XVIII

Llovía mansamente.

El agua, silenciosa, escurría de un cielo tan encapotado que semejaba un paño de cocina que alguien hubiese puesto a secar sobre las copas de los árboles, permitiendo que gotease sin llamar la atención pero empapando a la larga la tierra con mucha más eficacia que la más estruendosa tormenta.

Las gotas se detenían sobre las hojas para resbalar luego pacientemente por sus tallos, alcanzar las finas ramas, pasar por fin a las más gruesas, y de ahí al tronco, y aunque fuesen muchas las que a mitad de camino perdiesen el equilibrio para precipitarse al vacío, podría creerse que la mayor parte constituían un disciplinado ejército que siguiese un itinerario marcado de antemano; itinerario que no tenía más objeto que transformar el ya enfangado suelo de la jungla en un barrizal impracticable.

Había llegado el invierno, y en la intrincada serranía de los «motilones», invierno no era sinónimo tan sólo de tristeza, sino que era por encima de todo lluvia; una lluvia que durante meses se adueñaba del paisaje, sus bestias y sus gentes, desposeyendo de cualquier protagonismo a cualquier otro acontecimiento.

Lejano, alto y furioso, el sol recalentaba la inmensa superficie del mar de los caribes provocando que densas nubes de vapor se alzasen muy despacio para que una suave brisa del nordeste las empujase hasta las laderas de las montañas sobre las que descargaban sin prisas, pero también sin la más mínima pausa, hora tras hora, de día y de noche, tan obsesivamente que las semanas jugaban a transformarse en meses y los meses en años.

Nadie sabía decir a ciencia cierta cuánto tiempo solía durar aquel deprimente invierno, porque sin luna que brillase en los cielos ningún indígena se sentía capaz de contar más allá de los dedos de su mano, ignorando por tanto, la longitud de la húmeda estación a la que sucedería de inmediato el infierno de un calor tórridamente insoportable.

Hacinados bajo miserables chamizos de hojas y ramas que no acostumbraban ser más que destartaladas techumbres sin paredes, «los hombres de ceniza» dejaban de serlo en aquella época del año a causa de un agua que se filtraba por todas las rendijas, limitándose a vegetar dormitando colgados de sus rústicas hamacas a tres cuartas de un fangoso suelo en el que se hundían hasta los tobillos en cuanto trataban de dar un solo paso.

Olía a moho, bestia muerta y excrementos humanos, no se escuchaba más rumor que el de la lluvia, ni se percibía otro movimiento que el producido por el agua, pues hasta los monos y las ardillas parecían haberse contagiado por el abandono que se había apoderado de una alta jungla de la que las aves —todas las aves— habían escapado como arrojadas de sus nidos por las primeras nubes.

Acurrucado en un rincón, tan mustio y aletargado como el mundo, el canario Cienfuegos —hombre de sol, calor y horizontes abiertos— abrigaba la invencible sensación de haber pasado a convertirse en muerto viviente, un ser sin voluntad ni capacidad de reacción, tan abatido por la agobiante atmósfera de dejadez en que se encontraba inmerso, que podría creerse que incluso el ciclo de sus constantes vitales había disminuido hasta el límite que separaba la vida de la muerte.

Dormitar, más que dormir, era cuanto hacía durante interminables horas, aparte de observar el corto horizonte de árboles y helechos, permitiendo que su mente vagara en busca de unos paisajes de luz y color que, recordados en aquellos momentos, resultaban incongruentes.

Su «dueña», Acarigua, era como el mascarón de proa de un viejo navío al que el asalto de los mares del norte hubiesen conferido una pátina que la convertían en inmune a la humedad, y sentada muy recta en el interior de un «matapalo», semejaba un extraño ídolo empotrado en su hornacina, tan inmóvil que en más de una ocasión el canario llegó a la conclusión de que había lanzado —sin ruido— su último suspiro.

Pero seguía con vida, y la elección del interior del «matapalo» como lugar de «residencia» tenía algo de simbólico en sí mismo, puesto que la liana asesina, no era en verdad más que un gigantesco parásito semejante en cierto modo a su inquilina.

La «clusia» comenzaba por ser una delgada cuerda que iba ascendiendo año tras año mientras se enrollaba en torno a un grueso tronco, casi siempre un hermoso «hevea» de más de cincuenta metros de altura, para comenzar luego a engrosar, fortaleciéndose y ahogando a su soporte hasta el punto de concluir por estrangularlo. Luego, el paso del tiempo conseguía que la lluvia y la humedad pudrieran el primitivo árbol, de modo que al fin lo único que quedaba en pie era una especie de altísima «chimenea» que solía mantenerse erguida hasta que el propio «matapalo» —sin nadie ya a quien destruir— se destruía a sí mismo derrumbándose.

