.

Noté que se me cargaba el pecho, esa sensación de que el interior se endurecía como el cemento.

—Saqué el periódico de la papelera. Me puse a leerlo y vi que… oh, las chicas de ese artículo tenían la misma edad que las chicas de aquí. Uno más uno son dos, ya sabes. Muy simple.

Los dientes me rechinaron al apretar la mandíbula y apreté también los puños. Él no pareció percatarse.

Levantó una mano y me dijo:

—Pero no es asunto mío, tío. No pretendo extorsionarte de ningún modo, manera o forma. Sólo te lo comento. Por si llega el caso.

—¿Por si llega el caso de qué? —le pregunté.

Se inclinó hacia delante. Deslizó el cenicero sobre la mesa para acercárselo y eliminó la ceniza que colgaba del cigarrillo haciéndolo rodar por el borde de plástico acanalado.

—¿Sabes?, dar este palo sin un colega aumenta las posibilidades de que me pillen. Si no los polis, alguna otra persona. ¿Me entiendes? Así que míralo de este modo. Imagíname esposado, sudando en una sala de interrogatorios. Estoy a punto de derrumbarme, ya sabes, me encuentro mal, necesito salir de allí. Y los polis, esos cabrones despiadados, están encantados. Ese poli desea que me caiga una condena larga. Quiere aniquilar mi futuro. Así que yo estoy desesperado, enfermo, medio enloquecido. Y entonces podría flaquear, podría decir: Escuchad, dadme un respiro, un poco de vidilla, olvidaos de los cargos y os doy la pista de un asesinato. Puedo contaros unas cuantas cosas sobre unas chicas desaparecidas.

Los nudillos me palpitaban y notaba la presión de la sangre detrás de los ojos. Entonces él se puso a manipular una navaja de mariposa que había sacado de debajo de unos papeles. Jugueteó con ella, moviéndola, abriéndola y cerrándola y haciendo que la pequeña hoja destellase en su mano. El sentido del numerito consistía en dejar claro que era capaz de cuidar de sí mismo si hacía falta. Y se hurgó entre los dientes con la hoja para demostrar que no le temblaba el pulso.

—Piénsatelo, tío. Ya te he dicho que no tengo ninguna intención de putearte. Sólo digo que ganemos un poco de pasta. Ayudémonos mutuamente. Hay un botín de quince mil dólares para ti. Ganemos un poco de pasta. —Yo percibía el vibrato que de vez en cuando reverberaba por debajo de su voz y provocaba que su tono se elevase un poco, mientras él no dejaba de mirar las cosas que había desparramadas por la mesa o se anudaba los cordones de los zapatos, evitando en todo momento mirarme—. O bien cada uno se la juega por su cuenta.

Yo lo observaba fijamente, y mi rabia se iba apagando porque casi me daba pena. No había tenido buenos maestros. No me conocía ni era consciente de lo que significaba decirme esas cosas. Dio un golpecito a su cigarrillo para tirar la ceniza acumulada, se recolocó bien los vaqueros, se rascó el brazo, se retocó el pelo y cuando ya no le quedaba ningún otro sitio al que mirar, me observó de frente. Parpadeó como si tuviese un tic.

—¿Y ya está? —le pregunté—. Si hago ese trabajo contigo, ¿cómo sé que no vas a seguir dándome el coñazo? ¿Cómo sé que no me pedirás que volvamos a hacerlo? Que no vas a tenerme permanentemente agarrado por los huevos.

—Oh, tío. Eso es lo que intentaba decirte. No se trata de eso. Yo no soy así. Esto es un intercambio de favores. Uno por uno. Y quedamos en paz.

Me fijé en una hilera casi invisible de hormigas rojas que se movían por el zócalo de la habitación, y eché un vistazo a los papeles desplegados sobre la mesa: pequeños mapas y diagramas de circuitos. Muchos de los garabatos mostraban diversos tipos de estrellas de cinco puntas, esbozos de cabezas de cabra y de navajas de mariposa.

—Me parece que tendrás que fiarte de mí, tío —me dijo—. Pero soy legal. No digo una cosa y hago otra. Échale un vistazo a esto, tío. Escúchame. Échale un vistazo a lo que he preparado. Piensa en lo que te he dicho. Echa un vistazo.

Nos sentamos un momento y noté que del papel de aluminio de la ventana emanaba menos calor y aventuré que fuera había oscurecido, como si nos hubiera envuelto un manto de nubes.

—De acuerdo —dije—. Pero vas a tener que esperar a que anochezca. Antes tengo que encontrar a Rocky.

—Sí. De acuerdo. Claro que sí.

Parecía menos crío cuando sonreía; se le arrugaba la cara y sus dientecillos torcidos asomaban como un puñado de guijarros.

Me puse en pie.

—Probablemente será mejor que la gente de por aquí no nos vea juntos. Nos encontraremos en los almacenes Circle K, calle abajo. A las ocho.

—Eres un paranoico, colega. Aquí nadie va a enterarse de nada.

—Si quieres que participe en esto, vamos a empezar a ser prudentes. Desde ahora mismo.

—Vale, vale. Tío, en esto me recuerdas a Wilson.

—Entonces haz lo que te digo.

Me dio la razón con una mirada burlona. Yo no miré atrás al salir de la habitación. Comprobé que había acertado: se habían acumulado un montón de nubes grisáceas que flotaban muy bajas, como si el denso cielo que se nos echaba encima fuera la cara inferior de una montaña.

Di con el restaurante junto a la calle Veintidós, entre el callejón de los talleres de reparación de barcas y la calle del mercado. Pirandello’s ocupaba la planta baja de un edificio de piedra rojiza con la entrada flanqueada por unos adornos de cristal esmaltado en forma de llamas, con bombillas encastradas. En la puerta acristalada aparecía estampado en letras manuscritas el nombre del restaurante, y unas cortinas color borgoña cubrían la mitad superior de las ventanas. Calle abajo un hombre gritaba a un perro.

Se me acercó una camarera en cuanto entré. El personal vestía pantalones o falda de color negro con camisa blanca y pajarita. Eran las cinco en punto y la chica me informó de que la cocina acababa de abrir y me preguntó si deseaba una mesa. Apenas un tercio del comedor estaba ocupado, sobre todo por mujeres que lucían sus blusas, sus joyas y esos voluminosos peinados típicos de las tejanas.

—¿Rocky trabaja hoy?

—¿Quién?

—Rocky. O Raquel. Bajita, con el pelo rubio corto. Muy rubio.

Frunció el ceño mientras pensaba, y bajó la mirada hasta el libro de reservas.

—Pues no la conozco.

—¿No trabaja aquí?

—Yo llevo aquí sólo unas semanas. Supongo que hay gente a la que todavía no conozco.

—Pero conoces a las otras camareras, ¿verdad? Nunca has visto a esta chica… bajita, con el pelo ondulado, muy guapa. Menuda.

—¿Sabe qué? Me suena haber visto a una chica así en la barra una o dos veces. No creía que trabajase aquí.

Señaló detrás de ella, más allá del recibidor y la sala principal, hacia una barra larga y elegante al fondo del comedor, atendida por un barman en mangas de camisa y con esos manguitos hasta los codos que llevaban los hombres el siglo pasado, o cuando fuese.

El barman tendría más o menos mi edad, un bronceado de un tono similar al barro del delta y, según vi cuando alzó la cara para mirarme, unas cejas tan claras que casi resultaban invisibles. Me saludó con una inclinación de cabeza mientras preparaba con movimientos precisos unas bebidas para una camarera. En cualquier oficio, normalmente se puede juzgar la profesionalidad de un hombre por cómo utiliza las manos, si las mueve con languidez o con gestos firmes y mesurados. Me preguntó qué quería tomar, pedí una Miller y le di una propina equivalente al precio de la cerveza.

—Gracias —dijo con un gesto de asentimiento—. ¿Espera a alguien?

—De hecho, estoy buscando a una chica. Creía que trabajaba aquí. —Volví a describir a Rocky y volví a referirme a ella como Raquel—. ¿La conoces? Una chica baja, de cabello rubio limón. Facciones afiladas. Guapa. Me dijo que trabajaba aquí.

Arqueó las cejas, se le formaron unas estrías blancas en la piel de la frente, castigada por el sol. Se mesó una perilla recortada con esmero.

—Creo que sé a quién se refiere. Pero no trabaja aquí. Ha estado en la barra un par de veces, sentada justo allí. Esperaba sentada hasta que alguien se le acercaba. Se quedaba fumando hasta que alguien le ofrecía una copa.

—¿En serio?

Asintió como si le hiciera gracia.

—Si busca compañía, conozco a un par de chicas. Si quiere, puedo llamarlas.

—Quiero a ésa.

—Bueno, que yo sepa, ha estado por aquí un par de veces. El gerente me dijo que lo avisara si volvía a aparecer. Éste es un sitio con clase, ¿sabe?

Recorrí con la mirada las paredes pintadas con esponja y decoradas con ribetes dorados, las esculturas de papel maché que representaban el Coliseo y la torre de Pisa.

—Quiero decir, cada uno sabrá lo que hace, pero esa chica debería probar en bares de hotel, o sitios por el estilo. Éste no es el lugar para eso.

—De acuerdo.

Me levanté del taburete y le di un billete de cinco de propina extra por la conversación. No era difícil imaginarse a Rocky al entrar allí la primera vez, quizá se sentó a solas en la barra sin haber rellenado siquiera la solicitud. Alguien se acerca a ella, o ella lanza una miradita, porque sabe cómo hacerlo, y al cabo de unas horas está de vuelta en el motel, ha ganado algún dinero y cuenta a todo el mundo que ha encontrado trabajo.

Recorrí Harborside, bajé por la avenida Rosenberg hacia el malecón y pasé a poca velocidad junto a la playa atiborrada de gente tumbada en la arena grisácea; el sol pegaba fuego a los contornos de las cosas y se derramaba a través del parabrisas en amplias ondas de luz enrojecida. Yo mantenía los ojos bien abiertos en busca de aquel tono de pelo tan llamativo. Vi a un hombre echado en el banco de una parada de autobús, con la cara tapada por un periódico, mujeres que caminaban en biquini entre sol y sombra, un gordo con un enorme radiocasete en el que sonaba rock tejano.

Los jóvenes se habían apropiado de un tramo de la playa. Sus cuerpos bronceados y esbeltos, aquella manera de darlo todo por sentado, como si el tiempo y las oportunidades fueran su derecho natural, me suscitaron cierto resentimiento. Un frisbee planeaba lentamente por encima de sus cabezas y daba la sensación de que para algunos el mundo era un eterno mediodía; oí sus voces y sus risas y los vi perseguirse como cachorros. No podía imaginarme a Rocky allí. Hay montones de cosas que nunca llegan a ser como deberían.

Antes de volver al motel me detuve en una ferretería de la cadena ACE y compré un paquete de bolsas de basura de doble resistencia Steel Sak y diez metros de cuerda.

Asomé la cabeza en la recepción del Emerald Shores y vi a Dehra y Nancy sentadas con Tiffany ante un juego de mesa; la niña parecía limpia y fresca, con un vestido de lino amarillo. Dio una palmada después de tirar el dado, alzó la mirada y me saludó con la mano.

Nancy arqueó las cejas interrogativamente y yo negué con la cabeza. Se acercó a mí.

—Tenía razón —le dije—. No trabaja allí. Nunca ha trabajado allí. No sé qué pensar. He dado unas cuantas vueltas por los alrededores, pero no la he visto.

—Jesús, María y José. —Se puso las manos en las caderas—. ¿Y ahora qué?

—¿Hasta cuándo tienen la habitación? Ya he olvidado cuántas noches pagué.

—Creo que está todo pagado hasta pasado mañana.

—Apostaría a que aparece entonces.

—¿Usted cree?

—Apuesto a que sabe cuándo se quedan sin habitación. Volverá para recoger a la pequeña. Si no lo hace, empezaré a buscarla por otros moteles.

—¿Da por hecho que está bien? ¿Que no le ha pasado nada?

—No lleva tanto tiempo desaparecida para pensar eso.

Todavía no quería ponerme a considerar en serio esa posibilidad.

Nancy echó un vistazo al interior de la recepción; los edificios bloqueaban los últimos rayos de sol y en el ambiente reinaba una bruma rojiza y sombría. Veíamos a Tiffany a través del cristal, pasándoselo estupendamente.

—Entonces, ¿qué le pasa? Con una cría como ésa… ¿Qué problema tiene?

—La verdad es que no tengo ni idea. Ya sabe cómo son estas cosas. Hay gente así. Les pasa algo, normalmente cuando son jóvenes, y nunca lo superan.

—Pero otros sí.

—Quizá. Pero uno tiende a toparse más con los primeros.

Nancy asintió, repiqueteó con el pie en el suelo y se fijó en un vaso desechable de Big Gulp que alguien había dejado en el aparcamiento. El viento lo hacía rodar de un lado a otro. Bajé la cabeza y le dije:

—Escuche. Respecto a la niña… Si algo… No sé… Ustedes cuidarán de ella, ¿verdad?

Echó la cabeza hacia atrás, como si se sintiese ligeramente ofendida.

—¿Qué?

Me fijé en la moto de Tray. Sin que nos diésemos cuenta, había caído la noche y de pronto estábamos envueltos en una luz azulada cada vez más oscura.

—¿Qué hora es?

—Las ocho menos cuarto. ¿Qué acaba de decir?

—Nada. Tengo una cita.

—¿Y nosotras seguimos ocupándonos de la niña?

—Supongo que podría llevármela conmigo. Pero yo no tengo más vínculos con ella de los que pueda tener usted. —Le ofrecí cuarenta dólares—. Tome. Para la cena. O para un poco de diversión. Si Rocky no vuelve mañana, ya pensaremos qué hacer.

No dudó en aceptar los billetes, los dobló y se los guardó en el bolsillo delantero de los vaqueros.

—No está siempre contenta, ¿eh? La niña, digo.

—¿Qué?

—Tiffany. No siempre está riendo y sonriendo. A veces tiene rabietas. Rabietas muy fuertes. Tira la comida y llora. Empieza a preguntar por la otra y se enfada. Se asusta si te mueves demasiado rápido. Ya sé que ya se lo había dicho.

La verdad es que no supe qué contestar. Me limité a asentir.

Killer Tray esperaba al acecho junto al teléfono público en el Circle K, con los hombros encorvados como si se enfrentase a un viento cortante. Me saludó con la mano en cuanto vio aparecer la camioneta y se acercó corriendo. Yo había metido la cuerda y las bolsas de basura en la parte trasera.

Abrió la puerta.

—Todo bien —saludé.

—¿Quieres echarle un vistazo?

—Vamos. —Suspiré. Me guió hacia Broadway y dijo que no había prisa.

—Básicamente lo guardan todo en el almacén. También hay un pequeño guardarropa, donde guardan los chalecos de plomo y otras cosas, pero detrás, en el corazón del edificio, hay una especie de patio de luces que servía para subir al tejado o algo así. La trampilla del tejado está siempre cerrada con pestillo, pero hay un hueco entre las plantas por el que se puede reptar. La mujer de la limpieza me dejará esconderme allí cuando estén cerrando. Me quedaré allí más o menos hasta la una, y entonces saldré del escondrijo y manipularé la alarma. Necesitamos una furgoneta. Tú te encargas de eso. La aparcas en la parte trasera, cargamos el material… máximo veinte minutos. Lo llevamos a Houston. Y todo el trabajo duro lo habré hecho yo.

