2008

Vaya año insufrible.

El pie izquierdo apunta hacia fuera, como si pretendiera huir de mí en todo momento. Dejo un rastro de huellas torcidas. La arena en Galveston es gruesa y grisácea, moteada de partículas naranjas y amarillas; a primera hora de la mañana las playas están casi desiertas y Sage corretea libremente arriba y abajo por la orilla con la jirafa mordisqueada entre los dientes. Paso la lengua por el puente de porcelana pegado a mis encías, y recuerdo.

La nota que Cecil me ha dejado en la puerta es un pequeño post-it y su mensaje se desparrama en mi mente como una ola salvaje: «Ray, un tipo duro trajeado pregunta por ti. No me ha dicho su nombre».

Supongo que debería volver a mi habitación y empezar a hacer las maletas para buscar otro sitio un poco más hacia el oeste. Parece imposible que todavía estén buscándome, pero no se me ocurre quién más podría ser.

Tal vez veinte años después algún mafiosillo abre una agenda antigua y se le mete en la cabeza la idea de zanjar viejos asuntos. Tal vez.

Si repaso mi historia, he de aceptar que nadie vendrá a buscarme con buenas intenciones. Me revuelve las tripas esta sensación de que ha llegado el día señalado.

Pero la nota me ha hecho pensar en Rocky, más de lo que ya suelo hacer.

La recuerdo hablando de sí misma en un bar en Angleton mientras el brillo de sus ojos reflejaba las luces verdes y moradas procedentes de la pista de baile, y cuando la recuerdo contándome historias, su rostro se hace más vívido.

Me habló de cuando tenía cuatro o cinco años y dormía en el asiento trasero de un coche en el bosque, adonde un hombre había llevado a su madre. Había un montón de camionetas aparcadas alrededor de dos caravanas y su madre no volvió hasta la mañana siguiente, cuando bajó de una de las caravanas con el maquillaje corrido y aquel hombre las llevó de vuelta a casa, sin que nadie abriese la boca durante el trayecto.

Sage se acerca corriendo a mis pies y se sacude el agua del pelo.

Bajo hasta la ensenada, junto al pantalán abandonado donde tengo colocadas las trampas para cangrejos. Tengo las piernas entumecidas y por culpa del aire húmedo las manos me duelen y se me convierten en zarpas agarrotadas. Cuando pago algo, la gente se fija en mis manos. Tengo los dedos torcidos y los nudillos hinchados como si tuviese ampollas.

Podría huir, borrarme de aquí.

Pero el consuelo de pasear a Sage y recoger los cangrejos de mis trampas es un pequeño placer que no quiero perderme esta mañana.

Éstas son las playas en las que los hombres de Cabeza de Vaca se vieron forzados a practicar el canibalismo, donde los piratas Aury, Mina y Lafitte se escabulleron de la ley. Aquí, Lafitte, que construyó un fuerte llamado Campeche, tenía esclavos, putas y cantinas, y ocupó el cargo de gobernador de la isla hasta que tuvo que huir después de abrir fuego contra un barco americano. Pero antes de su fuga invitó a toda la isla a una bacanal de cuatro días con sobreabundancia de whisky y mujeres. Cuando camino por la mañana por las playas envueltas en niebla, con ese aire denso por la sal y las algas en descomposición, tengo la impresión de que este lugar todavía se está recuperando de la resaca de toda esa historia.

Pienso en Rocky sosteniéndome la mano y contándome cómo vivió lo de quedarse en ese coche siendo una niña, y llego a la conclusión de que la historia de esta isla es similar. Las historias forjan el escenario. Leí a un escritor que decía que las historias nos salvan, pero evidentemente eso es una gilipollez. No nos salvan.

Pero las historias sí salvan algo.

Y me han hecho pasar buenos ratos durante los últimos veinte años. Más de la mitad en la cárcel.

