XVI

Amaneció con el pie izquierdo inflamado.

Intentó alzarse, pero al instante dejó escapar un rugido de dolor para caer redondo mientras un sudor frío le empapaba por completo.

Se concedió a sí mismo un tiempo prudencial para tranquilizarse y se palpó por fin el punto dolorido para descubrir que un profundo arañazo en el talón se había infectado y la hinchazón interesaba el pie y gran parte de la pantorrilla.

—¡Lo que faltaba! —masculló—. Además de puta, coja.

Pero tenía constancia de que no era cuestión de tomárselo a broma, puesto que una infección incontrolada en plena jungla solía ser infinitamente más peligrosa que un jaguar, una anaconda o los bestiales «motilones», dado que contra todos ellos cabía luchar a condición de tener valor y medios, mientras que contra el desconocido veneno que se le había metido en el cuerpo no existían por lo general grandes defensas.

Le ardía la frente y le asaltó un escalofrío.

Se arrastró unos metros, eligió la liana oportuna, y cortando un largo trozo aguardó con el extremo inferior dentro de la boca a que un agua fresca, burbujeante y casi carbonatada, aplacara una sed que comenzaba a volverse insoportable.

Por último, apartó de un manotazo las hormigas que lo plagaban, se recostó en el tronco de un árbol y cerró los ojos en un decidido esfuerzo por ordenar sus confusas ideas.

Una vez más, como siempre que se encontraba con problemas en el bosque, buscó en su memoria los consejos del diminuto Papepac, convencido de que era el único ser sobre la superficie del planeta capaz de proporcionarle una respuesta.

El arañazo ofrecía un pésimo aspecto, pero rechazó de inmediato la posibilidad de cauterizarlo con una brasa al rojo, pues no parecía ser aquélla una herida limpia en las que el poder del fuego lo soluciona todo, visto que la ponzoña se había ido extendiendo como los tentáculos de un pulpo.

—¡Mierda!

El indígena le había advertido en su momento de que aquél era un contratiempo con el que pronto o tarde acababan por enfrentarse la mayoría de los habitantes de la espesura, ya que nadie era capaz de reconocer a simple vista cuál de las infinitas zarzas que conformaban el monte bajo escondía entre sus espinas la amarillenta savia que provocaba tan dolorosas y pestilentes supuraciones.

Se lo había advertido, en efecto, pero ¿cuál le había indicado que era el remedio?

Se sumió en un profundo sopor sin recordarlo.

Y soñó con Azabache.

La negra le llamaba quedamente, invitándole a reunirse con ella en un lugar en el que los miedos, las fatigas y el hambre daban paso a una dulce sensación de abandono en el que todo se convertía en un flotar sin rumbo, y el isleño le rogó que le mostrara el camino, pues comenzaba a sentirse fatigado de vagar eternamente.

Soñó con Ingrid, que no era ya más que un punto borroso que se perdía en la distancia en compañía de un hombre cuya figura le resultaba familiar, y soñó, por último, con su Excelencia el Almirante Don Cristóbal Colón, que le observaba con su eterno ceño fruncido y su adustez de siempre.

Deliraba, y en su delirio dio gritos que atrajeron la atención de algunos monos que observaban sorprendidos a la gigantesca bestia peluda que resultaba, no obstante, tan increíblemente inofensiva que les permitía que se sentaran sobre sus hombros con intención de despiojarle.

El dolor le obligó a abrir los ojos cuando el sol se encontraba en su cenit, y una especie de milagrosa revelación le permitió recordar al fin cuál era el remedio que su minúsculo amigo le aconsejó en su día que utilizara en tales circunstancias.

Buscó con la vista a su alrededor, se arrastró como buenamente pudo apretando los dientes para no aullar de dolor, y bajo un montón de hojarasca al pie de un álamo centenario descubrió al fin el hongo que con tanta urgencia estaba necesitando. Raspó con sumo cuidado la corteza, aplastó el resto hasta convertirlo en una pasta a la que confirió consistencia con un poco de barro, y aplicó la masa resultante sobre la herida cubriéndola con dos grandes hojas que sujetó con lianas.

