TRES

Una vez que dejamos atrás las ciudades, Texas se convirtió en un desierto verde capaz de machacarte por su vastedad, un mortero cargado de cielo. Las chicas lo miraban como si vieran fuegos artificiales.

La 45 en dirección sur hasta la parte norte de la isla: los puertos estaban repletos de veleros multicolores y de pesqueros de arrastre con las redes colgadas de los foques como el musgo de un ciprés. Los vagabundos se acuclillaban a la sombra de las palmeras y de los postes de teléfono. Las palmeras estaban muy peladas y parecían costillas mordisqueadas y clavadas en el suelo. Un perro flacucho con el pelo apelmazado renqueaba por la acera al trote, tal vez de camino a isla Pelican. Había adolescentes vestidas con escuetos biquinis sentadas en los capós de los coches y el sol se reflejaba en sus dentaduras y en el cromado de los vehículos, también en los tapones de botellas esparcidos alrededor de los neumáticos y en las latas de cerveza aplastadas contra el asfalto. Los hombres mayores se concentraban a su alrededor, repartiéndose latas de cerveza High Life o Lone Star.

El azul del golfo estaba oscuro y el sol kilométrico que se asomaba en lo alto lo moteaba con su napalm. La densidad del aire magnificaba el efecto del sol y convertía sus rayos en lanzas. Aquí todo el mundo se gastaba una pasta en gafas de sol.

Por el paseo del malecón patinaban chicas en biquini, y un grupo de skaters rodaban y saltaban sobre barandillas y bordillos. A la sombra de los grandes hoteles de primera línea de mar volaban y rebotaban las pelotas de playa. Llegaba el olor de los puestos de pescado al aire libre, con sus cestos de gambas y cangrejo a la pimienta hervidos, bajo cuyas mesas viejos perros sin dueño rebuscaban vísceras y cáscaras.

Indicios de la historia: viejas iglesias españolas resecándose al sol; piedra blanca y ladrillo rosáceo, adobe y estuco; un velero de tres mástiles del siglo XIX, rebosante de falso orgullo, en el Museo Marítimo.

Aquí podías reescribir tu futuro. Lanzar tus recuerdos a la luz cegadora del golfo como hojas a una hoguera.

La niña tenía las manos pegadas a la ventanilla y estaba boquiabierta. Susurró, como si fuese un secreto:

—¿Qué es esto?

Rocky le dijo al oído:

—Esto es el mar, cariño.

—¿Qué es?

—Agua, cielo. Montones y montones de agua.

Las playas de arena marrón estaban cubiertas por una línea irregular de algas arrastradas por la corriente hasta donde rompían las olas. Rocky contemplaba a la gente concentrada junto a humeantes barbacoas, a las chicas casi desnudas y a los chicos que las seguían como perros hambrientos. Me di cuenta de que pensaba en otras vidas posibles. Mucha gente de su edad esperaba vivir eternamente y se tomaba la vida como una suerte de derecho natural a pasárselo bien a perpetuidad.

Yo nunca había visto las cosas de ese modo y sabía que ella tampoco.

De vez en cuando se la veía acosada por sus propios fantasmas, como les pasa a algunos jóvenes, y cuando eso sucedía se podía observar cómo su mirada perdía la vivacidad y su rostro indefenso olvidaba interpretar un papel y se mostraba aturdido por la confusión y el remordimiento, aunque sus facciones respondían a una especie de orgullo rústico que se negaba a admitir la confusión ni el remordimiento. Yo también sabía algo de eso.

No sabía qué hacer con ella.

Ni siquiera entendía muy bien qué estaba haciendo yo allí, y sabía que no me quedaría mucho tiempo.

Lo razonable, e incluso caballeroso, era buscarles un hotel, dejarles varias noches pagadas y largarse. Sin embargo, era difícil mirar a la pequeña y no sentir cierto impulso de ser más generoso. Pero por impulsos como ése siempre acabas jodido y pagando los platos rotos de los demás.

Pasaban hombres de mediana edad cargando con tablas de surf bajo el brazo. Los autobuses turísticos daban bandazos como borrachos por las esquinas.

El lugar era muy diferente cuando estuve aquí con Loraine, menos urbanizado. Alquilamos una casa sobre pilotes en la playa y en aquel entonces esto tenía un aire más de pueblecito. Comíamos gambas rebozadas en harina con cerveza y brindábamos con tequila. Fumábamos hierba juntos en la bañera. Ella decía que estábamos mejor cuando no íbamos en serio, que no tenía ningún sentido ponerse serios con nuestra relación. Supongo que nunca la creí del todo. Loraine me dijo en una ocasión que el matrimonio era un invento social que convertía el placer en un acuerdo económico, y yo traté de seguirle la corriente. Era mucho más joven que yo, nueve años. Y sin embargo, hacía que me dieran ganas de intentar volverme legal, de convertirme en soldador o algo por el estilo, de intentar sentar la cabeza con ella, pero entonces me soltaba algo del tipo: ¿ganarás lo mismo? O también: ¿por qué joder algo que funciona?

A veces me había preguntado cómo habría sido. Llegar por la noche a casa y tener la cena preparada. Tener un par de chiquillos y verlos crecer. Ahora pensaba que no me habría importado intentarlo, al menos haberlo probado.

Las dos chicas siguieron mirando por la ventanilla y de vez en cuando la pequeña lanzaba un grito ahogado, volvía la cabeza a toda prisa para mirar a Rocky y señalaba algo.

Recorrimos todo el malecón en dirección oeste y después dimos la vuelta y ellas miraron las mismas cosas por segunda vez con renovado entusiasmo. Yo intentaba localizar la casa que habíamos alquilado con Loraine tantos años antes, pero me pareció que en su lugar había un hotel de piedra y grandes ventanales. O tal vez simplemente no fui capaz de encontrarla.

Elegí un motel algo más al norte, a pocas manzanas de una playa pequeña en la FM 3005. Tenía forma de L y el centro lo ocupaba un aparcamiento con el pavimento agrietado por gruesos brotes de cola de caballo y malas hierbas. Las paredes eran de ladrillo viejo pintado de azul celeste, tenía una única planta con techos planos y la parte corta de la L acababa en una recepción acristalada con una marquesina con forma de paleta de pintor. Un cartel anunciaba: TARIFAS SEMANALES, debajo de uno vertical más grande cuyas amontonadas letras decían: EMERALD SHORES. Fuera del aparcamiento y cerca de la calle había una moribunda palmera combada hacia el suelo, inclinada sobre una pila de palmas amarillentas.

Apagué el motor y le dije a Rocky:

—Las dos sois mis sobrinas, ¿de acuerdo?

Ella asintió y añadió:

—Tú eres el hermano de mi madre.

—¿Dónde está ella ahora?

Se lo pensó.

—En Las Vegas.

—¿Y dónde está tu padre?

Se encogió de hombros y finalmente dijo:

—Murió en una plataforma petrolífera en alta mar. Lo golpeó un cable y cayó al agua. Conocí a uno que murió así.

El aparcamiento estaba vacío, a excepción de un par de coches con las antenas dobladas y la carrocería oxidada, una ranchera con dos ruedas de repuesto y una moto aparcada sobre un charco oscuro de aceite. Había varias ventanas tapadas con papel de aluminio. Se trataba del tipo de sitio para gente que no tenía adónde ir, un motel en el que algún cliente ocasional pagaba una habitación para suicidarse, con huéspedes demasiado ensimismados en sus propios fracasos para prestarnos mucha atención.

Abrí la puerta de la recepción para que pasaran las chicas. Había tres pequeños ventiladores alrededor del mostrador y su zumbido se entremezclaba con el chirriante retumbar de un voluminoso aire acondicionado empotrado en un hueco de la pared. Rocky cogió a su hermana de la mano y se pusieron a ojear un expositor lleno de folletos turísticos.

Oí una radio o un televisor encendido en una habitación contigua, alguien que despotricaba contra los progres, y a continuación pulsé el deslustrado timbre del mostrador.

Tiffany no paraba de girar la cabeza para contemplarlo todo: el techo irregular, el descolorido papel de pared con estampado de conchas, la chillona alfombra rosa. Y apuesto a que el aire acondicionado también era algo nuevo para ella.

De la habitación que había detrás del mostrador emergió una mujer, con la piel tan agrietada y reseca que parecía que se la hubiesen ahumado. Tostada al sol hasta adquirir el tono dorado del roble, le colgaba sobre una osamenta prominente. Cabello gris, como de ardilla. Llevaba el puente de las gafas pegado con cinta adhesiva y se las subió con un dedo por la nariz.

—¿Qué desea?

Miró a las chicas por encima de mi hombro. Las dos profundas arrugas que enmarcaban su boca parecían hundirse hasta tocar el hueso.

Según la hoja de papel pegada en la pared para detallar los precios, la tarifa semanal por una habitación individual era de ciento cincuenta dólares.

—Cogeremos dos individuales —dije—. Las dos por una semana.

Ladeó la cabeza y preguntó:

—¿Son suyas?

—De mi hermana. Sobrinas.

—La pequeña es una monada.

Rocky se acercó y le dijo a Tiffany que dijese hola, pero la pequeña, cohibida, se escondió entre las piernas de su hermana.

—¿Cómo te llamas, preciosa?

—Dile tu nombre, cariño.

La niña soltó una risilla.

—Se llama Tiffany —dijo Rocky.

—¿Qué edad tiene?

—Tres y medio.

Cuando aquella mujer sonreía, se le resquebrajaba la cara. Yo no dejaba de preguntarme qué aspecto debía de tener antes de que el sol abusara de ella.

Oíamos la radio de la habitación contigua. Yo había deducido ya por las voces que se trataba de una radio, porque era un programa con llamadas de los oyentes y un tipo estaba hablando del Nuevo Orden Mundial y de la Marca de la Bestia. Un reloj con forma de estrella de mar colgado en la pared se había detenido a las once y veinte.

La mujer me pidió el permiso de conducir y yo le deslicé el falso con dos billetes de cien y cinco de veinte.

—Hay que añadir veinticuatro con sesenta y siete de tasas.

Le di otros dos de veinte y observé cómo rellenaba la ficha. La mano le temblaba al mover el lápiz y parecía tener una oreja puesta en el programa de radio.

—Supongo que todo acabará bien —dijo, inclinando la cabeza hacia la otra habitación—. Siendo el estado soberano de Texas, si las Naciones Unidas nos invaden, nos tocará a nosotros responder al ataque.

Traté de sonreír, pero la cara que puse le hizo fruncir un poco el ceño.

—Nosotros somos de Luisiana —le expliqué.

—Bueno. —Continuó rellenando la ficha—. Luisiana pertenece a los católicos.

Miré a Rocky y le dije a la mujer:

—Así es.

Me dio un recibo y dos llaves, ambas con una tabla de surf de goma a modo de llavero.

—Son la diecinueve y la veinte, justo al salir, sólo hay que cruzar el aparcamiento. Yo me llamo Nancy Covington. Si necesitan algo, siempre estoy aquí.

Le di las gracias, pero por su expresión deduje que todavía tenía algo que decirme.

—Sólo una cosa —añadió—. Soy buena amiga de un montón de policías. Simplemente lo comento. Cuidado con lo que pueda pasar en las habitaciones.

Rocky y yo intercambiamos una mirada y luego las dos chicas sonrieron a la mujer.

—Por el amor de Dios, qué encanto de niña. Debes de ser la cosa más bonita que ha pasado nunca por aquí.

—Esperemos que siga siendo así —dijo Rocky, y las dos se rieron como bobas.

Nuestras habitaciones eran contiguas y ambas tenían una moqueta verde oscuro apta para todas las estaciones, óleos de playas en las paredes y una cómoda de madera de imitación, mesilla de noche y una mesa pequeña. Olían a loción solar y a sudor. Tenían el mismo papel pintado de la pared que la recepción, conchas estampadas en color melocotón, y el de mi habitación estaba despegándose por los bordes y curvándose a causa de la humedad. El grifo del lavabo tembló y repiqueteó un rato cuando lo abrí. Había manchas de humedad de color granate en las esquinas. En ambas habitaciones había unos enormes aparatos de aire acondicionado colocados en un hueco debajo de la ventana y las cortinas eran gruesas, azul marino, con un revestimiento de plástico que impedía el paso del sol con la misma efectividad que una pared de ladrillos. Incluso había televisión por cable.

Tiffany se sentó en la cama que compartiría con Rocky y no tardó en quedarse embobada con un programa televisivo de marionetas y decorados de cartón. Observé a Rocky mientras desempaquetaba sus mochilas y guardaba la ropa de su hermana en los cajones de la cómoda. La falda le ceñía el culo cuando se inclinaba y al contemplarla admirado sentí que me bullía la sangre.

Pero seguía habiendo un punto de falsedad en nuestra interpretación. Como si ambos fingiéramos sobre algo y no estuviésemos dispuestos a hablar de ello.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella.

Reflexioné un instante.

—Habrá que ir a comprar algunas cosas.

—No sé…

—No te preocupes —le dije—. Pago yo.

Sentí el hormigueo de una leve señal de alerta, esas viejas alarmas que suenan ante los favores y la estimulación de ciertas dependencias.

—No deberías pagar lo nuestro, Roy.

—Eso es cosa mía.

Parecía incapaz de controlarme. Y también necesitaba urgentemente un trago; supongo que para ayudarme a ignorar esos instintos que me aconsejaban retener la cartera en el bolsillo y poner fin a aquella farsa. Y dejarlas ya.

Encontramos una tienda JCPenney en un centro comercial y yo esperé mientras ella elegía algo de ropa. Los centros comerciales me ponen nervioso, con toda esa gente como loca por comprar, y tenía la sensación de que cada vez veía a más gente gorda.

Contemplé a Rocky sostener en lo alto una falda y una blusa y juntarlas para ver si combinaban, mientras algunas mujeres enormes se movían con andares de pato entre los anaqueles, repasaban los colgadores, comprobaban las etiquetas, dejaban los pantalones sin doblar, tirados en los expositores, y todas parecían abotargadas, infelices y ansiosas por gastar.

Me he dado cuenta de que toda la gente débil comparte una obsesión básica: una fijación por la idea de la complacencia. Vayas a donde vayas, los hombres y las mujeres son como cuervos atraídos por los objetos resplandecientes. Para algunos, los objetos resplandecientes codiciados son otras personas, y antes que caer en esto más te valdría hacerte adicto a las drogas.

Algo se convierte en demasiado placentero, demasiado importante, y antes de que te des cuenta estás atrapado.

Eso fue lo que me sucedió con Loraine, y sospecho que también un poco con Carmen. Me daba rabia.

Rocky eligió una falda, una blusa y un biquini, y después de que yo la animase, volvió por un par de tops y unos tejanos. En una farmacia de la cadena K&B compramos cepillos de dientes y demás, y yo también me compré una maquinilla para cortar el pelo. Almorzamos en un sitio cerca del hotel, pegado al malecón, de madera pulida y con su propio dique de cemento, en el que había un mural descolorido con criaturas marinas. Comimos en la terraza y había un grupo de adolescentes congregados junto al mural, fumando y pavoneándose, y Rocky agachó un poco la cabeza y miró hacia otro lado. Sólo le dio un par de bocados a su hamburguesa con queso.

Tiffany se comió sus patatas fritas con muy buenos modales y Rocky iba mirando alternativamente a su hermana y a los adolescentes; parecía que no quería mirarlos, pero no podía evitarlo. Toqueteaba la comida, echaba un vistazo a los chavales y se ponía a hacer dibujos en el kétchup con una patata reblandecida.

