XIX

Un sol de fuego abrasaba las incipientes «calles» de la recién nacida ciudad de Santo Domingo, haciendo que a la terrible hora de la sagrada siesta, hombres y bestias buscasen refugio en la penumbra de sus viviendas o bajo los floridos «flamboyanes» que lo pintaban todo de rojo y amarillo.

No lejos de la ancha curva del río que se desperezaba a punto ya de unir sus turbias aguas con la cristalina transparencia de un mar de color verde manzana podían distinguirse los cimientos de una iglesia que con el tiempo llegaría a convertirse en Catedral Primada del Nuevo Mundo, y los enormes bloques de piedra que configurarían sus gruesos muros aparecían esparcidos aquí y allá, a semejanza de tantos otros como servían para levantar mansiones, fortalezas y conventos que dejaban clara constancia de que los invasores habían tomado la firme decisión de establecerse definitivamente a aquella orilla del océano.

Nadie conseguiría detener ya el afán de construcción y destrucción de «los hombres vestidos» y salvo por el tórrido y húmedo calor, y por la exuberancia del selvático paisaje circundante se podría creer que la nueva urbe no era en realidad más que la transposición de cualquier otra de las muchas que se habían fundado en el transcurso de los últimos siglos allá en Europa.

La maciza fortificación que habría de defender la bocana del puerto de los navíos enemigos; el palacio del gobernador, la iglesia, los caserones de la nobleza y las chozas de adobe y paja del pueblo llano estaban ya allí, pero todo ello se había edificado sin tener en cuenta las peculiaridades del nuevo asentamiento, puesto que no sería hasta casi un siglo más tarde cuando los recién llegados tomarían conciencia de que tenían que crear una nueva arquitectura más acorde con el entorno colonial.

Habría que pasar mucho tiempo antes de que la lógica se impusiera a las prisas, porque de momento lo que el Virrey buscaba era consolidar su cabeza de puente, a la par que impresionar a los nativos con el poderío de los recién llegados, y ambas cosas se conseguían a costa de levantar pesadas edificaciones en las que el hombre se agobiaba víctima de un húmedo calor desesperante.

Corría el mes de agosto, y durante unas fechas en las que la ciudad parecía transformarse en una inmensa sauna, y a unas horas en las que un sol vertical podía matar a cualquier ser viviente que se expusiera a sus rayos, Ingrid Grass experimentaba con más fuerza que nunca una profunda nostalgia de su país de origen, evocando los días en que su padre la llevaba a dar largos paseos por la nieve.

Había llegado el momento de regresar y lo sabía.

Nada le ofrecía el Nuevo Mundo, más que riquezas que de poco le servían, y superados ya los treinta años había llegado al convencimiento de que su larga espera no tenía razón de ser, y el hombre al que viera por última vez siete años atrás jamás regresaría.

¡Siete años!

Casi la quinta parte de su vida —lo mejor de ella— se habían perdido en una espera inútil y en querer convencerse de que la evidencia no existía. Aquél al que tanto amaba estaba muerto, y aun en el caso de seguir con vida ya no sería sin duda el mismo que tan apasionadamente le poseyera en una laguna de la lejana isla de La Gomera.

No se sentía frustrada sin embargo, ni se arrepentía por haberse mantenido fiel a un bello recuerdo, puesto que siempre tuvo la plena seguridad de que entregarse a otro en ese tiempo, la hubiera hecho más infeliz aún que su absoluta soledad.

Se mostraba orgullosa de haber amado con tanta intensidad durante tanto tiempo, pero como siempre se había considerado una mujer inteligente, pese a que hubiera perdido la cabeza por un hermosísimo pastor canario, se sintió igualmente orgullosa de sí misma por ser capaz de plantearse la necesidad de tomar la difícil decisión de romper definitivamente con el pasado por daño que le hiciera.

No aspiraba a que nadie ocupase el lugar que en su corazón ocupara Cienfuegos, y le repelía la simple idea de que otras manos que no fueran las del isleño la rozaran, pero a falta de un mes para que esos siete años se cumplieran; había llegado el momento de dejar de hacerse estúpidas ilusiones.

Necesitaba imperiosamente recuperar una paz de espíritu que durante todo aquel tiempo le había estado vedada, y abrigaba la absoluta seguridad de que tan sólo la encontraría en su Munich natal, allí donde nadie hablara nunca de exploraciones y conquistas, y donde no sintiera tan próximo el mundo al que su amado había pertenecido.