Acarigua, «la que todo lo veía, todo lo oía, y todo lo podía», parecía sentirse muy a gusto mirando durante horas hacia lo alto por el interior del angosto refugio que la mantenía a salvo de la lluvia, dedicada a mascar aquel «jarepá» que constituía casi su única fuente de vida, y que había enseñado a su «esclavo» a elegir cuidadosamente de entre las mil hojas semejantes que componían la foresta de la alta jungla.

Al famélico gomero no le había quedado más remedio que incluirlas también en su miserable dieta hecha de raíces, ranas y los escasísimos monos que conseguía sorprender en su letargo, viéndose obligado a admitir que además de una dulce sensación de bienestar y olvido, el «jarepá» le ayudaba a combatir el hambre, el cansancio, y la insoportable depresión en que se encontraba sumido desde tanto tiempo atrás.

Y se diría que las dos docenas de escuálidos «motilones» que acampaban en el cercano claro basaban igualmente sus posibilidades de supervivencia durante el largo período de lluvias en el consumo de aquella pequeña hoja amarga, ya que raro era el día en que los guerreros salían de caza, y tan sólo cuando milagrosamente atrapaban un enfangado «pécari» se decidían a «cocinar», abrasándolo hasta convertirlo en un carbón que devoraban incluida piel y tuétanos.

Cienfuegos los observaba como quien observa a seres de otro mundo.

Y es que más aún que los sanguinarios caribes devoradores de carne humana, que poseían por lo menos rústicas chozas y una cierta organización social, los «hombres de ceniza» constituían en verdad un grupo humano tan inconcebiblemente primitivo, que casi podía situárseles en un escalafón intermedio entre el hombre y el mono.

Conocían el fuego y la palabra, no eran caníbales y utilizaban con habilidad rústicas armas demostrando en ciertos aspectos una diabólica astucia, pero no parecían capaces de construir un habitáculo medianamente decente pese a la dureza climatológica de su territorio, y ni siquiera mostraban interés por asimilar los pequeños adelantos o «refinamientos» de sus vecinos, los «pemeno» y «cuprigueri».

Observándolos, Cienfuegos llegó al convencimiento de que debía tratarse de un pueblo largamente acosado, que en su desesperada huida había concluido por refugiarse en aquella inaccesible serranía, pero que aún conservaba vivo el recuerdo de su terrible éxodo, por lo que había adoptado la costumbre de no levantar ningún tipo de vivienda permanente, convirtiéndose en eternos nómadas dispuestos a escapar a la menor señal de peligro.

Sus puentes, las calaveras y el hedor a muerte que esparcían por los bosques, no debía constituir por tanto un símbolo de poder, sino más bien una muestra de su debilidad, y, su fama de asesinos una histérica reacción al pánico, y la mejor prueba de ello estribaba, quizás, en el hecho de que raramente organizaban expediciones de acoso a otras tribus, puesto que cuando lo hacían era únicamente con el fin de raptar mujeres y escapar a toda prisa sin plantar nunca batalla.

Eran débiles y lo sabían, pero como el isleño sabía a su vez que pocas cosas existen más temibles que la agresividad de los cobardes, vivía en el continuo temor de que, en cualquier momento, alguno de aquellos seres acomplejados e infrahumanos tuviera la malhadada ocurrencia de jugarle una mala pasada.

Por fortuna, la repelente Acarigua parecía tener un claro ascendiente sobre ellos, no tanto quizás a causa de sus supuestos poderes mágicos, sino más bien por el hecho de que debía constituir su único vínculo de unión con el mundo exterior, del cual no tenían más noticias que las que ella quisiera transmitirles.

La vieja momia iba y venía libremente entre las diferentes tribus, clanes y familias haciendo las veces de correo, y la necesidad de que al concluir las lluvias alguien pudiese ayudarle a cumplir una función a la que sus piernas comenzaban a negarse, era en el fondo la auténtica razón por la que permitían a Cienfuegos seguir con vida.

Éste, por su parte, no cesaba de preguntarse si pudrirse en un hediondo fangal, siempre atemorizado y sometido a los caprichos de la despótica anciana, valía la pena, aunque lo cierto era que se había visto ya tantas veces en tan amargas situaciones que una más tampoco le tomaba de sorpresa.