Yo me zampé dos hamburguesas con ayuda de una Budweiser, me recliné un poco en la silla, aspiré el cálido aire marino y lo retuve en los pulmones.

—¿Qué te parece? —le pregunté.

—¿Eh? —Dejó la patata frita—. O sea, gracias.

—¿Qué te parece todo esto? Tiene buena pinta.

—Está bien.

—Apuesto a que a ella le va a gustar la playa.

—Sí.

Cruzó los brazos encima de la mesa, miró a Tiffany y le dedicó una sonrisa forzada y fugaz.

—Yo diría que por aquí podrás conseguir trabajo como camarera. Eres guapa. Te contratarán.

—Tal vez.

Un camarero con unos holgados pantalones cortos retiró los platos y le preguntó a Rocky si quería que le preparase lo suyo para llevar. Ella le dijo que no, pero yo le pedí que nos lo envolviese. El chico se marchó y ella apenas levantó la cara mientras jugueteaba con el mantelito de papel individual.

Eché un vistazo a las paredes: había redes de pescar colgadas de la fachada, con cangrejos y langostas de plástico enganchados, un pez espada encima de la puerta y recortes de prensa enmarcados que hablaban del huracán de 1900. Aquí el pasado siempre reaparece. Las superficies están permanentemente sometidas a la erosión.

—¿Qué te pasa? —le pregunté a Rocky.

Parecía dolida por algo.

—¿A qué te refieres?

—Estás enfurruñada.

—No lo sé. Bueno, a veces me da por ahí. —Se le humedecieron los ojos al decirlo—. Hasta ahora estaba bien, procurando no pensar demasiado. Es un poco por todo. Ya sabes.

—Sí.

—Es por eso. Por todo lo que ha pasado desde anoche.

—Nos irá bien. Nadie va a encontrarnos.

Tiffany alzó rápidamente la mirada y me señaló con el dedo la barba.

—¡Yo te he encontrado!

—Lo sé —me dijo Rocky—. O sea, creo que tienes razón. Es simplemente por cómo ha ido todo. Le doy vueltas de vez en cuando. Y no me parece justo. —Se secó los ojos y se mordisqueó la cara interna del labio—. Tan sólo me pregunto si puedo esperar que las cosas cambien.

Pensé en lo que decía, saqué un cigarrillo, le di unos golpecitos en la mesa y dije:

—No parece justo porque es cosa del azar. Pero precisamente por eso es justo. ¿Entiendes qué quiero decir? Es justo como lo es la lotería.

—Joder, Roy. ¿Lo dices para animarme?

Encendí el cigarrillo y me aparté un poco de la mesa para poder estirar las piernas.

—Sí —dije.

—Pues a mí no me sirve.

Se le enrojecieron las mejillas y la nariz y pestañeó para contener las lágrimas.

—Y sin embargo, fíjate, funciona en los dos sentidos. Mañana podrías convertirte en millonaria y encontrar al hombre de tu vida.

Me parecía imposible, pero intenté sonar convincente.

—Ya, sí, seguro.

Empezó a doblar y desdoblar el mantelito y fijó la mirada más allá del dique, en el océano. Ahora parecía especialmente pequeña y demasiado joven y frágil, recortada contra el telón de fondo que formaban unas alargadas nubes rojizas y el cielo dorado. Contemplé a Tiffany dibujando con los dedos en su kétchup. Me miró, me enseñó las manos sucias y se echó a reír, se chupó los dedos y volvió a plantarlos encima del kétchup.

De regreso al motel, compré un periódico para que Rocky pudiese ojear los anuncios clasificados. Quería que volviera a pensar en el futuro, sobre todo porque me parecía que así me sería más fácil dejarlas. Tiffany empezó a dar cabezadas en cuanto llegamos al motel y a Rocky se le cerraban los párpados, exhausta de pronto, así que nos fuimos rápidamente cada uno a su habitación.

Había un pack de seis cervezas vacío junto al bordillo, como si esperara el autobús. Al otro lado del aparcamiento había un hombre descamisado, sentado en el escalón de la puerta de una habitación con la cabeza entre las manos.

Cerré la puerta. Antes de enchufar la maquinilla, cogí mi navaja y me corté la melena que me colgaba por el cogote. La sostuve un momento en la mano porque estaba un poco sorprendido de lo larga que era y sentí que acababa de perder una parte de mí más importante de lo que creía. La tiré a la papelera y encendí la maquinilla. Coloqué las cuchillas de medio centímetro, me rapé la cabeza y después, con la misma medida, repasé también la barba, de modo que la mandíbula y el cuero cabelludo quedaron cubiertos con la misma capa de pelo pajizo.

Me enfrenté a mi cara. Mi reflejo resultaba ser siempre lo que esperaba y nunca se parecía a lo que me habría gustado, pero esta vez el efecto fue terrible: las amplias zonas de piel que el pelo ya no cubría, la nariz pequeña y torcida, la hendidura de la boca y la barbilla ancha y cuadrada. Me había pasado la vida esperando vagamente ver otra cara detrás de esta máscara pétrea que Loraine comparó en una ocasión con los rasgos de un tótem choctaw. La comparación, acertada ya en mi juventud, lo era mucho más ahora, con la frente más ancha y el pelo retirado en unas entradas pronunciadas, los ojos más hundidos y las mejillas flácidas. Los ojos me resultaban particularmente extraños. Marrón oscuro, muy separados, parecían más grandes sin tanto pelo. Pero, hasta donde yo recordaba, era como si mi verdadera cara no hubiese aparecido todavía, como si en mi interior existiera otro rostro, con unos rasgos más elegantes y puros, un mentón afilado y una nariz romana, el busto de algún centurión que conquistó el mundo antiguo. Hacía ya cuarenta años que iba por el mundo con esa cara y una parte de mí todavía esperaba ver al otro tipo en el espejo.

Me pasé una mano por el cabello rasposo y pensé en los pacientes de quimioterapia.

Dejé el televisor apagado y me tumbé en la cama. En el techo había manchas de humedad que parecían pequeños continentes aún no descubiertos y me vino a la cabeza la imagen de algas creciendo en mis pulmones en una sucesión de erupciones.

Me pregunté si las cosas se pondrían muy feas y me pregunté cómo me las arreglaría cuando llegara ese momento.

Había guardado en la caja de seguridad mi Colt y la pistola que había cogido Rocky, junto con el dinero, y la había metido en el fondo del petate. Una bala resultaba más atractiva que la perspectiva de ir enfermando progresivamente, pero el problema con el suicidio es que, para cuando uno se decide a llevarlo a cabo, la situación ya es desesperada. Y para ser sincero, me daba miedo, aunque en mi vida había hecho montones de cosas que me daban miedo.

Beber hasta morir en México también tenía su atractivo.

Pero, en cualquier caso, la ironía de la situación me fastidiaba. Yo era el único tío que había quedado en pie en aquel vestíbulo. ¿Por qué el único que había salido vivo de allí tenía que ser el que de todos modos ya contaba con morirse?

Y lo más raro de todo era que no sentía ninguna urgencia por vengarme. Lo cual no es precisamente habitual en mí.

Creo que incluso una parte de mí estaba encantada de haber dejado atrás todo eso, los apostadores, los yonquis, Stan Ptitko y los armenios, y que en realidad ya llevaba algún tiempo sintiéndome así y ése era el verdadero motivo por el que me había procurado los documentos de identidad falsos.

Ya lo había dejado.

En el exterior de la habitación los insectos emitían sus chirridos y el mundo empezaba a teñirse de tonos oscuros, rojizos y azulados que se filtraban a través de las cortinas; esos colores me hicieron pensar en la esquina de una calle en Hot Springs, años atrás, y el ruido de los bichos y el leve susurro del mar se sumaban al zumbido del aire acondicionado. Desde el otro lado de la ventana llegó la voz apresurada de una mujer, que se reía, y oí que alguien tropezaba y una botella se rompía.

Cerré los ojos y allí estaba Carmen, sonriendo con la cara vuelta por encima del hombro. Loraine arañándome. Recordé que en la esquina de Hot Springs las luces rojas y azules se reflejaban en un charco y yo llevaba un rato sentado en el bordillo, como el tipo al que acababa de ver al otro lado del aparcamiento. Con las rodillas dobladas, la cabeza entre ellas y los nudillos ensangrentados.

Durante mi estancia en el reformatorio: calentaba un cepillo de dientes con cerillas hasta que saltaban las cerdas e incrustaba una hoja de afeitar en el plástico reblandecido.

Cuando tenía diecisiete años y trabajaba como ayudante de barman en el garito de Robicheaux, una vez un viejo minúsculo se pasó toda la noche bebiendo solo, sin hablar con nadie, y alrededor de la medianoche vi cómo se caía de su taburete. Se abrió la cabeza y murió allí mismo, a los pies de todo el mundo.

Abrí los ojos.

Aquí las cosas no resisten mucho tiempo. El salitre se mete por todas partes, hace saltar la pintura, oxida los guardabarros, corroe las paredes. La habitación estaba impregnada de él, y contemplando las manchas de humedad del techo vi ciudades y campos arrasados por la erosión.

Estás aquí porque esto aparece en el mapa. Los perros resuellan por las calles. La cerveza no aguantará fría mucho tiempo. La última canción nueva que te gustó salió hace mucho, mucho tiempo, y ya nunca la ponen en la radio.

Alguien llamó a la puerta con suavidad y yo me incorporé. Rocky estaba plantada bajo la luz fría de la bombilla de sodio de una farola, en camiseta y con unos shorts azules ceñidos y recortados hasta el nacimiento de las piernas. Se abrazaba a sí misma, tenía la nariz y las mejillas enrojecidas y los ojos irritados.

—Roy.

Entró, cerré la puerta y encendí la lámpara. Me senté frente a ella en la cama. Flexionó las rodillas y dobló las piernas hasta apoyar los pies en el borde de la butaca; como me resultaba difícil soportar la visión que esa postura me proporcionaba, tuve que tomar la precaución de desviar la mirada a un lado. Se sorbió los mocos y se abrazó las rodillas.

—¿Qué problema tienes?

—Mírate. Te ha desaparecido el pelo.

—¿Qué ha pasado?

—Nada. He estado pensando.

—Has tardado lo tuyo.

—Es cierto. —Se rió entre dientes, se sorbió los mocos y se apartó un mechón rubio de la frente—. Sólo pensaba. Me preguntaba… ¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta.

—Pues yo tengo dieciocho, colega. Eso no es nada. ¿Verdad? Quiero decir que no importa lo que ha pasado hasta ahora.

—Dieciocho no es nada. Si quieres, tienes tiempo de empezar una nueva vida tres o cuatro veces.

Al decirle eso me sentí, por primera vez, demasiado joven para morir. Es la queja más tonta que pueda imaginarse. Recordé que todo el mundo decía lo mismo cuando yo les hacía una visita con los guantes puestos y la porra en la mano. «Espera, espera», decían. Espera.

Rocky tenía los ojos húmedos y se había puesto la nariz en carne viva de tanto frotársela. Miró hacia la ventana, por la que se colaban haces de luz como cuerdas de harpa entre los resquicios de las cortinas, y su mirada se concentró en algo que quedaba más allá.

—Cuéntame algo, Roy. Necesito que alguien me hable, colega.

Yo no dije nada. No podía dejar de mirar sus piernas, sus muslos. El deseo siempre resultaba vagamente humillante.

—¿Qué hacías tú a los dieciocho, Roy?

Saqué un cigarrillo y le ofrecí otro a ella. Encendí los dos. Y empecé a contarle:

—Trabajaba en un bar y me encargaba de hacer apuestas de seguridad por el sur, fundamentalmente en Luisiana, Arkansas y Misisipi.

—¿Y eso qué es?

—Consiste en apostar a algunos caballos para distorsionar los resultados.

—Ya.

Seguían llegando sonidos del exterior y el humo de nuestros cigarrillos ascendía y chocaba contra las descoloridas islas del techo. Música de radios de coche a una manzana de allí, una mujer que bajaba por la acera hablándole a gritos a un hombre de res-pon-sa-bi-li-da-des, recalcando cada sílaba.

—¿Cómo te metiste en eso? —me preguntó Rocky.

Me encogí de hombros.

—Se suponía que tenía que alistarme en los marines.

—¿Ah, sí? —Dobló las piernas plegándolas bajo el cuerpo y me miró directamente a los ojos. Tenía la nariz y las mejillas moteadas de pecas claras y los ojos, humedecidos, parecían más grandes—. ¿Qué quieres decir?

—Cuando cumplí los diecisiete, tomé el autobús para ir al centro de reclutamiento. Llegué. Esperé sentado un par de horas. Había un montón de chicos. Iban acompañados por sus padres y madres, y llevaban vaqueros tan raídos como los míos. Camisas remendadas. Tenían las manos encallecidas por el trabajo en las granjas. Los propios padres y madres no podían sacudirse toda la tierra que llevaban encima. Vi a los reclutadores hablar con los padres. Se dedicaban a eso. Apenas hablaban con los chicos. Sólo hablaban con los padres. «Le enseñaremos esto, aprenderá esto otro, volverá hecho un hombre». Ya sabes. No me gustó que sólo hablasen con los padres. No me gustó que aquellos otros chicos se limitaran a esperar en un rincón, como caballos en una subasta. Y yo, de todas formas, ya había pensado en hacer algo. Algo diferente.

Me callé un momento y sostuve el cigarrillo en vertical, con el hilillo de humo ascendiendo. Parecía una de las torres de la refinería que se veían al otro lado del lago donde me crié.

—¿Qué? —preguntó Rocky—. ¿Qué otra cosa habías pensado hacer?

—Había un sitio en Beaumont en el que había trabajado mi madre antes de que yo naciera. Me había hablado mucho de él. Un bar llamado Robicheaux’s. Me contaba lo gran tipo que era su antiguo jefe allí, Harper Robicheaux. Era su prototipo de hombre. Me contaba que ella cantaba en aquel local de vez en cuando. Y entonces se ponía a cantar. En casa.

—¿Cantaba bien?

—Sí. Supongo que lo dejó cuando llegué yo.

—Bueno, y entonces, ¿qué hiciste?

—Me largué de la oficina de reclutamiento, tomé un autobús a Beaumont y di con ese lugar. Robicheaux’s. En realidad se llamaba Robicheaux’s-on-the-Bayou. Entré y descubrí que ese hombre del que ella me había hablado, Harper, era el propietario. Tuve que esperarlo un rato. Tenía pinta de tipo poderoso, más bien turbio pero afectuoso y con un montón de amigos. Le conté quién era mi madre y fue amable conmigo. Me preguntó qué tal estaba ella y pareció entristecerse cuando le informé de que había muerto. Me preguntó qué quería y le dije que un trabajo. Así fue como empecé. Trabajé en su bar durante un tiempo, y cuando decidió que yo era listo me puso a cargo de lo de las apuestas.

Rocky dio una calada y se toqueteó una uña del pie.

—¿Con quién vivías antes de empezar a trabajar en el bar?

—Con el señor y la señora Beidle. Tenían un hogar de acogida.

—¿Tu madre se había largado?

—Había muerto años antes. Enfermó.

—¿De lo mismo que tienes tú ahora?

—No lo sé. Tal vez.

Apagué el cigarrillo y seguí con la mirada la línea color sangre, causada por la humedad y la sal, que recorría todo el zócalo de la habitación. Mary-Anne no había enfermado, o al menos no desde luego como yo ahora. Cuando yo tenía diez años, las personas que pasaban por el puente de la I-10 dijeron que habían intentado impedirlo, pero que ella se había dejado caer desde la barandilla. «En silencio», dijeron. Uno o dos de los testigos corrieron hasta la barandilla y la vieron caer, con el vestido hinchado por el aire, unos cien metros hasta el suelo.