La vida en la colonia se le estaba volviendo, por otra parte, insoportable, puesto que ni siquiera el hecho de contratar a media docena de hambrientos caballeros que protegieran su hacienda y su honor había servido de gran cosa, dado que las murmuraciones y malquerencias continuaban siendo las mismas si es que no habían aumentado.

Se la tachaba de prostituta, lesbiana, espía portuguesa y vendida a los intereses del exalcalde Roldán y los celos y envidias hacia su persona se extendían de tal forma, que empezaba a temer que cualquier día el inquisidor Obispo decidiera tomar cartas en el asunto:

Alguien había corrido la voz de que su esposo, un noble aragonés emparentado con el Rey Fernando pretendía «ajusticiarla» por los «crímenes» que antaño cometiera, y era cosa sabida que el propio Almirante, que se encontraba de nuevo en la isla se había interesado a menudo por su vida y su pasado.

Incluso el fiel y siempre ecuánime Luis de Torres se mostraba seriamente preocupado por el cariz que estaban tomando los acontecimientos, y su inquietud alcanzó las más altas cotas cuando tuvo conocimiento de que los dominicos pretendían alzar su convento justamente a espaldas de la enorme casa de su amiga.

—Malos vecinos serán por santos hombres que sean —sentenció—. Porque en cuanto descubran que el terreno que han elegido se les quedará pronto pequeño, tratarán de apoderarse del vuestro, dado que al río no existe forma de robarle espacio.

—Ésta ya no es tierra para mí, querido amigo —admitió la alemana con gesto de resignación—. Llegaré a un acuerdo con Don Bartolomé y Miguel Díaz sobre la parte del oro que me corresponde, venderé la casa y volveré a mi país.

—¿Y Haitiké?

—Vendrá conmigo, naturalmente.

—¿En verdad creéis que Baviera es el lugar idóneo para un niño nacido en tierras cálidas y cuyo único sueño es el mar?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Pese a que se muestre siempre tan distante, le quiero como si fuera mi propio hijo, y se ha convertido en mi única familia.

—Por eso mismo debéis tener en cuenta que allí será siempre un pobre mestizo. ¿Qué futuro le espera?

—El que yo sepa darle —Doña Mariana se puso en pie para aproximarse al gran ventanal desde el que se dominaba la casi aceitosa desembocadura del río en la que se reflejaban las erguidas palmeras de la orilla opuesta y los mástiles de un altivo navío que se mecía mansamente bajo el tórrido sol del trópico—. Echará de menos todo esto, lo sé —admitió al fin—. Pero no quiero que crezca escuchando las cosas que se dicen de mí.

—Sabrá que son injustas.

—Para un niño los conceptos de justicia e injusticia, verdad o mentira, suelen ser muy complejos. Si muchos le repiten lo mismo muchas veces acabará creyéndoselo.

—Existe una solución… —señaló el converso con voz pausada—. Casaos conmigo.

—Sabéis que amo a otro hombre.

—Sé que amáis a un recuerdo, no a un hombre…

—Viene a ser lo mismo.

—No para mí —acudió a su lado aunque se mantuvo, como siempre, a prudente distancia, sin rozarla.

—Os respetaría y conviviríamos como amigos hasta el fin de nuestros días si fuera necesario. Haría lo que me pidierais con tal dé no dejar de veros —negó con sincero pesar—. Si os marcháis, mi vida aquí no tendrá ningún sentido.

—La vida aquí no tiene sentido a no ser que se posea una gran ambición… —sonrió con amargura—. O se espere inútilmente a alguien —alargó la mano y la depositó con suma delicadeza sobre la del exintérprete real—. Estoy convencida de que cumpliríais vuestra palabra, pero por lo mucho que os aprecio no deseo someteros a semejante prueba —alzó las manos en señal de impotencia—. La decisión está tomada: reembarcaré hacia Europa.

—Os creía más valiente —protestó él.

—Admitir la derrota no es síntoma de cobardía, sino de madurez. Presenté batalla mientras existían esperanzas de triunfo, pero ya no es así.

El converso Luis de Torres, hombre inteligente y sensible dondequiera que los hubiese, pareció comprender que toda insistencia resultaba inútil, y que aquella admirable mujer que durante años había sabido mantener con increíble entereza su decisión de esperar a un hombre, sostendría ahora con idéntica firmeza la convicción de que había llegado el momento de cambiar su destino.