A lo lejos, la madera grisácea de ciprés del pantalán se ha podrido y los tablones están rotos y a veces se desmoronan entre la niebla metálica. Unas cuantas gaviotas permanecen posadas sobre los postes del final del muelle, con el pecho hinchado como diminutos presidentes. Algunos cangrejos violinista corretean para alejarse de mis pies. Siento el lameteo sosegado y rítmico de la marea. A lo lejos, en el golfo, se levanta el viento y el cielo empieza a agitarse en un gigantesco y lento remolino. Por culpa de este tiempo tengo la sensación de que se me tensan los implantes metálicos que llevo en el cráneo.

Estoy debajo del pantalán y, como los pilotes convergen hacia la parte central, el muelle parece una catedral anegada. Hago una mueca de dolor y agarro la cuerda con la mano. Tiro de ella y alzo la jaula de alambre y la espuma que gotea me salpica las deportivas. Abro la trampilla, paso los cuatro cangrejos azules al saco de lona que llevo colgado del hombro y luego cierro la trampilla y sumerjo de nuevo la cesta en el agua. Los cangrejos se revuelven contra el saco, haciendo que la gruesa lona se tense, y me doy cuenta de que esta mañana también estoy pensando en Carmen. Casi puedo oler sus Camel mentolados y el perfume que usaba, el Charlie, de Revlon, en lugar del salitre.

Mientras subo por las rocas para volver a la playa, me detengo un momento con Sage porque más allá del muelle roto, justo al borde de un banco de niebla resplandeciente, veo a un grupo de delfines nariz de botella que emergen a la superficie trazando gráciles arcos. Sage deja su muñeco a mis pies y vuelve a sacudirse el agua. La perra es curiosa y juguetona, una hembra de pastor australiano de pelo rojizo y blanco, delgada, de ojos verdes claros y con la lengua flácida fuera de la boca. Nos quedamos allí un rato porque tengo la esperanza de volver a ver los delfines, pero no aparecen. Las dunas están cubiertas de zarzas y cardos, y una gabarra asoma lentamente entre la niebla, en dirección a los canales navegables, y se desliza ante mi ojo bueno.

Quisiera saber por qué Cecil se ha referido a ese hombre como un «tipo duro». Quisiera saber qué ha preguntado exactamente sobre mí.

Podría huir.

O podría quedarme y esperar. Aguantar el chaparrón, como dice la gente.

Me viene a la cabeza la idea de que ésta podría ser una buena forma de morir. Y con mucho retraso. Entonces, la aceleración del pulso y la velocidad de mis pensamientos se transforman en una sensación de alerta absoluta y atenta, como si de pronto me despertase.

Lanzo el muñeco de Sage hacia delante y me vuelvo para contemplar mis huellas desiguales. Tengo la espalda y el cuello tan encorvados que nadie creería que en el pasado medía un metro noventa, y el parche en el ojo izquierdo me da un aire de pirata, como los que en el pasado impusieron su ley en estas costas.

Mi sombra se proyecta ante mí, tan retorcida que podría pertenecer a algún crustáceo alargado saliendo a rastras de la marea, emergiendo tambaleante desde el pasado. Para ausentarse de la historia.

Después de vaciar las trampas para cangrejos, cruzo con Sage un par de aparcamientos hasta la tienda de donuts. Hay tanta tensión en el ambiente del Finest Donuts como en mi interior. Roger acaricia a Sage apenas con un roce, y sólo después de que ella frote el hocico contra su pierna insistentemente. Roger mira el tablero de ajedrez y después la cara de Deacon; tiene la mandíbula caída, los ojos entornados, y sus largos brazos le cuelgan a ambos lados. Es tan negro que parece un reloj Shinola recién abrillantado. Deacon llevaba un par de días sin aparecer por el local y ahora está aquí, a primera hora, y ya desde la puerta me llega el olor a ginebra y orina.