Siempre me he imaginado a mí mismo cayendo. Parece una distancia muy considerable para caer sin soltar algún grito.

—¿Y tu padre? —me preguntó Rocky.

—Era un buen tipo. Había sido marine. En Corea. Murió. Pero no en Corea. En una refinería. —Me encogí de hombros—. Fue hace mucho tiempo.

Yo ya tenía veintitantos cuando deduje que John Cady debía de saber que yo no era su hijo. Él medía metro setenta y yo a los quince ya llegaba al metro noventa, y no tenía el cabello oscuro como él y Mary-Anne, ni mi barbilla se parecía a las de ellos, aunque él siempre aceptó que lo llamase «papá».

—Ese tal Robicheaux, ¿te caía bien, no? Lo noto. Por tu manera de hablar de él.

—Sí, supongo que no me caía mal. Se quedó pasmado cuando nos conocimos.

—¿Por qué?

Entorné los párpados y suspiré, aunque en realidad no me estaba molestando nada contar cosas que nunca había contado a nadie. Empecé a tirar de las botas para quitármelas.

—Bueno —gruñí—. Era un tipo grandullón, como yo; de hecho, se parecía bastante a mí. Teníamos la misma cara. Le sorprendió que tuviésemos la misma cara.

—¿Se parecía a ti?

—Era clavado.

Rocky se lo pensó un instante, pero creo que no me entendía, porque dijo:

—Qué raro. ¿Y qué carácter tenía?

—Era listo. Caía bien a la gente. Hacía buenos negocios con los italianos en la costa, en Nueva Orleans, y con muchos moteros de Arkansas y Texas.

—Ajá. ¿Y qué le pasó?

—Alguien lo hizo saltar por los aires.

—¿Lo hizo saltar por los aires?

—Es lo que acabo de decir.

—Lo siento, Roy.

—No pasa nada.

—Lo siento. —Apagó el cigarrillo y deslizó las manos debajo de los muslos, estiró las piernas y los músculos se tensaron como la amarra de un barco.

Me rasqué la rodilla y me palpé mi rostro nuevo, la flacidez de la piel.

—Creo que la he jodido bien jodida —dijo Rocky.

—No tienes por qué verlo así —le aseguré.

Me puse en pie y fui hasta el lavabo, bebí un poco de agua del grifo y me lavé la cara; en el espejo, mi nuevo aspecto empezaba a parecerme normal.

Rocky volvió la cabeza para mirarme.

—¿Habías matado a alguien antes, Roy? Aparte de esos tipos de la casa.

Me sequé la cara y volví a la habitación.

—A un par.

—¿Y cómo lo llevas?

—Déjame en paz.

—Perdón.

La decepción en su mirada fue como una punzada. La muerte estaba volviendo innecesarios todos mis hábitos, mis viejas coherencias. Ciertos comportamientos estaban modificándose. Como mi nueva afición a hablar demasiado.

—Lo llevo como lo llevaría un soldado —le dije—. Los tipos que me he cargado no eran transeúntes inocentes. No estaban donde estaban por causas ajenas a su voluntad. Tal como yo lo veo, esa gente había creado problemas que requerían mi intervención. Ellos se lo habían buscado.

Rocky se sorbió los mocos, aspiró aire por la boca y se toqueteó los dedos de los pies.

—Me ha dado por pensar que vas a dejarnos aquí.

No le respondí. Sin embargo, me quedé de pie para que se diera cuenta de que era hora de volver a su habitación.

—Colega, si vas a hacerlo, dímelo. O sea, lo entiendo. Es lógico. Aunque estés enfermo. No tiene sentido quedarse. No me cabrearé ni nada.

—Encontrarás trabajo. Cuidarás de Tiffany. Te tocará la lotería.

—Antes estaba mirándola y he pensado que ibas a dejarnos y que todo lo que he hecho ha sido un desastre. Incluso lo de seguir a aquel tío, Toby. El marica. Creía que saldría bien. Qué desastre. —Contempló el cigarrillo, que todavía humeaba—. Pero… ¿sabes qué, colega? Para mí todo ha sido un desastre desde el principio.

—No voy a marcharme todavía —le aseguré.

—Bueno. —Suspiró—. Mi desastre no es cosa tuya. Es cosa mía.

—Al final, te irá bien.

—Allí nunca cambiaba nada, ¿sabes? Siempre hacía calor. Los mismos prados, la misma hierba. Nada que hacer. Vi pasar el resto de mi vida. Día tras día así.

—Yo también vivía en un sitio así —le confesé.

Lo dije con un punto de vergüenza, algo de rabia por seguir hablando con ella y sobre todo por la sensación de que tenía ganas de hablar de aquellos campos yermos inundados por el sol, de Loraine y de Carmen. Quería hablar de ellas, pero no sabía qué decir.

—Hoy, cuando miraba a esos chavales en la playa —comentó ella—, no paraba de pensar que sólo quería una vida de verdad.

—Todas las vidas son de verdad.

—Ya sabes a qué me refiero. También quiero que Tiffany la tenga. Un lugar estable.

—Entonces, eso es lo que sucederá.

Ya no tenía lágrimas en la cara. Sonrió y al hacerlo entrecerró los ojos.

—Estás muy raro sin pelo.

—Ni yo mismo me reconocía. Supongo que eso es bueno.

—Ya no tienes pinta de psicópata, como antes.

Subí el aire acondicionado y el zumbido aumentó de volumen y los cristales de la ventana vibraron.

—Deberías dormir un poco. Ya pensaremos en algo mañana.

Estiró un brazo para que le cogiese la mano y la ayudase a levantarse, y durante un segundo entornó los ojos con una mirada juguetona, y eso me fastidió. Ella se percató de que no me hacía ni pizca de gracia, paró y se dirigió muy lentamente hacia la puerta. No pude evitar clavar una mirada en los shorts que, después de todo ese rato sentada, le marcaban la raja del culo.

Se detuvo y dijo:

—Si quieres marcharte, no hay ningún problema. En serio. Ya has hecho mucho por nosotras, Roy. Puedes seguir tu camino. Ya nos las arreglaremos.

Abrí la puerta y le dije:

—Puede que lo haga.

El hombre que antes estaba sentado en el escalón de su puerta se había trasladado a una zona con hierbajos junto a la acera, cerca de una farola. La luz dibujaba encima de su cabeza una tienda de campaña en la que hervían los mosquitos.

Rocky se volvió hacia mí antes de entrar en su habitación, pero no llegó a articular palabra.

—Si sigo aquí por la mañana —le dije— es que todavía no me he ido.

Cerré la puerta. Ahora que volvía a estar solo, sentí de nuevo cierto desasosiego. Pasé todos los canales del televisor cuatro o cinco veces. Doblé toda mi ropa y la metí en la cómoda, una prenda tras otra, y después las saqué todas y volví a guardarlas en el petate. Me vine abajo y me puse a limpiar mi 38 con un lápiz y un paño. Tenía la sensación de que me faltaba algo, algo difícil de definir, pero cuya ausencia notaba.

Tenía la sensación de haber metido la pata al hablar tanto.

Parecía que en el Emerald Shores había unos cuantos huéspedes fijos. La ranchera con los neumáticos de repuesto era de la familia de la habitación número 2. El tipo de la moto, en la 8, era el que tenía las ventanas tapadas con papel de aluminio. Dos mujeres mayores compartían la 12 y eran las propietarias del novísimo modelo de Chrysler con los amortiguadores tan reventados que hincaba el morro como un caballo de carreras agotado. Por la mañana, enfrente del motel apareció un tipo que freía salchichas en una pequeña barbacoa con carbón de la que salía una humareda grasienta y de olor intenso que se esparcía por todos lados. Estaba sentado en una silla plegable y me hizo señas con la mano.

Era un tipo mayor, desgarbado, con una cinta en la cabeza, sandalias y camiseta de tirantes estampada con un anuncio de cerveza Corona. El olor me abrió el apetito, me acerqué a él y vi que tenía una pequeña pila de platos de cartón a sus pies.

—Éste es el tipo de desayuno que ofrece la casa, tío. Me llamo Lance.

Cogió un plato y puso dos salchichas en él.

—¿Trabajas aquí?

—No exactamente. Estuve casado con Nancy. La mujer de la recepción, ¿sabes? Me deja vivir aquí. Y me encargo de preparar el desayuno para los clientes. En el motel no hay cocina, así que uso la barbacoa.

—De acuerdo, gracias.

—Me contó que has venido con dos chicas. Ellas también pueden comer algo si quieren.

Oí que se abría una puerta y salieron dos niños de la habitación 2, seguidos por su padre. El tipo tenía el pelo revuelto, la cara colorada e hinchada y los ojos enrojecidos y brillantes.

Lo primero que hizo fue observarme con detenimiento.

Dio una colleja al niño y le dijo:

—No te cueles delante de tu hermana. Deja que ella coja el suyo.

Los niños parecían deslumbrados por el sol y entrecerraban los ojos, como si acabasen de salir de una cueva. Lance les sonrió y sirvió las dos salchichas, primero a la niña y después al chico.

Yo acababa de terminarme las mías cuando el padre les dijo:

—Ahora id a la habitación.

—Mamá ha dicho que le llevemos una.

—Tu madre no necesita ninguna salchicha. Dile que lo he dicho yo.

Cogió el plato que le ofrecía Lance y no les quitó ojo a los chicos mientras volvían a la habitación. Tenía una cara enorme, larga y ancha, una barbilla como un canto rodado y un cuello grueso y terso que le borraba el perfil de la mandíbula. Llevaba el pelo largo y despeinado, una camiseta blanca de tirantes y unos vaqueros tiesos y mugrientos ceñidos a una panza tan voluminosa que le curvaba la espalda hacia dentro.

—Buenas —dijo Lance.

—Sí —respondió el hombre—. Buenas.

Se comió media salchicha de un bocado. Quería dejar claro que era un tipo duro. Tenía una mirada paranoica y simplona. Sin duda había sido el gallo del gallinero, pero ahora la musculatura de sus brazos se había reblandecido y parecían los muslos de una anciana.

—Acabo de enterarme de que no hay nada en la Kestrel —me dijo—. Así que vaya fiasco.

Miré a Lance y de nuevo al tipo de la 2.

—No sé qué es eso.

—Es una plataforma en alta mar. Hemos venido aquí porque se suponía que iba a trabajar para la petrolera Cities Service. Pero llego y me dicen que no me habían contratado. Les explico que recibí una carta. Y me dicen que la carta no dice lo que dice. —Miró a Lance para que corroborara sus palabras—. Y eso que la he conservado.

Se acabó las salchichas y tiró el plato de cartón al suelo del aparcamiento. Vio que yo sacaba mi paquete de cigarrillos.

—¿Puedo pedirle uno?

Se lo di.

—¿De dónde es usted? Me imagino que trabaja en alguna plataforma.

—No. Estoy de vacaciones.

—¿De dónde viene?

—De Luisiana.

—¿De qué parte?

—De Nueva Orleans.

—Lo siento por usted. He estado allí. Demasiada lluvia y demasiados católicos y negros.

—Hay gente que no lo resiste —le dije—. Pero sólo hay que saber dónde pisas.

—Conocí a un chico de Nueva Orleans. Se pegó un tiro en el muslo. Ese chaval estaba loco.

—Por eso debieron obligarlo a marcharse.

Frunció el ceño mientras intentaba desentrañar lo que yo había pretendido decir. Vi que acababa de aparecer otro huésped, el de la moto, el de la habitación 8, la del papel de plata pegado al cristal de la ventana. Era joven y flacucho, con melena, y se mantuvo a cierta distancia, observándonos a través de sus gafas de sol. El otro tipo todavía me miraba, intentando entender qué había dicho yo exactamente para insultarlo.

—¿Cuántos niños tiene usted en esa habitación? —le pregunté con sorna.

—Sólo esos dos. Y a mi mujer. —Meneó la cabeza de lado a lado—. Cada día está más gorda. —Buscando mi complicidad, empezó a hablar de su esposa. Llevaba unos días sin salir de la habitación porque él le había hecho un comentario sobre el traje de baño—. Quiere hacerse la ofendida o algo por el estilo. Ya sabe cómo se ponen.

Tiré el cigarrillo y volví a la habitación. El chico de la 8 se había inclinado para preguntarle algo a Lance y el otro tipo seguía allí plantado mirando a su alrededor, dándose la vuelta, perplejo porque nadie estuviese escuchando sus comentarios sobre su mujer.

Al cerrar la puerta vi que el chaval de la melena estaba mirándome y le devolví la mirada.

Sonrió como si fuéramos viejos amigos. Hizo el gesto de dispararme con el dedo.

Las chicas desayunaron y se vistieron, pero después no sabíamos muy bien qué hacer. Imaginé que a la pequeña le gustaría ir a la playa, así que me puse unos vaqueros gastados y una chillona camisa hawaiana que había comprado junto con unas sandalias el día anterior, y me las llevé a la playa. No había ninguna razón que me obligase a hacerlo, pero tenía que matar el tiempo y me apetecía ver cómo reaccionaba la pequeña ante el mar y la arena. Sentía curiosidad.

El padre de la número 2 estaba plantado fuera de la habitación con una cerveza Michelob y me saludó con un movimiento de cabeza cuando salíamos.

—Bonita camisa —me dijo, alzando la barbilla.

Recorrimos cinco manzanas y cruzamos una mediana hasta llegar a una pequeña playa que había detrás de la carretera. Había hojas de periódico y envoltorios de comida que, atrapados en los hierbajos, se agitaban al viento, y unas matas frondosas de pasto llorón marcaban el borde del talud de arena que descendía hasta el océano. Tiffany sonreía, avanzaba dando saltitos junto a Rocky y señalaba: las olas del océano se adentraban en la playa y retrocedían una y otra vez.

Mientras se despojaba de sus shorts y su camiseta, Rocky se percató de que estaba mirándola y yo aparté la vista. Su biquini era bastante exiguo, cuatro triángulos de tela roja, y al verlo se me aceleró la respiración. Curvas insinuantes y esbeltas líneas dibujaban su cuerpo, sus músculos de bailarina ligeramente enrojecidos por el sol contrastaban con su pálida piel; tenía las mejillas y la nariz un poco coloradas y el sol arrancaba reflejos dorados y blanquecinos de su cabello. Se acuclilló y dobló su ropa sobre la arena con una meticulosidad que me resultó profundamente erótica. Era ancha de hombros para su estatura y su espalda era una rocosa extensión de músculos, de esos que uno tiene que trabajarse.

Me recosté en la arena. Había llevado conmigo dos latas de Coors y abrí una mientras Tiffany echaba a correr hacia el rompiente, completamente maravillada y casi tropezando con sus propios pies. Rocky la acompañó hasta el agua y las olas las perseguían playa arriba entre las risas de la niña, que parecían cascabeles, un sonido de pura emoción que no tenía nada de bobo.

Cuando el agua salpicó a Rocky, la tela se le pegó a la piel como un pañuelo de papel húmedo y pude vislumbrar sus pezones y la hendidura del culo. Me saludó con la mano y permaneció allí con su hermana mientras las olas rompían contra ellas, cubriéndolas de destellos, y la niña no paraba de reír entre chillidos, y tras ellas las aguas azules y purpúreas se extendían de tal modo, entre pinceladas de espuma, que resultaba fácil imaginar un tiempo en que todo el planeta era tan sólo océano y cielo. Pero de pronto se interpuso ante el horizonte una lancha que arrastraba a un esquiador acuático y entre la bruma que se extendía hacia el este vislumbré la silueta de una plataforma petrolífera.

