Un médico me fotografió los pulmones. Estaban repletos de copos de nieve.
Al salir de la consulta me pareció que todos los presentes en la sala de espera se alegraban de no ser yo. Ciertas cosas se notan en la cara de la gente.
Yo ya sospechaba que algo iba mal porque unos días antes, al subir dos tramos de escalera persiguiendo a un tipo, había notado que me costaba respirar, como si cargase con unas pesas en el pecho. Había pasado un par de semanas bebiendo más de la cuenta, pero tuve claro que se trataba de algo más que eso. Me dio tanta rabia ese dolor repentino que le rompí la mano al tipo. Escupió algún diente y se quejó a Stan de que le parecía excesivo.
Pero es que siempre me han dado trabajo por eso. Porque soy excesivo.
Le conté a Stan lo del dolor en el pecho y me mandó a un médico que le debía cuarenta de los grandes.
Al salir de la consulta, saqué los cigarrillos del bolsillo de la chaqueta y empecé a estrujar el paquete, pero decidí que no era un buen momento para dejarlo. Encendí uno allí mismo, en la acera, pero no me supo bien y el humo me hizo pensar en los hilos de algodón que se entretejían en mis pulmones. Los coches y autobuses circulaban a escasa velocidad y la luz del sol arrancaba destellos de sus cristales y de los cromados de las carrocerías. Con las gafas de sol puestas, era como si estuviese en el fondo del mar y los vehículos fueran peces. Imaginé un lugar mucho más oscuro y fresco, y los peces se convirtieron en sombras.
Un bocinazo me espabiló de golpe. Había sobrepasado el bordillo de la acera. Levanté una mano para parar un taxi.
Iba pensando en Loraine, una chica con la que salí hace tiempo, y en aquella noche que pasé despierto hablando con ella hasta el amanecer en una playa de Galveston, sentados en un lugar desde el que veíamos las gruesas columnas de humo blanco de las refinerías de petróleo ascendiendo a lo lejos como una carretera en dirección al sol. Habrían pasado unos diez u once años desde entonces. Supongo que ella siempre fue demasiado joven para mí.
Yo ya estaba furioso antes de los rayos X, porque la mujer a la que consideraba mi novia, Carmen, había empezado a acostarse con mi jefe, Stan Ptitko. Iba a verme con él en su bar. No era el mejor día. Pero uno no deja de ser quien es sólo porque le aparezca en los pulmones un torbellino de motas de jabón en polvo.
Nadie sale vivo de esto, pero al menos esperas que no te pongan una fecha límite. No tenía intención de contar a Stan, Angelo o Lou lo de mis pulmones. No quería que pasasen el rato en el bar hablando de mí cuando yo no estuviera delante. Riéndose.
Más allá de la ventanilla del taxi, llena de marcas de dedos, iba acercándose la parte alta de la ciudad. Algunos lugares se abren para dejarte entrar, pero en el caso de Nueva Orleans no había nada parecido a una entrada. La ciudad era un yunque sumergido, envuelto en su propia atmósfera. El sol resplandecía entre los edificios y los robles, y sentí en el rostro la luz y después la sombra, como proyectadas por una lámpara estroboscópica. Pensé en el culo de Carmen y en cómo volvía la cabeza para sonreírme por encima del hombro. Seguía pensando en Carmen, lo cual no tenía sentido porque estaba claro que, además de una zorra, era absolutamente desalmada. Cuando empezamos a salir, ella estaba con Angelo Medeiras. Supongo que más o menos se la birlé. Ahora salía con Stan. Angelo también trabajaba para él. Dar por hecho que estaría montándoselo con otros tíos a espaldas de Stan aliviaba mi sensación de agravio.
Intenté decidir a quién podía contar lo de mis pulmones, porque quería contárselo a alguien. La verdad es que es una cagada recibir una noticia así cuando tienes trabajo pendiente.
El bar se llamaba Stan’s Place y era un edificio de ladrillo visto con tejado de chapa, ventanas enrejadas y una puerta metálica abollada.
Dentro estaban sentados Lou Theriot, Jay Meires y un par de tipos a los que no conocía, gente mayor. El barman se llamaba George. Tenía la oreja izquierda vendada con gasa. Le pregunté dónde estaba Stan y él me indicó con un movimiento de cabeza la escalera que llevaba a la oficina. Como la puerta estaba cerrada, me senté en un taburete y pedí una cerveza. Pero entonces recordé que estaba muriéndome y opté por un Johnnie Walker etiqueta azul. Lou y Jay hablaban sobre un problema que tenían con uno de los corredores de apuestas. Lo supe porque había hecho ese trabajo durante unos cuantos años, cuando tenía veintipocos, y conozco la jerga. Cuando se dieron cuenta de que estaba escuchando, se callaron y me miraron. No quise ni sonreírles siquiera, y retomaron su conversación, pero bajando mucho la voz y manteniendo la cabeza gacha, para que no pudiese oír nada. Nunca les caí muy bien. Conocían a Carmen como camarera del local, ya antes de que empezase a salir con Stan, y creo que me tenían ojeriza por culpa de ella.
Además, tampoco les caía bien porque nunca acabé de encajar con el grupo. Stan me heredó de su antiguo jefe, Sam Gino, que a su vez me había heredado de Harper Robicheaux, y si estos tipos nunca me aceptaron del todo es más bien por mi culpa. Tenían un concepto de la moda propio de latinos cutres: chándales o camisas con doble puño y pelo engominado, mientras que yo llevo tejanos y camisetas con cazadora y botas de vaquero, como siempre he hecho, y me dejo melena y no me afeito la barba. Me llamo Roy Cady, pero Gino fue el causante de que todo el mundo empezase a llamarme Big Country, y siguen haciéndolo sin ningún cariño. Soy del este de Texas, del Triángulo de Oro, y estos chavales siempre me han considerado escoria, lo cual me parece bien, porque así me temen.
Tampoco es que tuviera demasiadas ganas de ascender en la organización.
En cambio, con Angelo siempre me había llevado bien. Antes del asunto de Carmen.
Se abrió la puerta de la oficina y salió Carmen, alisándose la falda y retocándose un poco el pelo, y al verme se quedó casi petrificada. Pero, como Stan salía tras ella, tuvo que echar a andar escaleras abajo y él la siguió, remetiéndose la parte trasera de la camisa en el pantalón. Sus pasos hicieron crujir los peldaños y Carmen encendió un cigarrillo antes de llegar al pie de la escalera. Se dirigió fumando hasta la otra punta del bar y pidió un zumo de pomelo con vodka.
Se me ocurrió un comentario de listillo, pero tuve que guardármelo.
Lo que más rabia me daba era que hubiera arruinado mi soledad. Yo había estado mucho tiempo a mi aire.
O sea, echaba un polvo cuando lo necesitaba, pero vivía solo.
Ahora, en cambio, ya no me contentaba con la soledad.
Stan saludó a Lou y Jay con una inclinación de cabeza, se acercó a mí y me dijo que Angelo y yo íbamos a tener trabajo esa noche. Tuve que esforzarme para parecer satisfecho con esa asignación de compañero. Stan tenía una de aquellas frentes polacas cuya parte inferior sobresalía como un peñasco y proyectaba su sombra sobre los ojos diminutos.
Me pasó un papelito y dijo:
—Jefferson Heights. Vais a hacerle una visita a Frank Sienkiewicz.
El nombre me sonaba, era el presidente o el antiguo presidente o el abogado de los trabajadores portuarios de la ciudad.
Los estibadores estaban supuestamente bajo escrutinio federal y se rumoreaba que iban a ser objeto de una investigación. Trajinaban contenedores para los socios de Stan y los sobornos mantenían vivo el sindicato, pero la verdad es que yo no sabía más que eso.
—Nadie debería acabar malherido —me advirtió Stan—. Ahora no quiero líos. —Se situó detrás de mi taburete y me puso una mano en el hombro. Yo siempre fui incapaz de descifrar esos ojillos aplastados bajo el saledizo de su frente, pero uno de los secretos de su éxito era, sin duda, la total ausencia de piedad de su rostro, con esos anchos pómulos eslavos sobre la boca prieta y sin apenas labios de saqueador cosaco. Si los soviéticos contaban de verdad con gente capaz de meterte el alambre de una percha al rojo vivo por el agujero de la polla, debían de ser tipos como Stanislaw Ptitko—. Necesito que ese tío entienda qué es lo correcto —añadió Stan—. Que ha de jugar para el equipo. Eso es todo.
—¿Y para eso necesito a Angelo?
—Llévatelo de todos modos. Prefiero ser precavido. —También me dijo que debía ocuparme de un cobro en la pequeña ciudad de Gretna antes de encontrarme con Angelo—. Así que procura no retrasarte —añadió, señalando con una inclinación de cabeza el Johnnie Walker que yo sostenía en la mano.
Stan se bebió un chupito de Stoli y deslizó el vaso hacia el barman. La venda de la oreja de George tenía una mancha amarillenta en el centro. Stan ni me miró mientras se arreglaba la corbata y me decía:
—Nada de pipas.
—¿Qué?
—¿Recuerdas aquel camionero del año pasado? No quiero que nadie acabe recibiendo un disparo porque alguien pierde los jodidos nervios. Así que te lo digo a ti y se lo digo a Angelo: dejad las pistolas. Que no me entere de que vais armados.
—¿El tipo estará allí?
—Sí, estará. Le he dicho que le mando un paquetito con unos regalos.
Stan se alejó y se detuvo junto a Carmen, la besó con ímpetu y le sobó una teta, y a mí me cruzó por la cabeza un impulso asesino. Después se marchó por la puerta trasera y Carmen se quedó allí fumando con aire aburrido. Pensé en lo que acababa de decirme Stan sobre no llevar armas.
De pronto me pareció una petición muy rara.
Carmen me miró con mala cara desde la otra punta de la barra y Lou y Jay se percataron y se pusieron a hablar con ella, comentándole lo relajado que parecía Stan cuando estaban juntos. Me di cuenta de que tenían razón y empecé a sentir como un pellizco, algo que provocaba en lo más profundo de mi corazón una punzada de desasosiego. Me acabé de un trago el Johnnie Walker y pedí otro.
Carmen tenía el cabello castaño claro, largo y recogido detrás, y la piel de su preciosa cara ahora se veía algo áspera, y se le acumulaba el maquillaje en las arrugas y líneas pequeñas, perceptibles sólo al mirarla de cerca. Me hizo pensar en la copa de un cóctel que alguien se ha bebido y en cuyo interior queda sólo una piel de lima aplastada entre restos de hielo.
Creo que el motivo por el que gustaba a los hombres era el alto nivel de carnalidad que desprendía. Sólo había que mirarla para saberlo: ésta está dispuesta a todo. Es sexy y no hay quien lo aguante.
Yo sabía que Carmen había hecho ciertas cosas de las que Angelo no tenía ni idea. Cosas tipo sexo en grupo. Y una vez me había propuesto traerse a otra chica, para añadir morbo.
A mí esos rollos no me iban. Yo tenía entonces una idea romántica que ahora encuentro fuera de lugar.
Creo que el engaño la motivaba más que el sexo. Como si tuviese alguna cuenta pendiente.
Aseguraba que yo le había pegado en una ocasión, pero nunca me lo he creído. Era bastante teatrera y le importaba más la interpretación que la verdad.
Aunque admito que mis recuerdos de la noche en cuestión no son muy claros.
Desde la barra, Lou le dijo a Carmen algo como:
—Está claro que sabes cómo hacer feliz a un hombre.
—Nadie podrá decir que no lo intento —le respondió ella.
Todos se rieron y el 38 que yo llevaba en los riñones pareció ponerse al rojo vivo. De nada me habría servido. Pero estaba cabreado y no quería morir tal como había insinuado el médico.
Dejé unos billetes en la barra y salí. Un par de noches atrás, puesto hasta las cejas de tequila, me había dejado la camioneta por ahí cerca, y ahí seguía, intacta, una enorme F-150 del 84. Estábamos en 1987 y en esa época me gustaban más esos modelos: cuadrados y robustos, máquinas recias, nada de juguetitos. Circulé por la autopista de Pontchartrain con la radio apagada y mis pensamientos zumbando como alas de abeja.
Gretna. Mientras recorría la calle Franklin me pregunté a partir de qué momento empezaría a hacer las cosas por última vez. Cada rayo de sol que golpeaba el parabrisas tras colarse entre los árboles que iba dejando atrás pedía a gritos que disfrutase de él, pero no puedo decir que lo hiciese. Intenté concebir la idea de dejar de existir, pero no tenía suficiente imaginación para lograrlo.
Tuve la misma sensación de asfixia y desamparo que cuando a los doce o trece años contemplaba los inacabables campos de algodón. Las mañanas de agosto con el saco de arpillera al hombro y el señor Beidle a caballo con su silbato, dirigiendo a los chicos de la casa de acogida. La desoladora sensación de que el trabajo era interminable. De que no vas a ganar. Después de una semana recogiendo algodón me percaté de las callosidades que se me habían formado en las manos el día en que, al caérseme un tenedor, descubrí que había perdido la sensibilidad en la yema de los dedos. Ahora me miré las durezas de los dedos, asidos al volante, y un hormigueo de rabia me hizo apretarlos. Tenía la sensación de ser víctima de un engaño. Y entonces pensé en Mary-Anne, mi madre. Era débil, una mujer inteligente empeñada en considerarse tonta. Pero no había ninguna necesidad de pensar en ella en ese momento.