Pasaba la mayor parte del día buscando hojas de jarepá o algo más sólido que llevarse a la boca y en cuanto comenzaba a caer la tarde se acurrucaba como un perro bajo el techo de ramas que se había construido aprovechando el ángulo que formaban las raíces de una ceiba centenaria, para quedarse allí muy quieto, observando cómo el agua iba reblandeciendo la tierra hasta convertirla en un viscoso lodo que resbalaba pendiente abajo formando sucias cataratas que todo lo superaban en su descenso.

Transcurridos, quizás, dos meses, las diminutas cataratas pasaron a convertirse en torrenteras de un fango que se iba abriendo camino entre la espesura, no como un simple arroyuelo que esquivaba o sobrepasaba los obstáculos, sino más bien como una masa que rodeaba los troncos de los más débiles arbustos para presionar sin prisas sobre ellos y concluir por quebrarlos arrastrándolos por fin hasta el fondo del valle.

A unos trescientos metros de la ceiba, y aprovechando la confluencia de dos vertientes, una de tales torrenteras había acabado por transformarse en río; un auténtico río de barro que corría tres o cuatro veces más despacio de lo que pudiera haberlo hecho de tratarse de aguas claras, pero que parecía tener cien veces más fuerza puesto que lo iba triturando todo a su paso como una máquina imparable.

Día a día ganaba en anchura y poderío, y cada vez que el canario se aproximaba le impresionaba su aspecto, puesto que por su forma de moverse y comportarse, y por las enormes burbujas que de tanto en tanto reventaban en su superficie, llevaba al ánimo la idea de que no se trataba de simple lodo en movimiento, sino que más bien alguna extraña especie de bestia informe habitaba en su interior.

A los nativos les aterrorizaba al parecer el modo en que la forma fangosa se iba ensanchando a ojos vista, y Cienfuegos comprobó que en cuanto la primera claridad del día permitía abrirse camino por entre la intrincada foresta, tres o cuatro guerreros abandonaban nerviosamente sus hamacas para deslizarse como fantasmas hasta sus márgenes.

—Si no cesan pronto las lluvias, Tamekán nos devorará —comentó al fin una mañana la esquelética anciana saliendo de su letargo—. Acarigua oye cómo rugen sus tripas, porque cuanto más come, más hambre le entra.

—¿Quién es Tamekán…?

—El demonio sin forma que vence al agua y a la tierra porque es hijo de ambos y vive dentro del barro.

—El barro sólo es barro.

—En un principio sí —admitió la vieja sin cesar por ello de rumiar la verde pasta cuyo jugo le escurría por la comisura de los labios para ir a gotear sobre sus fláccidos pechos de cabra—. En principio el barro tan sólo es agua y tierra que se funden en un larguísimo abrazo. Pero si ese abrazo continúa: si permanecen demasiado tiempo sin separarse, nace Tamekán que crece y crece hasta convertirse en amo y señor de la montaña… —negó con gesto de absoluto pesimismo—. Caerá sobre nuestras cabezas y nos engullirá —lanzó a lo lejos un sonoro salivazo—. Y aquéllos a los que Tamekán devora van directamente al infierno.

—¿Cómo lo sabes?

—Jamás ha devuelto un solo cadáver, y si no existe cadáver al que quemar para que su espíritu ascienda con el humo, ¿cómo se puede alcanzar el paraíso?

—Entiendo… —admitió el gomero—. ¿Es así como esperas entrar en tu paraíso? ¿Haciendo que te quemen? —ante el mudo gesto de asentimiento añadió socarrón—. Pues con la carne que tienes, no creo que des humo ni para alcanzar la copa de ese árbol.

—Más allá de las copas de los árboles, todo es cielo —sentenció la vieja— y tu última misión será quemar a Acarigua con leña húmeda y ramas de «akole» que dejan escapar un humo espeso, para que pueda esconderse en él y penetrar en el paraíso sin ser vista.

—¿Tan segura estás de que no te dejarán entrar de otra manera?

Ella agitó sus manos mostrando las engarfiadas uñas.

—Acarigua ha matado a mucha gente —admitió—. Incluso niños, aun a sabiendas que quien mata a un niño jamás logra salvarse.

—¿Niños? —se sorprendió el isleño.

—Niños deformes… —fue la serena respuesta—. Sus madres no se atrevían a acabar con ellos y tenía que ser Acarigua quien les enterrara las uñas en el cuello… —hizo un significativo gesto a su alrededor—. La vida es dura en el bosque, pero si además tienes que enfrentarte a ella tonto, cojo o manco, se vuelve un infierno. Por eso es mejor que el «curare» te evite sufrimientos —se inclinó e introdujo la mano en el barro casi hasta el codo—. Tamekán está vivo y pronto se precipitará sobre nosotros… Es tiempo de morir.