Por último, se sumió de nuevo en la inconsciencia.

Fueron tres largos días de angustia, sufrimientos y una modorra irresistible de la que llegó a creer que no lograría recuperarse.

No obstante, la extraña pócima, y sobre todo su portentosa fortaleza obraron el milagro de permitirle salir con bien de la primera auténtica enfermedad de toda su vida, pese a lo cual la lógica convalecencia resultó tan pesada y deprimente, que cuando consiguió al fin reemprender el camino, lo hizo sin tomar precauciones, indiferente al hecho de que los salvajes o una fiera de la espesura remataran la tarea que las fiebres dejaran inconclusa.

Ya no era un luchador infatigable, decidido a sobrevivir a toda costa por amor a una mujer que le esperaba muy lejos, sino tan sólo una especie de ánima en pena que deambulaba por el bosque ajeno a cuanto pudiera tenerle reservado el destino.

La visión de Ingrid alejándose entre la bruma en compañía de un hombre se le había antojado tan auténtica, que decidió que a partir de aquel momento intentaría no volver a pensar más en ella. Había pasado demasiado tiempo, y como bien decía la negra ninguna mujer aguardaba a un hombre tantos años.

Le invadió una profunda laxitud al comprender que no existía ya razón alguna para regresar al que fuera su mundo, y le deprimió más aún que su manifiesta debilidad el hecho de convencerse a sí mismo de que se había convertido en un paria que no contaba ya ni con el recuerdo de una mujer al que aferrarse.

Continuó, por tanto, su interminable travesía de la agreste serranía sin preocuparse poco ni mucho de con quién pudiera tropezarse en su camino, y fue así como, aún cojeante, desembocó una semana más tarde en un amplio claro del bosque en el que descubrió a una especie de arrugadísima momia desdentada que permanecía sentada bajo un árbol tan impasible como un ídolo de piedra que hubiera resistido a la intemperie el paso de los siglos.

Los pechos le colgaban hasta la cintura, no era más que apenas piel y huesos con un ralo mechón de pelo estropajoso bailándole sobre un cráneo grisáceo y mondo, y sus manos, como garras, lucían unas uñas tan duras y afiladas que hubieran conseguido abrirle las tripas a un ser humano a condición de contar con las fuerzas necesarias.

Su sexo destacaba como una especie de cavidad abominable y repelente, y sus ojos —diminutos— refulgían con tales destellos de astucia, que hacía daño mirarlos.

—¡Acércate! —fue lo primero que dijo en cuanto le vio aparecer, utilizando una mezcla de dialecto caribe salpicado de palabras «cuprigueri»—. Llegas con retraso.

—¿Me esperabas?

—Desde la luna nueva.

—¿Acaso eres vidente?

—Acarigua todo lo ve, todo lo oye y todo lo puede.

El canario se acuclilló frente a ella y la observó interesado.

—¿Una hechicera? —inquirió, y ante el silencio que interpretó como muda aceptación, añadió—. ¿«Motilona»?

—Nací entre los «chiriguanas» pero los «motilones» me raptaron y les di muchos hijos hasta que me vendieron a los «pemeno», a los que di muchos hijos más. Luego los «pemeno» me devolvieron a los «chiriguana», que renegaron de mí. —Su voz era ronca, profunda y rencorosa—. Ahora ya no pertenezco a ningún pueblo.

Cienfuegos hizo un significativo gesto con las manos señalando a su alrededor:

—¿«Motilones»? —quiso saber.

La vieja momia asintió apenas:

—«Motilones». Pronto estarás muerto.

—¿Y tú?

—Yo soy Acarigua. Me temen. Voy y vengo.

—Entiendo… Una vieja hechicera suele tener el paso libre. ¿Puedes ayudarme?

—¿Por qué habría de hacerlo? —replicó la horrenda mujeruca con absoluta naturalidad—. No eres ni mi hijo ni mi nieto… ¿A qué tribu perteneces?

—Soy gomero.

La otra le observó de arriba abajo con manifiesto interés, ya que probablemente jamás había visto un hombre de semejante tamaño y fortaleza, acabando por asentir con gesto aprobatorio.