Localicé la dirección que me había dado Stan, un decrépito edificio de apartamentos junto a una hilera de almacenes: ladrillo claro recubierto de grafitis, y malas hierbas ya muy crecidas que se mezclaban con las del solar contiguo. Chatarra con ruedas en el aparcamiento y ese aire impregnado de olor a gasolina y basura en descomposición que recorre Nueva Orleans.
El número 12. Segundo piso. Ned Skinner.
Pasé junto a su ventana y eché un vistazo al interior. Estaba oscuro y no percibí ningún movimiento. Deslicé la mano en el bolsillo en el que guardaba el puño de hierro y seguí avanzando por la galería. Bajé unas escaleras, fui hasta la parte trasera del edificio y comprobé las ventanas. La brisa agitaba las malas hierbas.
Volví a subir y llamé a su puerta. Todo el edificio parecía desierto: las persianas bajadas, ningún sonido de televisores o radios. Así que esperé un poco, eché un vistazo alrededor y al fin usé mi navaja para romper el marco en torno a la cerradura. La puerta era de madera barata y se astilló con facilidad.
Me colé y cerré la puerta. Un apartamento pequeño, con un par de muebles y porquería por todas partes: periódicos y una tonelada de viejos boletos de apuestas hípicas, envoltorios de comida rápida, un televisor con dial y la pantalla rota. La encimera estaba llena de botellas vacías de vodka barato. Siempre he detestado a los guarros.
Olía mal, una mezcla de mal aliento y sudor rancio. El moho y la suciedad se habían adueñado del cuarto de baño y había ropa tiesa por el suelo embaldosado. En el dormitorio tan sólo había un colchón en el suelo, con una maraña de sábanas ralas y amarillentas. Esparcidos por la moqueta, boletos de apuestas rotos en pedazos como flores cortadas.
En el suelo, junto a la cama, había una fotografía enmarcada boca abajo. La recogí: una mujer de cabello castaño con un niño pequeño, los dos bastante guapos, sonriendo y con la mirada resplandeciente. Parecía tener ya unos cuantos años. Se podía deducir por el peinado y la ropa de la mujer, y además el papel fotográfico era más grueso que el que se usaba habitualmente, con una textura similar al cuero, y daba la sensación de que el tiempo había descolorido las caras. Me la llevé a la sala de estar, quité de un manotazo una caja de pizza que había en una silla y me senté. Miré la fotografía y después el apartamento. Yo había vivido en sitios como ése.
Observé con atención las sonrisas de la foto.
Y entonces algo me rondó por la cabeza: una impresión o un fragmento de información, pero no conseguí asirlo del todo. La difusa sensación de algo que en algún momento había sentido o sabido, un recuerdo que no acababa de emerger. Seguí dándole vueltas, pero no logré rescatar nada concreto.
Aunque parecía a punto.
Los haces de luz que se filtraban a través de las persianas dibujaban sobre mi cuerpo las rayas de un anticuado uniforme de presidiario. Permanecí un buen rato en aquella silla, pero el tipo no apareció. Y visto lo que sucedió después, he llegado a considerar ese rato que pasé esperándolo como una línea de demarcación en las vidas de ambos, en la suya y en la mía.
Un momento en que las cosas hubiesen podido decantarse hacia un lado antes de torcerse hacia el contrario.
Me encontré con Angelo esa noche a las ocho en el Blue Horse, cerca de la calle Tchoupitoulas. Era una especie de bar de moteros y allí siempre me había sentido como en casa, más que en el Stan’s Place.
Primero había pasado por mi caravana. Me rondaba una idea que tal vez fuera un poco paranoica, pero había empezado a darle vueltas cuando Stan me dijo que no lleváramos armas. Me preguntaba por qué me había dicho eso cuando resulta que soy un profesional, no un sicario de medio pelo. Y por qué ese empeño en que lo hiciera con Angelo. Se me ocurrió que estaba tendiéndome una trampa para que Angelo me liquidase. Tal vez tanto él como Stan querían vengarse por algo relacionado con Carmen. Quizá creían que la había zurrado. O simplemente no querían verme merodeando por ahí después de habérmela follado. O qué sé yo.
Sólo quiero decir que algo no cuadraba. Aunque yo mismo dudara de mi intuición, estaba decidido a prestarle atención. Así que cogí el puño de hierro y la porra extensible, pero también me metí el Colt Mustang del 38, mi favorito, en una bota. Y además me até un estilete con resorte en el antebrazo. Llevaba años sin usar ese artilugio, pero le puse un poco de Tres-en-Uno y lo probé con la cazadora puesta; en cuanto arqueé la muñeca, la hoja salió disparada hacia mi mano como la punta de un relámpago.
Sin embargo, Angelo me desconcertó cuando nos encontramos en el bar. Se volvió en su taburete y me tendió la mano. Tenía cara de alma en pena y de haber estado empinando el codo, así que se la estreché, con mucho cuidado de no arquear la muñeca.
—¿Estás preparado para hacerlo? —le pregunté.
—Deja que me acabe esto. —Se volvió de nuevo hacia la barra y bebió un trago de whisky con soda. El tupé raleaba y mostraba con claridad sus entradas, y ataviado con ese chándal negro se lo veía tan fuera de lugar como a mí en Stan’s. Me senté a su lado y me entretuve contemplando las botellas.
Me miró con lo que yo describiría como una tristeza sin límites, como si a duras penas pudiese seguir allí sentado y no supiera qué hacer con su vida, mientras agitaba una pierna en un vaivén nervioso y se toqueteaba las uñas. De pronto caí en la cuenta.
—¿Problemas? —le pregunté.
—¿Sabes lo de Stan y Carmen? —dijo.
—Sí, por supuesto.
Me fulminó con la mirada.
—A la mierda —sentencié. Mientras contemplaba las botellas me acordé de mi cáncer—. Un Johnnie Walker etiqueta azul doble.
El trago costaba cuarenta dólares. Me bajó por la garganta ardiente y aterciopelado, y al expandir su calidez por mi pecho le transmitió algo de vida.
—Ella sólo es una… —murmuró Angelo.
—¿Qué? —dije yo.
—Cómo puede… ¿por qué? ¿Por qué con él? Ya sabemos lo que cuentan de él.
—Ella no es precisamente un ejemplo de pureza. Vamos, que es una zorra.
—No digas eso. No quiero hablar así de ella.
—Entonces, no hables de ella —le aconsejé—. Al menos conmigo.
Vi con el rabillo del ojo que me miraba indignado.
El otro aspecto de Carmen que seducía a los hombres es que era lista, o en todo caso astuta, y entendía nuestro modo de pensar. No se la podía despreciar como una simple tía buena boba. Creo que muchos tipos la consideraban más lista que ellos, y eso puede resultar bastante excitante. Me eché al gaznate el último trago del fantástico whisky y me volví hacia Angelo.
—¿Estás listo?
Casi pensé que iba a pegarme un tiro allí mismo, pero suspiró y asintió, dándose por vencido, se incorporó y tuvo que hacer un esfuerzo por mantener el equilibrio. No me había percatado de que estaba tan bebido y ahora me preocupé un poco al pensar en el hombre de Jefferson Heights, Sienkiewicz.
—Conduce tú —me dijo.
Al encender el motor, mi camioneta se agitó como un perro sacudiéndose el agua y por la radio sonó una voz en mitad de un comentario sobre la expulsión de Jim Bakker del sacerdocio. Angelo iba sentado como si se hubiera deshinchado. Volví a comprobar las señas y enfilé por Napoleón en dirección norte hasta la 90.
Angelo se inclinó hacia delante y apagó la radio.
—¿Te acuerdas? —me dijo con voz de curda—. ¿Te acuerdas, hace años, cuando machacamos a aquellos chavales que vendían en Audubon Park?
Tuve que pensar un rato.
—Sí.
—Tío, aquel chaval que se puso a llorar. ¿Te acuerdas?… Quiero decir, todavía no les habíamos hecho nada. Y aquellas lágrimas… —Se rió entre dientes.
—Me acuerdo.
—«Por favor, lo hago sólo para pagarme la universidad».
—Y tanto.
—Y tú le dijiste: «La universidad es esto». —Se calló un momento y se reacomodó en el asiento—. ¿Recuerdas esa bolsa?
—Claro que sí.
Hacía cinco años de eso, justo cuando yo acababa de incorporarme al equipo de Stan. El chaval llevaba una mochila con cuatro mil dólares y unas cuantas bolsitas pequeñas de congelar, llenas de coca.
—¿Recuerdas lo que hicimos? —me preguntó Angelo.
—Se la entregamos a Stan.
—Sí. —Se volvió de cara a mí, con las manos lacias en el regazo—. Sé que tú pensaste lo mismo que yo. Que habríamos podido repartírnoslo. Que Stan no tenía por qué saberlo.
Su voz débil y oscilante se fundía con los faros de los coches que impactaban en el parabrisas.
—Pero no nos fiábamos el uno del otro —continuó—. Los dos pensamos lo mismo. Pero no nos teníamos confianza.
Lo miré fugazmente y respiré hondo.
—¿Adónde quieres ir a parar?
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. Es sólo que… Le he dado algunas vueltas. O sea, ¿de qué me ha servido? ¿Y de qué te ha servido a ti? Tengo cuarenta y tres, tío.
Era como si esperase encontrar en mí un colega, pero yo no le reconocía ese derecho. Además, era bastante lamentable tener que escuchar a aquel italiano seboso intentando hablar de sus sentimientos cuando ni siquiera disponía del vocabulario para designarlos.
Quejándose de su vida cuando a mí ya me estaban tomando las medidas para el ataúd.
—¿Por qué no intentas concentrarte? —le dije.
—Sí.
Se quedó mirando por la ventanilla y yo puse una cinta de Billy Joe Shaver, que sabía que Angelo detestaba, pero no dijo ni pío sobre la música.
Me sentía un poco culpable, porque tenía más o menos planeado pegarle un navajazo en la yugular esa misma noche, pero eso habría sido como patear a un tullido. Hace falta una buena razón para hacerlo.
Me gusta jugar limpio.
Es decir: si me pasan tu nombre anotado en un papelito es porque algo has hecho para que te pongan en mis manos. Algo que no deberías haber hecho.
En cualquier caso, Angelo siguió mirando por la ventanilla y suspirando como una colegiala mientras yo percibía la vibración de la guitarra a través de los altavoces y sentía un hormigueo en los empastes dentales. Al cabo de un rato di con la casa, un edificio victoriano en la avenida Newman, con un jardín protegido por una verja coronada con puntas de lanza de hierro forjado. Dimos varias vueltas a la manzana, ampliando el perímetro cada vez para comprobar si el lugar estaba vigilado. Aparqué la camioneta en la calle Central para poder deslizarnos entre las casas sin ser detectados.
Comprobé mis armas y me guardé el pasamontañas en el bolsillo de la cazadora. Angelo empezó a ponerse el suyo, pero le dije que aguardase hasta que llegáramos a la casa, un procedimiento que él conocía perfectamente, pero actuaba como si no fuese capaz ni de anudarse los cordones de los zapatos, y estuve a punto de decirle que me esperase en el coche. Pero eso no iba a funcionar, así que los dos cruzamos sigilosamente los jardines hasta el otro lado. En Newman había una única farola encendida y quedaba lejos del lugar al que nos dirigíamos. No se oía ningún perro y todas las luces de la casa estaban apagadas.
Le dije que llamase a la puerta principal, que yo iría por detrás.
Me puse el pasamontañas, coloqué las manos entre los barrotes, salté la verja y atravesé un silencioso patio trasero con un pequeño estanque de piedra en el que el agua, al gotear, emitía un sonido relajante e inesperado. Subí los escalones que llevaban a la puerta trasera y, aunque en ese momento no reparé en ello, debería haberme fijado en que ni siquiera había una de esas luces que se encienden solas al detectar movimiento. No me había percatado de que, de todas las casas de la calle, sólo aquélla estaba completamente a oscuras.
Pero tenía prisa. Pegado a la puerta trasera, aguzando el oído, percibía el aroma del whisky en mi aliento atrapado bajo el pasamontañas y mi respiración bajo el borboteo del estanque.
Oí que Angelo llamaba a la puerta principal y esperé hasta que escuché unos pasos dentro de la casa que se dirigían a la puerta principal. Di un paso atrás, extendí la porra y conté hasta tres. Entonces le arreé una patada a la puerta y la madera se hundió hacia dentro.
Me abalancé hacia la oscuridad a ciegas, con la porra en alto. Algo pesado me golpeó el cráneo y la penumbra se tiñó de rojo.
Perdí la noción del tiempo.
Me desperté cuando me lanzaron al suelo, con la cabeza reventada de dolor. Me habían quitado el pasamontañas y Angelo estaba sentado frente a mí. Tenía la cara cubierta de sangre y se taponaba la nariz con una mano. Estábamos en el recibidor de la entrada principal, teñido de color mostaza por un retal de luz que desprendía la pantalla de cristal anaranjado de un pequeño aplique. El papel de la pared era rojo. Había un tipo plantado a mi lado y otro pegado a Angelo. Vestían monos negros y pasamontañas y cada uno empuñaba una pistola con silenciador. Llevaban chalecos con bolsillos abultados y resistentes botas de combate. Todo muy profesional. Sus ojos, pequeños y fríos como los de Stan, estaban clavados en los míos.