Las chicas volvieron a la orilla. Rocky se sentó con Tiffany para enseñarle a hacer castillos de arena. Tiffany señaló hacia el golfo y dijo:

—¿Qué hay detrás de eso?

—El océano.

—¿Y eso qué es?

—Más agua.

—¿Y qué hay detrás?

—Oh, calla —dijo Rocky, y le hizo cosquillas en los costados.

Rocky tenía las piernas extendidas mientras amontonaba la arena húmeda, y se hacía difícil no mirarla, así que dirigí mi atención a otras cosas que había por la playa. Una mata de hierbajos entre los que brillaba algo. Un par de niños rollizos que se lanzaban corriendo al agua. Las gaviotas que planeaban en el cielo aprovechando los vientos térmicos y bajaban en picado hasta meter el pico en el agua. Una cometa con todos los colores del arco iris que volaba sostenida desde lejos por alguien a quien no alcanzaba a ver. La cometa se bamboleaba, danzaba y daba vueltas trazando pequeños círculos, y al verla Tiffany lanzó un grito ahogado y la señaló.

Apareció por allí un grupo de muchachos jugando con una pelota y todos se callaron y se quedaron mirando a Rocky al pasar. Ella se dio cuenta y se puso a enseñar a Tiffany a compactar la arena.

Me quité la camisa y me tendí en la arena. Traté de imaginar a mis células almacenando la luz solar.

—¿De qué son estas cicatrices? —me preguntó Rocky.

—¿Cuáles?

—Las redondas del costado.

Me palpé los socavones de la piel, manteniendo los ojos cerrados para que el sol no me cegase.

—Cartuchos de posta.

—¿De una escopeta?

—Me dispararon de lejos. Son las marcas de los perdigones.

—¿Y esta otra? La del hombro.

—Un cuchillo.

—Debía de ser un cuchillo muy grande.

—Lo era.

—¿Y esa en la pierna?

—Un perro.

—Lo sabía. Estaba segura de que era el mordisco de un perro. ¿Lo mataste?

—¿Al perro?

—Sí.

—No me acuerdo.

Pero sí me acordaba.

Esperé a que me preguntase algo más, pero, al ver que no decía nada, eché un vistazo entreabriendo los párpados y vi que se había puesto a jugar de nuevo con Tiffany.

Después de acabarme las cervezas, di una cabezada y cuando me desperté Rocky estaba echada boca arriba, tomando el sol a mi lado. Tenía gotas de agua y arena adheridas a la piel y el sudor había formado un pequeño charco en su ombligo. Debía alejarme de allí, así que me dirigí al agua.

Tiffany soltó un chillido de entusiasmo y corrió detrás de mí, dando saltitos. La cometa del arco iris seguía ahí arriba, asestando sacudidas y cuchilladas a la claridad dorada del aire.

La pequeña se detuvo en el rompiente, levantó los brazos y gruñó como si con un esfuerzo pudiera subirse a mis hombros. La levanté y la sostuve por encima de las olas, haciendo ver que iba a lanzarla al agua, y ella se puso a gritar y reír al mismo tiempo. Yo también tuve ganas de gritar, pero no lo hice. Le tapé la nariz y me lancé con ella contra las olas, sosteniéndola en alto mientras yo me sumergía y el agua salada me envolvía; ella reía y escupía y boqueaba perpleja, insegura, y me pedía que volviéramos a hacerlo.

Durante el resto del día, seguí sintiendo el peso de su cuerpo en mis manos, ligero pero denso, sus tirones y sus patadas. Volvimos a la orilla y de vez en cuando la pequeña hacía gestos que parecían propios de una mujer adulta, como colocarse el cabello mojado por detrás de la oreja o recolocarse bien el bañador con expresión concentrada y seria.

Rocky seguía tumbada en la arena, resplandeciente.

Recuerdo que un colega mío me dijo en una ocasión que cada mujer a la que amabas era, al mismo tiempo, la madre y la hermana que no tenías, y que lo que realmente perseguías siempre era tu parte femenina, tu animal femenino o algo por el estilo. Aquel tío podía decir cosas como ésa porque era un yonqui y leía libros.

Cuando regresábamos al motel me fue imposible evitar quedarme rezagado y contemplarla con ese bañador desde detrás, pero creo que no hubiese sido capaz de tocarla.

Comimos, ya por la tarde, gambas fritas y bocadillos de ostras rebozadas, y después las llevé a la zona de ocio que había junto a los muelles. Jugaron a los topos locos, al comecocos y a lanzar aros. Mientras, yo me paseaba por el muelle, pero sin perderlas de vista.

A lo largo del muelle había algunos negros sentados con cañas de pescar y abajo, en la playa, se veía un bote de remos boca abajo. Tenía un agujero, a través del cual me llegaron los maullidos de un gato mientras observaba los miles de boletos de tómbola de color escarlata que había esparcidos por la arena.

Más tarde, por la noche, vimos una película por la tele, creo recordar que de Richard Boone, y cuando las dejé parecían cansadas y contentas, y me di cuenta de que eso me hacía sentir bien.

De vuelta en mi habitación, seguía contento por cómo las había dejado en su cuarto.

Pero entonces algo que no podía expresar con palabras me inquietó. Como si me hubiera olvidado de algo importante, pero no supiese de qué.

Salí de la habitación y eché un vistazo al cielo moteado, el viento cálido sacudía las palmeras y fluía hacia el río celestial de las estrellas. Me puse a caminar.

En el sur todavía quedaban en pie viejos silos para el grano y almacenes de los tiempos en que se exportaba algodón, y algunos silos tenían reflectores. El aire estaba permanentemente impregnado del olor a sal, gambas y ostras. Un hombre ayudaba a caminar a un amigo pasándole un brazo sobre el hombro.

El ruido sordo de mis botas sobre el asfalto sonaba como la manecilla de un reloj. Un gato gris me siguió los pasos desde la otra acera durante un rato. En el banco de una parada de autobús un tipo barbudo bebía de una botella envuelta en una bolsa de papel y lloraba. Me dijo que era feliz. Había salido de la cárcel ese mismo día.

Cuando regresé a la habitación, el silencio era tal que el tictac del despertador parecía reverberar y ese sonido me recordó que era tarde, tarde, más tarde todavía.

Había pasado el tiempo. Yo ya era viejo.

Por la mañana me levanté antes que las chicas y vi amanecer en la bahía, con un leve amarilleo del agua, por la que se diseminaba la flota de camaroneros, con sus foques escuálidos y sus redes colgantes. Esos barcos se arrastraban mar adentro con el ritmo lento y coordinado de una migración animal. El sol, tanto al atardecer como al amanecer, llenaba el cielo de colores chillones, verdes, morados, rojos intensos y naranjas, irreales como las nubes de los viejos westerns de la MGM.

Movimientos lentos. Colores cambiantes.

Estaba empezando a fijarme en cosas nuevas.

Rocky me dijo que tal vez había llegado el día de ponerse a buscar trabajo, pero le respondí que mejor nos íbamos todos a la playa, y eso hicimos.

Esa noche conocimos a otras dos huéspedes fijas del motel, las dos ancianas que compartían el Chrysler de la antena rota. Se llamaban Dehra y Nonie Elliot, eran hermanas, lucían el mismo cabello áspero y gris con idéntico corte en forma de coliflor, vestían rígida ropa oscura como si fueran monjas y llevaban crucifijos colgados del cuello.

Lance había asado hamburguesas y yo saqué un pack de seis Coors. Las chicas también se apuntaron, y al ver a Tiffany desde la ventana de la habitación 12, las dos hermanas se aventuraron a salir para saludarla.

Se inclinaron para estrecharle la mano a la pequeña, que se mordisqueó el pulgar con gesto tímido.

Las hermanas tenían rostros amables y joviales, y sobrellevaban sus espaldas encorvadas con la dignidad de quien soporta una carga en silencio. La que se llamaba Dehra usaba gafas y parecía llevar la voz cantante.

Si te muestras dispuesto a hablar con la gente, pareces menos sospechoso.

—Tenemos cuatro hermanas que son monjas en las Hermanas de San José en Houston —me contó Dehra—. Vivíamos en Denton, pero vendimos la casa de nuestros padres. Teníamos intención de comprar una propiedad en Florida, pero la verdad es que hasta el momento hemos estado recorriendo Texas.

—Queríamos estar cerca de nuestras hermanas —dijo Nonie.

—Es cierto. Pero llevamos aquí tres semanas.

—Seguimos pensando en instalarnos en algún sitio fijo.

—No sé por qué, pero no somos capaces de decidirnos por uno.

Había algo infantil en ellas. Una ausencia de duplicidad en sus rostros tranquilos y asexuados.

—¿Van a menudo a la playa? —les pregunté.

—Ay, no. El sol no nos gusta mucho.

Me dijo eso mientras su hermana intentaba ofrecer un chicle con sabor a clavo a Tiffany, que se escondía, tímida, entre las piernas de Rocky. Por un instante, sentí un impulso pasajero de contarle a esa mujer lo de mis pulmones.

Lance había colocado una mesa plegable y Nancy trajo un paquete de panecillos para hamburguesa, kétchup, mostaza y platos de cartón. Lo dispuso todo sobre la mesa y me repasó con la mirada.

—Recuerdo que el otro día llevaba melena. Y mírese ahora. ¿Tiene miedo de que alguien lo reconozca?

—Aquí hace demasiado calor para tanto pelo —le respondí.

Lance dio la vuelta a las hamburguesas y dijo:

—Apuesto a que éstas van a quedar tan buenas como las de aquel sitio de Austin. El Greenbelt Grill. ¿Te acuerdas, nena?

Nancy lo miró tensando las cejas y frunció el ceño.

Él me miró y comentó:

—Es un sitio de comida tejana al que solíamos ir. —Se volvió hacia Nancy y añadió—: ¿Te acuerdas?

Ella soltó un suspiro hondo y entornó los párpados con gesto compasivo, como si Lance estuviese poniéndose en evidencia. Y se volvió a la recepción.

Ahora Tiffany estaba riéndose con las dos hermanas y les contagiaba la risa.

—Antes era muy distinta —me aseguró Lance—. Se rehabilitó antes que yo y me temo que se ha pasado un poco. Ya sé lo que estarás pensando, pero yo no veo a Nancy tal como es ahora, ya me entiendes. Veo a todas las Nancys que he conocido, y hay un montón. Le gusta que yo conozca su historia, aunque haga ver que no.

Rocky también había salido, igual que el chaval de la 8. Lucía una melena pelirroja y tenía un aire frágil, como de ratón de biblioteca, y los vaqueros raídos y las botas de motorista que llevaba parecían completamente fuera de lugar.

Se pusieron a hablar entre ellos, apoyados en la pared exterior de las habitaciones, y él dijo algo que hizo reír a Rocky. El chico llevaba una camiseta gris de manga larga y echaba un poco hacia delante sus hombros enclenques, con las manos en los bolsillos.

Vio que lo miraba y me saludó. Rocky parecía nerviosa.

Salió el padre de la 2. Abrió la puerta lo justo para salir y la cerró enseguida. Se pasó la lengua por los labios mientras examinaba la manduca.

Se quedó junto a la barbacoa, como controlando a todo el mundo.

—¡Todos queremos hamburguesas, parecemos perros hambrientos! —dijo, sin dirigirse a nadie en particular, mirando de reojo a la espera de alguna reacción, y al comprobar que no la había, trató de simular que estaba ocupado pensando algo.

—Soy Tray —se me presentó el pelirrojo.

Me tendió la mano y sus ojos parpadearon sobre unas leves ojeras grisáceas. Rocky cogió una de mis cervezas y bebió un trago.

Le di la mano al chico.

—Tray Jones —dijo, y sus ojos se clavaron en mis antebrazos, volvieron a cruzarse con los míos y parecía que quisiera decirme algo. Era tan delgado que daba la impresión de que la camiseta le pesaba—. La mayoría de la gente me llama Killer —añadió.

—Por supuesto —dije.

El padre acaparó las tres hamburguesas siguientes. Pensé en afeárselo, pero, cuando vi que se las llevaba a la habitación, me alegré de que se largase y lo dejé pasar.

Las llevaba amontonadas en un solo plato y fue echando algún vistazo hacia atrás mientras caminaba hasta la puerta y metía la llave en la cerradura y, al abrirla apenas los centímetros necesarios para deslizarse al interior, volvió a fijar la mirada en mí.

Tray Jones seguía plantado a mi lado.

—¿Has visto a los hijos de ese tío? Parece que hace mucho que no comen como es debido.

Asentí. Rocky se sentó en el bordillo contemplando a las dos ancianas, que seguían hablando con Tiffany.

Tray sacó un par de cigarrillos mentolados y me ofreció uno. Lo rechacé. Encendió el suyo y me preguntó:

—¿En qué trullo has estado, colega?

—¿Qué?

—Tranquilo, tío. Nunca se me escapa un preso. Por tu manera de comerte las salchichas, tío. —Se rió entre dientes—. ¿Sabes?

Saqué un cigarrillo.

—En ninguno.

—Ah, vale. De acuerdo. —Asintió y me dio fuego. Tenía los dedos en carne viva de tanto morderse las uñas y las mangas de la camiseta le rebasaban las escuálidas muñecas. Imaginé que tendría los brazos llenos de marcas de pinchazos—. Yo cumplí en Rowan, Oklahoma —me dijo—. Hazte un favor y quédate en el sur.

—¿Qué edad tienes?

—Cumplí veintiséis en marzo.

—¿Y qué hacías en Rowan?

—Oh. —Levantó los hombros para llevarse el cigarrillo a la boca—. Unos curros con un tío con el que solía moverme. Mi colega. Nos iba de coña hasta que se metió en una pelea en un bar. La poli fue por él y quisieron registrar el coche. Yo no supe ni cómo había empezado el jaleo. Estaba dormido en el asiento trasero.

—Ajá.

—Ya tengo tres más listas —anunció Lance.

Dije a las chicas que empezasen a comer sin mí. Las ancianas acompañaron a Tiffany hasta la mesa y la ayudaron a prepararse la hamburguesa. Tray no se despegaba de mi lado.

Me preguntaba qué quería de mí ese chaval.

—Tengo gente aquí —dijo—. Tengo algunos conocidos.

No dije nada y me acabé la cerveza.

—¿Sabes a quién me recuerdas, tío? —me preguntó.

Arqueé las cejas y abrí otra botella.

—A ese tío de las películas. ¿Cómo se llama? Salía en aquella película sobre peleas de gallos. Y en aquella otra. Aquel que iba de un lado a otro con la cabeza de un tío en el coche.

Hice memoria.

—Pero ese tío tiene cara de caballo.

—Pero no es feo, la verdad.

—Toma. —Le ofrecí una cerveza y me llevé el resto a la habitación. No tenía hambre.

El cielo era ahora de un rojo insondable y las sombras se adueñaban del asfalto resquebrajado.

Pasada la medianoche abrí una botella de Jameson porque ya no podía dormirme si no me emborrachaba. Cuando llevaba más de media botella, el tiempo empezó a discurrir en mi mente como un caudal de agua que tan pronto se estancaba como se desbordaba: instantes perdidos, ensueños que se abrían y cerraban como cajas mágicas, de modo que me cuesta recordar la secuencia exacta de los hechos. Sin embargo, una obsesión presidía mis pensamientos. Tenía ganas de llorar, pero no lo conseguía. Al ver las radiografías por primera vez, me había largado a toda prisa de la consulta del médico, saliendo por la puerta en cuanto oí las palabras «carcinoma de pulmón microcítico».