—Grandes los gomeros —señaló—. Y fuertes. ¡Lástima no haberlos conocido antes! ¿Dónde habita tu tribu?

—Más allá del mar.

—¿Con los «cuprigueri»? ¿Con los «caribes»? ¿Con los «picabueyes»? —Ante las sucesivas negativas acabó lanzando un escupitajo de una especie de verde yerba que mascaba continuamente con sus cuatro únicas muelas, lo que confería a su espantosa boca el aspecto de la renegrida entrada de un horno de pan que se moviera sin parar—. ¡No importa! —dijo—. Ninguna tribu es buena. Te obligan a trabajar y darles hijos, y cuando se cansan de ti, te venden… —Hizo un gesto a su alrededor como queriendo señalar el conjunto de la espesura que les circundaba, y añadió—: Acarigua vive ahora en la selva. Las bestias son sus amigas.

—¿No tienes miedo?

—Ningún animal haría nunca daño a Acarigua, la que todo lo puede.

—¡Ya…! ¿Y no pasas hambre?

Sus afiladísimas uñas se introdujeron en una especie de larga calabaza que cargaba a la espalda y mostró un manojo de hojas anchas y cortas aparentemente idénticas a cualquiera de las muchas otras hojas que podían encontrarse entre la maleza.

—Con el «jarepá» Acarigua no pasa hambre, sed, frío, calor, fatigas, ni enfermedades… —Se echó el puñado a la boca y comenzó a rumiar oscilando de un lado a otro la mandíbula inferior como si se tratara de una vieja cabra—. El «jarepá» es el don que envían los dioses a sus elegidos, porque sólo sus elegidos sabemos encontrarlo.

—¡Pamplinas!

—¿Cómo has dicho?

—¡Pamplinas! —repitió el isleño convencido—. Es una palabra del dialecto de mi tribu que significa tonterías. No existe nada capaz de servir para todas esas cosas.

—Existe y aquí está —insistió la anciana segura de sí misma—. Acarigua apenas se alimenta de otra cosa.

—¡Así te luce el pelo! Tienes menos carne que el ojo de una aguja… —Se encogió de hombros—. Bueno: no creo que lo entiendas, pero la verdad es que eres una de las criaturas más estrafalarias con que he tropezado en este mundo, y a fe que ya abundan en exceso. —Se puso en pie decidido a continuar su camino y aventuró un leve gesto de despedida con la mano—. ¡Bien! —añadió—. Ya que no me necesitas, me voy.

—No puedes.

—¿Por qué?

—Porque eres esclavo de Acarigua.

Lo había dicho con tanta naturalidad y sin mover un músculo que Cienfuegos experimentó una especie de desagradable e inquietante presentimiento.

—¿Tu esclavo? —inquirió al fin esforzándose por contener su indignación—. No eres más que una vieja loca a la que podría partir en dos con una mano. Si te tiro un pedo te estrello contra un árbol.

—Es posible, pero a no ser que aceptes convertirte en esclavo de Acarigua, eres hombre muerto.

—¿Ah; sí? ¿Y quién va a matarme: tú con tu magia?

Acarigua, la hechicera que todo lo veía, todo lo oía y todo lo podía, negó con la cabeza al tiempo que lanzaba un nuevo salivazo verdoso que salpicó ligeramente los pies del canario. Luego hizo un leve gesto hacia el bosque:

—«Ellos».

Cienfuegos se volvió y pese a que estaba acostumbrado a la selva, le costó distinguirlos, grises y casi invisibles entre la maleza, tan inmóviles como el más inmóvil de los árboles; sombras de sombras en un universo hecho de sombras.

—¿«Motilones»?

—¿Quién si no? Éste es su territorio.

Se dejó caer de nuevo consciente de que no valía la pena intentar la huida ni tratar de defenderse, y al comprender que aquella repugnante criatura, que era probablemente el ser humano más espantoso que hubiese existido nunca, constituía su única esperanza de conservar una vida que no le servía ya de nada, experimentó una profunda sensación de rebeldía, y a punto estuvo de dar un salto y lanzarse ciegamente hacia la muerte.