—¿Cuál es la dirección?

—El cuatro mil quinientos quince de Broadway.

—Repíteme quién es tu contacto dentro.

—La de la limpieza. Su hermano es un antiguo colega mío.

—¿Hay algún callejón al otro lado? ¿Algún sitio desde el que podamos echar un vistazo?

—Sí, claro. Gira aquí.

Movía las rodillas como si tuviera un muelle, se daba palmadas en los muslos y se mordisqueaba el labio inferior. Yo había imaginado todo tipo de diálogos distintos entre nosotros, otras situaciones posibles. Pero, incluso si el golpe iba como la seda y los dos salíamos con los bolsillos llenos, eso no haría más que animarlo. Por mucho que hubiera dado su palabra, es un hecho incuestionable que no puedes fiarte de un yonqui. Él siempre tendría la baza de lo que sabía sobre las dos chicas.

Intenté no pensar en eso, porque el chaval era como aquella chica del motel en Amarillo: nunca tendría un golpe de suerte. Sólo podía irle mal.

—¿Dónde estaba tu hogar de acogida? —le pregunté.

—¿Eh? Ah. En Jasper.

—¿Alguna vez os hicieron recoger algodón?

—No.

—En el mío sí. Esos cabrones nos mandaban a todos a los campos, cada año, de agosto a octubre. Lo llamaban Programa Social Suplementario.

—Vaya.

—¿Tenías padres de acogida?

—Ah, sí —me dijo—. Una vez. Cuando tenía ocho años. No estaban mal. Pero entonces tuvieron que mudarse. Y no podían llevarme con ellos. Tenía algo que ver con el trabajo de él. —Señaló hacia el parabrisas—. Es aquí.

—Voy a aparcar en la otra manzana. Y nos acercamos por el callejón.

—Claro. Perfecto.

Cruzamos el callejón y nos mantuvimos ocultos entre las sombras. Un contenedor de basura, papeles arrastrados por el viento. Ninguna ventana encima de nosotros. Tray señaló la clínica.

—No sé —dije—. Queda muy a la vista.

—En realidad no, por la parte trasera no. Hay otro callejón que pasa por allí. Tienen una zona de carga y descarga en la parte trasera.

—No sé —insistí.

Lo dejé adelantarse. Saqué los gruesos guantes de trabajo que me había metido en el bolsillo trasero y contuve la respiración mientras me los ponía. Habría podido hacerlo de un montón de maneras diferentes, pero él era frágil como un gatito y ésa iba a funcionar. Guardé silencio.

Al volverse, dio un respingo porque yo me había acercado mucho, pero ya era demasiado tarde. Lo agarré por el cuello. Sus ojos reflejaron que comprendía con terror lo que estaba sucediendo y luego se le hincharon como dos ampollas de sangre, y yo le susurré: «Chist». Siempre me ponían esa cara: «Espera. Espera».

Luchó, pero yo tenía los brazos al menos un palmo más largos que él. Se le amorató la cara, los capilares estallaron bajo la piel; intentó coger su navajita, pero se le cayó al suelo con un tintineo mientras yo presionaba con los pulgares y notaba que el hueso hioides se partía. Los ojos se le movieron espasmódicamente y quedaron en blanco. Soltó una última exhalación con un gorjeo y me llegó el olor de sus tripas. La lengua le quedó colgando como una babosa gorda y exhausta.

Mientras lo dejaba en el suelo sentí el impulso de darle una explicación, de convencerlo de que sólo lo había hecho por las chicas. Aunque eso no le habría servido para tomárselo mejor.

Comprobé las dos entradas del callejón, donde la luz de las farolas hendía la oscuridad, y acerqué mi camioneta de modo que asomara justo a la altura de la esquina. Lo metí en el asiento del copiloto y apoyé su cuerpo en el cristal ahumado de la ventanilla.

Había planeado pararme en una zona oscura de alguna carretera secundaria, envolverlo en la lona y llevarlo oculto en la parte trasera de la camioneta. Sin embargo, mientras salía de la ciudad, tal como estaba, apoyado en la ventanilla, no parecía nada sospechoso, parecía simplemente borracho y, aunque la cabina olía a su última mierda, aún persistía cierta intimidad entre nosotros.

Sentí que teníamos muchas cosas en común. Él conocía bien los extensos prados deshabitados, los apartamentos de una sola habitación, el café preparado en un hornillo, la voz que grita: «¡Apagad las luces!». Por mi parte, sólo yo podía entender su terror al descubrir que había llegado al final del camino, conmigo en ese callejón.

Salí de la ciudad así, con él apoyado en la ventanilla. Mi amigo borracho. Mi último colega. Yo mismo, de joven, débil y temerario.

A poco menos de cincuenta kilómetros de Galveston estaba La Porte, donde una marisma vierte sus aguas en la bahía de Galveston. Había estado allí un par de veces antes, cuando trabajaba para Sam Gino. Hacía mucho tiempo. Estaba tal como lo recordaba. Un territorio de aguas muertas llamado Marais du Chien, un enorme, negruzco y enmarañado caos de socavones y cenagales que se sucedían sin orden ni concierto y en el que todas las zonas se parecían entre sí; un laberinto de cipreses, pinos y sauces infestado de caimanes, serpientes y peces aguja primitivos del tamaño de una canoa. Un camino de riego en desuso conducía hasta un recodo aislado y una zona boscosa que desembocaba en la marisma, y todo eso seguía allí, sólo que más crecido: cañas gigantescas, hiedras enmarañadas y árboles altísimos, recubiertos por la enredadera de kudzu, que lo unificaba todo en una sola entidad, una criatura prehistórica cuya frondosa silueta irregular resaltaba por contraste ante los contornos más claros de la noche.

Mantuve los faros de la camioneta apagados mientras avanzaba por el camino de riego y aparqué entre unos pinos cerca del recodo. Agujereé una bolsa de basura, me la pasé por la cabeza como un delantal de peluquería y saqué el cadáver de la camioneta. Le quité las llaves y la cartera, le desgarré la camisa y los pantalones, corté la ya fría carne bajo los brazos y manó la sangre, lánguida y espesa.

Iba a echarle encima unas cuantas bolsas de basura y luego atarlo con la cuerda, pero oí que el agua se agitaba con un chapoteo. Al mirar la oscuridad casi vi al caimán arrastrarse por la ciénaga y con una sacudida de la cola romper la superficie con un leve flop. En algún lado se oyó el aleteo de un pájaro.

Levanté a Tray y lo cargué hasta el recodo. Era ligero, incluso muerto. Lo dejé caer desde mi hombro y se hundió en la oscuridad con un sonoro salpicón. Agucé el oído y percibí el rumor y el borboteo de las criaturas que se acercaban a investigar. Metí su ropa en una bolsa de basura, la cerré con un nudo y la lancé a la marisma. A mis pies, el agua empezó a agitarse y salpicar.

En el camino de vuelta desde La Porte tiré su cartera en una papelera en el exterior de un McDonald’s y después me detuve en la primera tienda que vi y compré una botella de Jim Beam, que era horrible, pero no tenían otra cosa.

Rocky todavía no había vuelto al motel y las luces de la habitación de las dos hermanas estaban apagadas. Me colé en el cuarto de Killer Tray. No tenía gran cosa, pero cogí la ropa que había por allí y sus libros y lo metí todo en una bolsa de basura, me aseguré de que no había nadie a la vista y la tiré en un contenedor, a una manzana de distancia.

Después volví a mi habitación, me duché, me quité la ropa y me senté a oscuras de cara a la ventana. Eché unos tragos de una nueva botella de whisky de más calidad y me fumé varios cigarrillos, contemplando el exterior, moviendo las piernas como un resorte y apretando los puños.

Cerca de la una, un Cadillac grande y oscuro entró en el aparcamiento como si flotara, cortando la negrura de la noche con los faros de su morro cuadrado. No era el tipo de vehículo que uno esperaba ver aparecer por allí. Llevaba las ventanillas tintadas y el motor apenas hacía ruido, aunque sí se oía el ronroneo de su potencia en reposo.

Rocky se apeó del asiento del pasajero. Vacilaba un poco sobre sus tacones de aguja y llevaba un vestido que parecía nuevo, con un estampado como de cebra, muy ceñido. Cerró la puerta y tuve la impresión de que se tambaleaba hacia atrás, como si estuviese borracha, y mientras el coche maniobraba entrecerró los ojos para protegerse de los faros, y vi que se detenía y se tapaba la boca con una mano al ver mi camioneta aparcada.

Al abrir la puerta, su cara tenía esa expresión orgullosa y confundida, pero cuando me acerqué se convirtió en temor, y Rocky se las arregló para decir con voz chillona y entrecortada: «Roy».

Sin detener mis pasos, la agarré por la muñeca y tiré de ella hacia mi habitación.

La metí dentro con brusquedad. Cayó de rodillas y se golpeó la cabeza contra el colchón, de un modo un poco teatral. Cerré la puerta de una patada y corrí las cortinas.

—Roy, espera. —Reculó sin levantarse del suelo—. Espera.

El vestido se le subió dejando a la vista sus piernas, un tirante resbaló del hombro y vi la marca de un cardenal en un muslo.

—No tendrías que usar rímel —le dije—. No sabes ponértelo. Estás ridícula.

Intentó decir algo mientras yo me quitaba el cinturón, pero al mirarme le falló la voz y puso unos ojos como platos al ver la hebilla. Rocky creía que las cosas iban a ir de otro modo, que podría hablar e insultarme y librarse.

—¡Pensaba que te habías largado! —me dijo.

La levanté agarrándola por el pelo y la sostuve de modo que tenía que mantener el equilibrio de puntillas para no perder el cuero cabelludo; empezaron a caerle lágrimas por las mejillas.

Me quedé mirándola fijamente. Tenía la nariz enrojecida y sus ojos perplejos parpadeaban humedecidos, llenos de venitas rojas. Probablemente todavía estaba colocada. Jadeaba.

Le di una bofetada y cayó en la cama.

—Ese tío, Tray —chilló—, me dijo que tú lo sabías. ¡Me enseñó el periódico!

—Mi vida —dije—. La vida de la niña. ¿Le hablaste de nosotros?

—¿Qué? No…

Enrollé el cinturón y lo hice chasquear de un tirón entre las manos.

—Roy, Roy —titubeó, llorando, con las manos en alto—. Ese tío, Tray, iba preguntando cosas sobre ti. Me preguntó por ti la primera vez que hablé con él, esa mañana que estábamos todos ahí fuera. Le dije que eras un tipo duro, nuestro tío, y un poco peligroso. Eso es todo. Creía que te habías marchado. Me invitó a unas cervezas. No le dije nada más. Y él me enseñó el, el… periódico…

—Todo ese rollo de ser sincera conmigo, ¿y no se te ocurre contarme que eres una asesina?

Se limitó a negar con la cabeza y clavar la mirada en el suelo.

—Tú no… Él… él…

—Me hiciste cómplice. La niña.

Ella negó con la cabeza.

—Y en cuanto me doy media vuelta te pones a hacer la calle.

—¿Media vuelta? Creía que te habías largado para siempre. No me dijiste nada. Simplemente desapareciste. Entonces ese tío, Tray, me ofreció una cerveza y me dijo que te habías llevado todas tus cosas. Necesitaba conseguir algo de dinero, colega. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Y a ti qué más te da?

Parecía demasiado aturdida como para ponerse en pie, se masajeaba el cuello con una mano y en lugar de hablar farfullaba.

—¿Dónde te has hecho estos cardenales?

Se bajó la falda, se encogió de hombros y cruzó los pies.

—¿En el mismo sitio en el que conseguiste el vestido?

Soltó un gimoteo largo y entrecortado, como si no pudiese respirar, y aplastó la cara contra las rodillas, respirando espasmódicamente.

—Dios mío, soy un capullo de mierda. —Me agaché junto a ella y dejé que la pesada hebilla se balancease ante sus ojos—. Si no llevaras a esa niñita contigo no tendría ninguna importancia. La sacas de su casa y vas y la metes en esto. Y a mí. ¿Y si te detienen por vender tu precioso culo? ¿Qué pasa entonces? Joder, sabes que es ilegal, ¿no? Por no hablar de la dignidad, la seguridad y todo eso… ¿Se puede saber qué coño estás haciendo?

La agarré por el mentón, con fuerza, y la obligué a levantar la cara. Las fosas nasales se le dilataban y su mirada, paralizada, desprendía una rabia que me pareció verdadera enajenación, apenas contenida.

—Esa mujer de la recepción… Levanta la cabeza y mírame. Esa mujer de la recepción estaba a punto de llamar a la poli e informarles sobre ti. Estaba a punto de llamar a los servicios sociales para que se hicieran cargo de Tiffany. Iba a contarles que una puta había abandonado a su hija aquí. ¿Sabes lo que eso significaría para Tiffany? ¿Sabes lo que es un hogar de acogida? ¿Me estás escuchando? Mírame. No tienes derecho a llorar por ti, furcia de mierda.

Apartó la cara de nuevo y negó con la cabeza. Dijo que no una y otra vez.

—Lo siento, lo siento, ¡lo siento mucho!

—Déjalo. Me da igual. Vas a mandarlo todo a la mierda y vas a fingir que eres demasiado boba para darte cuenta.

La miré con todo mi odio hasta que dejó de jadear. La obligué a incorporarse cogiéndola por los brazos.

—Háblame. Explícame qué crees que estás haciendo.

—Fue sin querer. Se me fue la olla.

—¿Con Lance? ¿Cómo es posible? ¿Y qué me dices de lo que pasó en Nueva Orleans? ¿Qué me dices de tu amiga, la del dormitorio?

Me contestó en un siseo:

—¿Qué voy a…? ¿Cómo iba a ocuparme de ella? ¿Eh? ¡Necesitamos dinero, Roy! ¡Te largaste! —Se sonó la nariz y se estiró el vestido—. No vas a quedarte. Eso lo sé. Entonces, ¿qué podía hacer? Y además, ¿a ti qué te importa? ¿Qué podía hacer?

—Hay cien respuestas posibles a esa pregunta antes que ponerte a hacer la calle, me parece. ¿Quién era ese tipo? El del Cadillac.

—Un hombre. Nada más. Lo conocí la otra noche. Estaba en la ciudad por unos días y quería compañía. Me ha pagado bien. Puedo pagar una semana más aquí, comprar comida, algo más de ropa.

—Mírate.

—¿Crees que me importa?

—No. La verdad es que no sé exactamente qué es lo que te importa. No puedo imaginármelo. Mírate. Vas hasta arriba de coca.

—No. Yo… yo no…

Volvió a romper a llorar y parecía incapaz de articular palabra. Se acurrucó en la cama y se tapó la cara con las manos.

—Maldita sea, Rocky, las cosas podrían habernos salido bien.

—¿Adónde te fuiste? ¿Adónde te fuiste?

—Como si todo esto fuese culpa mía. Ya no tenía ningún motivo para seguir a tu lado. ¿Lo entiendes?

—Qué más da.