El Finest Donuts tiene arrendado el último local de la punta oeste de un centro comercial muy pequeño que queda desconectado del bulevar Seawall y las playas desde que se construyó otro centro comercial mucho más grande y nuevo un poco más al sur. El puesto de pizzas que hay junto al Finest Donuts cerró hace meses, de modo que ahora lo único que queda es una tienda de provisiones y venta de tabaco, y la mayoría de los días en el aparcamiento, azotado por el viento, no hay más que arena y folletos desperdigados. Acabamos de celebrar el séptimo aniversario del 11-S y un pequeño cartel pegado en el exterior del local dice: JAMÁS OLVIDAREMOS.

Supongo que es una de las cosas que hacemos aquí. Nos sentamos a no olvidar.

—Y ahora tienes que empezar otra vez —está diciéndole Roger a Deacon—. Desde cero. Devuélveme la pieza. ¿Crees que ha merecido la pena?

Miro a Errol, que está en el mostrador soplando para enfriar el café y arquea las cejas dándome a entender que la mañana ha sido ardua. Una de las tres cafeteras ya está vacía y los ceniceros acumulan una considerable cantidad de colillas, así que me pregunto cuántas horas llevan aquí. Parece que la partida de ajedrez se ha alargado mucho, aunque Roger le ha matado un montón de piezas a Deacon y las tiene todas bien ordenadas.

—Empieza por admitir que no tienes escapatoria —le dice Roger mientras enciende otro cigarrillo. Después de la primera calada, da un sorbo a su café solo y dobla sus gruesos brazos sobre la mesa. Roger luce un bigote recortado según las normas del ejército y la facilidad con la que su cara refleja su decepción puede resultar un poco tiránica. No envidio a Deacon, que está estupefacto; me acerco a Errol y dejo el saco de cangrejos en el mostrador.

—Empieza otra vez —le dice Roger a Deacon—. Las que haga falta. Nos lleve el tiempo que nos lleve.

Deacon asiente con una lenta inclinación de cabeza y una lágrima le resbala por la mejilla. Levanta la taza de café con las dos manos y se la lleva a los labios lentamente, como si fuese vino sacramental, y su mueca de desconcierto y vergüenza me recuerda a Rocky.

El cuello inclinado de Deacon se refleja en el expositor de cristal que hay junto a la entrada del local, con varias hileras de donuts y pasteles iluminadas por luces de neón. Pienso en la nota de Cecil y en el tipo que ha estado haciendo averiguaciones, y me pregunto si habrán enviado a más de un hombre para localizarme. Yo lo habría hecho.

Errol niega con la cabeza y dobla un boleto de apuesta hípica que acaba de comprobar.

—No pienso volver a apostar —me dice—. De todas maneras, allí nunca conoces a ninguna tía que merezca la pena.

Me siento en el reservado que hay entre él y la mesa en que juegan al ajedrez, y Sage da vueltas en forma de ocho alrededor de mis tobillos antes de colocarse entre mis pies.

Deacon asiente e intenta sonreírme. Descubro que tiene un moretón reciente en la frente y un ojo enrojecido. Se crió aquí, echó a perder una beca para jugar al baloncesto en el equipo del Instituto Técnico de Texas y estaba trabajando de no sé qué en un Walmart, aunque por lo que veo esta mañana sospecho que ya no es así. A veces me llama Capitán Morgan, por lo de mi parche.

—¿Qué tal, Deacon? —le pregunto.

—Bien, bien.

Sopla en su tazón. El olor a ginebra que desprende ya supera al del café, los bollos e incluso los cigarrillos.

Todos los presentes seguimos el programa, aunque yo la verdad es que no tengo elección, porque no puedo beber, con o sin reuniones, pero de todos modos continúo acudiendo para escuchar las historias. Y así salgo de mi estudio.

Roger consulta su reloj y propone:

—¿Por qué no empezamos? —Repasa los doce pasos y pregunta si alguien tiene algo que compartir con los demás.