Sin embargo, un último residuo de su indestructible instinto de conservación afloró de nuevo, y odiándose a sí mismo por lo que iba a decir, inquirió:

—¿Puedes salvarme?

—Si aceptas ser esclavo de Acarigua, sí.

—¿Qué tendría que hacer?

—Ser esclavo de Acarigua —replicó con absoluta naturalidad.

—¿Y eso en qué consiste?

—En obedecerla en todo —sonrió, mostrando sus verdosas encías—. No te asustes —señaló—. Acarigua está vieja para pensar en más hijos. Sólo tienes que cargarla.

—¿Cargar contigo? —se sorprendió el gomero—. ¿Llevarte a hombros?

—O a la espalda… —sonrió de nuevo—. Las piernas ya apenas sostienen a Acarigua y no quiere quedarse en un mismo sitio para siempre. —Cambió el tono de voz, que se hizo casi humano—. Apenas lo notarías —añadió—. Acarigua pesa muy poco y tú eres muy fuerte.

El isleño hizo un levísimo gesto hacia la espesura:

—¿Y ellos? —quiso saber.

—Temen a Acarigua porque si les echa una maldición morirán entre horribles dolores.

—Eso no es más que superstición.

—Yo lo sé y tú lo sabes —admitió la repelente anciana con naturalidad—. Pero ellos no.

—¡Vieja bruja!

—¿Qué otra cosa se puede ser a mis años y despreciada por todos? —quiso saber—. ¿Aceptas?

—¿Me queda otro remedio?

—Ninguno… —Hizo un gesto con su engarfiada mano indicándole que se aproximara—. ¡Ven! —ordenó—. Súbeme a tu espalda y vámonos antes de que decidan convertirte en «marimba».

—¿En qué?

—En «marimba». Cuelgan el cráneo a la entrada de los puentes, y los huesos los atan entre sí golpeándolos con dos palos. Suena lindo.

—¡La madre que los parió!

—Yo.

—¿Cómo has dicho?

—Que muchos de ellos son hijos de Acarigua…

Se la cargó a la espalda, venciendo la repugnancia que experimentaba al sentir su áspera y rugosa piel de lagarto polvoriento, y echó a andar penosamente en dirección opuesta a aquélla en la que se encontraban los «motilones».

Por fortuna, el diabólico engendro milenario pesaba menos que una simple mochila, pero sentir sus zarpas sobre su cuello, percibir su hedor a mono, y escuchar junto a la oreja el continuo rumiar de su boca de cloaca, le revolvió el estómago, por lo que tuvo que hacer uso de toda su entereza para no lanzarla al aire y echar a correr confiando su salvación en la ayuda de Dios y la velocidad de sus piernas.

Por desgracia, tenía plena conciencia de que sus piernas no estaban en óptimas condiciones, y como por lo visto Dios no había decidido aún embarcarse rumbo a «Las Indias», se limitó a maldecir entre dientes su puerco destino, y abrirse camino como buenamente podía por entre la densa maleza, llevando pegada a la espalda, como una inmensa garrapata, a la asquerosa anciana.

«Los hombres de ceniza» le seguían.

No podía verlos ni oírlos; no podía asegurar en qué lugar concreto se encontraban en cada instante, pero abrigaba la absoluta seguridad de que merodeaban a su alrededor, tan cerca como pudieran estarlo sus propios pensamientos.

—¡Mierda! —masculló.

—¡No hables en gomero…! —le reprendió de inmediato su dueña—. Eres mi esclavo y Acarigua quiere saber lo que dices.

—He dicho «mierda» —repitió en su dialecto—. ¿Acaso les está prohibido lamentarse a los esclavos?

—Acarigua aún no te ha tratado mal.

—Si te atreves te romperé el pescuezo.

Ella agitó las afiladas y renegridas uñas mientras señalaba sibilinamente:

—¿Ves esto? La pasta oscura que hay debajo es «curare», y si te araño estarás muerto antes de dar tres pasos.

—¿«Curare» «auca»?

—Auténtico «curare» «auca» —admitió con aquella risa suya capaz de irritar a un ermitaño—. ¿Cómo crees que Acarigua ha conseguido sobrevivir tanto tiempo? Sus uñas son sus armas…