Ahora quería saber cuánto tiempo me quedaba. Debí de llamar a información para pedir el teléfono particular del médico.

Tengo un vago recuerdo de haberme exaltado y haber maldecido y de que el hombre que me contesta al teléfono parece dormido y oigo la voz de una mujer detrás de él. Creo que tuve que recordarle quién era y quién me había enviado a su consulta.

Me parece que dije algo como:

—¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo me queda?

Él me dijo que no lo sabía, que no podía decírmelo, e intentó explicarme que era necesario hacer más pruebas, biopsias. Sí, había una aplastante probabilidad de que tuviese carcinoma microcítico. Creo que trató de convencerme de que volviera a visitarme con él.

—La última vez se fue usted corriendo de la consulta. No tuvimos ocasión de hablar en serio de las opciones de tratamiento.

Creo recordar que me ofendió profundamente su incapacidad para responder a mis preguntas, tuve la sensación de que me trataba en tono condescendiente y de pronto lo odié con toda mi alma. Admito que en ese momento ciertas conexiones cerebrales esenciales no estaban a pleno rendimiento en mi cabeza. Pero visualicé su cara rosácea y recién acicalada, su cabello gris impecablemente cortado y con raya en medio, su manera fría y ensayada de hablarme de mi muerte.

Durante un instante fue como si, en esa habitación de motel a oscuras e impregnada de sal marina, en plena noche, con mi cálido aliento pegado al teléfono, hubiese localizado al villano principal, a mi enemigo de toda la vida.

Y ahora pienso que sólo quería oír el miedo en su voz. Como en la mía.

—¡Jodido medicucho, matasanos de mierda! —le grité—. ¿Quieres que vuelva? Pues volveré. Y veremos si damos con la respuesta correcta.

Lamentó mi ira, defendió su inocencia.

—Tengo la dirección aquí mismo, capullo. El dos mil trescientos cuarenta y uno de Royale. Probablemente una mansión. Por supuesto que sí.

—¿Qué? No, no… Oiga…

—¿Tu señora sabe lo del juego? ¿Sabe lo enganchado que estás? Capullo degenerado.

—Espere, espere, oiga… Pare un momento…

Creo que fue entonces cuando colgué el teléfono de un golpetazo. Debí de lanzarlo por la habitación, porque a la mañana siguiente estaba hecho añicos junto a la pared y el cable arrancado del enchufe.

Cuando me desperté al día siguiente ya brillaba el sol, en la habitación hacía calor y la almohada estaba empapada de sudor. Iba sin camisa y tenía el pecho lleno de abrasiones enrojecidas, arañazos, como si me hubiese atacado alguna fiera salvaje. Me miré las uñas y las marcas en el pecho. La botella estaba en el suelo y me pregunté en una nebulosa qué hacía el teléfono allí tirado.

Experimenté ese horror tenebroso que aparece con algunas resacas, cuando te preguntas qué habrás hecho exactamente, en qué lío puedes haberte metido.

Pero no recordaba haber hecho ninguna llamada. Consideré que el teléfono debía de ser el típico daño colateral que sufren los objetos frágiles cuando uno bebe demasiado.

Compré varios periódicos. Uno local para los anuncios clasificados, el Houston Chronicle y el Times-Picayune de Nueva Orleans.

Un breve del Times-Picayune explicaba que buscaban a Sienkiewicz para interrogarlo en una investigación en marcha.

Lo que se deducía era que había desaparecido de la ciudad.

No había ninguna mención a Stan Ptitko. Nada sobre Angelo ni sobre los otros hombres o la mujer y lo que había sucedido en la casa de Sienkiewicz en Jefferson Heights.

Me pregunté qué estaría haciendo Stan. Si tendría a gente buscándonos. Cuántos serían y hasta dónde llegarían en su búsqueda. La verdad es que daba igual; éramos una aguja en un pajar.

Aún conservaba la carpeta que había cogido de la casa de Sienkiewicz, pero no me parecía que sirviera de gran cosa. Tal vez se la enviase por correo a la fiscalía antes de emprender el camino hacia México.

No paraba de repetirme que debía dejar a las chicas. Primero me planteé hacerlo en cuanto encontrase un sitio en el que pudiesen quedarse algún tiempo. Después decidí que lo haría cuando Rocky encontrase trabajo.

Desplegué los anuncios clasificados sobre la cama.

—En éste piden una azafata. Y aquí hay otro. Niñera. Se te daría bien.

Ella caminaba arriba y abajo ante la ventana. De nuevo con esos shorts cortitos. Nancy había encontrado algunos viejos juegos de mesa en la recepción y Nonie y Dehra se habían ofrecido a cuidar de Tiffany unas horas.

—¿Qué te parece? —dije.

—Pero… ¿cómo lo hago? —preguntó ella.

—Te vistes bien, vas y pides un impreso de solicitud. Llevas un bolígrafo y lo rellenas.

—Pero, o sea… ¿Qué pongo? Nunca he trabajado en nada, Roy.

Tuve que pensármelo.

Saqué un bloc de notas amarillo del cajón de la mesilla de noche y me di unos golpecitos con el lápiz en los dientes. Anoté dos direcciones. Una era de un bar en Morgan City, la otra de un local de barbacoa en Nueva Orleans. Ambos habían ardido hasta los cimientos en los últimos años. De hecho, yo mismo los había visto arder.

Se lo pasé a Rocky.

—Aquí es donde has trabajado. Invéntate las fechas. Simplemente les dices que estos sitios han cerrado. Y trabajaste en ellos hasta que cerraron, porque eres ese tipo de empleada… comprometida. Eres leal.

Se sentó en la cama y negó con la cabeza, como discutiéndomelo.

—No sé, Roy… No sé qué hacer. La verdad es que no tengo ni idea de cómo se hace.

—Pues vas a tener que aprender.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y perdió la mirada en el vacío. Pensé en todo lo que ignoraba de ella y en qué facetas de su personalidad la habían llevado hasta la casa de Sienkiewicz. Como poco, había acabado allí por pura insensatez, pero podía ser por algo peor.

—Sólo tienes que mostrarte encantadora cuando hablen contigo. Eso sí que sabes hacerlo.

Clavó en mí sus ojos con un parpadeo y vi en ellos la rabia, un arrebato de histeria a fuego lento. Me di cuenta de lo rápido que su risa podía volverse desesperada.

—Tienes que verlo así. Hasta el gilipollas más lerdo de este planeta es capaz de conseguir trabajo. Sólo tienes que salir y hacerlo.

Asintió y se secó las lágrimas, con la mirada clavada en las cortinas.

Pasaron sirenas zumbando al otro lado de la ventana y la cama chirrió cuando me levanté.

—Podrías quedarte un poco más —me propuso Rocky—. Las señoras van a encargarse un rato de Tiffany.

Me detuve en la puerta y ella estiró las piernas, se recostó apoyándose en los codos y la cama volvió a chirriar. Le lancé una mirada de advertencia a propósito de lo que hacía con las piernas, fuese cual fuera su intención.

—No conocí a mi padre —me explicó—. Mi madre me contó un par de historias diferentes sobre él. En una estaba en la cárcel y en la otra estaba muerto. Mi madre conoció a Gary en el club donde trabajaba. A veces yo esperaba en el asiento trasero. Cuando ella salía con alguien. Me llevaban de un lado a otro en el asiento trasero de algún coche. Siempre que tengo ganas de decir que Gary era malo, pienso que era demasiado perezoso para ser malo. Un cabrón enorme, gordo y perezoso. Cada año estaba más gordo. Se ahogaba con tan sólo tener que levantarse a buscar el mando a distancia. Creo que hay unos tipos de pereza que son lo peor.

Me aparté de la puerta, me senté de nuevo y le ofrecí otro Camel. Ella dio la primera calada y luego se pasó la lengua por los dientes.

—Mi madre desapareció hará unos cuatro años. Bueno, Gary daba por hecho que se había largado. A lo mejor sí. A lo mejor salió una noche y nunca volvió. Yo creo que le pasó algo malo.

Tiramos la ceniza al mismo tiempo y la punta del cigarrillo de ella temblaba.

—Lo que se le ocurrió una vez… Decidió que iba a criar conejos. Vivía de algún tipo de ayuda del estado. Se había lesionado una pierna cuando trabajaba en las refinerías, así que vivía básicamente de eso. A mi madre le pareció una idea absurda. Ella entonces trabajaba en un club en Beaumont. Sé que algunas noches no volvía a casa. Así que a lo mejor sí huyó. A lo mejor pensaba en esos conejos.

Rocky cruzó las piernas y yo desvié la mirada hacia las cortinas.

—Él invirtió algo de dinero. Me obligó a salir a ayudarlo a construir unas cercas con tela metálica y a segar todo el terreno detrás de la casa con un cortacésped que tuvo que pedir prestado. Caía un sol de justicia. Nos pasamos varias semanas construyendo una especie de gallinero para los conejos, y según él bastaba con comprar unos cuantos, de esos enormes, de un tipo especial, y meterlos allí; tal vez bastase con dos, y en un par de meses ya tenías un montón de conejos. Sólo había que darles agua y comida. Y después los vendías en el pueblo. La carne y la piel, porque ese tipo de conejos tenían una buena piel. Mi madre y yo nos quedamos atónitas al ver que todo eso se cumplía. Creo que yo entonces tenía once años. No teníamos ni perros ni gatos, y me encantaba tener a todos esos conejos por allí. Eran enormes. Si los cogías por las patas delanteras y los sostenías colgando, con las traseras tocando el suelo, te llegaban hasta los hombros. En todo caso, el asunto funcionó durante un par de meses. Conejos blancos, negros y moteados. Él no paraba de hacer cuentas y anotaba el número de conejos en un papel en la mesa de la cocina, intentando calcular cuánto sacaría por la primera camada, y ya se lo estaba gastando. Pero todo eso sucedió antes de agosto, cuando el calor se hace insoportable y se seca la hierba y el terreno se convierte en un páramo. Había demasiados conejos que alimentar, así que Gary sacó de allí la mitad. Hizo que mamá y yo lo acompañásemos al lago Charles para vender esa tanda, que había metido en la camioneta en un montón de jaulas metálicas. Al final no saca tanto como esperaba. Ni de lejos. En las tiendas que venden abrigos de piel le dicen que no funciona así. Todos se las compran al carnicero, porque les sale más barato. Así que él se desespera y a mamá la desespera que al final él no gane ni de lejos lo que pensaba ganar. Recuerdo haber sentido pena por esos bichos cuando estábamos en el matadero y había animales despellejados colgados por todas partes. Él y mamá están rabiosos y él dice: A la mierda. Vamos a tomar un trago. Y van a tomárselo y yo me quedo en la habitación del hotel. En eso pensaba hace un momento ahí al lado, en mi habitación. Estaba recordando que me quedé sentada sola en aquella habitación. Porque pasé un par de días metida allí, viendo la televisión y comiendo cereales en la barra del desayuno por las mañanas. Detesto las esperas. Ellos reaparecen al cabo de un par de días, con unas pintas horrorosas, cabreados, con la ropa hecha unos zorros. Huelen a rayos. Total, el dinero que había ganado Gary ya se había esfumado y mi madre tenía que volver al trabajo, así que regresamos todos a Orange.

»En eso pensaba. En la espera en aquella habitación. Como cuando esperaba sentada en el asiento trasero de un coche cerrado.

Se mordisqueó una uña y jugueteó con el cigarrillo.

—Pero los conejos de Gary… Cuando volvimos, lo primero que vimos fue que el terreno detrás de la casa estaba lleno de pájaros. Había allí un montón de pájaros, incluidos un par de buitres, y yo rompí a llorar en cuanto los vi. Gary se puso a pegar gritos y logró ahuyentar a los pájaros y yo vi que uno de los buitres arrancaba un pedazo de carne en el momento de emprender el vuelo. Todos los conejos estaban desperdigados por el cercado. Estaban tendidos en el suelo, más de una docena, inmóviles. Todos picoteados. Dedujimos que habían sufrido un golpe de calor, no tenían agua y se habían asfixiado. Recuerdo que mi madre empezó a arrearle a Gary con el bolso. Estaba tan cabreada que rompió a llorar. Yo no había dejado de llorar desde que había visto aquellos pájaros enormes al bajar de la camioneta, pero en ese momento creo que me puse a gritar. Las dos le gritábamos y llorábamos y él tenía un aire patético, gordo, resacoso y lloroso. De todos modos, él era así. Creo que fue la última vez que intentó ganar algo de dinero. Aparte de lo que sacaba vendiendo una maría de mierda que cultivaba detrás de la casa.

Se apartó el flequillo de la frente y alzó la mirada. La mueca de sus labios era vulgar, un poco desgarbada, y su manera de entornar los párpados pesadamente sobre los ojos hablaba de cosas muy concretas.

Me puse en pie y me dirigí a la puerta. Una parte de mí me impulsaba a desearla, y fuera cual fuese la razón que me llevaba a contenerme, resultaba difícil expresarla con palabras. No me apetecía pensar en eso.

—Duerme un poco —le dije.

De vuelta en mi habitación, caí en la cuenta de que si hacía cuatro años de la desaparición de su madre, Tiffany todavía no había nacido. En eso tampoco me apetecía pensar.

Me desperté sobresaltado, con la respiración acelerada. Había luces de coches patrulla parpadeando detrás de las cortinas, flashes de color rojo y azul invadían la habitación. Las luces no iban acompañadas de sirenas, pero yo estaba ensordecido por un latido que bombeaba en mis oídos.

Salté de la cama, saqué la caja de seguridad y cogí mi 38 y cargué una bala en la recámara. Me aposté en cuclillas junto a la puerta metálica, agarrando la pistola con ambas manos, y traté de relajar la respiración con un ritmo lento y profundo. Controlas el perímetro, delante y detrás, te concentras en encuadrar lo que tienes delante. Expulsas el aire y aumentas la presión sobre el gatillo, como cerrando la mano. Pero sin apretarlo.

Esperé la llamada a la puerta. Fuera sonaban voces lejanas, con un tono sobrio, oficial, y me acerqué a gatas hasta la ventana y eché un vistazo por una esquina.

Dos coches patrulla aparcados frente a la habitación número 2. Había otro en la calle, bloqueando la salida del aparcamiento, y entre todos creaban un carnaval paranoide con sus luces.

También había una ambulancia.

Nancy estaba fuera, en bata, con los brazos cruzados. Lance le apoyó una mano en el hombro y se quedaron los dos mirando, envueltos en las sombras moradas que rodeaban la habitación de él. Más al fondo, la puerta de la 2 estaba abierta. Era allí donde se concentraba toda la conmoción.

Al rato, dos policías escoltaron fuera de la habitación al padre. Tenía un ojo amoratado e iba a pecho descubierto, con las manos esposadas a la espalda y el enorme panzón desbordándose por encima de los vaqueros. Parecía consternado, dócil y asustado.

Justo detrás de él, dos enfermeros sacaron una camilla con ruedas de la habitación, con un bulto encima cubierto por una sábana. Un brazo de la mujer asomaba bajo la sábana y la mano era como una minúscula zarpa al final de un voluminoso corvejón. La piel adquiría alternativamente tonalidades rojas y azules en la oscuridad de la noche.

Vi a los niños contemplando la escena desde el asiento trasero de un coche patrulla; la rejilla que los separaba del asiento delantero dibujaba una cuadrilla sobre sus rostros envueltos en sombras. Cerré la cortina y me aparté de la ventana.