Todas las miradas se dirigen a Deacon. Éste empieza a hablar, pero se tapa la boca con el puño y niega con la cabeza. Se le escapa otra lágrima que recorre su mejilla y comenta:

—No sé si en este momento. Es decir…

Quiero echarle un cable, así que con un suspiro digo:

—Yo tengo algo que compartir. —Eso sorprende un poco a todo el mundo. Roger y Errol me miran atentamente—. Me llamo Roy. Soy alcohólico. Llevo más de diecinueve años sobrio. —Todos me saludan como si fuese la primera vez que nos viésemos y yo miro a Deacon—: Esta mañana me has recordado a alguien. A una chica a la que conocí hace mucho tiempo. Me parece que hoy estoy pensando mucho en ella. Tuvo una vida muy dura.

El saco de lona que he dejado en el mostrador se agita y cambia de forma. Venimos aquí para contar historias, de modo que podamos manejar el pasado sin ser devorados por él. Todos esperan a que continúe.

—Ahora estaba pensando en ella. Ha sucedido algo… he recibido una nota esta mañana. Me ha hecho pensar en ella.

Por un momento creo que finalmente voy a contarles toda mi historia, pero me contengo. Sin embargo, todos esperan que siga y acabo hablando un poco sobre Rocky.

Me contó que debía recorrer un largo camino hasta su casa desde donde la dejaba el autobús escolar, y tenía que cruzar por debajo de un viejo paso elevado repleto de extraños grafitis, y en la otra punta del túnel a veces merodeaban chicos más mayores que bebían y fumaban allí, y cuando sucedía eso tenía que esperar en la oscuridad del paso subterráneo hasta que se marchaban y veía que el otro lado estaba despejado. Una vez tuvo que esperar hasta medianoche y cuando llegó a casa nadie se inmutó porque se hubiera retrasado tanto. Tenía trece años.

Tartamudeo y murmuro al contar la anécdota y todos se quedan desconcertados cuando acabo de explicarla, pero me dan las gracias. Es obviamente una de esas historias que nadie sabe cómo tomarse. No logran entender su sentido.

El sentido de la historia está en cómo me la relató ella, su manera de apartar la mirada mientras me la contaba, observándome de reojo para comprobar si estaba escuchándola. Su lento y medido modo de articular las palabras.

Sé que a todos nosotros, los miembros de la sección de Alcohólicos Anónimos del Finest Donuts, nuestros testimonios nos permiten empaquetar los recuerdos, guardar años de degradación y culpa en esas manejables carpetas que podemos colocar en una estantería, sacarlas y echarles un vistazo con la tranquilidad de que ya se han convertido en historias del pasado.

Nunca les he contado mi verdadera historia.

Errol explica que ha perdido un montón de dinero en las carreras este fin de semana. Le damos las gracias.

Deacon finalmente reúne el coraje para contarnos lo del viejo amigo al que se encontró en el trabajo y que le ofreció invitarlo a un trago, y cuando concluye su confesión y se seca las lágrimas, le damos las gracias.

Concluimos la sesión, todo el mundo se levanta para buscar más café y yo recuerdo el libro que llevo en el bolsillo. Saco un delgado volumen en rústica y se lo doy a Roger. Una novela que tomé prestada sobre dos boxeadores en el sur de California.

El libro parece interesar a Deacon, porque lo coge de la mesa y empieza a leer la contraportada. Roger resopla.

Cuando está empolvado hasta los codos por una capa de harina y azúcar, a Roger no se le ve el tatuaje marinero en el antebrazo izquierdo, pero ahora, bajo la espesa capa de vello, se vislumbra una mancha azul verdosa con la difusa forma de un ancla.

—Yo digo que hemos de organizar un plan para conocer a algunas tías buenas —sentencia Errol—. Hay que saber venderse. ¿Quién se apunta?

Deacon tiende el libro a Roger y le pregunta:

—¿De qué crees que va esto?

—De peleas —responde Roger.

Errol niega con la cabeza, se baja la visera de la gorra y abre bruscamente su periódico. Errol apareció en nuestros encuentros poco después de mi llegada, recién salido de las llanuras arenosas, para contar que se había pasado la vida conduciendo camiones articulados por vastos desiertos y tierras baldías, maniobrando sobre el hielo en Canadá y recorriendo de punta a punta las carreteras del sudoeste. Se muerde las uñas incluso cuando se propone no hacerlo, y mientras habla contigo baja la mirada y te ruega que lo disculpes por su incapacidad de controlar ese hábito. He visto su camión, pero no sé cuándo fue la última vez que transportó algo en él.