Me enrollé el cinturón en una mano y permanecí de pie junto a ella. La única lámpara encendida proyectaba en la habitación unas sombras alargadas y puntiagudas y daba a su rostro un aire fantasmagórico. En el ambiente olía a sal y a sexo reciente, almizclado y húmedo. El cuero rechinó entre mis nudillos. No quería hacerlo, pero es como pegar a un perro al que quieres.

Es importante darle una lección. Es una lástima, pero es el único modo de que el estúpido animal aprenda.

Sin embargo, como si de pronto me hubiesen disparado con una escopeta de cañón doble, me vino uno de esos accesos de tos y sentí como si algo muy pesado me golpease en el pecho. Me incliné y expulsé aire, con una violenta tos seca, salpicada de sangre.

Vi destellos y se me fue la cabeza. No podía respirar y caí de rodillas. El dolor era insoportable, cada vez que tosía era como si me golpearan el pecho con un mazo. Las costillas me ardían como si tuviese alguna herida por dentro, veía bailar la luz en fogonazos y se me aparecía la parca abriéndose camino a través de mis tejidos, un golpe de guadaña por cada tosido.

—¿Roy? —Rocky se había acercado a mí—. ¿Roy? Venga, colega. ¿Te estás…? ¿Llamo a una ambulancia?

Estiré un brazo para detenerla. Le agarré la mano y se la apreté muy fuerte, tomándola como asidero mientras tosía —bramidos, raspaduras y garganta reseca—, pero ella no me soltó. Me tomó la mano entre las suyas, me devolvió el apretón hasta que dejé de toser, y aun después siguió sosteniéndomela.

Cuando se me pasó, necesité un rato para recuperarme, y una vez que lo conseguí, tenía la cara húmeda de lágrimas y mocos. La miré y supe que veía el miedo en mis ojos.

Me limpié la boca, pero no había sangre.

—¿Qué he de hacer contigo? —dije resollando como un anciano, como si acabara de hacer gárgaras con un desatascador de tuberías—. ¿Qué he de hacer contigo? ¿Qué?

—No lo hagas. No nos abandones, colega. Yo no puedo…

Se secó las lágrimas y me apretó la mano con más fuerza hasta que finalmente la soltó.

—Joder.

Se acarició la palma de la mano con los dedos de la otra y me miró nerviosa.

—¿No deberías ir al médico?

—¿Necesitas al hombre del tiempo para que te diga que está lloviendo?

—Pero estás enfermo, ¿no? Ya sé que no quieres que te lo recuerde. Pero no haces nada por cuidarte. Sigues bebiendo. Y fumas.

—Cuando tienes una enfermedad como la mía, no te recuperas.

—Roy…

Su cara se descompuso, como la de un niño que va tomando conciencia de la verdadera dimensión de una mala noticia.

—En Orange, yo, yo, yo… —Le dio un ataque grave de tartamudeo y se tapó la boca con ambas manos.

—Tranquilízate. No pasa nada. Nadie va a relacionar eso contigo. Me he deshecho de la pistola.

Bajó la mirada al regazo y rompió a llorar, pero de un modo distinto, más afligido.

—Eh. Eso ya ha pasado. Está zanjado. No te salpicará. La única persona con la que tienes que arreglarlo eres tú misma.

—Soy tan… —Negó con la cabeza—. Tú no… Él solía decirme, me repetía, que era culpa mía…

Un pesar avergonzado estremeció su rostro y de nuevo parecía una niña pequeña, y yo comprendí lo mucho que se odiaba a sí misma.

—No tengo la menor duda de que se lo merecía, ¿me oyes? Ninguna duda. Si me hubieras contado tus razones, probablemente lo habría hecho yo mismo. No importa. Ya está hecho. Ahora tienes que olvidarlo.

Me incorporé y la ayudé a levantarse, y cuando le puse una mano en el hombro, pegó la cara a mi pecho y de nuevo rompió a llorar.

—Estas cosas son así. No estás obligada a sentir nada. Tú decides lo que sientes y lo que no sientes. Te guardas lo que quieres, y si algo no va, te olvidas.

Se abrazó a mí con aquella agilidad de sus brazos.

—Roy, ¿tú crees en el infierno?

—No —le respondí—. Salvo que esté precisamente en la Tierra.

—Tengo que recoger a Tiffany. Debería…

—Voy a contarle a Nancy que ya has aparecido. El único motivo por el que nadie llamó a la policía es que todas adoran a Tiff.

—Lo sé. Es cierto. Lo tuve en cuenta cuando… Quiero decir que ya sabía que esas mujeres no dejarían que le pasara nada malo a Tiffany, o…

—No puedes hacer una cosa así.

—No, ya lo sé.

Le temblaron las rodillas y la ayudé a sentarse en la butaca. Rocky necesitaba seguir desahogándose, así que le dije:

—Bueno, háblame de él.

—No quiero.

Negó con la cabeza. Reflexioné unos instantes.

—No es tu hermana, ¿verdad?

Me lanzó una mirada de perplejidad, volvió a bajar la cabeza y se puso a llorar de nuevo.

—Vale —dije—. Tranquila.

—Y la dejé allí. La abandoné.

No tenía nada que responder; me limité a dejarla allí sentada, recuperando el ritmo de la respiración. Me froté el pecho y esperé.

Cuando habló lo hizo con voz queda, pero con una sobriedad nueva en ella:

—Lo que pasó es que me puse enferma. Mamá no estaba. A veces se marchaba de la ciudad un par de días para trabajar en una convención, o cosas por el estilo. El hecho es que ella no estaba en casa. Yo había cogido una gripe o algo parecido después de pasar la noche debajo de ese puente de caballetes. Pero ésa es otra historia. El asunto es que cuando llegué a casa me subió la fiebre y tuve que quedarme en la cama. Sólo estábamos Gary y yo, así que él trasladó el televisor a mi habitación para que yo pudiese ver la tele, y recuerdo haber pensado lo amable que era. No teníamos ninguna medicina y él no paraba de beber de una botella. Me dijo que eso era un buen remedio cuando estabas enfermo. Que su madre les daba a él y a sus hermanos un poco de whisky para combatir el resfriado. Así que se sentó conmigo a ver la tele y de vez en cuando me ofrecía un trago en un vasito de plástico. Recuerdo que era en un vaso de plástico. Y al cabo de un rato yo ya me encontraba mejor, como más contenta, y ya no me importaba estar enferma. Y él me contaba chistes y nos reíamos con lo que ponían en la tele. Había muy poca luz, sólo un par de velas y la tele, y él estaba sentado a mi lado en la cama, y no quise darle importancia, porque yo estaba cada vez más alegre. Sin embargo, estaba tan gordo que hundía el colchón y eso me hizo rodar hasta su lado, medio adormilada. Y entonces, no sé, ya era tarde… yo me medio desperté, aunque en realidad ya debía de estar despierta. No sé exactamente cómo sucedió. Pero me desperté y estaba sucediendo. Él estaba encima de mí. —Negó con la cabeza, pasmada, como si estuviese contando la historia de otra persona—. Era tan gordo… Yo casi no podía respirar. Tenía granos en los hombros, varios juntos, enormes y rojos, y olía a cangrejo de río, a barro.

Pensé que no se sobrevive a ciertas cosas, aunque no te maten.

Ella continuó:

—En cualquier caso, cuando mamá regresó a casa, no sé, creo que él le contó algo. Le contó que era culpa mía o algo así. Desde entonces ella se comportó de un modo diferente conmigo. A mí me venían ganas de llorar a gritos cada vez que veía aparecer a Gary. No sabía de qué iba todo aquello. No entendía qué me estaba pasando. Comencé a engordar y mamá se largó. Y entonces Gary empezó a decir que eso sería positivo. Podría conseguir ayudas del estado. —Reclinó la cabeza en una mano—. Seguí engordando y llegó un momento en que ya no podía salir de casa. Él esperó hasta el último instante para llevarme al hospital.

Me incliné hacia ella.

—Ve a tu habitación. Date un baño, o lo que sea. Relájate, sácate todo esto de la cabeza, despéjate. Aclárate las ideas. Esto, lo que estabas haciendo, se acabó.

—¿Tú qué vas a…?

—Voy a quedarme en mi habitación. También he tenido una noche muy larga. Por la mañana hablaré con Nancy. Para entonces ya se me habrá ocurrido algo. No podemos quedarnos más tiempo aquí. Tenemos que marcharnos.

—De acuerdo. De acuerdo. Lo siento.

—No te preocupes.

—Siento haberte hecho escuchar todo eso.

Le abrí la puerta y ella salió, pero se detuvo un momento al ver la moto de Tray, que seguía aparcada delante de su habitación. Volvió la cabeza y me miró, pero no dijo nada. Yo me quedé en la puerta, contemplando cómo se metía en su habitación, y ella se volvió de nuevo para mirarme, como para asegurarse de que yo no había desaparecido, y cerró la puerta.

Durante esas primeras horas de la madrugada dediqué un rato a pensar cuál era el paso correcto. Quería que esas chicas tuvieran algo de dinero. La vida había enseñado a Rocky a conservar en el centro de su corazón el pánico a lo que de verdad significa carecer de medios.

Podía ser que, a pesar de ello, siguiera haciendo las cosas que hacía. Yo no estaba seguro de si eso tenía importancia.

Me rasqué el pecho y lo noté dolorido e irritado por el ataque de tos.

Mi enfermedad lo había acelerado todo. Creo que, de haber tenido una vida por delante, habría luchado por esas chicas, habría hecho lo posible por que las cosas les fuesen bien durante algún tiempo. Pero yo no iba a vivir mucho más.

Contemplé cómo el humo de mi cigarrillo se estrellaba contra el papel de pared medio despegado, y a medida que el nivel de la botella descendía y mis pensamientos se volvían cada vez más intuitivos, frenéticos, se me fue ocurriendo un plan.

Saqué la carpeta que me había llevado de la casa de Sienkiewicz.

Aclaré las cosas con Nancy y ella pareció, al menos momentáneamente, satisfecha respecto al bienestar y los cuidados de Tiffany. Le dije que pronto nos marcharíamos. Empezaba a alejarme de ella cuando me preguntó:

—¿Ha visto al señor Jones por algún lado?

Me detuve y negué con la cabeza.

—Lo vi ayer por la tarde un momento. Fui a preguntarle por Rocky. —Miré hacia su habitación—. Su moto todavía está aquí.

Ella no dijo nada.

—¿Le debe algún día por la habitación?

—No. De hecho, todavía le quedan un par de días pagados.

Me fui al cuarto de las chicas sin añadir nada. Rocky estaba sentada en la cama, detrás de Tiffany, acariciándole el pelo mientras veían en la televisión un programa de entrevistas.

—Hoy debes quedarte con tu hermana —le dije—. Sé buena. Volveré.

Parecía escarmentada, pálida, los hombros caídos y la mirada triste, y me habló sin alzar la voz y sin mirarme:

—¿Qué vas a hacer?

—Tengo un asunto entre manos. Volveré más tarde. Es una cosa para vosotras dos.

—De acuerdo.

Clavó la mirada en el pelo de Tiffany, con una expresión pasiva y ausente. Sus dedos se movían automáticamente, como piezas de un mecanismo.

Me aseguré de que tenían algo de dinero y conduje hasta San Marcos para abrir una cuenta bancaria en el First National.

Volví a repasar atentamente los papeles de la carpeta. Listas de embarque, horarios de llegadas y salidas de barcos, con anotaciones manuscritas que dejaban constancia de la desaparición de ciertos contenedores, marcados con un círculo rojo y apuntados también en un cuaderno de contabilidad que consignaba pagos y menguas de carga de ciertos barcos en un lenguaje absurdamente neutro, sin códigos para encriptar la información o cifras anotadas en los márgenes. El nombre «Ptitko» aparecía un buen número de veces. Supongo que Frank Sienkiewicz creía que aquello iba a ser para él una especie de seguro de vida, algo que lo mantendría a salvo.

Una idea bastante estúpida, de hecho. Tal vez estaba intentando hacer un trato con algún fiscal y hubo un soplo. Tal vez amenazó a Stan con esos documentos. No lo sé.

El First National tenía oficinas por todas partes, incluida Nueva Orleans, y yo podría telefonear desde cualquier sitio y obtener el saldo de la cuenta pulsando unos números.

En aquella época sólo hacía falta un carnet de conducir y algún documento secundario en el que constara la dirección postal. Adjudiqué a la cuenta la dirección que figuraba en mi carnet de conducir, en alguna parte de Alexandria.

El trámite me llevó la mayor parte del día y cuando regresé a última hora de la tarde pasé a saludar a las chicas. Rocky se había metido en la cama. Estaba tumbada, mirando al techo mientras el televisor emitía un zumbido, y Tiffany se entretenía con un osito de peluche que le habían comprado las dos ancianas.

—Eh, ¿estás bien?

Rocky parpadeó sin dejar de mirar al techo, con su mapa de manchas de humedad de un marrón grisáceo.

—¿Te encuentras mal?

—No.

—Bueno, ¿pues qué pasa?

Habló en tono seco, sin mover apenas la boca, pero entornó un poco los ojos y parecía querer concentrarse, como si estuviese viendo una película proyectada en el yeso manchado del techo.

—Sólo estoy descansando. Estoy cansada, Roy.

La niña volvió la cabeza para mirarnos, con las manos aferradas al cuello del osito de peluche, que colgaba tieso como si lo hubiera estrangulado.

—¿No estás enferma? —le pregunté.

—No, no lo estoy. De verdad.

La mirada de Tiffany iba y venía entre Rocky y yo, buscando pistas, y un estremecimiento de desasosiego me recorrió la espalda. Me pregunté, quizá por duodécima vez, qué vida la esperaba, y recordé a la chica de la parada de camiones de Amarillo.

Rocky habló de nuevo:

—Sólo estoy descansando, Roy. Me relajo y pongo en orden mis ideas. No te preocupes. Estaré bien. —Sus pupilas oscilaron como si estuviera siguiendo con la mirada los movimientos de un enjambre—. Sólo necesito dormir toda la noche y estaré recuperada.

—Vuelvo a salir un rato. Sólo unas horas, nada más. Y ya no tendré que volver a marcharme. Así que no quiero que te preocupes. Cuida de tu hermana, yo volveré esta misma noche. Aquí tienes treinta pavos. Pide una pizza, o lo que queráis.

—De acuerdo.

Tiffany sacudió el osito y los brazos aletearon en el aire.

—He pensado que mañana podríamos ir a algún lado —dije, y sonó como una propuesta un poco tonta, pero tenía la sensación de que debía ofrecerle algo antes de irme, una promesa de algún tipo que la ayudase a pasar la noche—. Tal vez nosotros dos solos. A cenar, o algo por el estilo.

—Seguro. Suena bien, Roy.

—De acuerdo. Bueno, nos vemos pronto, chicas.

—¿Y ahora qué vas a hacer?

—Llamar por teléfono.

Fuera estaba oscuro, no había estrellas en el cielo y el ambiente cargado anunciaba lluvia inminente. Uno de los faros de la camioneta fallaba y el haz de luz de la izquierda, débil e intermitente, hacía aparecer y desaparecer la llovizna que ya caía. Por si tenían un modo de localizar el prefijo, o algo por el estilo, había pensado que lo mejor era llamar desde lejos de la ciudad. Conduje un par de horas para entrar en Luisiana y llegué hasta Leesville. Por si acaso.