El que permanecía junto a Angelo desvió la mirada hacia la pared y oímos unos pasos. Me pareció que una mujer gimoteaba. El aire se llenó de un fuerte olor a pólvora y también de hedor a mierda. Miré a mi alrededor.
Lo que debía de ser el cadáver de Sienkiewicz yacía de costado en el suelo de la habitación contigua. Su camisa relucía, empapada de sangre.
Oí otro gimoteo y pensé que era Angelo, pero enfoqué la mirada y vi a una chica sentada en una silla, a oscuras, en la habitación a mi izquierda. Podía distinguir sus mejillas con la claridad suficiente para ver que estaban manchadas de rímel corrido. Se abrazaba a sí misma y temblaba.
Comprendí lo que sucedía allí y por qué Stan no había querido que llevásemos pistola. Miré a Angelo, pero parecía desconcertado, con los ojos humedecidos y ausentes, clavados en la sangre que le goteaba de la nariz sobre la palma de la mano.
Se acercaron unos pasos y un tercer hombre apareció por una esquina, abrochándose los pantalones. Llevaba bajo el brazo una gruesa carpeta llena de papeles e iba vestido, como los otros dos, cien por cien profesional. Después de subirse los pantalones, se sacó la pistola de la pretina.
—Levantadlos.
Tenía un acento raro, ni americano ni europeo.
Angelo se puso a gritar:
—¿Qué es esto? ¿Quiénes sois?
Uno de los tipos le golpeó la cara con la culata de la pistola y Angelo se llevó las manos a la boca y cayó al suelo retorciéndose de dolor.
La chica de la silla empezó a respirar más rápido y más hondo, como si estuviese asfixiándose.
El tipo que lo había golpeado agarró a Angelo por el pelo y tiró de él hasta que se puso en pie. El que seguía a mi lado me clavó el silenciador en la sien y ordenó:
—Levántate.
Me puse en pie lentamente y él siguió encañonándome. Noté que me habían vaciado los bolsillos y el 38 había desaparecido de mi bota. Miré a Angelo. Estaba plantado en un charco de orina. En una lucha cuerpo a cuerpo, ellos tenían tres armas y nosotros ninguna.
Simplemente, nadie sale vivo de una situación como ésa.
Obligaron a Angelo a colocarse contra la pared y midieron la distancia que había entre él y el cadáver de Sienkiewicz en la habitación contigua. Creo que intentaban ponernos de modo que pareciese que nos habíamos matado entre nosotros, aunque tampoco estoy seguro.
El tipo que tenía pegado a mí me dio un manotazo en la cabeza, me empujó hacia delante y yo simulé tropezar y me dejé caer sobre una rodilla.
Cuando tiró de mí para levantarme, arqueé la muñeca y le clavé el estilete en el cuello. Salió un chorro de sangre caliente que me salpicó en la cara y la boca.
Mantuve la hoja clavada y me situé detrás de él mientras los otros apuntaban con las pistolas. Uno me disparó e hizo saltar un trozo de yeso de la pared y el otro disparó a Angelo; le voló la parte superior del tupé y Angelo cayó de rodillas. Después me dispararon los dos. Con el ruido sordo de los clavos de una pistola neumática, las balas impactaron en el tercer hombre. Su cuerpo se sacudió en un espasmo, con el estilete todavía clavado en el cuello.
Tenía mi pistola delante de las narices, encajada en la pretina del pantalón de aquel hombre. La saqué de un tirón, la levanté y, a través de la fuente de sangre, disparé al que se hallaba más cerca.
No tuve tiempo de apuntar, y además estaba medio cegado por el chorro arterial, pero le acerté en la garganta y el tipo dio una sacudida, disparó y cayó de espaldas.
Nunca en mi vida había disparado así.
Y entonces vi que al último tipo, el que se había cargado a Angelo, le había pegado un tiro su colega al caer. Echaba humo por la axila y se la agarraba con la mano, desplomado contra la pared. Su pistola yacía en el suelo, a unos palmos de su bota.
En ese momento el cuerpo de Angelo acabó de caerse y se golpeó de costado contra la alfombra.
El último tipo miró su pistola, sus pies y después a mí, justo en el momento en que yo le disparaba en la cabeza.
Todo duró no más de cinco segundos.
Por el recibidor se extendió una humareda como niebla baja. La parte superior de la cabeza de Angelo estaba reventada y tenía las mejillas salpicadas de sangre y lágrimas. Vomité. La chica de la silla se puso a llorar más fuerte, con un gemido lastimero.
Los tres hombres de negro yacían en el suelo y de sus cadáveres emergían finos hilillos de humo. El estilete surgía del cuello de uno de ellos como un enorme pincho y la luz anaranjada hacía que la sangre que todavía brotaba pareciese pintura.
La chica seguía sentada en la oscuridad, temblando y con unos ojos de palmo. Pasé junto a ella y me asomé al pasillo.
Vi luz en una de las habitaciones del fondo y avancé sigilosamente hacia allí. Sobre una cama yacía el cadáver desnudo de una mujer, coloreado de verde por la luz que proyectaba la pantalla de una lámpara de lectura en la mesilla de noche. Las sábanas estaban empapadas de sangre y el cadáver tenía moratones en el cuello y los muslos. Era joven, aunque no tanto como la chica de la silla.
Volví a su lado y le dije:
—Levántate. No voy a hacerte daño.
No se movió. No me miraba, ni siquiera parpadeaba. Tuve que dejarla allí sentada un rato más, mientras me limpiaba la sangre de los ojos.
Entonces me fijé en la carpeta y los papeles desparramados por el suelo del recibidor, salpicados de pequeños fragmentos de huesos. Me acuclillé, los recogí y me dirigí hacia la puerta trasera, pero me detuve. La chica no se había movido.
Lo cierto es que me había visto la cara. La abofeteé. La obligué a ponerse en pie, agarrándola por un brazo.
—Levántate. Te vienes conmigo.
Ella tartamudeó:
—¿Qué vas a hacer?
—Tenemos que salir de aquí.
—¿Adónde vamos?
—No lo sé.
Le miré por primera vez con atención la cara. Era más joven de lo que me había parecido. Se había puesto el rímel con torpeza y en exceso, y ahora parecía tinta derramada. Era rubia, con el cabello muy corto, e incluso con el maquillaje corrido por sus mejillas parecía casi una niña, y había algo más, algo como lo que se vislumbraba a veces en los ojos de Carmen: normas de autoprotección, un cúmulo de decisiones difíciles. Puede que se tratara de imaginaciones mías. Pero lo que fuera que reconocí fue algo fugaz, como una intuición o un sentimiento.
—Ven conmigo —le ordené.
Como no se movía, le planté la pistola ante las narices.
Miró el cañón del arma y después mis ojos. La mortecina luz anaranjada me impidió distinguir de qué color eran los suyos. Miró al suelo. Se arrodilló junto a la silla y gateó entre los cadáveres, rebuscando en los bolsillos de los tipos a los que yo había liquidado. Supuse que buscaba dinero o algo que le habían quitado. No me sorprendió, porque confirmaba lo que había intuido sobre su vena pragmática.
Esperaba oír sirenas en cualquier momento. Me acerqué a la ventana y eché un vistazo al exterior, pero la noche parecía tranquila e inmutable. La chica había cogido un bolso grande de la habitación contigua y metió varias cosas en él cuando acabó de revisar los bolsillos. Se incorporó con una mirada fiera y grave.
—Vonda —dijo—. Mi amiga Vonda.
Echó a andar por el pasillo en dirección al dormitorio, pero la agarré por la muñeca. Negué con la cabeza y le dije:
—Mejor que no lo veas.
—Pero…
La tomé del brazo y salimos por la puerta trasera, cruzamos la calle y nos ocultamos entre las sombras, mientras yo aún esperaba oír las sirenas que vendrían de la carretera 90. Tenía el olor a sangre y pólvora metido en la nariz y noté que se me estaba resecando la sangre en las mejillas. Me quité la camisa y me restregué con fuerza la cara y me soné. Nos adentramos en los jardines de las casas y entre las sombras desiguales de los árboles, hasta que desaparecimos de la vista.
Cuando llegamos a la camioneta, metí a la chica a empujones y encendí el motor. La voz de Billy Joe se mezcló con el ruido del motor y el resultado me hizo sonreír. Pensé que si le hubiese contado a Stan lo de mis pulmones probablemente no habría sucedido todo aquello. Seguro que habría optado por dejar que la naturaleza siguiera su curso.
Durante unos instantes me limité a quedarme allí sentado, sonriendo de oreja a oreja. Creo que eso asustó a la chica, porque se encogió y se aplastó contra la ventanilla, con la cabeza gacha, mientras yo quitaba el freno de mano y giraba el volante para dirigirnos hacia la carretera.
Ahora, mirando hacia atrás, creo que si me la llevé conmigo no fue sólo porque me había visto la cara. Porque, en realidad, ¿qué más daba que me la hubiera visto? Me estaba muriendo. Podía afeitarme la barba y cortarme el pelo. Quiero decir, una de mis razones para llevar el pelo largo era que si iban a pillarme siempre podía raparme y afeitarme y mi apariencia cambiaría por completo.
Creo que tal vez durante un segundo, allí, en ese vestíbulo bañado por la tenue luz anaranjada, lleno de humo y sangre, con el estruendo de los disparos todavía retumbándome en los oídos y con la mandíbula tensa de pura adrenalina, algo en el rostro de esa chica, en el miedo y la desolación que contenía, me provocó una sensación parecida a la que me había impactado antes en el apartamento vacío; una sensación que invocaba algo olvidado pero latente, un recuerdo apenas intuido, una ausencia.
En fin, el caso es que la chica también era del este de Texas.
La chica dijo que se llamaba Raquel pero todo el mundo la llamaba Rocky. Estaba básicamente aterrada y hablaba como una cotorra, aunque tras una situación como la que acababa de vivir, mucha gente habría optado por desconectarse. Sospecho que bastante antes incluso de los acontecimientos de esa noche ya había aprendido que uno puede sobrevivir a cualquier cosa.
—Mi apellido es Arceneaux. —Lo pronunció Arson, oh—. ¿Vas a matarme?
—No. Y no me lo preguntes más.
Conduje hasta Metairie, donde estaba mi caravana. Nos quedamos un rato al borde del parque de caravanas, a oscuras, pero la mía parecía que estaba exactamente igual que cuando la había dejado. No se veía ningún vehículo que no reconociese. No había luz en las ventanas. Así que entramos. La hice pasar rápido y mantuve las luces apagadas.
—¿Esto es tu casa?
—Cierra el pico.
Me pregunté cuánto rato llevaría ya Stan esperando que los tipos vestidos de comando se pusieran en contacto con él. Fuera, el mundo estaba casi demasiado quieto: el roble y el arce que rodeaban el parque parecían inmóviles, sus ramas simplemente colgaban sobre aquellos pequeños habitáculos en un aire inmóvil y las luces de las otras caravanas no permitían vislumbrar ningún movimiento. No se veía a nadie en las ventanas, cuyo tenue resplandor iluminaba la parte baja de las ramas y los juguetes de plástico y los neumáticos desparramados por los parterres enfangados. Encendí la luz de la entrada.
Dejé la pistola encima de la tapa de la fosa séptica y me lavé la cara en el lavabo, me restregué los antebrazos con jabón Lava y agua ardiendo, que formaron un remolino rosáceo en el sumidero.
Cogí una camisa limpia y saqué del armario una caja de seguridad pequeña, como las que utilizan los bancos. Contenía algo más de tres mil dólares y un carnet de conducir y un pasaporte falsos que tenía desde hacía años. Era mi plan de jubilación. También cogí una caja de balas del 38 de un estante, una matrícula limpia y un poco más de ropa, y lo metí todo en un viejo petate de una de esas tiendas que venden excedentes del ejército.
La chica se sentó en el único asiento disponible en la sala de estar, una voluminosa butaca reclinable con reposapiés incorporado en la que yo acababa durmiendo la mayoría de las noches. Un ejército de latas vacías de cerveza High Life cubría el suelo alrededor de la butaca; un auténtico ejército, porque había utilizado un cuchillo para cortarlas y extender a ambos lados de cada lata una pequeña tira de latón a modo de brazos y les había dejado las anillas levantadas de manera que pareciesen cabezas. Había hecho ese montaje mientras veía Fort Apache y me dio un poco de vergüenza que ella lo viese. La butaca estaba frente al televisor, el vídeo y la colección de cintas que se amontonaban junto a él.
—Tienes un montón de películas —comentó ella—. Pero ningún mueble.
Repasó con la mirada las latas de cerveza sobre la moqueta.
Meneé la pistola ante ella y le dije:
—Volvamos a la camioneta. Muévete.
—Acabamos de llegar. Todas tus películas son antiguas.
Tenía una colección casi completa de John Wayne en vídeo y me daba pena dejarla. Me había costado unos cuantos años reunirla.