Errol cierra el periódico y sentencia:

—Hay que saber proyectar un aura de seguridad, de simpatía. Por encima de todo, las tías necesitan sentir que las escuchas, incluso cuando sueltan bobadas.

Roger suspira y dice:

—Yo creo que, llegado cierto punto, es preferible estar solo.

Roger tiene tres exesposas y compró la tienda de donuts después de su última curda, en 1992. Él y Errol se ponen a hablar del nuevo huracán que se formó en Cuba hace unas semanas y que ha estado recorriendo la línea costera mexicana. Ahora a uno de cada dos huracanes le ponen nombre de tío y éste se llama Ivan o Izzy o algo por el estilo.

—Va a ser fuerte.

—Puede que no.

—¿Has visto la pinta que tiene en las noticias?

En ese momento Leon entra por la puerta de cristal y suena la campanilla.

—Disculpad, llego tarde —dice—. ¿Quién de vosotros debe la pensión alimenticia?

—Dale la vuelta al cartelito, por favor —le pide Roger, y Leon se vuelve para colocar el cartel de la puerta de manera que desde fuera se lea ABIERTO. Cuando se encara de nuevo hacia nosotros, Roger le dice—: Pensaba que tu ex ya se había casado.

—No es por mí. Parece que van por uno de vosotros, muchachos.

—¿Qué? —exclama Errol.

Leon se apoya en el mostrador y estira las piernas, disfrutando de la expectación creada al retener momentáneamente la información.

—Hay un tipo ahí fuera vigilando la tienda. Estacionado en la otra punta del aparcamiento. Lo he visto cuando venía.

Me levanto y Sage me sigue hasta el ventanal.

—Tienes mala conciencia —dice Leon señalándome.

Al otro lado del ventanal veo al fondo, en el extremo del aparcamiento, un único vehículo estacionado, un Jaguar negro. Hay un hombre sentado en su interior, con gafas de sol, y es evidente que vigila el local. No hay otra cosa que vigilar a esta hora de la mañana.

—¿Qué pasa? —me pregunta Roger.

Me aparto de la ventana.

—Tiene razón. Hay un tío vigilando esto.

Me acerco al mostrador y cojo mi saco de cangrejos.

—¿Qué te pasa? —me pregunta Leon.

—Nada. Es que hoy tengo que irme temprano —le digo—. Me toca pintar la casa del jefe.

Chasqueo la lengua para llamar a Sage. Ella recoge su muñeco del suelo de linóleo y mueve la cola junto a mis tobillos.

Ahora todos están mirándome.

—Va a llegar un huracán en los próximos días —comenta Errol—, ¿y a él se le ocurre pintar su casa?

Me encojo de hombros y paso al otro lado del mostrador para entrar en la cocina, con una punzada latiendo en mi cabeza y la nota de Cecil achicharrándome la mente.

—¿Adónde vas? —me pregunta Roger.

Yo ya estoy largándome a paso acelerado por la puerta de vaivén y respondo sin mirar atrás:

—Salgo por la puerta trasera.

Mientras recorro el callejón trasero del Finest Donuts, el corazón me va a cien por hora y avanzo fatigosamente por el dique de arena que me separa del otro centro comercial. El aire es cálido y me cuesta respirar. Recuerdo cómo salí renqueando del bar de Stan hace veinte años, atravesando un descampado mientras a mis espaldas oía los gritos cada vez más cerca y me atragantaba con mi propia lengua. Puedo intentar convencerme de que no hay razón para dar por hecho que el tipo del Jaguar me sigue a mí, pero aun así me da miedo mirar hacia atrás.

Todavía no he decidido cómo afrontar esta paranoia. Quedarme o huir.

Por Rocky, me dan ganas de quedarme.