—Hablaré con el Licenciado Cejudo —señaló al fin como si con ello pretendiera dar por sentada la aceptación de su propia derrota—. Siempre se mostró interesado por vuestra casa, aunque no sea éste el mejor momento para abordarle: está desesperado porque su negro preferido se ha unido a los rebeldes.

—¿Bamako? —se asombró la alemana—. ¿El gigante?

—El mismo. Un buen día le dio tal patada al Licenciado en salva sea la parte, que lo lanzó de cabeza a un pozo, a continuación huyó a la selva, y ahora es uno de los hombres de confianza de Roldán.

—Mal cambio de dueño es ése —sentenció Ingrid Grass, arrugando el entrecejo—. Cejudo es de los que tratan a sus siervos como amigos, mientras Roldán siempre fue de los que tratan a sus amigos como siervos.

—Pues son muchos ya los que se le han unido.

—Volverán, y si no vuelven, se deberá sin duda a que los Colón son aún peores… —chasqueó la lengua como queriendo mostrar su profundo fastidio—. Lo dicho —añadió—. Ha llegado el momento de dejar estas tierras.

Comenzó, pues, a disponerlo todo con el fin de abandonar la isla a largo plazo, consciente de que su mayor preocupación se centraba ahora en el hecho de preparar al pequeño Haitiké —que pronto cumpliría seis años— con vistas a la profunda transformación que habría de sufrir su vida, puesto que al introvertido chicuelo se le diría incapaz de concebir la existencia lejos del mar y de sus barcos.

Siempre había sido un niño obediente y silencioso, tranquilo y aplicado; cariñoso y dulce aun dentro de su natural alejamiento de cuantos le rodeaban, pero todo ello se debía, quizás, a que le permitían pasar largas horas correteando por la hermosa playa que se extendía a todo lo largo del sur de la ciudad, o sentado en una roca que dominaba estratégicamente la desembocadura del río y el paso de los barcos.

En los atardeceres acudía a la esquina de Los Cuatro Vientos, a acurrucarse muy cerca del porche de la taberna y observar desde allí las idas y venidas de los marinos, y cuando alguno de ellos comenzaba a hablar de largos viajes y lejanos mundos, permanecía como hipnotizado, tan absorto, que a menudo el renco Bonifacio tenía que venir a rescatarle de su abstracción entrada ya la noche.

El pacífico cojo se había convertido, con el paso del tiempo, en su mejor amigo; el único ser sobre la faz de la tierra al que solía contarle cuanto sentía, abriéndole su corazón de par en par, y tal vez por ello el gomero comprendía mejor que nadie hasta qué punto sufriría a causa de los tremendos cambios que se avecinaban.

Él mismo se sentía confundido con respecto a los planes de su ama, puesto que no se hacía a la idea de acompañarla a una ciudad de tierra adentro en un país extranjero de cuyo idioma no entendía una sola palabra, y por otra parte tampoco concebía la posibilidad de que amaneciera un sólo día sin saber que iba a disfrutar de la serenidad de su presencia.

El cojo Bonifacio Cabrera era ya un hombre, pero aún continuaba amando a la hermosa alemana no con pasión de hombre sino con la ternura del muchacho que vio un día en ella a la amiga, la hermana y la madre que todo adolescente necesita.

Y Haitiké era como su hijo y su hermano al propio tiempo, y por esa razón mantenía una difícil confrontación consigo mismo a la hora de decidir si se quedaba en la isla, o emprendía el duro camino de lo que constituiría para él un auténtico exilio:

Por ello, el día que corrió el rumor de que cuatro navíos al mando del Capitán Alonso de Ojeda, llevando como piloto mayor a «Maese» Juan de la Cosa, habían fondeado en Jáquimo un puerto natural en el que abundaba el valioso «Palobrasil», el cojo Bonifacio se aferró desesperadamente a la remota esperanza de que el de Cuenca lograría convencer a Ingrid Grass de que regresar a Europa constituiría un error de fatídicas consecuencias.

Por desgracia, Jáquimo se hallaba enclavado en el occidente de «La Española», en pleno corazón del territorio controlado por los rebeldes, lo que a los ojos de todos pareció venir a significar que Ojeda y de la Cosa se ponían de parte de Francisco Roldán en el enfrentamiento que éste mantenía con los Colón.