—Aquí no estamos a salvo —le dije—. Muévete. O tendremos un problema.
En la camioneta utilicé un destornillador para cambiar la matrícula por otra que tenía preparada por si acaso desde hacía años; era del Ford de un dentista de Shreveport.
Sólo teníamos que tomar la I-10 y circular hacia el oeste hasta salir de Luisiana. Podríamos haber ido hacia el este, pero no soy bienvenido en el estado de Misisipi, y en menos de cuatro horas en dirección oeste te plantas en Texas, una opción que me parecía preferible.
Dejé el petate en la parte trasera, abierta, de la camioneta. La caja de seguridad y la carpeta de casa de Sienkiewicz las guardé dentro, detrás del asiento. Nos incorporamos a la interestatal.
—¿Y por qué querían matarte esos hombres? —me preguntó la chica.
—Por una gilipollez. Una mujer. —Golpeé el volante y me di cuenta de lo rabioso que estaba por eso—. Eso es todo lo que vale mi vida.
Ella quería saber más cosas sobre el tema, pero yo no tenía ganas de largar. Le pregunté cómo había acabado dedicándose a lo que se dedicaba. A estas alturas ya había deducido que era una puta y que a ella y a su amiga las habían mandado allí para tener a Sienkiewicz encerrado en casa.
—Todavía tienes un poco de sangre en la cara —me dijo.
Mientras me miraba en el retrovisor, su meñique me tocó la mandíbula.
—Justo aquí —señaló.
Me la limpié con un poco de saliva. Di la vuelta a la cinta del radiocasete y empezó a sonar Loretta Lynn y el punto de la barbilla en que ella me había tocado palpitó con una ligera sensación de calidez. Intenté que siguiera hablando porque así sería más fácil lidiar con ella y yo no quería que se dejase arrastrar por la conmoción de lo ocurrido. O tal vez sólo quisiera escuchar una voz. Apenas empezaba a asimilar todo lo que había ocurrido, así que es perfectamente posible que necesitara que alguien me hablase.
—Continúa —le pedí—. Con lo que me estabas contando.
—¿Qué era?
—Cómo has llegado a esta situación.
—Ah, bueno.
Ya me había contado que era de Orange, Texas, justo en la frontera con Luisiana y no lejos de Port Arthur, donde yo me crié. Afirmaba tener dieciocho años. Se había fugado cinco meses antes, me dijo, siguiendo a un chaval mayor que ella hasta Nueva Orleans.
—Era un completo desastre. Toby. No podía haberme largado con un tío peor. Decía que conocía a un montón de gente en la ciudad que nos daría trabajo. Y hablaba como si realmente tuviese contactos, y tal. Como era marica, creí que decía la verdad. El único trabajo que encontró fue transportar paquetitos de droga para cierta gente por la zona de St. Roch y la parte baja de la calle Nueve. Y entonces se le mete en la cabeza que va a pillar un poco. Cortándola, ya sabes. Montarse un alijo propio. No fue una buena época para mí. Un día no lo veo más. No vuelve a la habitación. No sé si la palmó o simplemente tuvo que pirarse porque la había cagado. El caso es que desapareció.
Se pellizcó el labio y contempló la noche por la ventanilla con la cara temblorosa, a punto de desmoronarse, como una hoja sacudida por un viento huracanado.
—No vino nadie preguntando por él. Para entonces yo ya estaba harta. Y también estaba casi sin blanca. No me había dejado ni un centavo. Y entonces conocí a una chica.
Volvió a hacer una pausa y tembló un poco, un espasmo le recorrió la columna y se tapó la boca.
—¿Qué pasa?
Se le contrajo el rostro y rompió a llorar. Se secó los ojos y recuperó la compostura.
—Conocí a esa chica llamada Vonda. Se alojaba en el mismo hotel. Me dijo que trabajaba por libre. Era, bueno, ya sabes a qué me refiero. Yo no tenía ni idea de nada de todo eso, pero tal como lo contaba Vonda resultaba divertido. Y parecía una cosa más o menos legal, porque incluso salía en el listín telefónico. Elite Escorts, acompañantes de alto standing. Como un oficio más. Y un día me dijo: «Si haces algo bien, nunca lo hagas gratis». ¿Verdad que es gracioso? Casi tiene sentido, ¿no?
Se volvió hacia mí y continuó:
—¿Sabes?, me recuerdas a alguien. A un tío de uno de esos grupos que le gustaban a mi padre. Los Almond Brothers, o como se llamen. Uno que aparecía en la cubierta del disco.
—Uno de los propietarios de Elite Escorts es un tipo llamado Stan Ptitko —le dije—. ¿Lo has visto alguna vez en persona?
—No. Creo que tal vez haya oído ese nombre un par de veces. O sea, llevo muy poco tiempo en esto. ¿Quién es?
—Es el tipo que ha intentado que me liquidaran esta noche.
—Ya.
—Me estabas hablando de tu amiga Vonda.
—Sí… —Se le humedecieron los ojos y el reflejo de las luces del salpicadero quedó flotando en ellos—. Vonda se portó muy bien conmigo. Me presentó a algunas chicas. Eso fue hace muy poco. Yo no podía pagar el alquiler. O sea, estaba casi sin blanca. Pero… pero ella… —Negó con la cabeza, como si rechazase una acusación, y se tapó la boca con las manos.
—¿Esa chica era Vonda? —le pregunté—. La de la casa. La del dormitorio.
Ella asintió con una inclinación de cabeza, y un estremecimiento agitó sus hombros, pequeños y recios.
La dejé un rato en paz.
Cuando se recuperó lo suficiente como para seguir hablando, me contó:
—Nos dijeron que sería un trabajo sencillo. Nosotras dos con ese tipo. En cuanto él empezó a juguetear con Vonda, llegaron de golpe esos tres tíos. Cuando entraron, Vonda se estaba desnudando… yo iba un poco más lenta y ellos… No le dejaron ponerse la ropa. Le dieron una paliza al tipo hasta que les confesó dónde tenía escondido no sé qué. Y entonces simplemente le pegaron un tiro.
»Pero Vonda… o sea, seguía desnuda. Y las dos estábamos cagadas de miedo. Yo nunca había visto una cosa así. Ellos… Hum. Ellos. —Volvió a negar con la cabeza, cerró la mano en un diminuto puño y se golpeó una y otra vez en el muslo. Tenía unas bonitas piernas y no me parecía bien que se las llenara de moratones—. La metieron en el dormitorio. Dijeron… me obligaron a sentarme. Dijeron que iban, que iban… —Tartamudeaba cada vez más—. Dijeron que yo sería el postre. Oh, Dios. Estoy… Oh… —Le rechinaron los dientes y se agarró el estómago como si le hubieran dado un puñetazo—. Colega, me alegro tanto de que te cargases a esos hijoputas…
—Yo también.
Se frotó los ojos con las palmas de las manos. Era esbelta, y cuando se enfadaba tenía la rudeza áspera de la gente del campo, un orgullo mudo y rabioso que me resultaba familiar. Y entonces me percaté de algo.
Llevaba un buen rato sin pensar en mi cáncer. Más aún, me sentía genial. Como si fuese una especie de héroe.
Como si la hubiese salvado.
Y también estaba pensando en la suerte y en lo certeros que habían sido mis disparos. En la suerte de que no me pillaran el estilete y el mecanismo no se disparase cuando me noquearon y me arrastraron al recibidor.
Dejé que Rocky llorase y se clavara las uñas en los muslos con toda la intimidad que permitía la camioneta. Puse una cinta de Roy Orbison.
Según por dónde íbamos pasando, la noche a nuestro alrededor mudaba del negro azabache al rojo y morado, o a un amarillo apagado que se extendía como una gasa frente a la oscuridad, como si uno pudiese ver la oscuridad agazapada bajo la luz, y después volvía al negro azabache, y el olor del aire pasaba del salitre marino a la madera de pino, a amoniaco y a gasolina quemada. Nos rodearon los árboles y las marismas hasta que llegamos a la laguna de Atchafalaya y la cruzamos por su largo puente, suspendido sobre una tiniebla líquida, y yo recordé la densa concentración de hiedra y bosque de mi infancia, aquel verdor frondoso que parecía repleto de sombras, aquella sensación de que la mitad del mundo permanecía oculta entre esas sombras.
Las chimeneas de las refinerías ardían en plena noche y su rastro de humo gris resplandeciente me hizo recordar a Loraine en aquella playa de Galveston, con la cabeza apoyada en mi pecho mientras yo le hablaba de los campos de algodón. Me pregunté qué habría pensado ella de todo esto.
Algunos años antes había pagado a un hombre para que la localizase. Se había casado. Yo todavía guardaba su nuevo nombre y dirección, y de vez en cuando se me pasaba por la cabeza ir a verla. Pero habían transcurrido ya diez años y yo siempre había sido demasiado viejo para ella.
Cerca de Lafayette, Rocky se recompuso y su actitud viró hacia una suerte de agitación que me puso en guardia. Esos súbitos cambios de humor que uno percibe en las mujeres siempre me han parecido teatrales y sospechosos.
—¿Adónde vamos? —me preguntó.
—Podrás apearte cuando hayamos cruzado a Texas. Si quieres, te dejo en Orange. Puedes volver con tu familia.
—No. No pienso volver allí. Para eso mejor me dejas aquí mismo.
—Pues en cualquier otro sitio, si no quieres en Orange. Pero te quedas conmigo hasta que lleguemos a Texas. Esos tipos te buscarán. Querrán saber qué ha pasado. ¿Y sabes qué significa eso?
Por su manera de hundirse en el asiento comprendí que empezaba a entender cómo habían cambiado las cosas.
—Ya.
Los faros de los coches que circulaban en dirección contraria iluminaban de vez en cuando su rostro y sus ojos brillaban trémulos como las turbias aguas pantanosas que teníamos debajo. Se mordisqueó el labio con un gesto que dejaba entrever que tramaba algo.
—Entonces vayamos a algún sitio juntos —propuso.
—¿Por qué?
Se volvió de lado y algo pareció animarse cuando cruzó las piernas en el asiento y la falda se tensó en torno a los esbeltos muslos.
—Oye… acabas de decir que estás huyendo, ¿no? Y yo también huyo… tú mismo acabas de decirlo, ¿no? Venimos del mismo sitio, colega. ¿Por qué no seguimos juntos un poco más y vemos qué tal nos va?
Sentí un calorcillo en el cogote y se me hizo un nudo en la garganta, pero disimulé. Eché un vistazo a sus piernas, su cabello rubio cortado por encima del cuello, con sus mechones de rizos leves, peinado con la raya en medio, el rostro afilado y con aire de pajarillo, con unos ojos enormes cuyo color no lograba determinar. Había vuelto a maquillarse y aún llevaba demasiado rímel, supongo que con la intención de parecer mayor de lo que era, pero las pestañas, de tan apelmazadas, le daban un aire todavía más infantil.
Probablemente fuese la típica pueblerina que se volvía loca si no tenía a un hombre cerca.
—Lo único que digo —insistió, bajando la mirada— es que en estos momentos me sentiría mucho más segura si pudiera seguir un tiempo más a tu lado.
Negué con la cabeza y le respondí:
—Ni hablar. Joder. No. ¿Adónde crees que iríamos?
—No lo sé. —Se encogió de hombros—. ¿A algún sitio por la zona del golfo? ¿A algún lugar con playas? ¿Tal vez a Corpus? ¿O qué me dices de seguir hacia el oeste? ¿Eh? A California. —Sonrió y me inquietó que se lo tomase como unas vacaciones.
—¿Cuánto dinero llevas encima? —le pregunté.
Se puso seria.
—¿Yo? Entre cero y nada.
—Ah —dije.
Irguió la espalda y soltó:
—¿Crees que lo que quiero es tu dinero, paleto? Me las arreglo muy bien solita. Tenía dinero, pero se ha quedado allí. En Nueva Orleans. No me preguntaste si necesitaba pasar un momento por casa. Eres tú quien me ha secuestrado. —Se cruzó de brazos y frunció el ceño, gestos propios de un orgullo atolondrado y rencoroso, fruto de haber recibido muchos palos en la vida—. No necesito tu maldito dinero.
—Entonces no me necesitas, Rocky. Podrías desaparecer mucho más fácilmente si no estuvieses pegada a mí.
—Ya. Desaparecer. —Cambió de posición las piernas y volvió a colocarse de cara al parabrisas—. No sé. La verdad es que no quiero estar sola, ¿vale? En estos momentos… quiero decir, con todo lo que ha pasado… la verdad es que no quiero estar sola. ¿De acuerdo?
Unas luces rojas restallaron en el retrovisor, quebrando la oscuridad como un disparo o un alarido. Una sirena. Ella soltó un grito ahogado.
—No pasa nada —le dije, pero el corazón estaba a punto de reventarme el esternón y apagué la radio, frené y empecé a desviarme hacia el arcén. Ella se colocó el bolso en el regazo y lo agarró con las dos manos.
—No dejes que nos arresten —me dijo, y su voz no sonó tenue y asustada, sino severa e intransigente—. No les dejes, colega.