En el exterior de una gasolinera abandonada había una cabina que se inclinaba a causa de la tierra reblandecida. En los paneles de la gasolinera, la lista de precios estaba en blanco y las ventanas de la oficina, junto al garaje, estaban cubiertas con bolsas de basura cortadas y extendidas sobre los cristales. Recordé las bolsas que había comprado para envolver a Tray y empezaron a temblarme las manos. En la cabina, eché un par de tragos de mi botellita de J&B y me quedé dentro fumando un cigarrillo. Del bosque denso que bordeaba la vieja carretera llegaba un griterío de insectos y en el suelo de hormigón del aparcamiento se abrían paso las grietas allá donde brotaban unos hierbajos como cabellos encrespados, de un amarillo blanquecino a la luz de la farola que se encorvaba sobre la cabina como una madre protectora. Fuera de ese círculo de luz, el viento sacudía las hojas de los árboles.

Cuando me acabé el cigarrillo, encendí otro. Sostuve el auricular, metí las monedas y marqué el número.

Tuve que pasar primero por el filtro de George, el barman, y estuve a punto de preguntarle cómo tenía la oreja.

—Dile que soy Roy —le pedí.

Como tardó un par de minutos interminables, me dediqué a escuchar los zumbidos de los insectos y contemplar las polillas y los mosquitos que revoloteaban y ascendían hacia la luz amarillenta. Antes de que él hablase, oí un clic y un ligero aumento del crepitar de la línea telefónica, pero yo sabía que él tenía esa cosa en su aparato para impedir las escuchas.

—Sólo puede ser alguien con ganas de tocarme los cojones —dijo la voz al otro lado de la línea. Era profunda y rasposa como el croar de una rana, y también forzada, con un acento de Nueva Orleans exagerado y, como siempre, una pronunciación muy precisa—. ¿Eres tú de verdad?

—Sí, soy yo de verdad —respondí, y oí que le daba una calada al cigarrillo, hasta el crepitar del tabaco al arder llegó a mis oídos. Imaginé a Carmen volviendo la cabeza para mirarlo con una sonrisa. Me sentí expuesto bajo la luz de la farola, solo en aquella carretera vacía, envuelto en una oscuridad estrepitosa.

—Qué bien te lo curraste. Impresionante, en serio.

—No tenía otra opción.

—No. Ya lo entiendo. Lo limpiamos todo. Pero, joder… Me preguntaba si volveríamos a tener noticias tuyas, ¿sabes?

—Sorpresa, sorpresa.

Oí el suave crepitar de su cigarrillo e imaginé su cara redonda, ceñuda, el desprecio en esos pequeños y brillantes ojos de mirada calculadora y el humo al salir de sus fosas nasales.

—¿Vas a volver por aquí? —me preguntó.

—Yo diría que no.

—Sí, ya me lo imaginaba.

—Pero ¿por qué? No lo entiendo.

—¿Por qué qué? —preguntó.

—¿Por qué nos montaste esa encerrona, Stan? De verdad, ¿por qué?

—Te estás equivocando, Big Country. No fuimos nosotros. Fueron los armenios. Tenían sus propias cuentas que saldar con ese tipo. Cosas suyas. Coincidisteis todos allí por casualidad. Mala suerte. Ellos no tenían intención de liquidaros. Sólo iban por él.

—¿En serio?

—Absolutamente. Pura mala suerte. Pero los que acabaron jodidos fueron ellos, ¿no?

—¿Me estás contando la verdad?

—Palabra de honor.

Observé mi reflejo en el cristal sucio y agrietado de la cabina. No parecía yo. Había perdido más de tres kilos en la última semana y me había rapado el pelo.

—Lo que pasa —le dije— es que nos ordenaste que no lleváramos armas. ¿Lo recuerdas?

No respondió. Creo que apagó el cigarrillo.

—¿Stan?

—Oh, vaya, ahí me has pillado.

—Si tanto te molesta la presencia de cualquiera que se la haya tirado, vas a tener que cargarte a unos cuantos cientos de personas.

—Ojo con lo que dices, Big Country.

—Matarnos así, ¿por qué? ¿Por ella? Es demencial.

—Ah. Pero no es exactamente eso. Tú. Angelo. No sois lo que se dice esenciales para la organización, ¿sabes? La cuestión era: ¿por qué no hacerlo? Como quien aplasta una araña. Y mataba tres pájaros de un tiro. Vosotros dos os cargabais el muerto de Sienkiewicz, ¿sabes? ¿Por qué no iba a hacerlo? El porqué es porque a mí me sale de los cojones. El porqué es que yo soy quien toma las decisiones.

—Tu mente es como un nido de serpientes.

—Lo has entendido perfectamente.

Tragué saliva y respiré hondo. Fijé la mirada en las oscilantes hojas que asomaban al borde de la oscuridad.

—Pues bien —dije—, tengo algo en mi poder.

—Pues bien.

—Listas de embarque. Registros. Un libro de contabilidad que explica claramente todas las transacciones. Tu nombre aparece por todas partes. Y hay una carta muy larga y muy detallada que explica las operaciones. Escrita a mano por ese tipo. Sospecho que eso era lo que buscaban los supercomandos.

Oí un golpetazo al otro lado de la línea.

—Cabronazo —dijo—. Por encima de mi cadáver…

—Pues por encima de tu cadáver. Tú te lo has buscado, hijo de la grandísima puta, bola de grasa polaca. Eso es lo que querían, ¿verdad? Los documentos que había reunido Sienkiewicz.

La línea crepitaba a fuego lento. Los insectos revoloteaban en el cono de luz como los falsos copos en los globos de nieve navideños. Algo se movió: por el lado sur, los árboles empezaron a proyectar su sombra. El estallido de unos faros iluminó la carretera. Oí rugir un motor y el corazón se me aceleró mientras pasaba una furgoneta; me cegó durante un instante, me lanzó el humo del tubo de escape y tumbó mi sombra alargada en el pavimento del aparcamiento.

—¿Desde dónde me llamas? —me preguntó Stan.

—No importa.

—¿Qué quieres?

—Setenta y cinco mil. En una cuenta.

—¿Eh?

—Es una ganga.

—Me parece un poco exagerado.

—Si no recibo el dinero, mandaré copias de los documentos. Al Times-Picayune. Al periódico de Baton Rouge. A alguno de tirada nacional. Y el original a los federales. Pone «Ptitko». Bien claro. Casi en todas las páginas. Ptitko.

—Aun así.

—Coge un bolígrafo, porque estoy a punto de colgar.

—Pero, vamos a ver… ¿Qué garantías me das?

—Lo que puedes dar por garantizado es que, si me pasa algo, los papeles se enviarán de todos modos.

—No quiero que este asunto me persiga toda la vida. No quiero que vuelvas a llamarme cuando te hayas gastado la pasta.

—Supongo que tendrás que aceptar que mi palabra vale más que la tuya. Mientras yo siga respirando, los papeles estarán a buen recaudo. He leído alguna cosa sobre el tipo que está a cargo de esta investigación, el fiscal de los federales, Whitcomb. Leí en un periódico que está realmente hecho una furia por la desaparición de Sienkiewicz. —Ptitko no dijo nada—. Esa cantidad compra mi silencio. Con eso me doy por satisfecho. ¿Tienes un bolígrafo?

—Espera.

—No.

Le leí el número de cuenta del First National. Le dije que, si a las cuatro del día siguiente no había transferido el dinero, iría a la oficina de correos. Y colgué.

Habían empezado a temblarme las manos de nuevo y me flaqueaban las rodillas. Eché un buen trago de J&B. Salí de la cabina y vomité. Los jejenes y mosquitos se cebaron en la bilis y revolotearon en torno a mi cabeza como si dibujaran una corona.

El faro que fallaba me obligó a estar atento todo el camino de vuelta; eché mano de la botella y mantuve la radio apagada. Mi pie resbalaba en el acelerador cada dos por tres.

En las playas de la isla ardían hogueras dispersas. El viento del mar retumbaba con fuerza. En el motel, aparte del rótulo iluminado con una luz mortecina y la lámpara de mesa de la recepción, todo estaba a oscuras. La barbacoa de Lance estaba de nuevo plantada frente a su puerta.

Eché un vistazo por la ranura que quedaba entre las cortinas de la habitación de las chicas y vi que el tenue resplandor azulado del televisor iluminaba sus cuerpos dormidos. Rocky estaba acurrucada, agarrando la colcha, y Tiffany se hallaba a su lado, con los brazos y las piernas extendidos y vestida con una camiseta enorme. Tuve la misma sensación de miedo que me invadía de niño cuando me dolía la barriga y la espalda se me ponía rígida, y lo único que quería era caminar a solas por los prados durante días, como un perro enfermo.

Al día siguiente comenté a las dos ancianas que íbamos a irnos. De nuevo un día pegajoso y resplandeciente, cargado de salitre y humedad. Íbamos a llevar a Tiffany a la playa por última vez y me preguntaron si podían venir con nosotros. El paseo hasta la playa con ellas fue lento; yo cargué con sus dos tumbonas de aluminio y Rocky llevaba una gran bolsa de tela con las toallas de todos y alguna cosa más. Estaba más receptiva, y por la mañana me había preguntado adónde iba a llevarla en nuestra gran cita. Yo ni me acordaba de la propuesta.

Sin embargo, seguía percibiendo en ella una tristeza apática. Y una resignación que yo llevaba toda la vida viendo en otros rostros —de gente que renunciaba, que aceptaba su destino sin luchar—, pero estaba decidido a lograr que cambiase de actitud.

Las dos hermanas llevaban sus vestidos oscuros de fibra incluso en la playa y caminaban con Tiffany por la arena sin quitarse las gruesas medias marrones, pese a las cuales resultaban visibles los garabatos negruzcos de sus varices. La brisa sacudió mi camisa hawaiana mientras les desplegaba las tumbonas. Se sentaron con sumo cuidado, protegidas con sombreros de ala ancha y unos cristales ahumados que habían colocado encima de sus gafas habituales. A Rocky la cohibió un poco quitarse la ropa y quedarse en bañador en presencia de aquellas mujeres, que la miraban. Me senté un rato en la arena junto a las dos hermanas y contemplamos a Rocky llevando a Tiffany hacia las olas.

Aunque el cardenal del muslo se veía incluso desde lejos, Rocky tenía buen aspecto, con su cuerpo esbelto, la palidez rosácea de su piel, aquella musculatura tan flexible y un culo verdaderamente de primera categoría. Rocky no había mostrado a la luz todavía esa gran belleza que formaba parte de ella porque nunca había encontrado el lugar que le correspondía. Estoy convencido.

Acompañó hasta el agua a una Tiffany que aún se sorprendía y sobresaltaba ante las olas, para después romper a reír cuando la salpicaban. También Rocky se reía, levantaba a la niña y dejaba que las olas le rozasen las piernas, y sus risas nos llegaban desde la orilla como un estallido mezclado con el siseo del agua.

Había otras personas en la playa y seguía llegando gente. Familias, niños y adolescentes, hombres bronceados con el cabello decolorado por el sol que miraban a Rocky al pasar.

Las dos hermanas respondían con risitas sofocadas y nerviosas a los grititos de Tiffany que llegaban playa arriba. El sudor perlaba los carrillos de las ancianas, que se lo iban secando con ligeros toquecitos de un pañuelo que compartían.

—Es una niña tan encantadora… Tan cariñosa… —dijo Dehra.

—Sí —añadió su hermana—. Tiene tan buen carácter…

—Yo… Eh… agradezco todo lo que han hecho por la pequeña —les dije.

—Es muy especial.

—Sí que lo es.

—Yo también lo creo —corroboré. Dejé pasar unos segundos y añadí—: Es posible que ellas dos acaben quedándose aquí algún tiempo cuando yo me marche.

Sus rostros reflejaron tan sólo un mínimo indicio de perplejidad bajo los enormes sombreros y los cristales ahumados.

—Necesitan a alguien que sea cariñoso con ellas. Si al final se quedan, esa pequeña necesitará que alguien cuide de ella.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Dehra.

—Quiero decir si yo no estoy. Si la pequeña necesitase algo.

—Oh. —Se miraron.

—Estoy seguro de que ustedes la cuidarían.

—Bueno, es que… nosotras en realidad nunca hemos…

—No se preocupen —dije, saludando con la mano hacia el agua. Me levanté y caminé hasta la orilla. Se me hundían los pies en la arena y me pesaban las piernas.

Cuando llegué al agua me esperaban con una sonrisa y Tiffany alzó los brazos y dio una palmada para que la levantase. Me adentré en el agua caliente, la agarré por las axilas y, cuando la lancé al aire, soltó un grito, pataleó y aulló para disfrutar al máximo de esa momentánea supresión de la ley de la gravedad. Agua salpicada, picor de sal.

La sonrisa de Rocky, con sus hoyuelos, pareció sincera durante un instante, mientras se alisaba con los dedos el cabello húmedo. La luz arrancaba centellas de su piel mojada, sus ojos, sus dientes, pero yo no dejaba de fijarme en los pequeños nubarrones oscuros que moteaban sus muslos.

—¿Ya has decidido adónde me llevarás a cenar y a tomar una copa de vino? —me preguntó.

Me volví hacia la playa. Una de las dos ancianas estaba guardando una pequeña cámara que habían llevado consigo. Después permanecieron sentadas, inmóviles con sus ropas oscuras, monjiles, con los rostros impertérritos y protegidos por los sombreros. Había algo en esa imagen de una figura duplicada que parecía conspirativo. Me puse a pensar en la cuenta bancaria.

Tres ramos de flores atiborraban la recepción, supuse que regalados por Lance. Iba a pagar a Nancy para que cuidase de Tiffany esa noche, pero las dos ancianas se ofrecieron a hacerlo, lo cual me sorprendió por las reticencias que habían mostrado en la playa. Fui al supermercado y alquilé varios vídeos de dibujos animados para que los vieran con Tiffany.

Alrededor de las cuatro y media telefoneé al First National y en la cuenta no había más dinero que los cincuenta dólares del ingreso de apertura.

Me detuve ante una cabina abierta que había junto a una tienda donde los espaldas mojadas llenaban sus estómagos y bebían en la acera cervezas ocultas en bolsas. Daba igual desde dónde llamase. Iba a desaparecer a la mañana siguiente.

—¿Qué coño pasa? —solté por teléfono.

—He tenido que hacer varias transferencias, pero el dinero no llegará hasta mañana. Quería avisarte, pero no me dejaste un teléfono de contacto.

—Los sobres están preparados, con los sellos ya pegados y las direcciones escritas.

—Corta toda esta mierda dramática, por favor. Si lo quieres, estará allí mañana. Es todo lo que te digo.

Colgué. Los mexicanos me observaron mientras pedía una cerveza en la tienda y bebía unos tragos rápidos en la acera. Me miraron a los ojos, lo cual no es habitual, y sus miradas silenciosas y severas parecían juzgarme, como la de aquella chica en Amarillo, y no dejaron de mirarme mientras me metía en la camioneta.

En ese momento estuve a punto de huir.

Supongo que Rocky había ido de compras. Llevaba un bonito atuendo, una falda larga y vaporosa estampada con flores azules y un top de cuello alto sin mangas, y el aire recatado que le daba el conjunto parecía destinado a complacerme, aunque no quise ni pararme a pensar de dónde habría sacado el dinero para comprárselo.