No era así, en absoluto, ya que el altivo Ojeda se negó de inmediato a aceptar órdenes del traidor exalcalde, quien incluso intentó tenderle una emboscada de la que únicamente consiguió librarse gracias a su portentosa habilidad con la espada, haciéndose fuerte a continuación a bordo de sus naves.

Se dio, por tanto, el curioso caso de que Ojeda se convirtió en dueño del mar, el Virrey del oeste de la isla y los rebeldes del este, sin que Colón aceptase la presencia de su antiguo lugarteniente en Santo Domingo, ya que se sentía ofendido por el hecho de que los Reyes le hubiesen concedido autorización para explorar un Nuevo Mundo que continuaba considerando de su exclusiva propiedad.

Ojeda y «Maese» Juan de la Cosa, por su parte, no tenían el menor interés en mezclarse en luchas como una simple toma de contacto encaminada a regresar a España con argumentos suficientes como para convencer a la Corona de que se les permitiese iniciar sin más dilación la conquista de los territorios que acababan de explorar en Tierra firme.

Pero, para conseguirlo, se hacía imprescindible obtener «Palobrasil» con que cubrir los gastos de una costosísima expedición en la que no habían tenido suerte con el oro.

Pasaba, no obstante, el tiempo sin que los secuaces de Roldán les permitiesen poner pie en tierra para cargar con tranquilidad la ansiada materia prima que tanto estaban necesitando, y se daba el triste caso de que —al igual que ocurriera en su día con el malhadado «Fuerte de la Natividad»— el escaso número de españoles que compartían la isla se encontraban de nuevo divididos, no ya en dos, sino incluso en tres facciones aparentemente irreconciliables.

Ojeda y Juan de La Cosa no podían, por tanto, acudir a Santo Domingo a visitar a su buena amiga Doña Mariana Montenegro, y por su parte ésta no se atrevía tampoco a viajar a Jáquimo, dado que tal acción la enfrentaría al Virrey a la par que se arriesgaba a caer en manos de un Roldán al que consideraba muy capaz de ahorcarla, tal como había prometido.

Así de confusas estaban por tanto las cosas cuando, la víspera de Navidad, y en el momento en que Bonifacio Cabrera acudía como casi siempre a buscar a Haitiké a la puerta de la taberna de «Los Cuatro Vientos», un andaluz ceceante que permanecía sentado en un rincón del porche, se le aproximó con disimulo para musitar en un tono de voz apenas perceptible:

—Dile a tu ama que el Capitán Ojeda la estará esperando en la playa de Barahona con la próxima luna llena.

El renco le observó de arriba abajo con innegable desconfianza:

—¿Quién eres, y por qué he de fiarme de ti?

—Soy un amigo, y el Capitán me ordenó que te enseñara esto… ¿Lo reconoces?

El gomero asintió de inmediato, ya que se trataba del enorme escapulario de la Virgen del que Alonso de Ojeda raramente solía separarse, y que había tenido ocasión de contemplar infinidad de veces cuando, tanto tiempo atrás, el de Cuenca solía acudir a la granja en «Isabela».

—Está bien —admitió—. Allí estaremos.

El andaluz desapareció de inmediato en las tinieblas y Bonifacio Cabrera lanzó un suspiro de esperanza mientras tomaba de la mano al chiquillo y emprendía feliz el camino de regreso a la casa.

Una semana más tarde, última del año de gracia de 1499, final de un siglo y tal vez de toda una época, ya que a partir de aquel momento se iniciaba en verdad la auténtica exploración y conquista de un cuarto continente, Doña Mariana Montenegro aguardaba sentada sobre una roca, no lejos de la actual ciudad de Barahona, a que con la primera claridad, que impartía una inmensa luna llena, un silencioso bajel se aproximara viniendo del oscuro navío que apenas se vislumbraba fondeado mar afuera.

El encuentro con el viejo y querido amigo al que tanto había echado de menos fue emocionante, y durante largos minutos se limitaron a observarse casi como dos enamorados, tratando de descubrir el uno en el otro las huellas que el paso del tiempo había dejado en sus facciones.

—Continuáis siendo la mujer más hermosa a ambas orillas del océano —señaló Ojeda, por último, plenamente convencido de lo que decía—. Y entiendo ahora que el pobre Capitán de Luna no pueda resignarse a vuestra pérdida… ¿Sabíais que me tuvo toda una noche trepado a un taburete?

—¿Cómo es eso? —se sorprendió ella—. Contadme.