No podía dormir y estuve casi una hora pasando canales en el televisor, pero era incapaz de concentrar la atención en la pantalla. Las luces de la policía desaparecieron. Salí para comprobar si Nancy y Lance seguían por allí y tratar de averiguar qué había ocurrido en la habitación número 2.

La única persona que quedaba fuera era el chaval pelirrojo, Killer Tray, de pie junto a su puerta fumando un cigarrillo y con un botellín de Lone Star en la mano. Alzó la cerveza, la hizo oscilar y ladeó la cabeza en un gesto de invitación.

Yo no iba a ser capaz de conciliar el sueño, eso lo tenía claro, y la perspectiva de una cerveza fría me impulsó a atravesar el aparcamiento.

—Esa mujer llevaba ya tiempo muerta —me dijo, señalando con la cabeza la habitación número 2, cuya puerta estaba sellada con la cinta amarilla de la policía.

Se metió un momento en su habitación, salió con otra cerveza y me la pasó.

—¿Se la cargó él? —le pregunté; la cerveza no estaba fría del todo, pero era igualmente reconfortante.

Se encogió de hombros.

—Por lo visto, llevaba tiempo muerta. Al final, uno de los niños le comentó algo a Nancy. —Dio una calada al cigarrillo con actitud lacónica, una reticencia que sin duda había ensayado pero no dominaba—. La poli se ha llevado a los niños. Y también a él. Le han dicho a Nancy que el cadáver de la mujer tenía moretones en el torso.

Lo que yo recordaba de ese hombre era lo desamparado que parecía y cómo se notaba que su crueldad procedía de ese desamparo.

—¿Esas chicas son tus sobrinas? —La voz del chaval tenía un tono agudo, extravagantemente cansino, tejano de pura cepa.

—Sí.

—Y estáis de vacaciones, ¿no? Hablé con la mayor. Me contó que las llevaste a la playa. Me dijo que su padre había muerto.

Asentí. Una brisa cálida movió ligeramente la cinta policial que cruzaba la puerta y las hojas de las palmeras se agitaron.

—Lo siento. —Cambió de postura y se pasó los dedos por el pelo—. Yo también he estado de vacaciones. Sin llamar la atención.

Dejé pasar el comentario y di un trago a mi Lone Star.

—¿Por qué te enchironaron, si no te importa que te lo pregunte?

Lo miré con dureza y entorné los párpados ante su pregunta.

—Vale, ningún problema, colega.

Se rascó el cuello y vi que la piel tenía arañazos, un color ceniciento y parecía llena de granos bajo la escasa luz. No había ido mucho a la playa. Su melena pelirroja tenía un aire femenino sobre ese cuerpo delgado y sus rasgos hablaban de privaciones, muestras de sus carencias. Pero tal vez tanta desolación despertó en mí cierta compasión, porque recordé lo mucho que yo tenía que esforzarme a su edad para no parecer asustado.

—Te lo pregunto —me dijo— porque quería saber si estás buscando trabajo. Si quieres ganar algo. Mientras estás, digamos, de vacaciones.

Miré de reojo a aquel chico enjuto, de tez grisácea. Arqueó una ceja con ciertas agallas, un gesto que me permitió sacar algunas conclusiones. Yo básicamente sólo quería otra cerveza.

—¿Qué me ofreces, Killer?

En su habitación, la de las ventanas tapadas con papel de aluminio, había una bolsa de basura de la que asomaban prendas de ropa y una bolsa de lavandería con cordón ajustable que parecía llena de objetos puntiagudos y pesados. Esta última tenía anudado un pulpo para engancharla a la moto. No había mucho más en el cuarto, excepto un par de libros y unas hojas con croquis encima de la mesa. En la cubierta de uno de los libros ponía Alarmas electrónicas modernas. El otro, de tapas blancas, se titulaba 777 y otros escritos cabalísticos. Había páginas amarillas de cuadernos de notas con dibujos, anotaciones a tinta y diagramas, garabatos extraños.

—Tío, sabía que te apuntarías, estaba seguro. Tengo ojo para estas cosas.

Yo, que había cogido otra de sus cervezas y encendido un cigarrillo, lo observé mientras agrupaba todas las hojas y las metía entre las páginas de los libros. Tenía una manera maniática y quisquillosa de ordenar las cosas, empeñándose en que las hojas quedasen milimétricamente apiladas por los cuatro lados y colocando los libros de modo que sus ángulos se alinearan a la perfección con la superficie de la mesa. Incluso parecía avergonzado por ello, como si no pudiese evitarlo. Sus gafas redondas de montura metálica contribuían a darle apariencia de estudiante, un aire de intelectual enganchado a la droga.

—Bueno. Aquí está, tío. Señor Robicheaux. El asunto. ¿Tú a qué crees que me dedico? Quiero decir, ¿cómo crees que me gano la vida?

Le di una calada al cigarrillo y dejé que el humo fuera saliendo lentamente de mi boca mientras lo miraba.

—Ni idea.

—Bien. Está todo aquí. Me dedico a esto, tío. Soy un ladrón, me dedico a robar y robando soy un puto genio.

Mi única respuesta fue entornar los ojos para evitar el humo que ascendía entre nosotros.

—Vale, vale. Estás pensando: ¿Y qué? Lo sé. Estás pensando: Pues estupendo para ti. Bueno, mi prioridad es no volver a pasarme una parte de mi vida en chirona. El tema es que no doy un golpe a menos que sea fiable, a menos que no haya ningún riesgo y el botín merezca la pena. —Sacó algunos de los folios amarillos con esquemas de habitaciones y planos rudimentarios. Muchos buenos ladrones eran yonquis. Cuando mantenían bajo control su adicción podían ser profesionales muy eficientes, pero nunca duraban. Mientras se mantenían razonablemente limpios llevaban a cabo algunos trabajos, pero en algún momento las cosas les iban demasiado bien, se pasaban con los chutes y los pillaban, y volvían a iniciar el círculo al salir de prisión. Me di cuenta de que las membranas entre los dedos de Tray tenían algunas ronchas, como de picaduras de nigua—. Tenía un socio, tío. Un buen tipo. Fornido. Era como, bueno, podría haber sido lo que llamarías la fuerza bruta en un golpe, más o menos. Él me formó. Hacía de correo, a veces financiaba algún palo. Un currante. Un tío estupendo.

A sus espaldas, el papel de aluminio de la ventana reflejaba nuestras figuras en una trama difusa y plisada, y estuve a punto de preguntarle por qué lo había colocado.

—Él ya no está, pero formábamos un buen equipo. Es historia. Unos tíos lo tiraron a un pantano en Alabama.

Lo había tomado por un timador atolondrado, pero al mencionar a su amigo vi que un halo de tristeza se apoderaba de su mirada y me di cuenta de lo solo que estaba ese chaval, y me hizo pensar en mi propio pasado. Él todavía no había aprendido a sobrellevarlo. Pretendía renunciar a cosas que en realidad ni siquiera poseía.

—Lo que pasa es que ahora tengo algunos planes en marcha —dijo Tray—. Tengo proyectos.

—¿Qué tipo de cosas robas? —le pregunté.

Hizo una mueca, como si la pregunta fuese absurda.

—Fármacos, tío.

—Robas a médicos.

Se encogió de hombros, pero mantuvo la mueca para evidenciar la obviedad del comentario.

—Escucha, tío. El caso es que te juro por Dios que puedo colocar el material en dos o tres días. A muy buen precio. Hablo de unos treinta mil dólares, tío. Resulta que hay un tipo que tiene una clínica en la calle Broadway. Conozco a la mujer de la limpieza, tío.

Yo no dije nada y él se lo tomó como un estímulo.

—Puedo vender el material en Corpus y Houston. En tres días. Y sacar treinta mil tirando bajo, en serio. Ese tipo… es el médico de todos los tíos legales que tienen segundas residencias por aquí. De sus amantes, de sus esposas. Es el tipo que les proporciona los fármacos. Tiene allí almacenado todo un muestrario de drogas. Hablo de benzodiacepinas, dextroanfetamina, bifetaminas. Anfetaminas. Éxtasis. ¿Sabes lo que es eso? Tengo ese sitio perfectamente controlado, tío. Mi señora de la limpieza me ha pasado toda la información sobre sus sistemas de alarma. Tengo polaroids. Está chupado, tío. Una alarma de sensor magnético. Ésas las desconecto yo hasta dormido. No tienen ningún secreto.

—¿Y para qué me necesitas a mí?

—Vale, de acuerdo. —Apagó la colilla del cigarrillo y encendió otro, rebuscó entre los papeles de la mesa y me mostró un esquema rudimentario, un plano de una habitación—. Necesito alguien que conduzca una furgoneta y necesito un compinche. Alguien que me ayude a entrar y me abra la puerta desde fuera una vez que yo esté dentro. Que me ayude a sacar la mercancía. El plan consiste en esconderme en el edificio hasta que cierren. Entonces salgo de mi escondite y anulo la alarma, sólo hay que crear un circuito cerrado. Después se saca el material… Eso hay que hacerlo rápido. De la puerta trasera, a la furgoneta. Y la verdad, para lo que serviría de verdad un tío como tú es para colocar el material. Tengo mi lista de clientes, pero, ya sabes, la gente interesada en este tipo de material es más o menos la escoria de la tierra. No puedes fiarte ni un pelo. ¿Sabes? Wilson era genial para estas cosas. Un tipo grandullón, como tú. Siempre iba armado. Nadie se atrevía a estafar a Wilson. En cambio, a mí todos creen que pueden. Así que ya ves. Creo que esta clase de asuntos funcionan mucho mejor si hay un gigantón presente mientras se hace el trato. Un tipo como tú.

—¿Qué te hace pensar que puedes fiarte de mí?

—Sabía que has estado en el talego. Pero te he visto con tus sobrinas, tío. He visto cómo te comportas con ellas. Desde luego, eres legal. Y supongo que querrás ganar algún dinero para los tuyos. Tienes pinta de sensato, pero al mismo tiempo eres un tipo duro. Y no eres un yonqui. Eso también lo sé.

Tamborileé con los dedos en la mesa. Fuera soplaba un viento cálido.

—¿Cómo te metiste en esto, Tray?

Rió para sus adentros. Sus dientes diminutos casi parecían parpadear.

—Estuve en un hogar de acogida en Houston. Me escapé a los quince. Empecé a robar. Durante algún tiempo las cosas me fueron bien. Dormía donde podía. Tenía algunos colegas. Un día conocí a Wilson. Yo tenía entonces diecisiete años. Y pensaba que no llegaría a los veinte. Un día estaba en la Maison Blanche, ¿vale?, levantando un par de relojes. Ahora es evidente que cantaba mucho, pero entonces creía que era la leche. En cualquier caso, iba cargado con material por valor de doscientos pavos cuando un tipo grandullón pasa a mi lado, justo por detrás, me da un toque en la espalda y me dice: «Ni hablar, chaval». Y sigue caminando. Me deja acojonado. Así que me deshago de la mercancía, la dejo en unos probadores, y cuando voy a salir dos seguratas me paran y me cachean. Pero estoy limpio. Salgo de los almacenes y el grandullón está allí. Tenía un Cadillac El Dorado muy chulo y estaba ahí plantado, fumándose un cigarrillo. Había estado observándome todo el rato. Y me dijo que los seguratas de los almacenes también. Y ese tipo era Wilson, ¿vale? Como que él era un profesional. Y yo un aficionado. Fuimos colegas durante casi ocho años. Fueron buenos tiempos. Aprendí un montón.

Sacó un par de cervezas más.

—Pero, como ya te he contado, liquidaron al pobre Willie en Alabama. —Negó con la cabeza y se bebió la cerveza de un trago.

Vi con toda claridad al huérfano que llevaba dentro. Sus carencias.

Dejé mi botella y me incliné hacia delante.

—Oye, chaval. Reconozco que eres bueno. Pero conmigo te has equivocado. Yo hace ya tiempo que no me meto en asuntos ilegales.

—Venga, tío.

—De verdad. Ahora tengo que cuidar de las chicas y hemos venido aquí a disfrutar del sol y las olas. Después nos largamos. No me interesa todo eso que me has contado.

En su mirada se dibujó la decepción y se quedó unos instantes con la boca entreabierta.

—No me jodas.

Negué con la cabeza, me levanté, me acabé la cerveza y dejé la botella en la mesa, junto a sus libros.

—Pero te deseo toda la suerte del mundo. Mantén los ojos bien abiertos.

Cuando yo ya estaba en la puerta, me dijo:

—Podrías cuidar de las chicas mucho mejor con tu parte del botín. ¿No te hacen falta quince de los grandes, tío?

Volví la cabeza por encima del hombro para mirarlo y le respondí:

—A donde voy, no. —Le di las gracias por las cervezas y salí de la habitación.

El viento entre los árboles producía sonidos dispersos tras los que se escuchaba un gran silencio, y los ruiditos eran como abalorios diseminados sobre ese silencio. Contemplé las paredes, todas las puertas metálicas de color rojo y la cinta amarilla que sellaba la número 2, el par de coches del aparcamiento, la moto del chaval. Incluso al aire libre me sentía atrapado.

Un par de días después, un periódico me convenció de que debía deshacerme de las chicas de una vez. Rocky había ido al centro a buscar trabajo. Llevaba tres días seguidos intentándolo. Yo mismo la había acompañado hasta el autobús, porque quería que se acostumbrase a moverse sola por la zona. Nancy había ido a un supermercado y había alquilado un par de películas de dibujos animados para Tiffany. Vino a la habitación de las chicas y preguntó a Tiffany si quería ver La cenicienta en el vídeo de la recepción. Las dos hermanas estaban esperándola ya y vi a Tiffany dando saltitos detrás de ellas mientras cruzaban el aparcamiento. Estaban dedicándole mucho tiempo. La pequeña parecía iluminar la vida de esas mujeres y ellas sin duda disfrutaban con su presencia.

Yo estaba sentado en el aparcamiento, tomando el sol; había cogido el hábito de tomar el sol a pecho descubierto hasta quedar empapado de sudor, como si así pudiera quemar mis entrañas para limpiarlas. Bebía Johnnie Walker en un vaso de plástico mientras examinaba minuciosamente el Houston Chronicle y el Times-Picayune. Nada sobre una posible investigación federal en el puerto. Nada sobre Stan Ptitko o la casa de Jefferson Heights.

Había empezado a beber más Johnnie Walker que de costumbre. Ya ni siquiera esperaba al mediodía. El primer trago de la botella servía para arrancar la mañana. Lo necesitaba para levantar el ánimo. Y me ayudaba a pasar el rato allí sentado tranquilamente mientras tomaba el sol.

Al final de las páginas de sucesos del Chronicle, en la esquina inferior derecha, descubrí esto:

Hombre solitario aparece muerto

de un disparo en su casa;

la esposa y las hijas, desaparecidas.

El cadáver de Gary Benoit, de Orange, Texas, fue descubierto el jueves en su casa junto a la carretera del Gran Lago por dos chicos de la zona. El forense ha constatado que el señor Benoit recibió un único disparo en el estómago y al parecer algún animal llegó a la escena del crimen antes de que se descubriera el cadáver. Los agentes de policía confirmaron que el cadáver tardó varios días en ser descubierto porque el muerto no tenía ni vecinos ni trabajo. La oficina del sheriff no ha facilitado más información, pero se busca a la esposa del señor Benoit, Charmane, para interrogarla, y la policía solicita que se le facilite cualquier información que pueda aportar alguna pista sobre el paradero de la hija pequeña, Tiffany, y de la hijastra, Raquel, de 18 años.