Parecía entusiasmada, como si algo tan normal como una invitación a cenar la hubiera impulsado de vuelta a un estado de ánimo que le otorgaba la fortaleza necesaria para ser sincera y decir la verdad. Incluso se había puesto el rímel correctamente, con un toque ligero que convertía sus pestañas en oscuras plumas, y pensé que aquéllos podían ser los ojos de la mujer en la que algún día se convertiría.

Lance había instalado el vídeo en la habitación de las hermanas y observé cómo se llevaban a Tiffany, dando saltitos tras ellas, mirando las cintas que yo había alquilado.

Al salir, pasamos por delante de la recepción y vimos a Lance ante el mostrador. Nos miró fugazmente y continuó escenificando su vehemente súplica ante Nancy, que con los brazos cruzados también nos vio pasar.

—¿Adónde te gustaría ir? —le pregunté a Rocky—. ¿Al centro? ¿A uno de esos sitios elegantes?

Se lo pensó y negó con la cabeza.

—A algún sitio como aquel donde tomamos una copa la primera vez. Cuando acabábamos de conocernos, ¿te acuerdas? En el lago Charles. Ese sitio molaba. Era un bar de música country o algo parecido.

—Seguro que encontraremos algún bar así.

Caían sobre nosotros los últimos rayos de sol y ella me contó lo mucho que le gustaba aquel mar y la música que sonaba por la radio. Rocky estaba poniéndome de buen humor y me sentí un poco ridículo por ello, por percibir cierta ilusión de libertad en el aire marino que entraba por las ventanillas bajadas, en las hogueras de la playa y en las olas. Intenté que me contase qué tipo de cosas se imaginaba haciendo en el futuro, pero ella volvía insistentemente a hablar del tiempo y el océano.

Nos dirigimos hacia el oeste, a Angleton, donde había un montón de tabernas junto a la carretera. Nos decidimos por una de las más grandes, llamada Longhorn’s, un sitio con buena pinta construido con largos troncos de ciprés, con un toque de mínima exclusividad que ahuyentaría a los que buscaban pelea y con un aparcamiento pavimentado con conchas de ostra en el que había aparcadas varias camionetas en desorden junto a la fachada.

Las mesas, con una densa capa de barniz, estaban dispuestas alrededor de una pista de baile de madera compacta y de una pequeña plataforma elevada para el DJ y los músicos. Unos pocos faroles de luz mortecina proyectaban un resplandor sepia sobre las fotos enmarcadas de películas del oeste colgadas de los travesaños. A un lado de la zona ocupada por las mesas se extendía una barra de punta a cabo de la pared y me acerqué a pedir una jarra de cerveza Lone Star y dos vasos.

Ella me esperó en la mesa con las manos decorosamente cruzadas y la espalda recta. Le serví cerveza y me dio las gracias con una formalidad que en ella resultaba adorable, como si quisiera compensarme.

Una camarera que arrugaba la nariz al hablar nos dejó dos cartas y me dijo que ya se encargaría ella de ir trayéndonos más cerveza. Rocky empezó a echar un vistazo a la carta. Todo eran hamburguesas y filetes y pedimos a la camarera que nos dejase un minuto para decidirnos.

Nos bebimos la cerveza y hablamos un poco.

—Muchas de estas camareras ganan una buena pasta. Crían a sus hijos con lo que ganan.

Rocky asintió.

—O también podrías atender el teléfono y sonreír.

—Ya lo pillo, ya lo pillo.

Me llenó el vaso. Le encendí un cigarrillo y nos quedamos allí sentados sin decir gran cosa hasta que la jarra estuvo prácticamente vacía. Había empezado a llegar gente, la mayoría parejas de cierta edad ataviadas con pinta de vaqueros, las mujeres con tejanos, los hombres con Stetsons.

—Oye —le dije—. Lo de la otra noche… No quiero que tengamos que pasar por una situación así otra vez. Acabará contigo.

—No. —Un brillo húmedo inundó de inmediato sus ojos—. No. No te preocupes. Yo… —Negó con la cabeza y miró enfurruñada su bebida, apretando el vaso con ambas manos—. No sé qué me pasa. A veces hay algo que no me funciona bien cuando pienso las cosas. Es como… me viene una idea a la cabeza. Y es sólo eso, una idea. Pero me la creo. Y actúo como si fuese real. Y no… Me asusta, colega. Me asusta mi manera de actuar. Donde normalmente diría: ¿Qué estás haciendo, chica?, voy y pienso que tengo razón. O sea, ahí es cuando creo que la idea es de verdad, que tengo razón, y empiezo a hacer locuras. —La boca le temblaba ligeramente y mantenía la mirada clavada en el vaso, cuyo borde repasaba con el dedo—. Es como si se me fuera la cabeza.

Asentí y le dije:

—Algo sé de eso.

Siguió frunciendo el ceño, apretando el vaso con las manos, con los nudillos cada vez más blancos por el esfuerzo. Entonces hice algo desconcertante. Estiré el brazo, tomé una de sus manos con la mía y las apoyé en la mesa. Toda su mano cabía en mi palma y ella la volvió y apretó la mía.

—Creí que te habías ido para siempre —dijo.

—Pues no. De verdad que no.

—Lo sé. Ahora.

La camarera nos rellenó la jarra y no nos preguntó si queríamos comer algo. Bajaron las luces de la pista de baile y George Strait empezó a cantar, con esa voz arrastrada, potente y sobria, y la gente se puso en pie para acudir a la pista, primero las parejas mayores, los hombres con hebillas de cinturón del tamaño de un corazón humano.

—Pero esto no puede continuar, Rocky. Tanto si me quedo como si me marcho.

—Lo sé. Lo sé.

—Ahora tienes a la niña. Se acabó. Para siempre.

—Es que me lío.

Bebimos de la nueva jarra y contemplamos a las parejas que giraban lentamente por la pista, marcando el paso doble y, a la cuarta o quinta canción, unas suaves luces verde y púrpura procedentes del escenario empezaron a deslizarse como peces fantasmagóricos sobre ellos y los lustrosos tablones del suelo; la siguiente canción que sonó fue un tema lento, de una tristeza cargada de orgullo. Las mujeres llevaban el pelo cardado y sus enormes culos embutidos en apretados vaqueros, y la expresión de sus rostros desprendía amor. Una neblina de humo de tabaco flotaba encima de nosotros y retenía la luz.

—Cuando pienso en eso me da miedo —dijo Rocky—. En Tiff. Me angustia lo que hice. O sea, traérmela aquí. Qué he hecho, colega. Qué he hecho.

Me incliné hacia delante y conseguí que me mirase.

—El pasado no existe.

—¿Qué?

—Repítete esto a ti misma. El pasado no existe. No es más que una de esas ideas que te pasan por la cabeza y que crees que son reales. Pero no existe, cariño.

Frunció el ceño y le quedó la boquita entreabierta, muda.

—Todo empieza ahora. Sí. Ahora mismo.

Se enjugó las lágrimas y se volvió hacia la gente que bailaba.

—Y no te entusiasmes, pero tengo algo en marcha —le dije—. Algo que podría resolveros la cuestión económica un buen tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Pongamos que tuvieras algo de dinero. ¿Qué harías?

—¿Cuánto dinero?

—Suficiente. Para pagar el alquiler. Para pagar la comida y las facturas. Durante bastante tiempo.

Desvió la mirada y pareció reflexionar mientras, distraída, trazaba un dibujo con la uña en el círculo de humedad que había dejado la jarra en la mesa.

—Vale. Te diré qué puedes hacer. Usas una parte para sacarte el título de secundaria. —Ella se mofó y yo añadí—: Hablo en serio. De verdad. Contratas a alguien para que te ayude a cuidar de la niña. Y te matriculas en un instituto.

—¿En un instituto?

—Exacto.

—Pero ¿cómo…?

—Supongamos que pudieras permitírtelo. Tendrías que hacer eso. Ya te lo he dicho. Da igual la rama que elijas. Pero aprende algo. Eres lista. Aprende a hacer algo. —Entonces le tomé las dos manos—. Hazlo por ti o por ella, pero hazlo. —Me sostuvo la mirada hasta que el miedo desapareció casi por completo de sus ojos—. Eres lo bastante fuerte para vivir como hasta ahora, demuestra que puedes vivir de otra manera. Y todo eso empieza ahora.

—De acuerdo, Roy. De acuerdo.

Escuchamos el final de la canción y contemplamos los últimos giros de las parejas. Me di cuenta de que todavía le sostenía las manos, las solté y dejé el puño apretado.

—¿Cuándo sabrás algo?

—¿De qué?

—Del dinero. Ya sabes.

—Mañana.

—¿Y qué pasa si al final no sale bien?

Me encogí de hombros y me acabé la cerveza.

—Ya se me ocurrirá otra cosa.

Su mirada parecía un poco dispersa por la cerveza, vació su vaso de un trago y se secó la boca.

—¿Has…? —Dejó que la pregunta muriese en la punta de su lengua.

—¿Qué?

Tragó saliva y apretó los puños.

—¿Le has hecho algo a ese tío, a Tray?

—No. —Sonreí—. Sólo lo asusté, probablemente. Le dije que se mantuviese alejado de ti y se diera el piro. A estas alturas estará robando en alguna farmacia de Corpus, intentando conseguirse un chute.

—Ah.

Me miró fijamente a la cara, pero no encontró en ella nada que pudiese descifrar, y ambos volvimos la cabeza para contemplar las luces giratorias que iluminaban la pista vacía. Sonaba Glen Campbell.

—Bueno. —Sus ojos ebrios de cerveza parpadearon y su sonrisa se expandió por toda la cara, como si alguien abriese los postigos a la luz del verano—. ¿Vas a bailar conmigo o qué?

Negué con la cabeza, me reí entre dientes y ella fingió cara de susto. Me condujo a la pista con la misma amable determinación con la que había arrastrado a Tiffany hasta el océano, y yo había bebido lo suficiente como para no sentirme completamente idiota.

Algunas personas nos observaban desde las mesas, pero no se quedaban mirándonos mucho rato. Yo era mucho más alto que ella, así que tuve que encorvarme y vigilar para no pisarla.

Ella se abrazó a mí, con la cara apoyada en mi esternón, y nos balanceamos adelante y atrás, mientras algunos vaqueros y sus parejas bailaban a nuestro alrededor en la penumbra, con los peces fantasma nadando por encima, y su cabello olía a sal y a sol.

No sé cuántas canciones bailamos, pero al final no cenamos. Bebimos más cerveza, ella me contó un par de chistes realmente buenos y recuerdo haberme reído con ganas.

Me contó algunas historias. Me habló de su viaje en el asiento trasero de un coche cuando su madre acudió a esa extraña cita en un claro del bosque en el que había varias caravanas aparcadas. Me habló de la compañía de danza de la escuela, que se había visto obligada a abandonar al quedarse embarazada. Me habló de cuando dejó el colegio y se pasaba todo el tiempo, día tras día, en aquella cabaña en el campo.

Bailamos un poco más.

Era tarde ya cuando nos marchamos y ella caminaba ligera, dando saltitos y balanceándose un poco. No hacía más que darme las gracias. La noche era azul alrededor del aparcamiento, algo más oscura a la sombra de los árboles, donde había aparcado.

Cuando nos acercábamos a la camioneta, noté algo extraño. Mientras rebuscaba las llaves, descubrí que la rueda trasera del lado izquierdo estaba completamente deshinchada, aplastada, y miré por encima del capó para decírselo a Rocky.

—Oye…

Había varios hombres detrás de ella. Salidos de la nada. Oí el crujido de las conchas bajo sus pies.

Y entonces el caño me golpeó en la cara.

Alguien me tenía agarrado por los brazos. Intenté soltarme y la parte posterior de mi cabeza estalló. Sentí náuseas y un dolor como si me hubiesen partido el cráneo.

Sabía que tenía algo roto, algo roto en la cabeza.

Noté el sabor del polvo mezclado con mi sangre y me fijé en las conchas de ostra del suelo que me arañaban la cara mientras me arrastraban. Iba dejando un reguero de sangre en ellas. Alguien seguía tirando de mis brazos. Se me había partido la visión en dos mitades que no había manera de alinear. Oí unos gritos amortiguados.

Oí que se abría la puerta corredera de una furgoneta y entonces volvieron a golpearme.

Un dolor agudo en los hombros. Me trasladaban tirando de mis brazos y arrastraba los pies por la gravilla. Me habían quitado las botas. Oí el crujido de unos pasos, una respiración profunda. Intenté mover los brazos, pero no me respondieron. Veía la parte posterior de sus rodillas y sus zapatos. En el horizonte brillaban las estrellas. Torcí el cuello para alzar la cabeza y vi los toscos ladrillos marrones y un cartel en el que se leía STAN’S PLACE. Grité.

No veía a Rocky. No la oía. Porque yo estaba gritando.

Me soltaron los brazos para patearme hasta que volví a desmayarme.

Me desperté con la cara sobre el frío cemento, entre paredes estrechas y oscuras, en una habitación pequeña. Percibía la presencia de los muchachos a mi alrededor, entre las sombras. Me pregunté quiénes serían, si Lou o Jay estaban allí. Sólo veía con un ojo y encima veía doble.

Reconocí la despensa. Vi al fondo la puerta de acero del refrigerador y la que comunicaba con el almacén contiguo. Sabía que a la derecha había un pasillo al que daban varias habitaciones.

Volví a oír a Rocky, sólo durante un segundo, desde algún punto del pasillo… un grito breve y ahogado.

Alguien por ahí se rió de mí. Alguien tiró la carpeta con los papeles al suelo, cerca de mi cara. Tosí y la manché de coágulos de sangre.

Uno de ellos dijo:

—No la palmes, Big Country. Estamos esperando a Stan. Guárdate algo para él.

Quise moverme, pero sólo podía retorcerme. Mis manos no funcionaban. El dolor tenía capas, y era profundo… no dejaba de descubrir nuevas e inmensas profundidades. Las piernas de los muchachos emergieron de la oscuridad, me rodearon brillantes pantalones de chándal y de calle, botas y zapatillas deportivas.

—¿Qué pasa, Big Country? ¿Te duele algo? —preguntó uno.

—Acojonaste bien al médico.

—Se acojonó tanto que se piró. Se pasó unos cuantos días colocándose en Bay St. Louis.

—Y luego viene y le pide a Stan que lo dejes en paz. Así que Stan llama a su chica en la compañía telefónica, y ella averigua tu número.

Entonces recordé haber llamado al médico.

—La cagaste, tío. Una cagada monumental, Big Country. Paleto de mierda.

Me pareció oír de nuevo la voz amortiguada de Rocky, detrás de la puerta, rabiosa, cada vez más elevada hasta que la sofocaron y llegó el silencio.

Los zapatos se acercaron a mí y junto a las rodillas colgaban un bate de béisbol y un largo caño. Me oriné encima. Intenté incorporarme y un nuevo golpetazo, no sé si del bate o del caño, me rompió la mandíbula.

Escupí dientes. Se me desgarró la lengua. Empezaron a machacarme de nuevo.