El de Cuenca lo hizo con tanta gracia y falta de rencor, que Ingrid no pudo por menos que reír de buena gana, aun a sabiendas de que aquel relato venía a confirmar el temor de que su exesposo jamás cejaría en su venganza.

—¿Volverá? —quiso saber al fin.

—Temo que sí —fue la sincera respuesta—. A partir de aquella noche traté de aproximarme a él, ganar su confianza y hacerle comprender lo cerril de su intransigencia, pero debo admitir que fracasé. Su odio es del todo irracional, y su testarudez tan sólo comparable a la de nuestro buen amigo el Almirante.

—Lo siento —señaló la alemana—. Y sentiré que por tercera vez atraviese el océano inútilmente. Cuando llegue me habré ido.

—¿Ido? —se repitió Ojeda visiblemente alarmado—. ¿Adónde?

—A Europa. Probablemente a Munich.

—¿Por qué?

—Es largo de explicar y no viene a cuento. Perdí la ilusión, y este lugar y esta vida ya no me ofrecen nada que compense quedarse.

—Lamento oírlo.

—Y yo lamento decirlo, pero así es.

El pequeño capitán, famoso por haber vencido en más de cien duelos e incontables batallas, pero que veneraba a la Virgen y demostraba siempre una exquisita sensibilidad impropia de un soldado de sus características, permaneció largo rato pensativo, dio unos pasos aproximándose al borde del agua, y regresó por último para plantarse frente a su amiga y observarla con extraña fijeza.

—Me habéis puesto en una difícil tesitura —dijo—. Os aprecio como a pocos seres en este mundo, y ansío vuestra felicidad casi tanto como la mía, porque me consta que sois una de las criaturas más nobles que existen sobre la tierra. Por ello no sé qué hacer ni decir en un momento como éste.

—No hagáis ni digáis nada —señaló con afecto—. Yo os entiendo porque también os aprecio, pero al fin y al cabo, poco influirían sobre mí vuestras palabras.

—Lo dudo.

—Mi decisión está tomada.

—Lo sé —admitió él—. Por eso me pregunto si tengo algún derecho a cambiar el rumbo de vuestra vida.

—Sólo yo puedo cambiarlo.

—Y yo, Señora. Y yo… —sentenció el de Cuenca con voz ronca. Luego, tras una nueva pausa, y como luchando consigo mismo, consciente de la responsabilidad que estaba echándose encima, añadió—: Sabed, Señora, que durante este último viaje, De La Cosa y yo exploramos las costas de un hermosísimo país al que sus habitantes llaman Coquibacoa; un lugar en el que deseo establecerme para siempre, cristianizando a sus habitantes, y fundando ciudades en las que «indios» y castellanos seamos en verdad iguales, y no como aquí, donde todo se ha corrompido sin remedio.

—Lo haréis —admitió ella con naturalidad—. Os conozco y sé que lo conseguiréis, pero os repito que eso ya nada tiene que ver conmigo.

—Sí que tiene —insistió el otro—. Durante nuestra larga singladura topamos con un gigantesco golfo en cuyas aguas se asienta un precioso pueblo construido sobre pilares, al igual que en Venecia, por lo que lo bauticé con el nombre de «Pequeña Venecia» o «Venezuela» —hizo una última pausa y por fin se lanzó de lleno a lo que al parecer temía mencionar—: Un día llegó una canoa procedente de un poblado vecino y sus tripulantes no se sorprendieron al vernos puesto que hace poco más de un año una mujer negra y un gigante pelirrojo convivieron con ellos para continuar luego hacia las montañas del sur de donde nunca regresaron.

Ingrid Grass, que había escuchado sin pestañear siquiera, inquirió serenamente:

—¿Estáis pretendiendo hacerme creer que Cienfuegos vive?

—Estoy pretendiendo deciros, Señora, que, o mucho me equivoco, o hace un año aún vivía.

La alemana avanzó hasta la orilla del agua, meditó largo rato y, al fin, volviéndose sin prisas, contempló fijamente a su pequeño amigo.

—¡Está bien! —admitió—. Es posible que Cienfuegos viva y viva con una negra, pero yo no estoy dispuesta a esperarle siete años más.

Ojeda pareció sorprenderse:

—Mucho habéis cambiado —señaló.

Doña Mariana Montenegro negó con firmeza:

—No. No he cambiado. Es que esta vez iré a buscarle.

Madrid-Lanzarote, abril 1989

LIBRO CUARTO: MONTENEGRO