Sin embargo, cuando ya me metía en el arcén, la pasma pasó a toda velocidad y se alejó, ululando y lanzando destellos, y ésa fue una de las visiones más hermosas que he tenido en mi vida: el brillo intermitente de las luces de aquel coche patrulla, cada vez más pequeñas a medida que se alejaban.
De pronto sólo se oía nuestra respiración. Sus manos soltaron el bolso y rompimos a reír. Su risa estridente e histérica le hacía abrir la boca como si fuera una trampilla. Esperé hasta que las luces de la poli desaparecieron por completo y sólo entonces volví a incorporarme a la carretera con la camioneta.
Avanzamos un rato en silencio.
—No hay ninguna buena razón por la que debamos seguir juntos —le dije. La verdad es que no sabía muy bien por qué volvía a sacar el tema.
Más adelante llegué a entender que estaba pidiéndole que me convenciera, que me diese alguna excusa válida. Como si una parte aún inexistente de mí vislumbrase una oportunidad de nacer.
—Colega, ¿qué me dices de, no sé, la solidaridad? —tanteó—. Ahora somos cómplices.
—Sí, pero de crímenes muy, pero que muy diferentes.
—Lo que tú digas.
Se puso a mirar por la ventanilla y cruzó los brazos. No iba a seguir intentando convencerme, tal vez sólo porque se había dado cuenta de que sería fácil.
—Dime por qué no quieres volver a Orange —le dije.
Alzó la barbilla y respondió:
—Déjalo correr. Tengo mis motivos.
—¿Tu familia sigue viviendo allí?
Entornó los párpados y suspiró.
—Una parte.
—¿Y no puedes quedarte con ellos?
—No tenemos mucha relación, colega. ¿Vale? —Apretó el bolso contra el vientre y se chupó el labio inferior.
—¿Son tus padres?
—Mi padrastro. ¿Qué, colega, piensas seguir escarbando? Venga, ¿qué más te da?
—Tranquila. ¿El único que vive allí es tu padrastro?
El bosque se cernía en torno a la interestatal y ella torció el gesto.
—Mira, colega, si te cuento cosas porque me obligas, nunca podrás saber si miento o no. Imposible. Así que dejémoslo correr, ¿vale? ¿Cómo acabaste tú en Nueva Orleans?
Subí el volumen de la radio y ella se recostó en el asiento, pero la respuesta tomó forma igualmente en mi cerebro. Yo mismo había considerado siempre que mi historia era algo caprichosa.
Había trabajado para Harper Robicheaux en Beaumont desde los diecisiete años. Tras su muerte en 1977, en Breaux Bridge, Luisiana, Sam Gino se quedó con el negocio. Después pusieron a Stan Ptitko a cargo del garito. Entonces desapareció del mapa Sam Gino, pero su gente seguía contando con mis servicios. En la ciudad. Y ésa era la respuesta a cómo llegué a Nueva Orleans.
Lo pensé bien. Era cierto, pero la historia no parecía completa. En realidad, no explicaba nada, ¿verdad?
Yo tenía siete años cuando John Cady regresó de Corea, y no habían pasado ni dos años cuando se cayó desde lo alto de una torre de refrigeración en la refinería y se rompió el cuello; ya iba borracho antes de mediodía. Yo lo llamaba «papá», pero, a medida que me hacía mayor, un montón de detalles fueron dejando claro que no era mi padre: nuestro físico, la fecha de mi concepción. Siempre fue cariñoso conmigo, pese a que no pudimos relacionarnos durante mucho tiempo. Más o menos un año después de que lo enterrásemos, Mary-Anne cayó al vacío desde un puente. Prefería que la llamase Mary-Anne en lugar de mamá, que según ella envejecía diez años a cualquier mujer. Decían que se había tirado, pero yo creo que la gente con la que iba no era de fiar. A continuación, vinieron la casa de acogida, los Beidle y los campos de algodón.
Y ahora me estaba muriendo y todo lo que me había sucedido empezaba a adquirir una vaga relevancia.
Después de tres horas en la carretera empezó a asomar el lago Charles y, más allá de los árboles, aumentó la intensidad de las luces.
Rocky se irguió en el asiento.
—¿Dónde vamos a parar esta noche? ¿Cuánto rato más vamos a continuar?
—Todavía no lo he decidido. Lo principal era escapar de allí. Y por lo visto, lo hemos logrado.
—Yo diría que sí.
—He pensado que quizá tarden un poco en descubrir la carnicería y entender qué ha pasado. Pero cuando lo hagan… entonces, ¿qué? No parece probable que la poli esté sobre nuestra pista. No pueden delatarnos ante la justicia sin joderse ellos. Ese tío, Stan Ptitko… Todo el mundo sabe quién es. No le interesa que se arme barullo.
—Vale.
—O sea, que si no damos la nota y seguimos alejándonos… Sí, es probable que salgamos de ésta.
Rocky asintió.
—Ya, pero… ¿Seguiremos con el coche hasta Nuevo México o Nevada, o qué?
—No lo sé.
Los dos fingíamos no darnos cuenta de que yo ya no me negaba a que se quedara conmigo.
—¿Sabes qué? Apuesto a que nadie te reconocería si te cortaras el pelo y te afeitaras.
—Ya lo sé.
—Me apetece un trago.
—A mí, unos cuantos. Una jarra entera de whisky de malta.
Rocky se volvió hacia mí y plegó las rodillas sobre el asiento.
—Empiezo a tener la sensación de que nunca en mi vida he necesitado tanto un trago como en este momento.
—Bueno, todavía eres joven.
Arqueó las cejas con un gesto travieso y golfo, algo exagerado. Era una máscara muy fina, porque al mismo tiempo se la veía cansada, aturdida y a punto de desfallecer, y parecía que pretendiera conjurar todo eso jugueteando con las cejas.
La cinta se había acabado y los neumáticos zumbaban sobre el asfalto. Estábamos casi a las afueras de la ciudad y acercándonos a Sulphur, donde la larga línea costera plagada de refinerías recordaba a Chicago por la noche. Pensé en un par de sitios que conocía en el lago Charles.
—¿Llevas algún documento para identificarte? —le pregunté.
Ella asintió.
La visión era ligeramente irreal, un poco onírica, cuando la carretera empezaba a descender y los árboles desaparecían para dar paso a las resplandecientes luces amarillas de la avenida principal, Prien Lake Road.
Encontré un sitio en el que había estado unos años antes, llamado John’s Barn. Bastante pequeño, con techo bajo y tres mesas de billar, repleto de mujeres gordas y hombres con malas pulgas que bebían cerveza Miller Lite y tenían ganas de bronca. El lago Charles era uno de los lugares de la costa del golfo donde resultaba más fácil que te pateasen el culo. Y cualquier sitio más al sur era una auténtica pesadilla habitada por escoria blanca.
Rodeamos con la camioneta el aparcamiento de gravilla para aparcarla en la parte trasera, a la sombra de unos árboles. El humo flotaba por encima de los rizos abultados y tiesos de las mujeres como la niebla entre los icebergs. Las banderas nacional y confederada colgaban juntas en la pared del fondo, encima de una foto de Ronnie Reagan y su heroico peinado. En la gramola sonaba Waylon y oí risas y voces amables a su alrededor, así que todo parecía en orden.
Algunas personas se quedaron mirándonos porque Rocky era tan joven que podía ser mi hija. Y tal vez lo fuera. Cómo iban a saberlo. El barman llevaba el cuello de la camisa levantado y se había arrancado las mangas. Miró alternativamente el carnet de Rocky y su cara unas diez veces.
Pedí una botella de Bud y un chupito de Johnnie Walker.
Rocky se puso de puntillas y tamborileó con los dedos en la barra.
—¿Tienes zumo de pomelo?
El tipo asintió. Llevaba un bigote ralo y desmañado; el cabello, aplastado y peinado con raya en medio como el de un contable.
—¿De cuál? —siguió preguntando—. ¿Amarillo o rosa?
El tipo metió la mano en una nevera y sacó una lata pequeña.
—Amarillo.
—Genial —dijo ella—. Hazme un Salty Dog doble, con mucha sal.
Era la clase de pedido que podía generar ojeriza en un sitio como aquél, pero comprobé que Rocky tenía una sonrisa radiante y era capaz de exhibirla con tal fuerza que ningún ceño fruncido se le resistía. Aunque tampoco me gustó demasiado la sonrisa que le devolvió el tipo.
Los que estaban acodados en la barra habían dejado de hablar y nos miraban. Todos bebían Bud o Miller y probablemente se tomaron como una ofensa el tufillo pretencioso que tenía nuestro pedido. Sólo había unas pocas mesas en el centro de la sala y estaban todas ocupadas, así que nos apoyamos en una repisa que recorría la pared del fondo de lado a lado.
Nos acabamos las bebidas en unos cinco minutos.
—Cuatro o cinco más de éstos y es posible que me recupere —comentó ella.
—Dímelo a mí.
Me dio su vaso vacío.
—¿Puedes invitarme? Sólo esta noche.
Asentí. Sin embargo, mientras me dirigía a la barra para pedir la siguiente ronda, los viejos instintos ya me estaban incordiando. La primera y más útil regla en la cárcel es que cargas con tu condena, no con la de los demás.
Todo el mundo me vio pedir las bebidas y el barman no preparó el Salty Dog con la misma actitud animosa. Cuando regresé, había dos chavales apoyados en sus tacos de billar y con una sonrisilla bobalicona junto a Rocky, que les mostraba su sonrisa amable y torcía el tobillo.
Dejé las bebidas en la repisa.
—Ah —dijo—. Gracias. Éstos son Curtis y David.
Ambos eran delgaduchos y huesudos, ambos llevaban gorras de béisbol caladas sobre esos rostros chatos y chupados y esos ojos pequeños y muy juntos que yo siempre he asociado a la endogamia de la gente de los pantanos. Los saludé con una inclinación de cabeza y tomé nota de la amargura que registraban sus caras.
—Trabajan en las refinerías de Sulphur —me explicó Rocky—. Y Curtis monta en rodeos.
—Sí —dijo uno de ellos, ofreciéndome la mano para que se la estrechase—. ¿Qué hacéis vosotros dos por aquí?
Le estreché la mano.
—Encantado de conoceros.
Y les di la espalda.
Deduje por la expresión de Rocky que seguían allí plantados y volví la cabeza para mirarlos por encima del hombro.
—Eh —dijo uno—. ¿Queréis jugar una partida de billar?
—No, gracias. —Me di media vuelta—. Largaos, chicos.
Sacaron pecho y me lanzaron miradas sesgadas como puñales. Se miraron y volvieron a clavar en mí sus ojitos fríos, tercos y negros como los de un pez. He conocido tipos así toda la vida, palurdos de pueblo sumidos en un resentimiento permanente. De niños maltratan animales pequeños y al hacerse mayores azotan a sus hijos con el cinturón y estrellan sus camionetas por conducir borrachos, a los cuarenta descubren a Jesús y empiezan a frecuentar la iglesia y a ir de putas.
—No hay por qué ponerse grosero, señor.
—Oh, por favor, basta —intervino Rocky—. No os preocupéis. Mi tío es legal.
Intercambiaron una rápida mirada y yo, sin quitarles el ojo de encima, noté que la venilla de mi frente palpitaba el doble de rápido. Y entonces renunciaron a sostenerme la mirada. Dedicaron a Rocky una especie de cortés inclinación de cabeza y, a grandes zancadas, volvieron a su partida sin echar la vista atrás.
—Jo, colega —dijo Rocky—. ¿Qué pasa contigo?
Di un sorbo a mi Johnnie Walker.
—No hemos venido aquí a conocer gente. ¿Queda claro?
—Bueno, arrancarles la cabeza a esos dos chicos no habría sido precisamente lo más discreto.
No le respondí, pero tomé nota de lo rápido y fácil que me había resultado invocar la rabia necesaria para, tal vez, dejar lisiados a esos dos chicos.
Eso formaba parte de mí. Siempre había sido así.
A punto de emerger en cualquier momento.
Pero ahora no estaba justificado, dada la situación y siendo la chica quien era. Los chicos nos miraban desde la mesa de billar, cuchicheando. Bebí un trago de cerveza y contemplé el póster de las animadoras de los Saints, colgado de la pared. Rocky me miraba de un modo distinto, más receloso ahora, y la luz de la gramola se derramaba en su cara y le salpicaba los ojos. Me quedé mirándolos.
—¿Qué? —dijo Rocky.
—Tienes los ojos verdes. No estaba seguro.
—Joder, colega. Eres muy raro.
Encendí un cigarrillo.
—¿Por qué los has llamado?
—Bueno, iba a pedirles un cigarrillo. Pero cogeré uno de los tuyos.
Rebuscó en el bolsillo de mi cazadora, sacó el paquete de Camel, cogió uno y devolvió el paquete a su sitio, todo ello con una serie de gestos que parecían muy premeditados e inexpertos.
—No me estás contando la verdad.
Trató de coquetear:
—¿Cómo lo sabes?
—Algunas personas, cuando mienten, parpadean y desvían la mirada hacia la izquierda.
—Anda ya.
—Es cierto.
—Yo no he hecho eso.
—Y tanto que sí.
Se rió y encendió el cigarrillo. Cerró los ojos al dar la primera calada y después dejó que el humo saliese lentamente de su boca. Luego habló con un tono bajo, casi incitante:
—Has dicho que yo necesitaba dinero, ¿no? Quiero decir, en eso estamos de acuerdo.