La siguiente vez que me desperté estaba atado a una silla y apenas podía respirar. Me ardía el pecho y la nariz aplastada me borboteaba. Había vomitado sobre mi regazo y el cemento que tenía a mis pies estaba resbaladizo por el charco de sangre. Sabía que todavía estaba en la despensa. Un conducto de ventilación goteaba en una esquina, donde había un poco de luz proveniente de una lámpara de mecánico colgada en la pared; me recordó a la lámpara de luz anaranjada del vestíbulo de la casa de Frank Sienkiewicz. Por un momento pensé que nunca había salido de aquel vestíbulo. Seguía allí y mi huida sólo había sido un sueño.

Veía mal y sólo con un ojo, pero pude distinguir con el rabillo los bultos y extrañas formas que me cubrían la cara.

La silla era pesada, una sólida estructura de madera maciza, y me habían atado las manos con tanta fuerza que tenía espasmos de dolor en la espalda por el ángulo forzado en que estaba sentado. Tenía el pecho atado al respaldo y los tobillos, a las patas. Olía como si me hubiese cagado encima. Incluso con la nariz rota y llena de sangre podía olerlo.

Sabía que no iban a tener ninguna prisa conmigo. Había oído esas historias sobre Stan blandiendo un soplete de acetileno.

Rompí a llorar.

Ya no me importaban ni Rocky ni su hermana. Lo único que quería era que no me hicieran más daño. Lloré con todas mis fuerzas, y cada vez que inflaba el pecho para tomar aire era como si me clavaran navajas en los hombros y en las costillas. No había nada que no hubiera hecho para sobrevivir. Iba a suplicar. Habría hecho cualquier cosa.

El conducto de ventilación seguía goteando en la esquina y yo apenas podía distinguir unas débiles voces a mis espaldas, donde debía de estar el bar, y un murmullo constante y apenas audible por debajo. Deduje que estaban viendo la televisión.

Sentados bebiendo cerveza, viendo la televisión y esperando a que llegase Stan.

Empecé a llorar más fuerte.

Oí abrirse una puerta a mis espaldas, el leve chirrido de las bisagras y luego un golpe seco al cerrarla con cuidado. Noté la presencia de otra persona en la habitación, detrás de mí, como si el aire fuese ahora más denso.

No podía respirar y las lágrimas se escurrían por mi cara y se mezclaban con la sangre. Oí unos pasos sigilosos sobre el suelo de cemento. Creo que yo intentaba decir: «Por favor». O quizá: «Espera».

«Espera».

Entonces emergió en la oscuridad una fragancia o una presencia, un olor a Camel mentolado, ginebra, polvos de maquillaje y perfume Charlie. Parecía improbable que en aquel estado pudiera oler todo eso, pero lo percibí, noté que el aire tomaba forma y supe quién había entrado en la habitación.

Una voz femenina me susurró:

—Chist. No te muevas. No hagas ningún ruido.

El susurro de Carmen proyectó su cálido aliento en mi nuca. Di un tirón con las muñecas y eso me provocó un dolor insoportable en los hombros. Gimoteé y ella siseó: «Cállate». Los cables eléctricos que me aprisionaban las muñecas se soltaron, cayeron al suelo y liberaron mis flácidos brazos. La cuerda que me ataba el torso desapareció.

Entonces la vi, cuando rodeó la silla para quedar frente a mí. Se arrodilló ante mí y alzó la mirada, y esos ojos duros y calculadores mostraron miedo e incluso lástima; actuaba con rapidez, pero aun así se detuvo a contemplar mi rostro e hizo una mueca de dolor al verlo. Bajo la tenue luz grisácea, Carmen se acuclilló en el suelo ensangrentado y yo esperé con la barbilla clavada en el pecho mientras ella usaba un pequeño cuchillo para cortar la cinta con la que me habían inmovilizado los tobillos.

Se levantó. Entrecerró los ojos y torció la boca en un gesto de asco cargado de vergüenza. Se le había corrido el rímel y unos chorretones negruzcos le ensuciaban las mejillas como si sus ojos hubiesen derramado tinta. Volvió la cabeza para mirar la puerta que había en el otro extremo y depositó el cuchillo en la húmeda palma de mi mano.

Me cerró los dedos alrededor del cuchillo. Solté un gemido; mover los dedos me producía un dolor terrible. Sostuvo mi mano cerrada y me susurró:

—Levántate, Roy. Levántate.

Creo que pregunté por Rocky, porque percibí un temblor en sus ojos y se limitó a negar con la cabeza. Me ayudó a ponerme en pie y, cuando me soltó, estuve a punto de desplomarme. Pero lo que tenía peor no eran las piernas. Era todo lo demás.

—Lárgate de aquí —me dijo—. Corre, Roy. No mires atrás. Sal corriendo de aquí.

El llanto le quebraba la voz ronca, casi enojada en cierto modo, como si yo la hubiese agraviado.

Quise decir algo, pero la mandíbula no me respondió y tenía la lengua tan hinchada que ocupaba toda mi boca. Carmen se deslizó hacia las sombras, oí el golpeteo amortiguado de sus tacones en el suelo y el chirrido de los goznes de la puerta al abrirse.

La pared estaba fría y me apoyé en ella, con la cara pegada al hormigón. Mi mano flácida sostenía el cuchillo contra el pecho. La otra la tenía inutilizada. Me habían roto todos los dedos.

Unos dolores atroces se apoderaron de mis pies y mis espinillas cuando intenté caminar. La puerta que comunicaba con el pasillo parecía lejanísima y cada vez que daba un paso algo crujía en mi cuerpo.

Parpadeé y caí de rodillas, vi la luz de mecánico en la esquina, oí el eco del goteo.

Y luego la hierba alta y el lago.

El suelo de cemento manchado, frío, húmedo y oscuro.

Los campos de algodón en plena noche, con el zumbido de los grillos.

Los negratas del instituto. «¿Qué cojones estás mirando, blanquito? Te voy a patear el culo».

Salí dando tumbos de la despensa y recorrí el pasillo a oscuras hacia una señal roja de salida que brillaba al fondo. Un armario para los suministros, un baño, otro despacho. Me alejé de las risas enlatadas que sonaban en algún televisor lejano, a mis espaldas, apoyándome en los ladrillos de la pared, dejando manchas de sangre como el rastro de una babosa. Crucé por delante del despacho. Allí estaba Rocky.

Habían tirado al suelo todo lo que había en el escritorio y ella estaba despatarrada encima. Su ropa estaba por el suelo, encima del cuaderno, los bolígrafos y las hojas que habían lanzado. Desde lo alto de un archivador, una lámpara proyectaba una mortaja de luz metálica sobre su cuerpo. La cara colgaba flácida, mirando hacia la puerta, y sus ojos grises sin vida se cruzaron con los míos; tenía una expresión de horror, de condena. Una corbata anudada alrededor del cuello. Una corbata con un estampado de cachemira, eso lo recuerdo.

La dejé allí.

Me abalancé sobre la larga barra de apertura de la puerta de salida y el duro metal tintineó; de pronto, caminaba por la gravilla del aparcamiento, la noche era a un tiempo oscura y resplandeciente, púrpura y dorada, y lo veía todo borroso. Tropecé y la luz de una farola hizo brillar la hoja del cuchillo que llevaba en la mano, manchada de mi sangre. Entre trompicones y resbalones me topé con un hombre que salía de detrás de un contenedor, subiéndose la cremallera del pantalón.

Jay Meires torció el gesto cuando me vio aparecer, lanzó un gruñido y quiso echar mano de algo, pero me tiré encima de él. Le metí el pulgar en un ojo y apreté con todas mis fuerzas hasta que noté que el globo ocular se reventaba y mi dedo se hundía hasta el fondo. Estuvo a punto de gritar, pero todo fue demasiado rápido. Le clavé el cuchillo en el otro ojo.

Me senté sobre su cuello y seguí apuñalándole la cabeza.

Me detuve y, de pie junto a la destrozada cara de Jay, comprobé que no había aparecido nadie.

Maleza. Coches aparcados. Estábamos detrás del bar y una manzana más allá, pasado el solar vacío, un flujo de coches rompía el silencio de la noche con su circulación. Me dirigí cojeando todo lo rápido que pude hacia esa calle. Se alzaron voces a mis espaldas.

Estaba en medio del descampado, la oscura hierba me arañaba los brazos y los oí llamarme a gritos desde el bar.

Empecé a soñar de nuevo y cuando abrí los ojos estaba plantado en medio de la carretera. Me iluminó el resplandor de los faros y oí unos frenazos. Las luces me cegaron.

Empecé a gritar, agitando una mano en el aire. Algunos coches pasaron rozándome y uno me golpeó en el hombro con el retrovisor lateral, me volteó y el vehículo frenó con un chirrido.

Un resplandor blanco me cegaba. Oía bocinazos. Lloraba y gritaba. Creía que llevaba a los muchachos pegados a mí.

Abrí con brusquedad la puerta del conductor y el tipo que iba dentro quiso apretar el acelerador. Pude ver su cara, la boca abierta, los ojos como platos. De un modo u otro le clavé el cuchillo, lo agarré por la camisa y lo saqué del vehículo de un tirón.

Me encontraron a un kilómetro de allí, había estrellado el coche contra el muro lateral de la oficina de un contable y tenía el volante clavado en el pecho.

Me desperté envuelto en la luz blanca y estéril de un hospital, con una sed insoportable, y cuando intenté abrir la boca un dolor devastador casi me hizo perder la consciencia. Había dos agentes de policía apostados al otro lado de la puerta. Tenía el ojo izquierdo vendado con una gasa y más adelante me enteré de que lo había perdido. Tenía el cuero cabelludo levantado, las cejas desgarradas y cosidas con puntos de hilo áspero, la nariz aplastada y extendida como margarina.

Nadie me contaba nada. Entraron un par de policías mientras alguien de la oficina del fiscal me leía los cargos, pero yo todavía no podía hablar ni escribir nada con la mano destrozada. Tenía la lengua hinchada, reseca como papel de lija, y los puntos me arañaban el paladar. Notaba las grapas en el cráneo sin necesidad de tocarlas.

El hombre al que había apuñalado estaba vivo. El abogado no mencionó el cadáver de Rocky ni el de Jay Mieres. Nadie mencionó a Stan Ptitko.

Dos semanas después, unos agentes del departamento de policía de Nueva Orleans me escoltaron desde el hospital hasta la enfermería de la cárcel del condado. Conté al fiscal de Nueva Orleans mi versión de lo sucedido y le hablé de Stan Ptitko, de Angelo Medeiras, Frank Sienkiewicz y Rocky. Se lo conté todo. El tipo dijo que tenía que tomarme la declaración con ciertas formalidades, y había que esperar hasta que no estuviese bajo los efectos de tantos medicamentos, calmantes y demás, porque la defensa podía utilizar eso para manipular el juicio. Había también algún problema con los federales, porque los policías locales querían mantenerme alejado de ellos. Un asistente del fiscal del distrito dijo que me quitarían la medicación durante un par de días para tomarme una declaración completa.

Sin las pastillas, todavía no del todo recuperado, sufría dolores de cabeza como si me la martillearan. Vino a verme otro abogado. Los polis debieron de creer que era mi defensor. Me llevaron a la sala de visitas, que tenía forma de vagón de tren, con una larga mesa partida por una reja metálica que dividía la sala en dos. Paredes de un verde institucional y aquel penetrante olor metálico a desesperación. Me senté frente a un hombre trajeado al otro lado de la reja.

Su cabeza parecía blanda y sonrosada como la goma de un lápiz, con tan sólo una tira fina de pelo negro alrededor de las orejas, gruesos labios muy rojos y gafas, todos sus rasgos eran romos y rechonchos. Nariz redonda, mentón redondeado con papada y orejas como pomos de puerta. El traje que llevaba lo hacía parecer más delgado, igual que las gafas de montura gruesa; depositó un maletín en su parte de la mesa y lo abrió, pero no pude ver qué llevaba dentro.

Me dio por pensar que me sonaba, que era alguien que conocía a Stan.

—Señor Cady —me dijo—. Hablo con usted como representante de una persona cuya identidad mantendré en el anonimato y que se considera tangencialmente damnificada por sus recientes delitos. Entiendo que tiene usted en estos momentos muy limitada su capacidad de hablar, de modo que, teniendo esto en cuenta, procederé a explicarle mis motivos para entrevistarme con usted.

La correa de oro extensible de su reloj se ceñía a la muñeca sobre una densa capa de pelo. La brillante superficie de las uñas se posó encima de varios papeles y después cerró el maletín. Noté que un dolor ardiente y devastador se adentraba en mi cabeza como un tren de mercancías.

—Mi interés en su caso es determinar por el bien del cliente al que represento si pretende usted, como parte de su defensa, intentar incriminar a otras personas en sus delitos. Con el obvio propósito de aliviar las consecuencias punitivas de sus acciones.

Yo sólo podía ladear la cabeza ante él. Hablaba con un ronroneo falso y exagerado, con ese rancio acento sureño que, como todos los rasgos de su cara, tendía a la redondez.

—En otras palabras, ¿está usted planeando aligerar su condena señalando a alguien más?

Asentí: «Afirmativo». Las grapas de la cabeza me apretaban. Junto a la puerta había un ayudante del sheriff, que no nos miraba directamente, pero estaba atento.

El abogado se subió las gafas deslizándolas por la nariz.

—Eso es lo que he venido a aclarar, para que mi cliente tenga la oportunidad de preparar una defensa eficaz. Bueno, naturalmente, esa defensa incluiría un determinado número de testigos que serían interrogados a conciencia para corroborar o discutir su versión de los hechos.

Lo miré mientras soportaba las punzadas de los huesos que rodean los ojos y luego concentré la mirada en la reja metálica que nos separaba; la pintura había saltado y bajo el desconchado aparecía el óxido.

—Bueno… y esa lista de testigos incluiría a personas que usted ha conocido recientemente, ¿correcto? Con las que ha viajado y ha estado relacionado. Incluiría a Nancy Covington, propietaria y gerente del motel Emerald Shores de Galveston, Texas. ¿Correcto? —Colocó una hoja de papel encima del maletín y pareció ponerse a leerla—. Esto incluiría a una niña. ¿Correcto? Una niña de cuatro años, si no me equivoco.

Era como si me hundieran hasta el fondo los implantes metálicos de la cabeza. La vida de un hombre podía depender por completo de una fina hoja de reja metálica. El abogado no lo sabía, o tal vez en cierto modo sí lo supiese, pero la reja que nos separaba era en esos momentos el elemento más precioso e importante de su vida. Siguió leyendo.

—Tengo aquí anotado el nombre de una tal «Tiffany Benoit». Actualmente, en el momento en que estamos manteniendo esta conversación, reside con Nonie y Dehra Elliot en el quinientos cuarenta de Briarwood Lane, en Round Rock, Texas. ¿Correcto? Con ellas. Hablamos de la misma persona, ¿correcto? Usted viajaba con ella. ¿Correcto, no?

Entonces se calló y nos quedamos mirándonos a los ojos.

Ése era el motivo de la visita. Querían que supiese que conocían la existencia de la niña. Y que sabían dónde vivía ahora.

Poco después, el abogado se puso en pie y me dejó solo, pese a que yo no había respondido a ninguna de sus preguntas, e imaginé que al menos ahora podría volver a tomar los calmantes, porque mi declaración acababa de saltar por los aires.