Se me hundió el corazón en la boca del estómago, como una piedra desplomada. Las lágrimas de Rocky adquirían ahora un nuevo sentido. Recordé la expresión de su rostro cuando se sentó en mi habitación y me contó su vida, la conmoción, el tartamudeo, los ojos como platos y la mirada huidiza. Estamos todos locos, pero algunos más que otros.

Por eso uno pone reglas, por eso uno está siempre preparado para seguir su camino. Arrugué los periódicos y los tiré en el bidón de petróleo que hacía de papelera en un recoveco entre las habitaciones. El poco sentido común que todavía me quedaba reclamaba a gritos que me largase, que acabase de una vez con esa historia.

Y eso fue lo que hice.

Guardé mis cosas en el petate, cogí la caja de seguridad y mi Johnnie Walker. Barrí con la mirada desde la ventana el entorno del motel y, tras comprobar que no había nadie a la vista, metí mis cosas en la camioneta, salí del aparcamiento y me aseguré de no mirar por el retrovisor hasta que el Emerald Shores quedó fuera de mi vista.

Se me aceleró el pulso como si estuviera fugándome de la cárcel, al tiempo que una absurda sensación de decepción me revolvía las tripas. Admití que algo de aquella mujer había despertado mi imaginación, una especie de estúpida esperanza del todo inoportuna. Una curación.

Pero se había acabado.

No importaba, me dije. Ahora sólo estábamos yo y Texas. Yo y el cáncer.

Varias manzanas más allá, me metí en un callejón y limpié con un trapo la pistola y el silenciador que ella había cogido, los aplasté y lancé los pedazos en diferentes papeleras.

Cuando llegué a la carretera, me dirigí hacia el norte por la 45 fingiendo no saber por qué.

A la altura de la pequeña ciudad de Teague iba bastante mamado y la relación entre la velocidad de mis actos y la de mis pensamientos estaba tan perjudicada que cuando quise darme cuenta ya estaba llamando por teléfono. Llevaba años sin pasar por Dallas, pero algún tiempo antes había contratado a un detective privado al que conocía para que la localizase. Había guardado la información en mi caja de seguridad. La verdad es que no sé por qué. Al llegar a Dallas consulté un listín telefónico y confirmé la dirección. El nombre de su marido. En esa época todo el mundo salía en el listín telefónico.

—Sólo pasaba por aquí, en serio. He pensado que podía llamarte… Me encontré con alguien. Con Clyde en Beaumont. Y me dijo que vivías aquí. Que te habías casado… es estupendo. Sólo pasaba por aquí. Sales en el listín… Sí. Sorpresa… Ya no me dedico a eso… Ahora trabajo sobre todo como soldador. Estoy afiliado a un par de organizaciones sindicales. En Galveston, en una plataforma. Hacia allá iba. He recordado que vivías aquí. Tenía un rato libre… Oye, ¿qué te parece si quedamos a comer algo? No, no… sólo para saludarte… No, ya no me dedico a eso.

Un vecindario en la zona de Brentwood, magnates del petróleo y celebridades de segunda fila, directores generales de empresas, políticos semirretirados, esposas que juegan al tenis. Un antiguo campeón de los pesos pesados vivía por ahí. Las mansiones almenadas emergían por encima de setos perfectamente podados y vallas de hierro forjado, entre amplias extensiones de césped reluciente de no más de un centímetro de altura, alejadas de la calle, y con sinuosos senderos de acceso adoquinados señalados con el nombre de la calle, y fuentes de piedra. Unos vehículos de seguridad privada patrullaban la zona, bajo la pérgola de enormes robles que moteaban el asfalto con los rayos del sol.

Los vehículos de seguridad eran negros, con una sirena azul en el techo, y reducían la velocidad cuando veían pasar mi camioneta.

Localicé la dirección y aparqué bajo las ramas de un roble. Varios niños correteaban entre los aspersores al fondo de un jardín. Se suponía que debían estar en el colegio. Yo llevaba mi sombrero de paja de vaquero y gafas de sol, y aun con esa protección la luz era tan intensa que me obligaba a entrecerrar los ojos.

Su casa era de ladrillo rojo y tejas blancas, con columnas a ambos lados de la puerta. A la izquierda había un garaje más grande que las casas en las que yo había vivido en Metairie. Ya no me quedaba Johnnie Walker y la verdad es que me costaba respirar con normalidad.

No tenía claro si habría podido vivir en un sitio así. Si habría sabido cómo comportarme.

La vi pasar detrás de la ventana de la cocina y se me hizo un nudo en la garganta.

De cerca, el ladrillo tenía un tono casi rosa, y la pintura de los postigos estaba meticulosamente raspada para darles un aire antiguo. Por las paredes trepaba una hiedra tan bien recortada como la barba de un catedrático. Mis botas hacían un ruido sordo y se hundían un poco en el camino de guijarros, que bordeaba un bebedero para pájaros tan grande que podían bañarse en él dos personas.

La puerta, gruesa y exquisitamente teñida, tenía una aldaba metálica con forma de cabeza de águila. Llamé con los nudillos. Nunca uso las aldabas.

Valentía líquida, lógica alcohólica: una vez oí que las marsopas son capaces de suicidarse, pero no sé por qué se me pasó por la cabeza en ese momento.

Repiqueteo de tacones sobre las baldosas. Cerrojos que se descorren. Un chirrido. Loraine tenía una expresión condescendiente, una máscara cuyo refinamiento me hizo sentir en ese momento un poco infrahumano, un poco primario.

Me quité las gafas de sol. Sentí una leve palpitación bajo un ojo mientras contemplaba cómo su expresión se relajaba y diluía.

—Ah —dijo—. Me preguntaba qué aspecto tendrías.

No había engordado, pero tenía la piel del cuello un poco arrugada por el efecto del sol y su cabello mostraba diversas tonalidades, teñido del color de los arces en octubre. Unos pantalones oscuros ceñían sus caderas y la blusa blanca le caía sobre el torso como crema derramada. Lucía un collar de perlas y un enorme anillo, además de la alianza con un diamante. Deslizó las perlas entre los dedos mientras escrutaba mi rostro.

—Tienes un aspecto completamente diferente —me dijo.

—Hola, Loraine. Loraine. Hola.

Bajó la mirada hasta mis labios y después hasta la barriga, antes de volver a mirarme a los ojos. Sus mejillas habían perdido tersura. Creí ver algunas arrugas alrededor de sus labios y deseé que las mujeres hiciesen caso omiso de ese impulso que las lleva a cortarse la melena en cuanto llegan a los treinta.

—Vaya, Roy. Dios mío. —Miró fugazmente a sus espaldas, como si hubiese alguien más allí—. Ya te he dicho que estaba ocupada.

—Sólo quería hablar contigo un minuto. Me marcharé cuando quieras.

—Ya te he dicho que estaba ocupada.

—Me quedaré aquí en la puerta.

—Bueno. ¿Qué quieres?

—Hablar —musité—. Ponernos al día.

Me encogí de hombros, con un gesto interrogativo.

Ella me estudió con un rictus en los labios entre molesto y divertido, y el tacto de su piel volvió a mí tan real como todo lo que me rodeaba, su calidez bajo mis dedos y el aroma de sus humedades, la estrechez de su cintura antes de expandirse en la redondez del culo, el rubor de su piel, como un mapa de sangre circulando por las venas, cuando estaba exhausta. Las uñas de sus pies en la bañera. Su cara era ancha y se estrechaba en el mentón, y recordé su aspecto cuando Loraine la alzaba hacia el techo, con una sonrisa abierta y un jadeo. Todos esos recuerdos me atacaban los nervios como la tirantez de una vieja herida o una enfermedad que te hace propenso a los escalofríos.

Ella volvió a repasar el jardín y las ventanas del vecino y me pareció que casi podía olerle la nuca, aquel aroma limpio, cítrico.

Me di cuenta de que ella buscaba el modo más fácil de deshacerse de mí, pero yo tenía unas cuantas cosas que decirle. Estaba un poco bebido y tenía cosas que decirle.

Ella se rió enigmáticamente.

—Por Dios. Entonces pasa. No quiero tenerte de pie en el porche, bobo. —Abrió la puerta del todo y suspiró—. Pero sólo un momento.

Dentro, un largo pasillo se extendía bajo techos altos y el suelo de madera estaba tan pulido que me veía reflejado en él como si fuese agua. Ante mí iban apareciendo destellos rojizos y dorados. Mientras caminaba detrás de ella, noté el alivio de mi tensión interior al contemplar las curvas de su culo y sentí que dejaba de tener el estómago como un puño al recordar cómo la tomaba desde atrás, manteniendo el pulgar en el agujerito tal como a ella le gustaba. Pero era mucho más que un recuerdo que me rondaba por la cabeza. Era como si también mi cuerpo recordara, casi reviviendo esas sensaciones, la resbaladiza presión de ella, a punto de percibir su sabor en mi boca. Me llevé el pulgar a la nariz con la vaga esperanza de que estuviese impregnado de su aroma.

Encima de una elegante consola de madera colgaba un espejo con marco bañado en oro y aquí y allá había mesillas con jarrones y floreros con flores rojas. El pasillo desembocaba en una sala de estar abovedada con una lámpara de araña pequeña colgada del techo y una escalera de caracol a la izquierda para subir al piso superior. Mullidos sofás de tonalidades arena y tierra y un par de butacas de cuero de color chocolate. Todo eso me hizo sentir incómodo. Y cuando ella se volvió, también me incomodó su mirada.

Me sentí como un idiota porque al ver las franjas de suave luz blanca que entraban por los altos ventanales asomados a un jardín de césped impecable con piscina y mobiliario de hierro forjado, había comprendido que ella siempre había querido llegar hasta ahí. Y mi escasa participación en ese viaje.

—Veo que cambiaste de opinión con respecto al matrimonio.

—Bueno, cuando una encuentra al hombre adecuado… —Su sonrisa era como un mordisco y se cruzó de brazos en el umbral de la sala de estar—. La verdad es que no acabo de entender a qué has venido.

Clavé la mirada en sus zapatos.

—Pasaba por aquí. Tenía… bueno, sentía curiosidad por ver cómo te iba.

—¿Cómo me iba? ¿Cómo me iba después de, cuánto, once años? —Se sentó en una de las butacas de cuero, cruzó las piernas y volvió a deslizar las perlas del collar entre los dedos. Ladeó la cabeza con un gesto cargado de ironía.

—Sí, eso. ¿Qué tal te ha ido estos últimos once años?

—Veamos. De maravilla. Ya está.

—Tienes buen aspecto.

—¿Cuándo te cortaste el pelo?

—No hace mucho.

—¿Sabes qué? No eres tan guapo como recordaba.

—Me lo dicen a menudo.

—Has envejecido fatal.

—Espera a que te pase a ti.

—¿Estás borracho?

—Hum. No.

Noté un calorcillo en las mejillas. Ella no me creía. Empecé a pensar que debía contarle lo de mis pulmones para ganarme su compasión. Y después le diría lo que había ido a decirle.

—Roy, la verdad es que no puedes quedarte. Estoy muy ocupada.

Rocé con los dedos la superficie de mármol de una mesita auxiliar. La parte salvaje de mí pensó en poseerla allí mismo, en el sofá. Primero se lo propondría, claro. Pero en cualquier caso.

—No voy a quedarme —le dije—. Me marcho enseguida.

—Bueno…

—¿Recuerdas…? —Interrumpí la frase, sostuve una figurita de porcelana de unos payasos y volví a dejarla sobre la mesa—. ¿Recuerdas cuando fuimos a pasar una semana a Galveston? En el setenta y seis, creo.

Entornó los párpados con un gesto de fatiga y algo de aburrimiento. Recordé la cara de Nancy cuando Lance había intentado arrastrarla por la senda de los recuerdos.

—Estaba recordándolo ahora. En la playa. Fue una semana bonita. Me contaste lo de tu hermana y lo de tu padre.

—Oh, por Dios. Roy, te has convertido en un sentimental. Eres uno de esos tipos de mediana edad empapados de nostalgia. —Negó con la cabeza con un gesto de lástima—. Preferiría que siguieras siendo aquel tipo duro y taciturno. Prefiero recordarte así.

—Sólo estaba haciendo memoria.

—Bueno, ¿y qué imaginabas que iba a decir yo?

Me encogí de hombros. Oía el tictac de un viejo reloj de pared que había en una esquina, y el sonido reverberaba en los techos altos de la sala. En el mueble del televisor había algunas fotos familiares. Su marido tenía la cara ancha y escaso cabello, un aire afable y consentido, como un terrier.

—¿Tienes hijos?

Volvió a toquetear las perlas y me preguntó:

—En cualquier caso, ¿de qué tienes nostalgia? Lo nuestro no acabó bien, Roy.

—Nada acaba bien.

Pero yo quería responder a su pregunta contándole cómo se colaba el amanecer por nuestra ventana en aquella habitación de Galveston, cómo la luz de un blanco azulado se posaba sobre ella en la cama, mientras dormía boca abajo sin camiseta, con las sábanas por el suelo y el olor a gambas y sal que traía la brisa fresca por la ventana; el gusto intenso y dulce de aquellos mojitos que bebimos toda la semana sin tomar prácticamente nada más; lo importante que parecía todo eso. Cómo ahora para mí seguía siendo intensamente real y casi podía apreciar los sabores y los olores de entonces y sentir las ondulaciones de su columna vertebral bajo mis dedos.

Pero no lo hice. Sabía que era absurdo y un poco patético que no hubiese logrado acumular recuerdos más interesantes.

Me acerqué para mirar con atención las fotografías junto al enorme televisor. Ella y su marido posaban sonrientes en una montaña nevada, con ropa de esquí. Los dos brindaban en una playa con un mar mucho más azul y resplandeciente que el del golfo.

—¿Le has hablado de mí alguna vez?

—No mucho, pero sí. Lo sabe todo de mí, Roy.

—Estaba acordándome de un día… Antes de mediodía ya estábamos borrachos de tantos mojitos. No parábamos de comer cangrejo. No podíamos quitarnos el olor de encima. Nos reíamos de nosotros mismos, embadurnados de los jugos de los cangrejos. Borrachos. Nos metíamos en la ducha…

—Vale, tejano. Para el carro.

—Y después se puso a llover y nos pasamos dos días sin salir de la habitación. Viendo la tele por cable. Y aquella manera insaciable de follar.

—Sí, sí. Soy dinamita en la cama. Gracias, Roy.

Me senté en la otra butaca, frente a ella. El cuero chirriaba si me movía un centímetro.

—No puedo dedicarte todo el día —me apremió.

Yo no lograba ordenar lo que quería decirle.

—Es sólo que… me marcho. Dejo el país. Y eso me ha hecho pensar. Hubo una época… es como si estuviese perdiéndome algo. No sé. —Era dolorosamente consciente de lo borracho que estaba. Su rostro se había relajado y ahora expresaba una especie de consternada lástima, y me hacía sentir minúsculo—. Sólo quería volver a recordar algunas cosas.

—Pero ¿recordar qué? ¿Recordar que estabas colgado? ¿Recordar que pateaste sin piedad a un pobre vaquero porque me dijo hola? ¿Recordar que bebíamos tanto que yo acabé vomitando sangre? Porque estás hablándome de eso. Eso es lo que yo recuerdo.

—Lo pasamos… yo creo que nos lo pasamos muy bien.

—Pero, Roy… —Se tapó la boca con una mano y negó con un movimiento firme de cabeza—. Si yo me alegré cuando te metieron en la cárcel.