Una canción gangosa y tristona se abrió paso entre el barullo de voces y la gramola emitió destellos rosas y blancos a través del humo.
—Eso es muy rastrero. No te ofendas. Eres muy joven. Me parece que deberías apuntar un poco más alto en tus ambiciones.
Se pegó a mí y me agarró por la muñeca. Sentí un ligero estremecimiento que me recorrió el brazo y llegó a los hombros.
—No es que me guste, colega. Pero todo mi dinero se ha quedado en la ciudad.
—Hubiera podido colar, pero has sobreactuado. No deberías haberme agarrado la muñeca. Eso es demasiado.
Aunque lo cierto es que yo no había retirado la mano. Entonces ella dio un paso atrás con la boca entreabierta y un ligero temblor en el labio inferior.
Me acabé el Johnnie Walker.
—No pasa nada. Pero no intentes engañarme, nena. Por ese camino no te espera nada bueno.
Se cruzó de brazos, rechinó los dientes y empezó a levantar un pequeño fortín de indignación a su alrededor, pero la detuve antes de que comenzara a hablar.
—Tranquilízate. Para. Corta el rollo de muñequita sexy y las insinuaciones a medias. ¿De acuerdo? Y entonces no te tocaré las narices. —Dejé mi botella en la repisa y sus labios se relajaron para emitir un gruñido encantador, lleno de perplejidad. Repiqueteó en el suelo con el pie. Continué—: Mira. Te estoy ofreciendo algo, y créeme si te digo que es mucho más de lo que la mayoría de la gente consigue de mí. Sólo te digo: sé sincera conmigo. No intentes engañarme y yo iré de cara contigo. Si no puedo fiarme de ti, no vas a venir conmigo.
Hizo caer la ceniza del cigarrillo con un golpe seco, desafiante.
—Entonces, ¿te lo has pensado? ¿Podemos escondernos juntos?
—Tal vez. Sólo durante algún tiempo. Pero sé sincera conmigo.
—¿Sobre qué?
—Sobre quién eres.
—De acuerdo. Tú primero. —Alzó la mandíbula y echó el humo, sosteniendo el cigarrillo lejos de la cara—. ¿Quién eres tú realmente?
Me encogí de hombros.
—Soy lo que llaman un recaudador. —Me acabé la Bud de un largo trago y apagué el cigarrillo—. Además, esta mañana he descubierto que me estoy muriendo de cáncer.
—Creo… Espera. ¿Qué has dicho?
—Esta mañana.
—¿Que tú qué?
Asentí con la cabeza.
—Eres la primera persona a la que se lo cuento —dije, riendo entre dientes.
—Dios, colega. Lo siento mucho. Yo tenía una tía… Espera. ¿En serio? ¿No te estás quedando conmigo?
—Mírame a la cara. —Lo hizo—. Tengo los pulmones llenos de mierda y no voy a tardar mucho en morirme. Me he enterado esta mañana.
—Vaya, colega. Una tía mía tuvo cáncer. La devoró. Parecía un esqueleto.
—No quiero hablar de eso, ni nada. Y no quiero que me lo recuerdes. No llegarás a conocerme lo suficiente para que te importe un carajo.
Encendí otro cigarrillo y ella lo miró con los ojos como platos.
—Eh. ¿No deberías…?
Lancé un aro de humo.
—¿Por qué dejarlo ahora?
—Vaya. A tu salud, colega.
Un borracho con cicatrices de quemaduras en el cuello nos dedicó una miradita lasciva mientras entraba a trompicones en el lavabo.
—¿No tienes…? —me preguntó Rocky—. ¿Tienes novia, familia o alguien? Quiero decir, alguien a quien contárselo.
—No. ¿Qué acabo de decirte sobre lo de recordármelo?
—Perdón. Maldita sea. —Se rió en voz baja para sí misma. Cuando sonrió, le resplandeció la cara y sus ojos se entrecerraron y centellearon.
—¿Qué? —dije.
—Hoy has tenido un mal día, ¿no, colega?
—El peor.
Pensé en la casa de Sienkiewicz, los tipos del recibidor, el cráneo de Angelo… pero sobre todo en lo rápido que me había movido y cómo mis pensamientos y acciones habían fluido como el mercurio. Como si la certidumbre de la muerte hubiera eliminado todo lo superfluo, me hubiera hecho más rápido, más puro, tal como les sucedía a los vaqueros y a los espadachines en las películas que adoraba.
De modo que incluso entonces, en el bar con ella, me sentía en plena transformación, convirtiéndome en algo diferente. Rocky hizo tintinear el hielo que se deshacía en su copa.
—¿Qué quieres hacer? —me preguntó.
Di vueltas a mi botella sobre la repisa y contemplé cómo se deslizaban algunas gotas.
—¿Qué tal si nos emborrachamos?
—Desde luego.
Fui hasta la barra y regresé con bebidas; esta vez ella estaba sola, pero los chavales de la mesa de billar seguían sin quitarle ojo.
Brindamos. Ella dijo:
—¿Y después qué? ¿Qué viene después?
Me encogí de hombros.
—Mañana seguimos haciendo kilómetros.
No era consciente del peligro que sin duda corríamos. Como si fuera invencible y estuviese en plena racha. Notaba mis sentidos tan despiertos y atentos que casi podía detectar cada átomo de humo que se deslizaba por mi piel como si fuera una gravilla fina.
Rocky dio un sorbo a su bebida y las comisuras de los labios se le curvaron hacia arriba, formando un hoyuelo en cada mejilla, y en su sonrisa se asomó el temor a la inercia, a jugárnosla sin ningún plan.
Pero yo no necesitaba un plan, tan sólo mantenerme en movimiento. Como el asesino más puro, ya estaba muerto.
La gente nos observó con especial atención cuando salimos del bar, porque a nadie le gustaba la idea de lo que se suponía que íbamos a hacer a continuación: un hombre como yo y una chica como ella. Yo miraba fijamente a través del parabrisas y la cabeza de Rocky no paraba de oscilar ligeramente sobre sus hombros. Circulé por la interestatal en la que conocía unos cuantos hoteles, pero todos me parecieron demasiado iluminados, así que giré en dirección sudeste, hacia los barrios negros de la ciudad, pagué una habitación de motel que daba a un solar abandonado y a un centro comercial con las ventanas selladas. El sitio se llamaba The Starliter. Pagué en efectivo y la recepcionista, una anciana negra casi calva que esnifaba rapé, no me pidió ningún documento de identidad. Me recordó a Matilda, la cocinera de la casa de acogida que nos preparaba huevos deshidratados con morcilla.
La habitación tenía una única cama doble y el aire acondicionado hacía tintinear el cristal de la ventana. Rocky fue al baño mientras yo me quitaba las botas, guardaba la pistola en una de ellas y las metía debajo de la cama junto con la caja de seguridad. Me quité la cazadora y el cinturón y me acomodé en la única silla de la habitación, con las piernas estiradas y los ojos cerrados encarados hacia el techo, con la esperanza de que el mundo dejara de dar vueltas por un momento.
Oí el chasquido de la puerta del lavabo y entreabrí los ojos. Rocky entró en la habitación en bragas y camiseta sin mangas, con la melena corta mojada y peinada hacia atrás. La bombilla del baño la iluminaba como a una de esas chicas sofisticadas de los pósteres de las revistas. Dejó el resto de su ropa plegada debajo del bolso en una esquina; yo mantuve los ojos entrecerrados para hacerme el dormido. Se acercó a mí y percibí su olor, un aroma almizclado y floral.
Me puso una mano en el hombro.
—¿Roy?
Abrí los ojos. Llevaba unas bragas azul claro, de las que tienen sólo una tira en los lados, y los huesos de la cadera sobresalían visiblemente. Mis ojos quedaban justo a la altura del pequeño montículo abombado en el centro de sus piernas. Sus dedos recorrieron con suavidad mi hombro.
—¿Quieres venir a la cama?
—Aquí estoy bien.
—No pasa nada. Puedes venirte.
Me incorporé y parpadeé para que mis ojos se acostumbraran a la luz. Mirándome desde arriba, su cara zorruna me mostraba los labios húmedos y entreabiertos.
—Otra cosa —dije—. Sobre lo que hemos hablado en el bar. Sobre lo de no engañarme. No te pasees en bragas delante de mí. No quiero que lo hagas.
—¿Por qué no? —preguntó, mientras deslizaba la otra mano muslo arriba y se acariciaba el vientre, completamente liso—. ¿Después de lo que ha pasado hoy? ¿No te gusto?
—Te lo estoy diciendo. Basta.
Se retiró hacia la cama.
—De acuerdo.
Al acostarse alzó el culo, pequeño, redondo y con una hendidura como la de un melocotón; el tipo de culo con el que fantasean todos los hombres blancos que conozco, incluido yo; los triángulos de seda dejaban entrever las partes laterales de sus nalgas, y no había ni un centímetro de su piel que mostrase una arruga o se bambolease. No sé qué me pasaba. Mientras me emborrachaba había pensado en Carmen y en Loraine, preguntándome si ésta se habría divorciado, pero Rocky era más guapa que cualquiera de ellas dos y, como a la mayoría de los hombres, la idea de mantener relaciones sexuales con una chica joven me transmitía cierta sensación de inmortalidad. Pero no quería pensar en eso. Rocky se metió entre las sábanas mientras el aire acondicionado tintineaba y vibraba y el chorro de aire frío me llegaba directo al pecho.
Rocky habló en voz baja, mirando a la pared, sin darse la vuelta:
—Si quieres puedes dormir aquí. Deberías dormir en la cama. No haré nada.
Se había echado la colcha por encima. Me levanté, me senté en la cama y el somier rechinó y el colchón se hundió. Me quedé tumbado boca arriba con las manos cruzadas sobre el estómago. Ella acercó unos milímetros su cuerpo encogido, tensa y de espaldas a mí.
Cerré los ojos y escuché el zumbido del aire acondicionado, y gradualmente su respiración fue haciéndose más profunda y lenta. En la oscuridad empecé a pensar en aquel hombre cuyo apartamento había visitado primero ese día, el de los boletos de apuestas hechos trizas, las botellas vacías y la fotografía de la mujer y el niño. Ahora ya no tendría que preocuparse por toparse conmigo.
Me pregunté qué haría con ese tiempo que había ganado.
Me pregunté si huiría.
Por la mañana, Rocky roncaba ligeramente a mi lado, con las sábanas apartadas a patadas, dejando a la vista sus piernas de vértigo, las bragas, finas ya de tanto uso, pegadas al culo, con una de las tiras deshilachada. Me desperté pensando en Mary-Anne. Mi madre era pelirroja y tenía una cara bonita con los huesos muy marcados, una cara muy vistosa, y cuando no se maquillaba tenía unas ojeras muy pronunciadas; ésta era su única imperfección destacable, pero daba profundidad a su rostro y sus ojos fisgoneaban de un lado a otro como si buscaran fruslerías. Era infiel a John Cady de vez en cuando. Resultaba evidente, pero con el tiempo entendí que a él no debía de importarle demasiado.
A veces mi madre se quedaba en casa y escuchaba discos de Hank Williams sentada a la mesa de la cocina, con una mano en la barbilla. Bebía ponche de ron hasta que su mirada se volvía dispersa y aturdida. Entonces, a veces me pedía que bailase con ella. Yo siempre he sido alto y eso le permitía apoyar la cabeza en mi hombro, el ruidoso ventilador me traía el olor de su sudor y del jabón que utilizaba, y sus brazos se me pegaban al cuello.
Algunas de esas noches me contaba alguna historia. Sus historias eran sobre la época anterior a mi nacimiento, cuando trabajaba en Beaumont para un hombre llamado Harper Robicheaux, propietario de un club nocturno. Le gustaba hablar de él. Era un tío poderoso que se había portado bien con ella, y en sus historias salía cantando para el público en el club, con vestidos largos de lentejuelas y fumando con boquilla de ébano. Al recordarlo, a veces se ponía a cantar, y la verdad es que tenía una voz potente y vibrante que era casi demasiado grave y oscura para una mujer. Cantaba temas de Patsy Cline o de Jean Shepard y su sonrisa cuando acababa la canción era tan forzada que casi me asustaba.
Cuando John Cady se cayó de aquella torre de refrigeración, ella nunca llegó a recuperarse y empezó a salir con gente a la que yo no conocía.
Su cuerpo apareció arrastrado por la corriente en la isla Rabbit, ese pedazo de bosque en medio del lago Prien, allí donde la carretera I-10 se arquea en un puente sobre el agua.
Cuando me desperté, tenía esos recuerdos de Mary-Anne a flor de piel. La luz húmeda y deprimente de la mañana se colaba, grisácea, por la ventana de nuestra habitación en el Starliter. No me sentía en absoluto como la noche anterior. Toda la seguridad, la sensación de tener la fortuna de cara, parecía haberse esfumado.
Había una promesa rota en las frías paredes de la habitación. Las esperanzas pretéritas aullaban como perros fantasma en mi cabeza, convertidas en viejas frustraciones, viejos resentimientos, y me jodió descubrirlas pisándome los talones por la mañana, siguiéndome el rastro a través de los años.