Mi versión de los hechos cambió drásticamente. Dije a los de la fiscalía que no recordaba lo que había sucedido.

No era ni mi primer arresto ni mi primer juicio, y me cayó una condena severísima porque los había cabreado mi cambio de versión.

Trece años en la penitenciaría de Angola.

Simplemente me comí el marrón.

Las investigaciones sobre el puerto quedaron archivadas.

De todos modos, yo no creía que fuese a durar mucho más, y tampoco tenía ganas, porque ahora, cuando cerraba los ojos, se me aparecía demasiado a menudo el rostro de Rocky, flácido y ladeado hacia la luz de la lámpara, su cuerpo acostado como si aquel escritorio fuese un altar.

Me alegraba saber que no tendría que vivir mucho más tiempo con eso.

Ahora cojeaba como consecuencia del choque, y llevaba el ojo izquierdo cubierto con un parche y tenía una cara nueva, asimétrica, abultada, las cejas desalineadas, la nariz como una fruta podrida. No podía extender los dedos del todo, tenía los nudillos permanentemente hinchados y me mataban de dolor cuando llovía. El estado me pagó una nueva dentadura. Se me habían roto tantos dientes que el dentista optó por arrancarme los pocos que quedaban y me hizo una dentadura postiza completa.

Al fin un médico volvió a examinarme y no pudo dictaminar con certeza qué eran las manchas en el pecho. Quería hacerme una broncoscopia o una biopsia guiada por tomografía. Supuso que sería lo mismo que había diagnosticado el otro médico. Había una mínima posibilidad de que fuera tuberculosis o sarcoidosis. En el mejor de los casos, las tumoraciones podían ser benignas, pero era prácticamente seguro que con el tiempo dejarían de serlo. Los quistes o carcinomas estaban estancados, según me explicó, pero en cualquier momento podían volverse malignos y desencadenar una metástasis. Tenían que operarme. Quería extraérmelos y analizarlos. «Hay diferentes estrategias de tratamiento —me dijo—. Lo trasladarán a un lugar más agradable mientras dure el tratamiento. Sólo es una cuestión de tiempo, excepto que usted sea un caso milagroso».

Le dije que no. Cuando me explicó que el estado correría con los gastos, volví a decirle que no.

Durante los dos primeros años compartí celda con un negro llamado Charlie Broedus. Nos llevábamos bien y me alegré cuando lo soltaron; yo seguía esperando que me llegase la muerte.

Al cabo de un mes de estar entre rejas decidí pasarme por la biblioteca, para buscar algo que leer. No sabía por dónde empezar. Dos veces al mes acudía una bibliotecaria de la administración estatal y me sugería algunas cosas. Así fue como me hice amigo de la bibliotecaria, Jeanine.

No es que descubriéramos una afinidad espectacular entre nuestras personalidades. Creo que simplemente a ella le gustó conocer a un preso que no iba en busca de libros de Derecho.

Cuando leía, me abstraía con las palabras y lo que significaban y perdía la noción del tiempo. Me sorprendió descubrir que existía esa libertad forjada exclusivamente con palabras. Y entonces sentí que muchos años antes se me había escapado algo crucial.

Siempre tuve buenas manos y era capaz de soldar, arreglar cañerías, desmontar un motor, boxear, disparar, pero empecé a comprender que ciertas habilidades tan sólo me habían limitado, me habían convertido en una pieza práctica, funcional. Hasta entonces no lo había entendido de verdad.

Mis lesiones me mantenían al margen de los trabajos agrícolas que dan a la penitenciaría de Angola el sobrenombre de La Granja. Jeanine me ayudó a conseguir un trabajo en la biblioteca, como ayudante suyo. Llevaba el cabello castaño claro peinado de un modo que había dejado de estar de moda en los setenta, la carne de sus brazos flácidos temblaba cuando sellaba la tarjeta de un libro, y se movía con pesadez. De vez en cuando la pillaba con lágrimas en los ojos y entonces se disculpaba y se refugiaba en su despacho y no salía hasta el final de la jornada.

Yo me dedicaba a colocar los libros en las estanterías y a empujar el carrito por el bloque de las celdas. Nadie me molestaba demasiado. A Charlie Broedus lo liberaron en 1992 y a los demás los veía entrar y salir, y no tardé en convertirme en parte del paisaje: en la biblioteca, en la mesa del comedor, siempre con los ojos pegados a un libro. Tanto leer me enseñó a pensar. Era capaz de entender las cosas de una manera imposible hasta entonces. Sin embargo, como ya he dicho, nada de eso me convertía en una persona diferente.

Yo sé quién soy.

Pensaba demasiado en Rocky. Y pensaba en Carmen, en dónde estaría, si habría logrado escapar. No volví a saber de ella.

Todos los días imaginaba que mataba a Stan Ptitko y pensaba en diferentes maneras de hacerlo, siempre acercándome mucho para oír sus estertores mientras lo miraba a los ojos. En llevármelo al bosque y prolongar al máximo su agonía.

Todas las noches me acostaba esperando que el cáncer avanzase, pero éste seguía ahí, dormido, aguardando su momento. Me pasé casi doce años así.

Exactamente así.

Me dieron la condicional justo antes del primer día del nuevo siglo y estaba solo en Nueva Orleans cuando sonaron las campanadas. Había cumplido cincuenta y dos años y no tenía adónde ir. El colorido había cambiado en general, todo era más oscuro. Todo el mundo tenía teléfonos móviles. Se veían más coches japoneses. Había una invasión de aparatos electrónicos y pantallas de televisión por todos lados. El barrio francés estaba igual que siempre, con sus balcones de hierro forjado, sus casas idénticas alineadas y sus patios, los bares a lo largo de las calles repletos de gente. El olor a meado y vómito en las alcantarillas, los lamentos y gemidos de las trompetas y el rítmico golpeteo del bombo de las baterías. Se había comentado que todo podía bloquearse y dejar de funcionar con la llegada del nuevo año, por algo que tenía que ver con los ordenadores. Pero yo sabía que no iba a pasar. Y había aprendido que, después de once años de sobriedad forzada, no podría volver a beber. Con el alcohol se me retorcía el hígado como un insecto clavado en la pared. Un achaque más.

Desde los pórticos españoles contemplé a las multitudes que se arremolinaban en las calles, en Dauphine, Bourbon y Royal. A medianoche todo el mundo se besaba. Los desconocidos compartían botellas de champán, unían sus labios, se acariciaban las nucas. Cuando algunos me veían mirando desde las sombras, se daban media vuelta.

Me quedé en Nueva Orleans porque iba a matar a Stan Ptitko. Su bar seguía allí, con el mismo nombre.

Me gasté una parte del dinero de la prisión comprándole una pipa a un chaval negro en St. Bernard y empecé a merodear por las calles que rodeaban el bar de Stan. Necesitaba una limpieza de fachada con un buen chorro a presión, y una enorme plancha del techo de latón estaba remendada con lona azul. A unas manzanas en dirección nordeste había una hondonada poco profunda bajo un puente, donde me instalé durante tres días y dos noches. Dormía bajo el puente, vigilando el lugar, envuelto en un viejo saco de dormir y un baqueteado chaleco antibalas, una sudadera con capucha, unos pantalones viejos y zapatillas deportivas, todo comprado de segunda mano en Goodwill. Pensé en Rocky y en aquel puente bajo cuyos caballetes se veía obligada a cruzar para regresar del colegio a casa y en aquella noche que había tenido que pasar allí sola.

El segundo día vi a Stan saliendo de un Lincoln negro. Había engordado mucho, sobre todo en torno a la cintura, y tenía menos pelo.

Eché un vistazo alrededor, comprobé mi revólver del 38 y recorrí una manzana sosteniéndolo en el bolsillo del chaleco. Antes de que me diera cuenta ya estaba plantado frente al bar, en la otra acera. Me agaché, pegado a un viejo poste del tendido telefónico junto a la acera, con la capucha puesta, y observé el resplandeciente coche negro y la puerta metálica de la entrada. En el aparcamiento había otros tres coches y no sabía cuánta gente podía haber dentro del bar. Había visto entrar a algunas personas antes de Stan, pero sin reconocer a nadie.

Un día gris, con una luz lluviosa y ártica; al respirar, mi aliento formaba nubecillas blancas en el aire invernal. Incluso con ese frío, yo sudaba.

El solar contiguo seguía vacío. La zanja estaba repleta de fango, rosas silvestres, botellas de litro vacías y hojas de periódico amarillentas. La valla enrejada que separaba el solar del aparcamiento se había convertido en un pequeño muro de zarzas y matorrales. Soplaba viento y me cubrí la cara con la chaqueta. No era fácil permanecer allí. Cada dos por tres pensaba en dejarlo.

Al fin, Stan volvió a salir, solo. Le vi la cara con toda nitidez, hinchada y caída, con la frente mucho más amplia y algo de papada. Iba un poco encorvado, vestido con camisa blanca y pantalones negros; se quedó un momento plantado junto a su coche, tensó la espalda, se estiró, echó un vistazo hacia el centro de la ciudad y el río. Me vio, pero no pareció darle la menor importancia. Un viejo vagabundo junto a un poste telefónico.

Habría sido fácil. Sólo tenía que cruzar la calle.

No sé si mi cuerpo recordó de pronto todo lo que me habían hecho, pero el terror me atenazó las pelotas, el corazón y la garganta. Sentí el frío metal del revólver en mi mano y la idea de utilizarlo me pareció de pronto irrealizable; sólo de pensarlo me quedaba paralizado. Todo mi cuerpo estaba agarrotado por el pánico.

No tenía ni la menor idea de que me hubiera vuelto tan manso.

Sólo quería que no volvieran a hacerme daño.

Así que en algún momento me había convertido en un cobarde. O siempre lo había sido y sólo entonces me daba cuenta, y a partir de ese instante, como en todo lo concerniente a mi persona, mis entrañas quedaban expuestas a plena luz del día.

Stan se metió en el coche, encendió el motor y del tubo de escape surgió un humo denso como las nubes de invierno que envolvió el vehículo. Me aparté de la tosca madera del poste del teléfono y me ceñí el chaleco mientras el Lincoln salía del aparcamiento. Pisé la calzada un poco perplejo por haberlo dejado marchar. Dudo que Stan mirase por el retrovisor, aunque tal vez sí lo hiciera. Tal vez se percató de la presencia de esa figura cada vez más pequeña plantada en medio de la calle, con un revólver en la mano.

Crucé fatigosamente el solar vacío hasta la acera frente al bar. Tiré el arma en un contenedor y arrastré mi pierna lisiada diez manzanas hasta la estación de autobuses.

Se suponía que no podía salir del estado, pero cogí autobuses hasta llegar a Galveston.

He sellado con tablones las ventanas de la planta baja, como en casi todos los edificios de alrededor. Después los propietarios se han dirigido hacia el norte en coches repletos de bártulos, algunos de ellos arrastrando una caravana o remolques improvisados. El presidente y el gobernador han declarado el estado de emergencia y se ha decretado la evacuación obligatoria. La llegada de Ike, dicen, es inevitable. Los elementos se enardecen, convergen, forman un embudo de nubes del color gris de la ceniza. Como cae una llovizna sesgada, decido saltarme el paseo matinal. Tampoco paso por la tienda de donuts. Había empezado a preparar una maleta, pero lo dejé correr. Me siento en el sofá, bebo un poco de té, pienso en el hombre del Jaguar y me pregunto por qué sigo vivo después de esta noche.

Empiezo a ponerme el mono, pero tengo la pierna más rígida de lo habitual debido a la tormenta y a haberme pasado toda la noche sentado. Lo dejo en el suelo y Sage se abalanza sobre él y se acurruca encima de la tela vaquera, impregnada de olor. No hay ningún huésped en el hotel, evidentemente, y encuentro a Cecil en la recepción. Está mirando el ordenador detrás del mostrador, buscando información meteorológica, y arquea una ceja al ver el mapa de la tormenta que aparece en la pantalla. La espiral de nubes es demasiado grande para poder siquiera imaginársela; hay que confinar la noción en la imagen de la pantalla igual que se confina el tiempo en un relato.

—Tal vez no deberías quedarte por aquí —me dice Cecil—. Creo que pueden cargarme la responsabilidad si te ocurre algo.

—Qué va. No va a pasarte nada.

—Yo, de todos modos, sigo pensando que puede pasar de largo. Quizá lleguen vientos fuertes. Pero no la tormenta de lleno —dice, pero sé que, igual que yo, Cecil se aferra a cualquier excusa para quedarse.

—¿Necesitas que haga algo? —le pregunto.

Niega con la cabeza y señala con una mano el aparcamiento vacío.

—Vacaciones por huracán.

Me quedo un rato con él y vemos el mapa animado en el ordenador, la imagen térmica de una masa arremolinada que se extiende y va devorando la costa.

Me repasa de arriba abajo como si yo guardase un secreto. Y me pregunta:

—¿Y qué pasa con la chica?

—¿Qué chica?

—La chica guapa. Suéltalo ya, viejo.

—¿Quién?

—¿No te ha localizado? Eres muy popular. Primero el tío del traje, ahora esta pava. Una mujer de muy buen ver. Joven, cabello castaño. Dijo que te estaba buscando. Ayer por la tarde, a primera hora. —Abre un cajón bajo el mostrador y saca un tarjetón—. Le dije que hoy estarías aquí trabajando, pero no le dije que tenías una habitación en el motel.

Cojo el tarjetón, pero no reconozco el apellido. Está escrito con la letra de Cecil y debajo hay un número de teléfono.

—¿No te dijo su nombre de pila?

—No. No se me ocurrió preguntárselo.

Vuelvo a leer el tarjetón.

—¿Qué te dijo?

—Que estaba intentando localizarte. Me pidió que te dijese que la llamaras. Estaba muy buena. Deberías llamarla, tío. Si no la llamas tú, lo haré yo.

—¿Y qué vas a decirle?

—La invitaré a comer algo por ahí.

—¿Qué edad le pondrías?

—¿Veintipocos? Mira, si al final la llamas, háblale bien de mí.

—Claro —le digo.

Vuelvo un poco la cara al notar un temblor húmedo en el ojo bueno. Incluso en el ojo muerto.

—Creo… —me dice Cecil, asintiendo sin dejar de mirar la pantalla—, creo que cambio de opinión y me largo de aquí. Tú también deberías pensártelo. Puedes venirte conmigo.

—No, gracias —le digo, empujando la puerta.

El cielo es una masa efervescente de pizarra, carbón y peltre, y el viento azota las copas de las palmeras y hace revolotear restos de basura por las calles vacías. El aire bulle de carga electromagnética y siento que me aplasta, como si estuviese bajo el agua, en una ciudad sumergida. Echo la llave a la puerta de mi estudio y corro las cortinas. Sage gimotea.

Tengo el cuchillo de caza en la encimera y pienso en su filo contra la piel arrugada y pecosa de mis muñecas. Guardo el cuchillo en un cajón y me siento como un idiota por el simple hecho de haberlo sacado.

Extraigo de un pequeño estante elevado de mi estrecho armario el sobre marrón que contiene la radiografía que me hicieron en la cárcel. Se ven las motas flotando en mis pulmones como estrellas en el firmamento, como metralla que ha hecho el recorrido inverso a través del tiempo, y tengo la sensación de haber llegado por fin al momento en que la bomba va a estallar. Lo percibo en el clima, en el apellido de esa mujer en el tarjetón. Y no aparecerá ningún asesino, no va a venir ningún sicario a liquidarme.