En parte tenía razón, puesto que aunque pudiera discutirse si era o no tiempo de morir, parecía cierto el hecho de que el mítico demonio había cobrado vida, ya que pasaba a convertirse en el amo absoluto de la alta selva y hasta la lluvia caía ahora de un color castaño claro, confiriendo a un cielo antaño gris plomizo, una tonalidad achocolatada que conseguía que incluso los helechos apareciesen teñidos de marrón.

Cienfuegos comprendió entonces que el auténtico peligro no estribaba en el río de barro, ni aún en los arroyuelos que cada vez con mayor fuerza y frecuencia se precipitaban ladera abajo; el peligro venía de una persistente lluvia que había socavado y reblandecido de tal modo la serranía, que en cualquier momento un gigantesco corrimiento de tierras podía hacer desaparecer por completo gran parte de la montaña.

La mayoría de los arbustos habían sido arrancados o formaban una confusa pasta con el fango, las raíces de los más altos árboles afloraban al aire, y bajo la primera capa de tierra fértil ya lavada surgía ahora una arcilla roja y resbaladiza que impedía dar un paso.

Cayó un inmenso samán.

No lo mató el rayo, ni el viento, ni aun el empuje del todopoderoso Tamekán, sino que de improviso perdió sus puntos de apoyo, no tuvo donde aferrarse y el peso de su ancha copa y sus empapadas hojas le obligaron a precipitarse de bruces sobre el limo.

Resbaló unos metros hasta que un altivo cedro le detuvo, pero éste acusó a su vez el impacto y se inclinó luchando desesperadamente por mantener el equilibrio.

A la noche siguiente se derrumbó también.

Y seguía lloviendo.

Calladamente.

Sin ruidos ni aspavientos, como si su cercana victoria sobre la tierra, los árboles, las bestias y los hombres no le inquietara en lo más mínimo, investida de esa paciencia tan sólo comprensible en quien abriga el pleno convencimiento de que siempre triunfa, no aumentando un ápice su intensidad, pero sin disminuirla, limitándose a estar tan presente como si fuera a estarlo hasta el fin de los siglos.

Tamekán llegó a alcanzar los cien metros de anchura.

Los más viejos colosos de la selva se rendían casi sin ofrecer resistencia permitiendo que los arrastrara agitando al aire sus ramas como desesperados náufragos a punto de perecer, para acabar amontonados en el fondo de un valle que había sido bosque meses antes pero que ahora se había transformado en una gigantesca laguna de detritus.

Ya no se encontraban hojas de «jarepá» puesto que todo arbusto había sido barrido de la faz de la tierra, ni rastro alguno de comida, dado que hasta el último ser viviente capaz de volar, correr, saltar o arrastrarse había huido de una montaña que parecía marcada por el dedo del vengativo dios que había decidido aniquilarla.

—Busca madera y ramas de «akolé» —ordenó una tarde la anciana—. Acarigua quiere irse antes de que Tamekán la devore.

—Escucha vieja loca… —se impacientó el canario—. Ni aún estás muerta, ni en este puto lugar arde ya nada por mucho que se intente.

—Eres mi esclavo y si no obedeces a Acarigua los «motilones» te matarán.

—¿Ésos? —el gomero señaló despectivamente al mísero grupo de atemorizados salvajes que parecían haber ido encogiendo por efecto del agua—. Ésos en lo único que piensan es en que el barro se los va a engullir de un momento a otro. No creo que te hagan ningún caso —concluyó.

—Si no obedeces, Acarigua les dirá que dejará de llover en cuanto te maten. Y lo harán.

—Y si te quemo, me matarán en cuanto te hayas convertido en humo… —replicó convencido el isleño—. ¿Tienes idea de lo que debe doler ser quemada viva con leña húmeda?

Ella se miró largamente las uñas.

—Cuando ya no resista, Acarigua se las clavará en el cuello —respondió quedamente—. Sabe cómo hacerlo para que la muerte llegue al instante y sin dolor.

—¡Maldita vieja! —se lamentó el canario—. ¿Y yo qué?

—Podrás marcharte —replicó quedamente—. Acarigua dirá a sus hijos y sus nietos que con mi muerte los cielos se calmarán a condición de que te dejen libre —escupió una vez más—. Es un buen trato —concluyó.

—¿Tanto miedo le tienes a Tamekán?