Me levanté para fumar un pitillo y dejé a Rocky acurrucada en la cama. Un pino partido se inclinaba por encima del aparcamiento y marcaba el inicio de un prado cubierto de maleza que descendía hacia una vaguada, repleta de botellas rotas y bolsas de basura reventadas. El sol todavía no había coronado el horizonte y una luz perlada invadía el cielo y disipaba las sombras que proyectaban las paredes desconchadas del motel, revelando las manchas de humedad que recorrían todo el edificio en forma de herradura. Las grietas dibujaban un mapa en el pavimento hasta los bordes, donde el asfalto se fragmentaba en pequeños pedazos.
El clima me pareció un incordio, con ese aire que te envolvía como una lengua gigante, pegajoso, cálido y abrasivo como una pavesa. Pensé en Stan y en Carmen, y me pregunté si ella había sabido de antemano lo que él pretendía hacerme.
Aplasté el cigarrillo y volví a la habitación.
Detrás de la puerta del baño sonaba el siseo de la ducha y la cama vacía era una maraña de sábanas. Me senté en una esquina del colchón y apreté los puños para detener los temblores matutinos.
Rocky salió del baño envuelta en una toalla blanca que le cubría desde el pecho hasta los muslos; el cabello echado hacia atrás resaltaba su cara como si estuviese iluminada por un foco.
—Eh —dijo—. Voy a vestirme. Pero he de coger la ropa. No pretendo nada.
El tono mojigato de su voz me irritó.
—¿Y qué se supone que quiere decir eso?
—¿El qué?
—¿Insinúas que me pasa algo raro porque no quiero follar contigo?
—No. No…
—Voy a dejarte aquí.
—¿Qué?
—Ya estoy harto de este rollo de muñequita sexy y de tus miradas provocadoras.
—¿Qué te pasa, colega?
Me puse en pie y ella reculó hacia el baño, con su ropa en la mano.
—Basta ya, colega. Me estás mirando como… como mirabas a esos chicos anoche.
—Tendrás que llamar a alguien. Te dejaré unos cuantos pavos.
El miedo se dibujó en su rostro, que con el cabello echado hacia atrás resultaba inocente, irreprochable. Bajé la mirada hacia mis botas, abrí y cerré los dedos.
—Escucha —dijo ella—. He estado pensando. Un montón. Sobre lo que dijiste anoche. Vas a necesitar a alguien, Roy. He visto lo mal que lo pasa la gente con esa enfermedad.
—No me hables de eso.
—De acuerdo. Escucha. Después de lo que dijiste anoche, llegamos aquí y yo me comporto de ese modo. De verdad que lo siento. No sé qué me pasó. Supongo que fue por el alcohol. Por tu manera de hablarme. Pero te agradezco que me hablaras así anoche, Roy.
Me contemplé en el espejo. Tenía las fosas nasales blanquecinas y las arrugas de la frente muy marcadas y pálidas.
—Quería decirte que te lo agradezco de verdad. Todo. Todo lo que hiciste. Podrías haber hecho lo que hubieras querido conmigo, pero me ayudaste. Mientras que yo quería conseguir algo de ti… ni siquiera sé exactamente qué. Y tú me hablaste con bondad. Total, que estaba pensando en eso cuando me duchaba, Roy.
Mientras ella hablaba, se removió en mi interior ese difuso orgullo, la sensación heroica de la noche anterior; Rocky se sentó en la cama y se cubrió el pecho con su ropa.
—También pensaba en ti —dijo—. En lo que te está pasando. No quiero recordártelo. De verdad que no. Pero escúchame. Roy, ya sé que no me necesitas. Lo sé. Pero creo… quiero decir que tal como están las cosas creo que podrías necesitarme. Más adelante. Estoy pensando en que tal vez te venga bien un amigo que te ayude, que te eche una mano cuando lo necesites. —Se puso de cara a la pared y se ciñó mejor la toalla—. Sólo digo que según cómo vaya todo quizá necesites a alguien. Quieres que yo juegue limpio, como ya has dicho… pues lo haré. No te mentiré. Puedo hacerme cargo de mis gastos. Y si alguien quiere hacerme daño, te tendré a ti para ayudarme. Y si tú te pones peor o ya sabes… me tendrás a tu disposición para ayudarte.
Abrí las manos y me agarré las rodillas, sentí que la cara se me destensaba. Éramos una pareja improbable en el espejo de aquel hotel.
—De acuerdo, Rocky. Ya veremos qué tal funciona. Probaremos durante un tiempo. —Bajé la cabeza y respiré hondo—. Y empieza a llamarme John. Es mi nuevo nombre.
En mis documentos nuevos figuraba como John Robicheaux.
—Cuenta conmigo, John. —Se levantó, se dirigió al baño y se detuvo en la puerta—. Y yo contaré contigo.
Lo primero que hice al salir del Starliter fue comprar el Times-Picayune y una caja de donuts en un Kroger’s, y Rocky y yo nos sentamos en el aparcamiento para comérnoslos con un café mientras yo escudriñaba el periódico.
Lo repasé de principio a fin, pero no se mencionaba ningún asesinato en Jefferson Heights y, al pensarlo bien, me di cuenta de que el único ruido habían sido los dos disparos de mi pistola, tal vez amortiguados por las viejas paredes de revoque hasta el punto de confundirse con los ruidos de la ciudad. O tal vez se habían oído, pero nadie les había dado importancia. En cualquier caso, Stan ya debía de haber limpiado el lugar.
—Nunca había visto a nadie ponerse tanto azúcar en el café. Te has echado como media taza —comentó Rocky.
Dejé mi café encima del salpicadero y rebusqué bajo el asiento la carpeta marrón llena de papeles. La sangre que salpicaba las hojas ya se había secado y había adquirido un tono ocre. La abrí encima del periódico. Listas de mercancías embarcadas. Documentos acreditativos de contenedores extraviados. Documentos de pago. Una larga declaración firmada por Sienkiewicz. El nombre de Ptitko en cursiva. Ptitko por todos lados.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Rocky, mientras se atiborraba de pastel de hojaldre.
Cerré la carpeta y volví a guardarla debajo del asiento.
—Todavía no lo sé.
Conduje hasta una sucursal del Hibernia y liquidé mi cuenta bancaria, otros seiscientos dólares que añadir a los tres de los grandes. A Rocky le hizo mucha ilusión sostener los billetes en las manos. Su cabello rubio, una vez seco, había ganado volumen, como si se lo hubiese ahuecado, y le daba un aire casi punki.
Estaba guapa. Y, en cierta medida, resultaba reconfortante. Es curioso lo que llega a calmar una cara bonita.
Íbamos por la I-10 en dirección oeste. Rocky encontró una cinta de Patsy Cline y empezó a cantar en voz baja al ritmo de la canción, y estuve a punto de pedirle que parase por los recuerdos que me traía, pero no lo hice. El paisaje que recorríamos se fragmentaba como una placa de arcilla rota en islas cubiertas de hierba, y el agua turbia y cenagosa se extendía hacia el golfo, que se vislumbraba a lo lejos, por el sur. Como un fuego incandescente, la luz del sol esmaltaba la superficie ondulada del agua y el lodo de los bajíos.
Atravesamos Sulphur y las refinerías de petróleo, un reino de tuberías, cemento y pestilencia. Rocky dejó de cantar y apagó la radio.
—Roy, ¿puedes llevarme hasta Orange? Tal como dijiste.
—¿Qué? ¿Por qué? —Casi se me quebró la voz—. ¿Quieres que te deje allí?
Negó con la cabeza.
—No. Esta mañana hablaba en serio. Cada palabra que he dicho. Es por lo de correr con mis gastos. Puedo conseguir algo de dinero.
—¿En Orange, Texas?
—Sí.
—¿Cómo?
Miró hacia el parabrisas con los ojos entrecerrados y después se volvió para contemplar los cipreses de los pantanos moribundos que íbamos dejando atrás como huesos marrones surgidos del barro.
—No te preocupes por eso. Alguien de allí me debe dinero. Sigamos adelante y paramos un momento en Orange.
—Está claro que quieres ir a Orange.
—De todos modos, estamos en la interestatal diez. Vamos en esa dirección.
—¿A quién vas a ver?
—Hay un tío allí que me debe dinero. Se me ha ocurrido esta mañana.
—¿Y crees que va a dártelo así sin más?
—Me lo dará. No tengo la menor duda.
Su voz había bajado un tono y se quedó con la mirada clavada en el vacío. Reflexioné unos instantes.
—Tienes planeado que yo hable con él, ¿es eso? Se supone que he de conseguírtelo yo. ¿Ahora soy tu matón?
—No.
—¿No?
—Para nada. No necesito que hagas nada, excepto llevarme hasta allí.
Di un par de vueltas al asunto.
—Entonces, de acuerdo.
—¿Lo harías si te lo pidiera? —me preguntó—. Si te hubiera pedido que me lo consiguieras, ¿crees que lo habrías hecho?
Apreté el volante y me enfurruñé.
—Puede que sí.
—Fantástico. Pero no lo necesito. Gracias, de todos modos. —Las formas alargadas de los árboles pelados y retorcidos eran como las ramificaciones del cerebro, y las garzas blancas que descansaban sobre un ciprés caído parecían seguir a la camioneta con el movimiento de sus picos. Rocky rebuscó en el interior de su bolso—. Yo misma hablaré con él.
—¿No es peligroso?
—¿Peligroso? Qué va, para nada.
—¿Realmente quieres jugártela? Tenemos dinero. O sea, no quería decir lo que he dicho antes. No hace falta que consigas el dinero ahora mismo. Cuando lleguemos a nuestro destino, ya se nos ocurrirá algo.
—No. No pasa nada. Es algo que debo hacer. Hice una promesa.
Miró por la ventanilla con una cautela fría y funcional que no había visto hasta entonces en ella.
—¿Quieres contarme de qué demonios estás hablando?
Inclinó la cabeza sobre el hombro.
—Te lo diré si me lo preguntas, porque me he comprometido a hacerlo. Pero la verdad es que preferiría que no me lo preguntases.
Una señal indicaba que Orange estaba a trece kilómetros.
—De acuerdo —acepté—. Supongo.
Ella entrelazó las manos encima del bolso y suspiró. Aquel mundo de hiedra, árboles escuálidos y aguas negruzcas parecía tener algún significado para ella, igual que para mí, y miraba por la ventanilla con ojos rendidos. La gravedad de aquel paisaje tiraba de ambos hacia atrás en el tiempo y nos obligaba a recordar las personas que habíamos sido.
Recorrimos una modesta calle principal con unos cuantos localuchos que servían comida, una gasolinera, una cooperativa financiera. Hierbajos sin cortar.
—La heladería de la cadena Tastee Freez. Solíamos venir aquí.
Pero en realidad no estaba hablando conmigo.
La planicie se extendía hasta el horizonte, bordeada por árboles frondosos e impregnada de olor a fertilizante y a madera húmeda. El aire en estas zonas es tan resplandeciente que de hecho absorbe la luz y te obliga a entrecerrar los ojos incluso cuando miras al suelo.
Doblé un par de esquinas siguiendo las indicaciones de Rocky; los barrios estaban diseminados y apartados de la carretera, las casas se veían destartaladas bajo la sombra de robles y sauces alicaídos. En ese clima todo busca la sombra y por eso una cualidad básica del sur profundo es que aquí todo está semioculto.
Avanzamos hacia el sudoeste y llegamos a unas hondonadas boscosas invadidas por enredaderas, dejando atrás unas caravanas oxidadas. Apareció otra gasolinera con el pavimento resquebrajado allí donde habían arrancado los surtidores, las ventanas del edificio sin cristales, todo colonizado casi por completo por malas hierbas y enredaderas. Pasamos junto al campo de fútbol americano del colegio y al salir del perímetro del pueblo, en un cartel negro clavado junto a la carretera, se leía en letras blancas: EL INFIERNO EXISTE.
En una zona remota, después de dejar atrás incluso los parques de caravanas más recónditos, nos detuvimos a unos diez metros de una cabaña de madera levantada junto a un bosquecillo de arbustos enredados entre sí y hierba que, al fuego lento del sol, se había cocido hasta adquirir el color de la paja. La cabaña tenía más o menos las dimensiones de un refugio de caza muy antiguo y rudimentario. Apoyado en la pared había un calentador de agua corroído y entre la hierba alta asomaba uno de esos sacos de boxeo inflables con forma de payaso, con el plástico cubierto de moho. Por las paredes de la casa subían enredaderas resecas y una de las ventanas estaba tapada con papel de periódico. El chasis de un Chevrolet reposaba sobre unos tarugos, envuelto por hierbajos, como si el campo estuviese devorándolo lentamente, y frente al bosque había un pequeño cobertizo de chapa ligeramente inclinado. No faltaba la consabida puerta mosquitera completamente rasgada. El lugar parecía uno de esos escondrijos donde los moteros fabrican metanfetamina.
Permanecimos sentados en la camioneta con el motor al ralentí. El sol bañaba los campos con su luz blanquecina y a nuestro alrededor no había nada salvo un horizonte resplandeciente. Rocky retorció el bolso entre las manos y se quedó mirando fijamente la cabaña como si pudiese derribarla con los ojos.