Enciendo una colilla de porro y la sostengo entre los labios. Aquí dentro hace fresco, todo tiene una tonalidad azulada con las cortinas corridas y Sage reposa a mis pies con la cabeza entre las patas y la cola recogida, y por eso entiendo que ella también lo percibe.

Esa mujer debe de haber pagado al hombre del Jaguar para que me localice. Supongo que eso quiere decir que tiene dinero y me alegro.

Me quedo encerrado en mi estudio con mi perra, contemplo el cielo y no hago mucho más, excepto echar un vistazo de vez en cuando a esa vieja radiografía, caminar de un lado a otro por la sala y liarme otro canuto.

Esa mujer, supongo, querrá oír una historia. Probablemente querrá que alguien le explique su vida. Querrá saber qué sucedió durante esas dos semanas cuando tenía tres años, cuando la sacaron de su casa y conoció el mar y jugó en la playa y vio dibujos animados. Y un día su hermana desapareció. Me pregunto cómo habrá vivido todo eso una niña.

Una larga historia, poblada de huérfanos.

Acaricio a Sage y ella suelta un gemido. Me pica la piel debajo del parche y me lo quito. De mi ojo muerto brotan lágrimas y me froto la mejilla para secarlas.

De modo que me equivocaba cuando le dije a Rocky que puedes elegir lo que sientes. No es cierto. Ni siquiera es cierto que puedas elegir cuándo sientes. Lo único que sucede es que el pasado se coagula como una catarata o una costra, una costra de memoria delante de tus ojos. Hasta que un buen día la luz la traspasa.

Pienso en Carmen y vuelvo a preguntarme si logró escapar. Espero que haya encontrado algo mejor.

Cuando llega el momento, ni siquiera me da un vuelco el corazón, como si me hubiese pasado la vida esperando esa llamada a la puerta. Son unos golpes sin fuerza, ligeros, el sonido de una persona nerviosa que no quiere molestar.

Giro el pomo sin vigilar antes por la mirilla. La puerta se abre con un chirrido y aparece una mujer con una mirada desesperada, cargada de belleza. Detrás de ella, las nubes grises de tormenta se mueven a toda velocidad hacia el mar.

La chica tiene un denso cabello castaño y viste vaqueros y una chaqueta ceñida, color canela. Cecil estaba en lo cierto, es muy guapa. Más que guapa. Se queda plantada en el rellano, agarrando con una mano el bolso, un bonito bolso de cuero, y en la otra sostiene un pedazo cuadrado de papel, tal vez una fotografía, y de inmediato percibo que hay en ella un vacío fundamental. Y pretende que yo lo llene.

—¿Señor Cady?

Me clava una mirada fija, ligeramente estrábica.

Doy un paso atrás y pienso que parece una mujer con recursos, alguien con dinero, con una vida, una persona capaz de cuidar de sí misma, y me alegro de que así sea. Tiene la boca entreabierta, como si estuviese esperando a que le brotasen las palabras, mientras sus ojos oscilan entre mi cara y la foto que sostiene en la mano, tratando de establecer la conexión. Cuánta desesperación.

—No lo reconozco —dice Tiffany. Su voz es más grave, pero en realidad casi reconocible. Sigue mirando alternativamente la foto y mi cara—. No, no es usted. —Tiende la foto hacia mí, me la ofrece.

Es una fotografía vieja, doblada y descolorida. En ella se ve una playa y el mar. Tres personas se mantienen de pie entre las olas. El hombre es alto, corpulento, y está bronceado, y las chicas son rubias y ágiles, sus rasgos difusos bajo la luz blanquecina del golfo.

El caso es que llego a distinguir la cara de la niña en esta chica, el mentón recortado, la mirada vivaz, el arco de Cupido en su labio superior. Le pregunto si quiere pasar.

—Yo no… —Vuelve a escrutar mi cara. Estallan los truenos y el mar nos devuelve sus ecos—. Creo que he cometido un error. —Suspira—. Lo siento. Me he equivocado de sitio.

Recupera la foto, empieza a guardársela en el bolso mientras se da la vuelta, pero le digo:

—Han pasado veinte años. He cambiado mucho.

Se gira para mirarme, las cejas arqueadas, los ojos inundados.

—Tú no me conoces —le digo—. Pero yo era tu amigo.

Una lágrima minúscula resbala por su mejilla. Me aparto de la puerta y con un gesto la animo a entrar. Sage corretea hasta sus pantorrillas y ella se agacha para acariciarle las orejas.

La invito a sentarse.

—¿Quieres un café, té?

—No, gracias. —Se calla un momento, se pinza el labio con los dedos en un gesto de duda—. Sólo me gustaría… si tiene tiempo. Me gustaría hablar con usted. Si le parece bien.

—Tienes preguntas.

—Sí. Por favor. Yo… —Recorre la habitación con la mirada, niega con la cabeza, como si le costara creer que haya acabado aquí.

—Me parece que voy a preparar un poco de té.

Me acerco a la cocina y enciendo el fogón, lleno la pava y la deposito sobre las llamitas azules. Ella ha dejado la foto en la encimera y yo me lavo las manos en el fregadero para ganar tiempo y no tener que volver con ella a la sala. En la foto estoy moreno y parezco fuerte, como un caballo bajo el sol. Mientras corre por mis manos el agua helada me duelen los nudillos. Apenas soy capaz de asimilar la presencia de esta chica en mi sofá, la improbable maravilla del azar que supone su existencia.

Se merece algo mejor que la verdad.

Vuelvo a la sala y me topo con el rostro despierto e intenso de Tiffany. Ella acaricia a Sage e intenta despegar los ojos de la radiografía que hay encima del sofá. Me mira el pecho.

—¿Cómo me has encontrado?

—Oh, ha sido… ¿Recuerda a la mujer del motel? ¿Hace mucho tiempo? Ella dijo que su verdadero nombre era Roy. Me lo contaron las hermanas. El hombre al que contraté encontró su expediente carcelario y algunas fotos. Le ha costado un poco dar con su rastro. Y después ha husmeado un poco por aquí. No estábamos seguros de que fuera usted realmente. Está muy cambiado.

—Es cierto. —Veo cómo repasa mi estudio, la única habitación, las pilas de libros de bolsillo, y percibo cierta lástima en su mirada. Eso no me gusta—. ¿Dónde vives? —le pregunto.

—En Austin.

—¿Y a qué te dedicas?

—Soy diseñadora gráfica. Trabajo en publicidad.

—¿Has tenido que estudiar para dedicarte a eso?

—Sí, claro. Estudié en una escuela de diseño de la Universidad de Texas.

—Ya —digo, y casi sonrío—. ¿Con quién… dónde te has criado? ¿Con qué familia?

—Mis padres me adoptaron por medio de las Hermanas de San José. Me crié en Tyler.

Vuelve a repasarme un poco más con la mirada y ladea la cabeza. Lleva un anillo en el dedo anular, pero no sé decir de qué tipo.

—¿Estás casada?

Niega con la cabeza y me aclara:

—Todavía no. Quizá dé el paso pronto. Llevo tiempo saliendo con alguien, bastante tiempo.

—¿Estás enamorada?

—Hum. Sí.

Se estira un mechón de pelo y desvía la mirada, y veo a Rocky en ese gesto, la veo con tal claridad que me obligo a volver la cabeza hacia otro lado. Al mirarla de nuevo, confirmo lo mucho que se parecen y se me hace un nudo en la garganta. Tienen prácticamente la misma cara y eso resulta casi insoportable.

—Eso está muy bien —le digo, incapaz de mirarla a los ojos—. Que estés enamorada.

—Él fue quien me empujó a… a hacer esto. Me insistió en que buscase la verdad.

—¿A qué se dedica?

—Él… Lo siento —se interrumpe; la he puesto nerviosa. No sabe qué pensar de esta habitación, de lo estrecha que es, de la radiografía que tiene al lado. Se pasa los dedos por los labios y echa un vistazo a su alrededor, como si pudiese haber alguien más en la casa—. Le importa si… La verdad es que siento… Necesito saber algunas cosas. —Me clava esos ojos idénticos a los de Rocky, llenos de sufrimiento y resplandecientes como los de una santa.

Me acerco al sofá, levanto una mano en señal de rendición.

—Lo sé. Tienes razón. ¿Hasta dónde conoces la historia?

—Recuerdo más o menos a mi hermana. Un poco. Recuerdo que íbamos a la playa. Pero… —Traga saliva para recuperar la compostura—. Pero un día me abandonó. —Le tiemblan los labios al decirlo.

—No, no —le digo—. No fue eso lo que pasó.

—¿Qué pasó?

—Íbamos a volver a buscarte. Sólo habíamos salido a cenar.

—Pero después usted reapareció en Nueva Orleans. En la cárcel.

—Sí, en efecto. —Coloco las manos palma arriba y bajo la mirada—. Me detuvieron. Tuve un accidente. Y había una orden de búsqueda contra mí.

—Pero… No lo entiendo. ¿Qué pasó cuando me dejaron?

Mantengo la cabeza gacha y observo cómo Tiffany acaricia a la perra.

Aparta la mirada, pero enseguida vuelve a posarla en mí.

—¿La conocía bien? —Y la voz se le entrecorta al pronunciar las tres palabras siguientes—: A mi hermana.

—Diría que sí. —Contemplo los reflejos de la larga cabellera de Tiffany, una pradera seca en pleno verano, sus pómulos pronunciados y sus grandes ojos—. ¿En qué tipo de publicidad trabajas?

—¿Perdón? Yo… diseño páginas web y logos de empresa. Ese tipo de cosas.

—He estado en Austin algunas veces. Hace mucho tiempo. ¿Barton Springs sigue allí?

—Sí. Eh… ¿ha dicho algo de un accidente?

—También hay buena música en Austin. ¿Te gusta la música?

Echa la cabeza atrás, me examina la cara. Me resulta tan duro mirarla que me alegro cuando oigo el silbido de la pava, que me sirve de excusa para volver a la cocina.

Me duele el pecho. Me tiemblan las manos cuando cojo el hervidor y derramo algunas gotas que chisporrotean al caer en el quemador.

—Escuche —oigo que me dice desde el otro lado de la pared—. Necesito saber. —Carraspea, reprime su dolor.

Sirvo dos tazas con bolsitas de Lipton y dejo que reposen.

—¿Tienes algún hermano o hermana? —le pregunto—. Donde te criaste.

Es tan joven, tan real, que se me atrabanca la voz a cada momento.

Ella asiente.

—Tengo un hermano pequeño. También es adoptado. —Se le ilumina el rostro.

—¿Cómo se llama?

Se lleva una mano a la frente y hace una mueca con la boca.

—Perdón… ¿por qué no quiere contarme nada? Por favor, no lo entiendo.

Ya no puedo escurrir el bulto por más tiempo y no tengo estómago para ocultarle la historia.

Si le cuento la verdad, tal vez me libere de sus consecuencias. Puedo traspasar la historia a su verdadera propietaria y tal vez entonces las estrellas congeladas en mi pecho puedan por fin arder.

De modo que me doy cuenta de que no voy a mentirle. Voy a contárselo todo. Rocky, su padre, la casa de Sienkiewicz, los tipos de Nueva Orleans y lo que nos hicieron.

Pero entonces temo por ella. Y pienso: vas a llenar ese vacío, pequeña, pero tendrás que ser muy fuerte para soportarlo.

Años que no recuerdas. Años como heridas misteriosas.

Durante todo ese tiempo yo fui tu amigo.

—De acuerdo. —Me rasco la boca y murmuro—: Pero es duro.

—¿Qué? —Se esfuerza por contener las lágrimas bajo el ceño fruncido, dispuesta a ser valiente y fuerte.

Dejo la radiografía en el suelo y me siento a su lado.

—Te hablaré de ella, de lo que pasó. ¿De acuerdo? Pero te pongo una condición. —Acaricio la cabeza de Sage para reforzar mi planteamiento—: Si te lo cuento, después tendrás que marcharte. Se está aproximando un huracán y has de salir de la ciudad. Ahora. En cuanto yo acabe.

—¿Usted se marcha? Puedo volver otro día.

—No. Te lo contaré ahora. Te lo contaré todo. Pero, si te lo cuento, después te marchas. Y me haces un favor.

—¿Cuál?

—Te llevas a la perra contigo.

—Uh… Bueno… Yo no…

—Éste es el trato. El único que voy a ofrecerte.

Mira a Sage, inclina la cabeza y la acaricia.

—De acuerdo. Acepto.

—¿Me lo juras?

—Sí, de acuerdo. —Asiente y vuelve a secarse los ojos.

Se ha hecho muy alta, con una osamenta fuerte y bien cincelada, el tipo de mujer que te detienes a mirar, y sus uñas pintadas de rojo se hunden entre el pelo color canela de Sage mientras sorbe por la nariz y espera a que yo empiece a hablar.

—Esta otra chica que aparece en la foto no es tu hermana. Es tu madre. No la culpes de nada. Tuvo una vida muy dura. —Estiro un brazo, en un gesto repentino y torpe, y poso mi mano destrozada sobre las de ella—. Pero una vez hizo algo muy valiente.

Mi mano parece monstruosa sobre la suya, pero me permite mantenerla allí. Su mirada taladra mi ojo bueno.

—No te abandonó —le cuento—. No fue así. No fuiste una niña abandonada.

Se tapa la boca y su rostro parece desmoronarse y hundirse como un castillo de arena barrido por la marea. Me acerco más y le pongo la otra mano en el hombro, porque no puedo evitarlo. Me aprieta los dedos. Dejo que asimile lo que acabo de decirle, le doy un poco de tiempo para que se recomponga. Va a necesitar toda su entereza para lo que viene a continuación.

Espero a que recupere un poco la compostura, le llevo otro té y vuelvo a empezar.

Se lo cuento todo.

Cuando se marcha, me quedo en la puerta y contemplo cómo mete a Sage en el coche, un discreto Toyota dorado. Se detiene antes de entrar en el vehículo y la lluvia la envuelve en un aura. Levanta la cabeza para mirarme. Tengo que cerrar la puerta y quedarme dentro hasta que oigo que el coche se aleja.

Me la imagino paseando a Sage por las rocas blancas y las aguas transparentes que atraviesan Austin y no pienso en Rocky.

Pienso en la brisa que acaricia la superficie de un lago, en la voz de mi madre cantando A Poor Man’s Roses.

Tengo la cabeza despejada y no me duelen las manos.

El vendaval convierte las gotas de lluvia en dardos puntiagudos y con las nubes la tarde se vuelve negra como un vestido de viuda. El denso aire se carga de ozono y agua de mar. Se oyen chasquidos y crujidos a lo lejos y sobre el océano estallan destellos de luz, como si el cielo hubiese engullido una carga de dinamita. En sus límites agitados casi puedo distinguir otra capa de oscuridad, una masa negra más densa que se alza sobre el horizonte para adoptar una forma que todavía no puedo imaginar.

Las ramas que arañan las ventanas selladas con tablones suenan como si algo intentara entrar a zarpazos, y el viento aúlla como un animal herido, un gemido grave y profundo.

Han pasado veinte años.

Me preocupaba vivir eternamente.