DOS

Hay ciertas experiencias a las que no puedes sobrevivir; después ya no existes de verdad, aunque hayas esquivado la muerte. Lo que pasó en mayo de 1987 está pasando todavía, sólo que han transcurrido veinte años y lo que pasó es únicamente un relato. Estamos en 2008 y yo camino con mi perra por la playa. Al menos lo intento. Ya no puedo caminar ni rápido ni bien.

Esta mañana he recibido una nota. Cecil me ha dejado escrito que un hombre anda buscándome. Cecil es el propietario del motel en el que tengo arrendado un estudio y trabajo como empleado de mantenimiento.

Desde aquí y hacia el sur, se levanta por las mañanas una niebla broncínea que parece infinita y su color pardusco me hace pensar en tormentas de arena traídas por el viento desde las aguas del golfo, mar adentro, como si más allá del horizonte hubiera un desierto; y al ver cómo emergen de ella los barcos camaroneros, las plataformas petrolíferas y los enormes buques cisterna, te da la sensación de contemplar otro plano de la realidad que se abre paso, cargado de historia.

Y la lección de la historia, en mi opinión, es que hasta que te mueres no eres más que un impostor.

Pero yo sigo vivo.

Sage[1] corretea en círculos a mi alrededor, ladrando. No puedo avanzar tan rápido como ella quisiera, así que le lanzo la jirafa de peluche hacia el rompiente y observo cómo sale disparada para recuperarla. Salta y se zambulle entre las olas y yo la espero solo en la arena. El amanecer inflama la niebla y los suaves graznidos de los pájaros y el lamento grave de las sirenas de los barcos ponen el mundo en movimiento. Septiembre, plena temporada de huracanes, el cielo está revuelto, con nubes plomizas que parecen algodón de azúcar.