La desdentada bruja alzó el dedo indicando con un gesto hacia su izquierda al tiempo que inclinaba ligeramente la cabeza:

—¡Escucha! —pidió—. Escucha cómo ruge y cómo babea devorando cuanto encuentra a su paso… ¿Imaginas lo que debe ser sentirse entre sus tripas sabiendo que jamás volverás a ver los árboles ni el cielo? Si me quemas, Acarigua se quedará para siempre allá arriba, junto a los cóndores, pero si me atrapa, Acarigua sufrirá para siempre allá abajo, en las tinieblas —el tono de su voz se humanizó—. ¡Por favor! —suplicó.

—Déjame pensarlo.

—¡No queda tiempo! —alzó en el cuenco de la mano un puñado de barro que semejaba mantequilla derretida—. No queda tiempo —replicó—. La tierra ya no es tierra, el agua ya no es agua: ¡Todo es Tamekán!

Cienfuegos meditó con aquella paciencia aprendida de los propios indígenas para los que el tiempo jamás parecía tener medida, y llegó a la conclusión de que, en efecto, el temido corrimiento de tierras debía estar a punto de producirse, y quien no abandonara la montaña perecería con ella.

Tal vez los acobardados «motilones», odiados y perseguidos por sus vecinos, no tenían lugar alguno adonde encaminarse y preferían quedarse allí aun a costa de acabar bajo toneladas de fango, pero él, pastor gomero arrojado por los caprichos del destino a tan espantoso lugar, no tenía por qué sufrir su misma suerte, y cualquier punto hacia el que se dirigiera —¡cualquiera!— se le antojaba mil veces mejor que aquella putrefacta serranía.

—¡Está bien! —admitió al fin poniéndose en pie cansinamente—. Te prepararé una hermosa pira funeraria pero habla antes con ellos…

Necesitó casi dos días para reunir suficiente leña y ramas de «akolé», y otros tres para malsecarla sobre un pequeño fuego e irla amontonando en el interior del «matapalo», haciendo que la bruja se sentara sobre ellas o la rodearan de tal forma que llegó un momento en que se la podría considerar auténticamente emparedada sin apenas espacio para moverse.

Un último sentimiento que le impedía ver morir a un ser humano, aunque se tratase de una vida tan carente de sentido cómo la de la semiinválida aborigen, obligó sin embargo al isleño a acuclillarse por última vez frente a ella y tratar de convencerla de que eligiera una forma menos dolorosa de abandonar este mundo.

—Mátate y luego te quemo —suplicó—. De otra forma te llevaré siempre sobre mi conciencia.

Pero la vieja no tenía ni la menor idea de lo que significaba la palabra «conciencia», ni era aquél el momento de explicárselo, ya que lo único que deseaba era acabar cuanto antes teniendo la plena seguridad de que el fuego y el humo envolverían su cuerpo definitivamente.

—Hazlo y vete —fue su respuesta—. Por grande que sea el dolor, será sólo un momento. —Se observó largamente unas uñas que de tan engarfiadas le rozaban las palmas de las manos—. Probablemente el «curare» ya esté viejo y no haga efecto, pero no importa: Acarigua ha de pagar de algún modo…

Quedó en silencio para dirigir una larga mirada a Cienfuegos con la que parecía querer hacerle entender que por su parte daba por concluido su paso por el mundo, y tras permanecer unos instantes absorto y casi incapaz de comprender qué era lo que tenía que hacer exactamente, el infeliz canario consiguió reaccionar, para tomar una brasa de la pequeña hoguera y aplicarla a la hojarasca.

El empeño se convirtió en una ceremonia dantesca macabra y tragicómica, puesto que entre la humedad del ambiente y una leña aún verde, no parecía existir fuerza humana capaz de conseguir que el fuego cobrase intensidad, y el gomero parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía de tanto soplar y resoplar intentando avivar la llama.

Acarigua le observaba con la impasibilidad de un tótem, tan ajena a cuanto estaba ocurriendo en torno suyo que a no ser por el levísimo brillo del fondo de sus ojos, podría llegar a creerse que en realidad estaba muerta.

Cuando casi media hora después un humo negro y denso la envolvió por completo, y tímidas llamas comenzaron a lamer la fláccida y rugosa piel de sus muslos para ascender a lo largo de la esquelética espalda chamuscándole en el acto su único mechón de ralos cabellos, se limitó a cerrar los ojos y quedar muy quieta con las manos cruzadas sobre el pubis.

El impresionado Cienfuegos le dirigió una última mirada de horror y lástima, dio media vuelta y se alejó montaña abajo, resbalando y maldiciendo, tropezando y arañándose, cubierto de fango de los pies a la cabeza, cansado, hambriento, asqueado de la vida e incapaz de preguntarse hacia dónde demonios se dirigía, y para qué.

Estaba una vez más perdido y nadie estuvo nunca tan perdido como él.