—¿Estás segura de esto? —le pregunté—. ¿Por qué no te acompaño? Me limitaré a quedarme ahí plantado. Créeme, suele ser suficiente.
—No. Gracias. No hay ningún peligro para mí ahí dentro. —Pero parecía dirigirse a alguien que estuviera al otro lado de la ventanilla—. Es mejor si voy sola.
—Como prefieras —le dije, pero ella no se movió y nos quedamos un rato más sentados en la camioneta. La hierba estaba tan seca que crujía con la brisa—. Grita si tienes algún problema —añadí—. Y vendré corriendo.
Abrió la puerta y bajó del vehículo.
—Dame unos diez minutos.
—¿Estás segura de que esa persona está en casa?
—Claro que está en casa. No va a ningún sitio. La gente viene a verlo si quiere algo de él.
Cerró la puerta y caminó con cautela por la cuneta con el bolso debajo del brazo y atravesó el descuidado parterre, cubierto por algunos parches de hierba entre los que brillaban latas de aluminio aplastadas. El luminoso prado la hacía parecer muy pequeña y sola, su figura se encogía a medida que se acercaba a la casa. Siguió la hilera de árboles y, en lugar de dirigirse a la puerta delantera, rodeó la cabaña y desapareció de la vista. El trino de algún pájaro y los crujidos provocados por la sequedad rasgaron el silencio.
Saqué la carpeta y volví a abrirla. Supuse que Sienkiewicz debía de pensar que aquellos papeles eran un seguro de vida o algo parecido. Reflexioné sobre las posibilidades de extorsión que me brindaban. Pero lo cierto es que daba igual, porque no había chantaje ni regateo que hacer ante lo que me deparaba el destino.
La casa estaba en calma, ningún ruido ni signo de vida; sus listones de madera estaban descoloridos y erosionados, como el terreno a su alrededor.
Una detonación nítida e inconfundible retumbó en el aire. Un disparo.
Miré a mi alrededor y vi que, a mis espaldas, el camino de tierra que ascendía hacia la colina estaba desierto. Podría tratarse de alguien cazando ardillas o palomas por ahí. En la casa no se movió nada.
Bajé de la camioneta empuñando el Colt, salté por encima de la cuneta y corrí por el parterre, pero las botas me resbalaron en el barro y caí de rodillas. Recogí la pistola y corrí resollando, empapado por el calor. Había recorrido la mitad del terreno que me separaba de la casa cuando Rocky salió por la puerta delantera. Encorvado, intenté recuperar el aliento. Cuando levanté la cabeza, ella estaba más cerca y sentí una punzada de pánico.
Rocky llevaba de la mano hacia la camioneta a una niña pequeña, una niñita rubia.
Di media vuelta y eché a correr hacia la Ford. Ella gritó a mis espaldas:
—¡Roy! ¡Roy, espera!
—¡Espera tú! —bramé, mientras corría y mis botas patinaban sobre la hierba resbaladiza.
Cerré de un portazo la camioneta y el motor se ahogó varias veces antes de encenderse, mientras vigilaba horrorizado el avance de Rocky por el parterre, cargando con un par de mochilas, tirando de la niña y sin dejar de gritarme. Habían llegado a la cuneta cuando apreté el acelerador e hice saltar piedrecillas y polvo al derrapar para incorporarme al camino de tierra.
Di un acelerón y comprobé por el retrovisor que se habían quedado plantadas en el camino y Rocky agitaba una mano en el aire, mientras una montaña de polvo marrón se las tragaba.
Por delante, el camino era de tierra dura y se adentraba en lo más profundo del bosque, en una zona agreste por completo y probablemente pantanosa. Traté de recordar el último signo de civilización que había visto cuando nos dirigimos a la cabaña, cuánto tendrían que caminar.
Empecé a frenar.
Me dije que las abandonaría. Que me desharía de ellas. Pero primero las sacaría de allí y daría algo de dinero a Rocky.
Cuando regresé, estaban de pie a un lado del camino, con las mochilas en el suelo. Rocky tenía las manos en las caderas y estaban ambas cubiertas por una fina capa de polvo color caqui. Rocky torcía el gesto para mostrar su cabreo, pero también para hacerme saber que en todo momento había dado por hecho que yo volvería.
Hizo subir primero a la niña, y sus atrevidos ojos, de un marrón verdoso, me sostuvieron la mirada mucho más tiempo de lo que ningún adulto habría aguantado sin sentirse incómodo. Se colocó en el centro del asiento sin dejar de observarme.
—Esto… —dije.
—¿Y tú quién eres? —me preguntó ella.
—John.
La niña frunció el ceño y dijo:
—No es verdad.
—¡Tiff! No seas maleducada. —Rocky cerró la puerta y se apartó de la frente el cabello, sucio de polvo—. Ésta es Tiffany.
Había dejado las mochilas en el suelo, entre sus pies, y sostenía el bolso con una mano, mientras con la otra abrazaba a Tiffany y la mantenía pegada a ella. Subió el aire acondicionado mientras la niña me evaluaba. La pequeña olía como un perro mojado.
—Nos lo pasaremos bien, Tiffy. Nos vamos de viaje. Tiffanita.
Le hizo cosquillas y la niña soltó una risita, pero sin dejar de observarme. Rocky miraba alternativamente a la pequeña y al parabrisas mientras yo emprendía el camino de vuelta a la interestatal.
—Déjame ver tu bolso, Rocky.
—¿Por qué?
—Pásamelo. O te lo quito.
Sopló para apartarse el flequillo de la frente, levantó el bolso y me lo tiró en el regazo. Pesaba.
Lo abrí y lo primero que apareció fue una pistola. Era de uno de los enmascarados de la casa de Sienkiewicz. Le había quitado el silenciador, que estaba al fondo del bolso, debajo de unos pañuelos y el maquillaje. Por fin se descubría qué era lo que se había llevado después de tanto rebuscar entre los cadáveres de aquellos hombres. La pistola todavía estaba caliente.
Me lo tomé como una traición gigantesca.
—¿Qué coño es esto, Rocky?
—Cuidado con los tacos, colega.
—¿Los…? —Detuve la camioneta en el arcén—. Estás jugando con fuego, nena.
La pequeña nos fulminó a los dos con la mirada. Tenía unos mofletes regordetes y mullidos, impregnados de suciedad ya seca, y temblaban tanto que me vi obligado a modificar el tono. Parecía demasiado flaca y el pelo, de tan rubio, casi se veía blanco. Rocky se limitó a acariciarle la cabeza y se puso a mirar por la ventanilla. Pasó un coche patrulla a nuestro lado.
—Es mi hermana. Viene con nosotros. Puedes dejarnos en algún sitio si no quieres cargar con ella, pero viene conmigo.
El camisón que llevaba la niña era del color de los nubarrones de tormenta y su piel tenía el lustre aterciopelado del vello rubio que la cubría y hacía que, en comparación, la mía pareciese de ladrillos de adobe.
—¿Y qué piensa su padre de esto? —pregunté—. ¿Qué haces con esa pistola? ¿Qué ha sido ese disparo que he oído?
Rocky resopló.
—Él está bien. Sólo quería asustarlo. Para que supiese que era capaz de hacerlo.
Metí la primera y volví a la carretera. El tráfico empezaba a hacerse algo más denso. Como Rocky no añadía nada más, le dije:
—Has disparado a tu padrastro.
—He disparado a la pared. Ha tenido suerte de salir ileso.
—Santo Cristo. ¿No te parece que puede llamar a la poli?
—No va a llamar a la poli. No quiere ver a ningún poli por allí cerca.
—Jesús, qué disparate has hecho.
—Prefiero que digas tacos a que estés todo el rato invocando a Cristo y a Jesús en vano. ¿Por qué estás tan obcecado con Jesucristo para mentarlo tanto?
Al cruzar un paso elevado vimos aparecer otro coche patrulla, que parecía observarnos con el apetito indiferente de un búho.
—¿No crees que deberías habérmelo comentado? ¿Que ibas a hacer esto? ¿No habíamos dicho que íbamos a jugar limpio…?
—Te lo habría dicho si me lo hubieses preguntado.
—Me pediste que no te hiciera preguntas.
—Y te agradezco de verdad que no las hicieses.
—Esto es un secuestro. Se nos van a tirar encima.
Un absurdo tono susurrante me dominaba la voz.
Tiffany nos miraba alternativamente a ambos, pero ya no parecía asustada, ni siquiera enojada por estar allí.
—No es un secuestro —dijo Rocky—. Él no dirá nada a nadie. Estará encantado. Seguirá cobrando los cheques cuando lleguen.
Negué con la cabeza sin dejar de vigilar la carretera y el retrovisor por si aparecía la poli. En el espejo se acumulaban furgonetas, coches, camionetas y, sobre todo, enormes camiones articulados; los adornos cromados relucían y los vidrios tintados parecían observarnos.
—¿Qué crees que vamos a hacer ahora? —dije—. No sé a qué juegas, Rocky. No tiene ningún sentido.
—Bueno, ella y yo vamos a instalarnos en algún sitio durante un tiempo. Conseguiré un trabajo, o lo que sea. A partir de ahora voy a hacerme cargo de ella. Dentro de poco empezará a ir al colegio.
—¿Al colegio? Tú estás… Dios mío.
Se volvió hacia mí mientras acariciaba los cabellos blanquecinos de la niña.
—¿Recuerdas lo que te dije anoche? Sobre Vonda. —Rocky señaló a su hermana con un movimiento de cabeza y añadió—: Ella va a tenerlo mejor.
La pequeña me observó con un gesto tan inequívoco de sospecha que me pareció muy inteligente. A continuación, bostezó y escondió la cara en el costado de Rocky.
—Tú sabes que nosotros… ya me entiendes. Lo que puede suceder si nos encuentra la gente que está buscándonos. Y ahora tú la metes a ella en medio. ¿Has pensado en eso?
Rocky me sostuvo la mirada.
—Vas a tener que creerme si te digo que para ella es mejor venirse conmigo que quedarse donde estaba. ¿Y cómo van a dar con nosotros? Córtate el pelo. Yo me lo teñiré, o lo que sea. Y además ahora somos tres. ¿Quién busca a tres personas?
Se me subieron los huevos cuando un coche patrulla se nos puso detrás. Pero enseguida nos adelantó y dejé que se alejase.
—Te llevaré hasta donde me digas. Pero vosotras dos vais por vuestra cuenta. Esto no es lo que habíamos hablado.
—Podemos hacer exactamente lo que teníamos pensado. Sólo que ahora yo cuidaré de Tiffany.
—Muy fácil lo pintas, teniendo en cuenta cómo has cuidado de ti misma hasta hoy. No sabes de qué estás hablando. Sólo confías y confías en que va a ocurrir. Y cuando no sea así, te llevarás un buen tortazo.
Tiffany estiró un brazo y me rozó los pelos de cepillo de la barba. Miró a Rocky y le dijo:
—¿Es como Papá Noel?
—Sí, cariño. Exacto, Tiffy. Es como Papá Noel.
La niña se volvió hacia mí:
—Tú no eres Papá Noel.
Esto me exasperó más.
—¿Al menos has conseguido algo de dinero?
Rocky frunció el ceño.
—No mucho. Gary llevaba encima unos ochenta dólares y se los he cogido. Ni siquiera quedaba nada que se pudiese vender, en serio.
—¿Quién va a cuidar de tu hermana cuando tú estés supuestamente trabajando?
Se lameteó los dedos y utilizó la saliva para limpiarle un moflete a la pequeña.
—Quizá trabaje en algún sitio donde me permitan llevarla conmigo. Y otras veces estará en el colegio. Maldita sea, colega, hasta el más tonto es capaz de criar a un niño.
Apreté el volante con fuerza.
—Pero no siempre bien.
—¿Sabes? —me dijo—, cuanto más lo pienso, menos entiendo por qué te quejas.
Tuve ganas de gritar, pero caí en la cuenta de que todas mis objeciones estaban relacionadas con el futuro, algo de lo que yo carecía.
—¿Recuerdas lo que dijiste? —me preguntó—. Bueno, colega, pues nosotras dos estamos dándote una oportunidad. Ya sé que ahora no nos necesitas. Pero quizá nos necesites en un futuro.
Tiffany hizo un ruidito y se acurrucó junto a Rocky para echar una cabezada, apoyada en su brazo.
—Voy a dejaros a las dos.
—Pues muy bien —dijo ella.
Guardamos silencio un buen rato, con el viento siseando fuera al ritmo de un esquiador. Un cielo repleto de nubes sellaba el horizonte y me sentí como si fuésemos insectos arrastrándonos por el borde del mundo. Y, en cierto modo, lo éramos.
Seguí conduciendo en dirección oeste, con el sol a nuestra espalda y las chicas adormiladas. Volvió a aparecer esa vieja regla. Cumples el tiempo de tu condena, no el de los demás. Pero ¿qué pasa cuando ese tiempo se acaba?, me pregunté. Miré a la pequeña dormida, con un puño bajo la barbilla.
—¿Por qué has quitado el silenciador? —pregunté.
Rocky se encogió de hombros y siguió con la mirada algo a través de la ventanilla.
—Me pareció que así daba más miedo.
—¿Has estado alguna vez en Galveston? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza.