Por la calzada se arrastran regueros de arena con movimientos sinuosos como serpientes. Sage se sienta erguida y alerta mientras esperamos un hueco entre el tráfico, después atajamos por el aparcamiento de una guardería y cruzamos la calle Pabst hasta el Knight’s Arms. Allí Cecil alquila habitaciones por semanas, y el mayor consuelo si te alojas en ese lugar es la certeza de que no será por mucho tiempo.
Llevo cinco años viviendo aquí, en un estudio mínimo con un sofá desplegable que se convierte en cama de matrimonio. El televisor se estropeó hace un par de meses y los libros se apilan prácticamente por toda la pared, amontonados como ladrillos, tal como aprendí a almacenarlos en la cárcel para no necesitar estanterías.
Dejo la bolsa en el fregadero y doy de comer a Sage. Cuando acaba, se acurruca en su almohadón junto al sofá mientras yo sigo pensando en el hombre del Jaguar, en si ha venido solo o se ha traído a algunos colegas con él. Recojo la cama, apago las luces y a las nueve y media estoy en la recepción.
Cecil está ojeando la sección de Vida del USA Today. Vive en la oficina de la recepción desde que se divorció, pero su exmujer se ha mudado a Austin y ha dejado la casa libre. Sólo que ahora está pensando en alquilarla y seguir viviendo en la oficina hasta que encuentre una nueva novia. Y hoy me toca pintar la casa.
Cecil es veinte años más joven que yo y de la parte posterior del cuello le asoma el borde de un tatuaje negro. Ganó una buena cantidad de dinero en el estado de Washington a finales de los noventa y se vino a vivir aquí con su novia, atraído por el clima. La novia se convirtió en esposa y después lo dejó por un DJ de Austin, y ahora él dice que tendrían que haberse largado a Florida.
Cuando me contrató, pese a mi historial carcelario, me dijo:
—Si te digo la verdad, no esperaba encontrar a un tipo que hablase inglés.
Quería a alguien que viviese aquí, de modo que el trabajo incluía el alojamiento, aunque ahora él también vive en el motel y ya no me necesita tanto. Además, me deja tener conmigo a Sage pese a que las normas del establecimiento no admiten mascotas. Así que, en mi opinión, Cecil es un tipo decente.
Se mordisquea los escuálidos carrillos por dentro y me pregunta:
—¿Has visto lo del huracán?
—Como cada septiembre. Nunca se sabe cómo van a evolucionar.
—Supongo que tienes razón. Pero están hablando de declarar el estado de emergencia. Tal vez, la evacuación obligatoria en uno o dos días.
—Justo cuando se haya evacuado a todo el mundo, se convertirá en borrasca al llegar a la isla Padre.
—De todos modos, me da pánico. Sobre todo después de lo de Nueva Orleans.
—Oye. —Me apoyo en el mostrador—. Esa nota que me has dejado en la puerta…
—Ah, sí. ¿Te ha encontrado ese tío?
—No. Dime cómo era.
—Tenía aspecto de funcionario estatal. Trajeado, con pinta de ejecutivo. Arisco. Ha preguntado si estabas por aquí. Ha dicho tu nombre. Ha preguntado si Roy Cady trabajaba aquí.
Los implantes metálicos del cráneo me dan punzadas y todos los pensamientos dispersos de esta mañana se fusionan en un sonido de sirena cuyo volumen aumenta en el interior de mi cabeza.
—Estaba en el Seahorse. He salido temprano.
—Ya me lo imaginaba. Pero no le he dicho nada. No sabía qué hacer. El tipo tampoco quería dejarte un mensaje. Eso no me ha gustado.
Me desliza las llaves de la casa.
—Hay un agujero en la pared del pasillo que podrías taparme. Si te ves con ánimos.
Su cabello marrón cada vez escasea más como para seguir peinándoselo en punta como hasta ahora, y por culpa de las ojeras aparenta más edad de la que tiene.
—La pintura ya está toda en la camioneta. He comprado también un poco de masilla, por si me tapas el agujero. Te lo agradecería.
—Dalo por hecho.
—No tenía claro quién era ese tipo —dice, plegando el periódico—. Había algo raro en él. ¿Un cobrador de deudas, quizá? Los abogados contratan a tipos así. Total, que no le he dicho dónde estabas.
—No debo dinero a nadie.
—Pues felicidades.
Enciende el televisor que hay detrás del mostrador.
Pero sí tengo deudas pendientes.
—¿Qué aspecto tenía? —le pregunto.
—Ya te lo he dicho. Un tipo grandote. El pelo repeinado hacia atrás. Con pinta de tipo duro. ¿Quieres que le diga algo, si vuelve a aparecer por aquí?
—¿Ha dicho que volvería?
—Cuando le he preguntado si quería dejarte un mensaje, se ha limitado a decir que ya volvería a pasar. Eso no me ha gustado. Su manera de comportarse.
—No le digas nada.
Cecil está mirando el parte meteorológico en el televisor y se rasca el flácido mentón. Recojo las llaves y me doy media vuelta para marcharme, pero me detengo.
—Dile que no estoy. Aunque esté. Y si vuelve, avísame. Intenta otra vez que te dé su nombre.
—¿Sabes quién es?
—No tengo ni idea de quién puede ser.
—De acuerdo. Acuérdate del agujero en el pasillo, ¿vale?
Salgo y me dirijo a la caseta de las herramientas, cojo dos grandes lonas de plástico, rodillos y cubetas para hacer la mezcla y lo llevo todo a la camioneta de Cecil. Me la presta para pintar su casa. Pienso en sicarios y rastreadores de pistas, en el hombre del Jaguar hablando por el móvil, contando a sus jefes que me ha localizado, y de nuevo me pregunto si van a mandar a alguien más.
Antes de marcharme abro la manguera del jardín. Tiene una boquilla en forma de pistola y al verla en mi mano siento que un hormigueo de pánico me recorre la espina dorsal.
Me tiemblan las manos.
Me apoyo en la caseta y me fumo medio canuto, con la esperanza de que me ayude a tranquilizarme y no dispare mi paranoia. Acaba generando ambos efectos, pues confirma mi condena, que será dolorosa y humillante, pero también me proporciona una suerte de perspectiva zen sobre la inevitabilidad del sufrimiento.
Tal vez debería comprar una pistola.
Arriba, en mi estudio, rebusco en mi armario hasta que encuentro un cuchillo de caza Remington que gané en una partida de cartas hace años, con una hoja de casi veinte centímetros, serrada en la parte baja. Paso el pulgar por el filo. Está un poco desgastado y utilizo la piedra de afilar guardada en la funda; lo afilo hasta que, sin ejercer presión, corta la piel del pulgar. Me lo guardo en un bolsillo del mono, confirmo que no haya ningún Jaguar negro en el aparcamiento y bajo.
Conduzco la camioneta de Cecil desde el Spanish Grant y paso junto a las playas hasta Point San Luis, en la punta oeste de la isla. Cruzo frente a la cala de Lafitte e imagino la valentía maligna de aquellos tiempos de piratas y las hogueras en las playas. Y recuerdo a Rocky, por supuesto.
Al volante, el recorrido más largo que he hecho en los últimos cinco años. Excepto las raras noches en que me dejo caer por el Finest Donuts o el Seahorse, cuando necesito estar rodeado de gente para evitar la tentación de comprar la última botella fatal, suelo quedarme en casa. Incluso durante las evacuaciones por huracanes que he vivido aquí, he optado por quedarme en casa y contemplar cómo las tormentas azotaban la zona, cargadas de hojas y lluvia. Borro de mi mente la idea de continuar con la camioneta de Cecil hasta Montana o Wyoming, o tal vez Alaska.
Supongo que es en ese momento cuando me hago a la idea de que no voy a huir.
La casa de Cecil es un bungalow construido sobre pilares, pintado de un apagado color trigo, con el jardín descuidado y sin segar. Entre mis manos y la pierna que me falla, me lleva un rato trasladar dentro todos los artilugios para pintar. La casa está vacía y no hay ni una sola cortina, de modo que el sol se derrama sin filtro alguno a través de las ventanas en forma de chorros de luz blanquecina.
Despliego la lona por el suelo y utilizo también papel de periódico, cubro con cinta de pintor el zócalo de la sala de estar. Las habitaciones transmiten una sensación rara, vacías y bañadas por esta luz polvorienta. Una luz blanca y desolada. Esto es una casa, un lugar demasiado grande para una sola persona. Por este espacio se han movido familias. Recorro los cuartos arrastrando el pie izquierdo con un sonido rasposo, como de pisar arena, y voy atravesando unos rayos de sol que son como la retícula de una mirilla. Pienso en cosas que he leído sobre este o aquel gran pintor. En cómo la calidad de la luz lo cambia todo, no sólo lo que ves, sino también lo que sientes acerca de lo que ves.
He leído que algunas personas, al sufrir un derrame, ven una intensísima luz blanca, una luz que proviene del interior de sus cerebros.
Así es como describiría la luminosidad de estas habitaciones vacías.
Me paso el día esperándolos. Cada vez que oigo cerrarse la puerta de un coche, agarro el cuchillo que llevo en el bolsillo del mono, y al acabar la jornada doy una vuelta con la camioneta alrededor del Knight’s Arms para comprobar si el Jaguar negro está aparcado por allí, después descargo los utensilios de pintura, devuelvo las llaves a Cecil y subo a mi estudio.
Como siempre, me cuesta un poco quitarme el mono porque mi rodilla izquierda se niega a doblarse. Me fumo lo que me queda de mi canuto diario y después me pongo una cazadora y salgo a pasear a Sage por la playa.
Me detengo en mitad de las escaleras y regreso para coger el cuchillo de caza.
Tal como está el cielo, hay muy poca gente en la playa. Un par de personas me miran y se vuelven rápidamente. Lanzo la jirafa de Sage a las olas y ella sale disparada a recuperarla. Varios chavales se ríen y la siguen mientras ella regresa a la orilla hasta mis pies. Los niños dejan de reírse cuando me ven. Tenemos el sol a nuestra espalda y el aire ya no abrasa. Los tres niños alzan la mirada desde el fondo de una duna, observando a Sage y mirándome a mí de reojo. Supongo que están tratando de decidir si Sage justifica el peaje de hablar conmigo.
El más pequeño, un chico de cabello pajizo, me pregunta:
—¿Cómo se llama su perro?
—Sage, es una perra —le aclaro.
—¿Muerde?
—A veces sí, a veces no.
Él mira a sus amigos y empieza a subir la duna. Los otros dos, un niño y una niña, ambos más altos que él, lo siguen con cautela. La gente está marchándose de la playa, recogiendo sus bártulos y vaciando los moldes para construir castillos de arena de los niños. Los chicos se agachan junto a Sage, que corretea entre ellos mientras intentan acariciarla todos al mismo tiempo. Miro cómo ríen los niños y agarro el cuchillo en el bolsillo, aferro bien el mango para asegurarme de que no asome. El chaval rubio me pregunta:
—¿Qué le ha pasado en el ojo?
—¡Sutton! —lo reprende la niña—. Eso es de mala educación.
Le sonrío, pensando en otra niña, una cría que se reía con casi todo.
—No pasa nada —le digo—. Fue un accidente. Hace mucho tiempo.
—¿Por eso tiene la cara así?
—¡Sutton! —La niña intenta abrazar a Sage, pero la perra se escabulle por debajo.
—Sí, fue en el mismo accidente.
—¿Le dolió? —pregunta el chaval.
—No lo recuerdo —le digo.
Doy dos vueltas completas alrededor del Knight’s Arms, empezando desde tres manzanas de distancia y acercándome en círculos concéntricos para escrutar calles y aparcamientos en busca del Jaguar, de hombres en coches lujosos, de hombres con gafas de sol, de cualquiera que pueda estar vigilando el lugar. Las paredes del hotel son de estuco beis y los pisos inferiores se levantan sobre cimientos de ladrillo. En el estudio, desato el saco de tela en el fregadero, echo al agua hirviendo los cangrejos que he recogido por la mañana, y el aire atrapado en el interior de sus caparazones produce unos chillidos que parecen vocecillas humanas.
En cuanto están cocidos, apago el fuego, pero no tengo hambre. Últimamente cada vez como menos. Es como si no lo necesitase.
Me lío otro porro y cojo una novela sobre alpinistas. Antes, cuando ese truco funcionaba, leer me aliviaba un poco del peso del tiempo.
El hábito de la lectura, que he mantenido estos últimos veinte años, no me convierte en una persona distinta. Simplemente, desde que tuve que dejar de beber, se convirtió en la mejor manera de pasar el rato.
Pero esta noche no funciona. Esta noche el libro me hace recordar más, en lugar de menos. Recuerdo el tacto de la espalda de Rocky mientras bailábamos en aquel tugurio de vaqueros en Angleton, con las luces moviéndose sobre la pista de baile. Apuro el canuto y echo uno de los cangrejos en el cuenco de Sage. Oigo el fuerte soplido del aire caliente en el exterior y el rugido del océano.
Pienso en el hombre del Jaguar y con todo mi corazón espero que suceda lo peor. Me pongo la cazadora y me meto el cuchillo de caza en una bota.
Los habituales del Seahorse son en su mayoría trabajadores, afiliados a sindicatos, así como algunos viejos pescadores; curtidos camaroneros y tripulantes de arrastreros acompañados por sus esposas se instalan en las mesas, hechas con bobinas de cable, bajo las redes que cuelgan de las vigas, un cráneo de caimán con gafas de sol y un monstruoso pez aguja gigante de casi tres metros colgado en la pared del fondo. La gente le tira cacahuetes y cabezas de cangrejo al labrador de pelo claro que sale de debajo de las mesas de billar y merodea en torno a los taburetes cuando le sirven comida a algún cliente. El local huele a pimiento rojo, pescado y cerveza, a serrín y a exceso de perfume. Las lámparas del Seahorse tienen forma de ojos de buey y sus cristales dividen la luz en fragmentos coloridos que se derraman sobre las cosas. Los muchachos del Finest Donuts nunca vienen por aquí para no caer en la tentación, pero está a sólo una manzana y a mí a veces me gusta colocarme con un canuto y venir a sentarme en la punta de la barra con un vaso de leche y mis Camel. Todos los que vienen por aquí son pobres y mentirosos.
—¿Desnatada o entera? —me pregunta Sara.
—Entera. No me jodas.
Pone una cara como diciendo que soy un arrogante. Sara trabaja aquí seis noches a la semana, paseando sus voluminosos brazos entre el frigorífico y la barra, pellizcándose los labios cuando la gente le cuenta según qué historias y chinchando a los viejos que se pasan el día sentados bebiendo.
A lo largo de la barra, los rostros se ensombrecen o adquieren un aire extrañamente conmovedor cuando se alzan hacia la pálida luz azulada del televisor que cuelga de la pared. En la pantalla aparece un mapa del tiempo en el que, muy cerca de la costa de Texas, en el golfo de México, avanza girando un remolino de intensos tonos rojo y púrpura; parece la huella dactilar del pulgar de Dios, como si hubiese plantado allí su dedo. Todo el mundo habla de eso.
—Puede ser realmente fuerte.
—No llegará aquí.
—Quizá sí.
—Ni siquiera pasará cerca. Tengo cien pavos. Me los apuesto a que no llega.
—Que te den. Cien pavos, dice. A mí vas a venirme con ésas.
Pero el huracán está más cerca de lo que nadie quiere admitir. A éste lo llaman Ike. Siento un hormigueo alrededor de los tornillos que llevo implantados en algunos huesos y la presión que noto en los ojos no tarda en ser excesiva, así que es hora de marcharse.
Me detengo en la puerta. Lo he visto a través de los barrotes de la ventana.
Un Jaguar negro aparcado con las ventanillas a oscuras, encarado hacia el bar entre una camioneta Ford y un pequeño utilitario japonés. De él se apea un hombre trajeado. Es corpulento, y sospecho que esta vez no va a esperar a que yo salga.
De modo que me doy media vuelta y atravieso el pasillo que conduce a los lavabos para llegar a la salida trasera. Salgo, recorro un par de manzanas en dirección este y regreso dando un rodeo hasta situarme, oculto tras una vieja cabina telefónica, en la parte posterior del aparcamiento del Seahorse para poder vigilar el coche. Entra una camioneta en el aparcamiento y cuando sus focos iluminan el Jaguar compruebo que no hay nadie dentro.
Me agacho, saco el cuchillo de la bota y me lo escondo bajo la cazadora.
Me dispongo a emprender el largo camino de regreso al Knight’s Arms dando un rodeo. Podría meter cuatro cosas en una bolsa, coger a Sage y tomar un autobús a Carson City, Eureka Springs o Billings. Pero, mientras miro el coche, sé que eso no va a pasar. Noto que me desborda la impaciencia y se activa mi instinto defensivo.