—Mi vida está acabada —dije.

Ella desvió la mirada, como si se avergonzase de mí.

—Te conté lo de Port Arthur. Lo de los negratas en el instituto. Te hablé de mí.

Ella suspiró, exasperada.

—¿Cómo dices que me has encontrado?

—Clyde. En Beaumont. Me dijo que vivías aquí.

—¿Cómo lo sabía?

Me encogí de hombros.

—Dios, todos mis pecados vuelven a mí —dijo.

El tictac del reloj sonaba como una mujer con tacones altos caminando incansable y muy lentamente sobre un suelo de mármol.

—Tengo una cita. Tengo una reunión de la Asociación de Mujeres por la Comunidad, Roy.

—Aquella noche que pasamos en las dunas.

—Oh, basta ya. En serio.

—Cuánto nos reímos… Ya no recuerdo… ¿Recuerdas qué nos hacía tanta gracia?

—Contrólate, vaquero. En serio. Recupera un poco la dignidad.

—Durante algún tiempo decidí que iba a trabajar de soldador. Iba a abandonar el club y a aquellos tipos. Recuerdo que quería hacerlo. Y tú no querías. Te gustaba que me dedicara a eso.

—¿Y qué? Era una cría.

—Y cómo follábamos.

—Ahórramelo.

—Eh, tú fuiste la que…

—El pasado ya no existe, Roy.

Guardé silencio, pensando en lo que acababa de decir.

—Escúchame —insistió ella—. El pasado ya no existe.

Eso me golpeó en el corazón, como un pico.

—Recuerdas lo que quieres recordar —dijo ella—. Yo te recuerdo volviendo a casa con la camisa manchada de sangre. Pidiéndome que escondiese una pistola. Te mantenías sobrio una semana y empezabas a hablar de cambiar de vida. Y después te tirabas tres semanas seguidas borracho. Por tu manera de comportarte me resultaba imposible estar a tu lado si no iba borracha. Y las barbaridades que me decías. Me maltratabas. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas mínimamente de las peleas? Te ponías celoso por todo, Roy. Eras rencoroso. Te fastidiaba que los demás fuesen felices. Recuerdo haber pensado: No había conocido a ningún hombre tan asustado. Y ahora qué, en serio. He conocido hombres peores. Y sin embargo, cuando te mandaron a la cárcel me alegré.

—Entonces, ¿qué te gustaba de mí?

Repiqueteó con las uñas en su mentón y dijo:

—La verdad es que no lo recuerdo. Tal vez tu fuerza. Aunque —suspiró— con ese tipo de fuerza no se llega muy lejos.

—Sí que se llega. Por lo menos yo sí.

Apoyó la cabeza en la mano, casi tapándosela.

—No sé en qué ha convertido tu mente todo eso. Yo era una cría estúpida. Eso es todo. Cometí errores. El tipo duro. Oh, cómo mola. Yo era estúpida. Una cría. Quiero a mi marido. Mi marido es un buen hombre. Me encanta la vida que llevo con él.

Tenía el ceño fruncido en un gesto que parecía de perplejidad, nada de lo que yo le contaba le interesaba y la rigidez de la cara le restaba belleza. Volvió la cabeza para mirar por la ventana y la luz del día remodeló su rostro y lo hizo más amable. Noté que las sensaciones que me habían envuelto hasta ese momento empezaban a huir; quise aferrarme a ellas recordándonos a los dos sentados con las piernas entrecruzadas en la cama, jugando a cartas desnudos, pero no funcionó, y quise encontrar el modo de hablar con ella sobre el paso del tiempo, sobre cómo los cambios te confunden y te desgastan, impiden que los recuerdos se asienten.

—¿A qué se dedica? —le pregunté—. Tu marido.

—Basta. Quiero que salgas de mi casa.

Me puse en pie y me acerqué a ella.

Alzó la mirada con una expresión de descomunal aburrimiento y hartazgo, y blandió lo que parecía un mando para abrir la puerta del garaje.

—¿Ves esto, Roy? Sirve para enviar una señal de alarma a esos chicos de Halliburton que patrullan por ahí fuera.

Me quedé petrificado.

—Por Dios, sólo iba a despedirme.

—Claro.

Me acompañó hasta la puerta, manteniéndose unos pasos más atrás. La abrí, salí y la luz del sol me cegó. En el soportal, me volví hacia ella.

—Me estoy muriendo —le confesé.

—Todos nos estamos muriendo.

La puerta se cerró con un golpe seco.

En la camioneta me dio un ataque de tos que no había manera de cortar. Sentí arcadas mientras encendía el motor y vomité un hilillo de bilis en el asiento. De regreso a la interestatal, me crucé con dos coches de seguridad. Sabía que el pasado no existía. Era sólo un concepto, y lo que había querido palpar, acariciar, aquel sentimiento al que no lograba poner nombre… simplemente no existía. También era sólo un concepto.

Supongo que hay que andarse con mucho cuidado cuando invocas tus recuerdos.

Lo cierto es que, una vez aceptado esto, todo lo que me había sucedido en la vida seguía pareciéndome importante, incluso más importante. Iba incluido en el paquete de la vida.

Me detuve junto a la entrada de la estructura elevada que, con forma de trébol de cuatro hojas, trazaban los accesos y las salidas de la autopista. En lo alto, el cemento dibujaba bucles y nudos; el ruido de los coches y los latigazos del viento generaban un denso estrépito en el ambiente, cargado de humos grasientos y olor a gasolina quemada.

Pensé en la posibilidad de coger una habitación y ponerme hasta las cejas de whisky. Podía pasarme lo que me quedaba de vida bebiendo y fumando en una habitación de motel.

La brisa traía un olor metálico que me hizo pensar en Matilda, la anciana negra que cocinaba en la casa de acogida. Matilda era como una araña, de piel marrón oscuro, encorvada, con el rostro como una nuez. Le gustaba pararse a sentir un rayo de sol en la cara y nunca soltaba prenda sobre lo que le pasaba por la cabeza. Mascaba tabaco que ella misma secaba y aromatizaba con aguardiente, y preparaba morcillas con los cubos de oscura sangre que los cazadores le regalaban por caridad; los hombres aparecían por allí con sus hijos, cargados con baldes llenos de sangre escurrida de sus piezas, y yo los miraba y pensaba en los niños que salían a cazar con sus padres antes de despuntar el alba y caminaban tras ellos entre la hierba perlada de rocío. Comíamos morcillas muy a menudo, y el sabor, como de virutas de hierro mezcladas con harina de maíz, entonces me parecía muy fuerte; todavía recordaba ese sabor y ese olor cuando salí de la oficina de reclutamiento y tomé un autobús con destino a Beaumont, y ese sabor seguía en mi boca cuando entré en el Robicheaux’s-on-the-Bayou y pregunté por Harper Robicheaux.

Me pasé la lengua por la boca mientras contemplaba los coches que circulaban hacia la autopista, y aquel sabor a caza trajo consigo otros potentes recuerdos: el sol en mi piel, las capas y capas de frondosa vegetación, los suaves chirridos que formaban parte del silencio, el silencio de los campos de algodón, los arañazos de las zarzas en las manos, los inacabables días que pasé recolectando encorvado, cegado por el sudor polvoriento.

Se abrió paso en mi cabeza la risa de Tiffany, los grititos que emitía cuando la lanzaba contra las olas. Y la cara de Rocky, angustiada, me hizo pensar en una tienda de campaña mal plantada, sacudida por un vendaval.

Una libélula no dejaba de dar vueltas alrededor de mi cabeza como si tuviese algo que decirme y el aire era tan cálido que parecía cargado de ceniza. A lo lejos oía pasar los coches, zum-zum-zum, como los fuertes latidos del corazón de un animal enorme que me hubiese devorado.

Amarillo era una sucesión de gasolineras y almacenes, locales de striptease de medio pelo entre moteles y un viento atosigante. Podías circular durante kilómetros sin ver otra cosa que campos, depósitos de agua y pequeñas perforadoras cuyo mecanismo subía y bajaba con aquel movimiento parecido al de un balancín. Observé a los camioneros y a las putas de carretera que caminaban fatigosamente bajo la llovizna, desplazándose entre la lavandería y la estación de servicio donde los camiones articulados estaban aparcados en varias filas bajo las farolas halógenas. Una mujer con el cabello muy largo bajó de un camión y montó en el siguiente. Permanecí de pie junto a la ventana mientras la chica que había en mi habitación me miraba con cara triste y apenada. Estaba en la cama y yo la veía reflejada en el cristal de la ventana.

—¿Qué he hecho mal? Dime qué he de hacer. Dime lo que te gusta.

Su cara pálida y su cabello negro azabache flotaban en el cristal. Yo estaba desnudo junto a las cortinas, contemplando el aparcamiento. Di un sorbo a mi Johnnie Walker.

Como no le respondía, sentenció:

—Estás borracho, cariño.

Yo no tenía planeado pasar un rato con ella, pero la noche me había pillado en Amarillo después de todo un día conduciendo en la dirección equivocada. Vi un área iluminada con luces intensas, una parada de camiones que parecía un pueblecito, con lavandería y bar, y en frente, al otro lado del enorme aparcamiento, un motel de una sola planta con habitaciones individuales.

Primero había entrado en el bar, pero el exceso de oropel en la zona de las botellas era demasiado chabacano y los ojos achinados de la camarera emergieron entre las sombras como los de un rape materializándose desde las negras profundidades oceánicas. El televisor emitía un zumbido de electricidad estática y las voces que salían de él sonaban como si alguien arrugase papel de periódico sin parar. El barman, de tan boquiabierto, tenía la mandíbula suelta y cuando se volvió para mirarme, iluminado por una titilante luz azulada de aire maléfico, su cara parecía completamente en blanco. No había nadie bebiendo en la barra.

Salí y eché a andar bajo la lluvia. Hombres con gorras de béisbol iban de un lado a otro como remolcados por sus voluminosas panzas. Pasé por delante de la lavandería y vi a la chica. Era joven, de una edad difícil de precisar; me vio a través de la ventana y me siguió con la mirada. Estaba de pie, apoyada en una lavadora, con los brazos cruzados y el cuello estirado, observándome como una mantis, mientras la llovizna se deslizaba por la ventana, y me sentí como si un alto tribunal me señalase con el dedo.

En la parte trasera de la gasolinera había una tienda de donuts con bancos de vinilo y unas pocas mesas, en la que se reunían algunos hombres. Hombres fornidos, con siluetas abombadas como piñas, los pantalones colgándoles por debajo de la cintura sin culo, ataviados con monos y vaqueros. Y gafas de sol en plena noche. Todos me miraron cuando entré. Nadie se reía, hablaban en voz baja, con rostros serios, y acompañaban sus palabras gesticulando con sus cigarrillos para recalcar alguna aseveración. Unos cuantos bebían café y fumaban y un pequeño grupo se pasaba una botella de bourbon. Los que no compartían el bourbon iban metiendo la mano en una caja de rosquillas.

Durante un rato permanecí de pie en uno de los pasillos, con montones de patatas chips y unas tiras de cecina a mi izquierda y filas de monodosis de medicamentos a mi derecha. La cruda luz de los neones parecía lunar, aunque más brillante. Vi que los tipos de la cafetería no me quitaban ojo. La mujer que atendía tras el mostrador me miró con desconfianza. Y entonces, al otro lado de la ventana, apareció la chica y sus ojos se clavaron en mí a través de las gotas de lluvia que se deslizaban por el cristal. No pensaba dejar que me escabullera. Iba a pedirme dinero. Esto funciona así. Lo único que tienen que hacer es establecer contacto visual.

Sin embargo, miré a los tipos de la cafetería y a la gorda que me observaba con el ceño fruncido desde detrás el mostrador y sentí que la atmósfera densa y húmeda del bar me envolvía de nuevo, y cuando salí, ella estaba esperándome. Me planté un momento a su lado y nos miramos.

—¿Quieres pagar por mis servicios? —me dijo.

Le pregunté si tenía una habitación y me contestó que no.

—¿Tienes un chulo?

Negó con la cabeza y apretó los brazos cruzados. La lluvia estaba cesando y ella estiró el cuello para que siguiera mojándola.

—Voy por libre —me aseguró—. ¿Te decides?

Seguro que se había fugado de casa. No le veía mucho futuro en esto, entre chulos, psicópatas y polis. Saqué mi petaca, eché un trago y se la ofrecí. Observamos a los hombres que se movían entre los surtidores y alguna mujer que de vez en cuando se bajaba de uno de los camiones aparcados. Muchas veces estas chicas huyen de casa y no saben dónde se meten. Y entonces se vuelven a casa corriendo, si pueden. Pero ya es demasiado tarde.

La miré de nuevo y me pregunté por qué inclinaba el cuello de ese modo. Tenía un rostro huesudo y los ojos un poco demasiado juntos y demasiado grandes, como de insecto, y por el tono de su piel daba la impresión de estar malnutrida. Sin embargo, tenía los hombros fornidos y un cuerpo bonito enfundado en una falda vaquera, medias rojas y un top negro, y llevaba un bolso grande y flexible pegado a la cadera como si fuese un bebé. Se apartó de la frente el pelo mojado, de un negro intenso.

—Vamos —me dijo.

—De acuerdo —acepté—. Sígueme.

La verdad es que no la deseaba en absoluto. Simplemente no quería estar solo. Intenté conversar, hablar de cosas diversas. Pero ella se comportaba como una auténtica puta, no quería hablar, estaba empeñada en ir directamente a mis pantalones. Y además era más joven de lo que yo pensaba. Al cabo de un rato, cuando yo ya estaba harto y ella avergonzada, volví a mis tragos y, desnudo, me quedé un rato junto a la ventana. Había empezado a llover de nuevo.

—Dime qué quieres que te haga —me dijo.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando por aquí?

Ni siquiera sabía muy bien a qué venía esa pregunta. Una semana antes, no se lo habría preguntado.

Vi que se estiraba en la cama, y en el cristal la sinuosa blancura de su cuerpo parecía humo.

—Un par de días. Ayer no tenía donde dormir.

—Las chicas de por aquí son peligrosas. Te van a rajar. Lo harán sus chulos.

Se tapó con las mantas.

—No voy a quedarme aquí. Voy hacia el oeste.

El reflejo de mi rostro sobre la negra noche se mezcló con el de ella y se superpuso a lo que había más allá de la ventana.

—En el oeste te encontrarás con lo mismo —le dije.

—No pido caridad —respondió ella—. Me gano mi dinero. Ven aquí y dime lo que quieres.

Al ver que no me movía ni le contestaba, se dio la vuelta y se acurrucó en la cama, tirando de las sábanas. No había nada en ella que pudiese recordarme a Loraine o a Carmen, era tan sólo una cría asustada por el lío en el que se había metido al fugarse. La lluvia, con su repique delicado en el techo y su lagrimeo en la ventana, me hizo sentir malvado; sabía que aquella chica no conseguiría salir adelante. No me costaba nada imaginar la vida que la esperaba. Me vestí y ya me disponía a salir cuando ella me soltó, sin volverse:

—Al menos, págame.

Puse varios billetes encima del aire acondicionado y me dirigí a mi camioneta. Me largué de allí y le dejé la habitación, por si la quería.

Un día naces y cuarenta años después sales renqueando de un bar, perplejo por todos tus achaques. Nadie te conoce. Conduces por oscuras carreteras y te inventas un destino porque la clave es seguir moviéndose. Así que enfilas hacia el último asidero que te queda por perder, sin tener ni idea de qué vas a hacer con él.