Bueno, que sea lo que tenga que ser. Pongamos todas las cartas boca arriba. De pronto me excita bastante la idea de una muerte rápida obtenida en la batalla final. Empiezo a caminar hacia el coche.
Me acerco al vehículo por detrás, avanzando sigilosamente hasta el maletero. Tengo los nervios a flor de piel, el corazón acelerado como una batidora. Me agacho junto a la puerta trasera del lado del conductor. La tanteo y, cuando compruebo que la manilla cede, la abro y me meto en el coche. Escudriño el interior en busca de alguna pista, pero el vehículo está limpio, salvo por un mareante olor a colonia. De modo que me escondo y observo. El tipo no tarda mucho en salir del bar y echa un vistazo por el aparcamiento. Cuando se mete en el coche y se sienta, le coloco la punta del cuchillo en el cogote antes de que pueda girar la llave del contacto.
—Dios…
—Date la vuelta. Pon las manos en el volante.
Obedece, colocando en el volante sus zarpas carnosas; un par de anillos de oro brillan cerca de los nudillos y el cabello del cogote está cortado en una línea horizontal perfecta. Es corpulento y el tufillo empalagoso de su colonia invade el interior del coche.
—Vosotros, los italianos, y esa obsesión por acicalaros —le suelto.
El coche está impoluto, sólo iluminado por el resplandor verde del salpicadero, forrado en cuero reluciente, y la radio retransmite un partido amistoso. Me inclino hacia su cara y la examino a la luz del tablero de mandos. Una cara rolliza, cuadrada, con una arrogancia natural. No lo reconozco.
—Estás buscando a alguien —le digo—. No te des la vuelta.
—¿Es usted Roy Cady?
—Cierra el pico. —Presiono el cuchillo contra su cuello y él pega un grito—. Tengo un mensaje para ti. Diles que vengan por mí.
—Espere un momento.
—Cállate. —Hace un gesto de dolor y de la punta del cuchillo brota una gota de sangre—. No digas nada, matón. Sólo tienes que tomar nota de un mensaje. Diles que vengan por mí. Estaré aquí esperándolos y voy a joderles la puta vida.
Dudo que este tipo pueda notar que se me quiebra la voz, y aprieto el mango del cuchillo para evitar que me tiemble la mano.
—Diles que estoy esperándolos. Diles que saquen el circo a la carretera.
—Espere…
Como no quiero oírlo, aprieto el cuchillo para que se calle. Me estoy sofocando en este coche de lujo invadido por una nube de colonia.
—Diles lo que acabo de decirte. —Abro la puerta con la otra mano—. Si vuelvo a verte por aquí, de un tiro te saco los dientes por el cogote y luego alego legítima defensa.
Salgo del coche y me escabullo todo lo rápido que puedo con mi cojera, buscando la protección de las sombras; el tipo del coche me dice algo, pero sea lo que fuere se lo lleva el viento. Me duelen las costillas por el bombeo acelerado del corazón y el metal que llevo en la cavidad del ojo me da punzadas. Avanzo entre sombras y por callejones, moviéndome con rapidez al pasar bajo alguna luz, y cuando llego al Knight’s Arms el Jaguar todavía no ha aparecido.
Subo temblando las escaleras y cierro de un portazo en cuanto entro en el estudio. Los restos de cáscara de cangrejo, hechos añicos, cubren el suelo de la pequeña cocina y toda la casa huele como los muelles. Me quito la cazadora y caigo rendido en el sofá, con las luces apagadas. Sage levanta la cabeza desde su lecho y gimotea. Da por hecho que estoy indignado por el lío que ha montado, así que le acaricio una oreja para tranquilizarla.
Permanezco sentado en el sofá, sin otra luz que la de encima de los fogones, en la cocinilla, contemplando la grisácea pantalla apagada del televisor y la pared repleta de libros amontonados, mientras deslizo el pulgar arriba y abajo por el filo del cuchillo, apretando cada vez un poco más. No he oído lo que gritaba ese hombre.
Me quito los puentes postizos de la dentadura y la meto en un vaso con enjuague bucal con sabor a menta. Observo los dientes un rato: son como la materialización de un fantasma.
Después me siento muy recto en el sofá y me rasco ociosamente la parte inferior del mentón con el cuchillo.
Vigilo la puerta. Cuando vengan, la reventarán a patadas.
Me sangra el dedo pulgar.