Lo primero que hizo el Capitán Alonso de Ojeda al desembarcar en Sevilla a finales de 1498, fue visitar a su amigo y protector, el Obispo Juan de Fonseca, «Consejero Real para Asuntos de Indias», solicitando apoyo para su largamente acariciado proyecto de organizar una expedición allende al océano en un intento por demostrar que las teorías tan empecinadamente defendidas por el Almirante eran falsas, y no se encontraban a las puertas de Cipango y el Catay; sino más bien a las puertas de un continente desconocido que la Corona española estaba llamado a bautizar, conquistar y dominar.
Fonseca se mostró en un principio reticente a aceptar semejante hipótesis, no porque confiase ciegamente en Colón, sino porque en cierto modo le asustaba la terrible responsabilidad que significaba para la incipiente nación que acababa de salir de una larguísima guerra de reconquista, enfrentarse a la titánica tarea de fundar un imperio a miles de leguas de la metrópoli.
—Lo que necesitamos —dijo— es una ruta segura que nos permita aproximarnos a Asia, y que el intercambio comercial nos convierta en una potencia económica. Embarcarnos en aventuras bélicas nos retrasaría con respecto al resto de Europa y nos desangraría una vez más. Soñemos con una paz que nos consolide y no con guerras que nos debiliten y arruinen.
—Yo creo por el contrario, Eminencia, que debemos dejar el comercio a genoveses y venecianos, que de eso entienden —replicó con cierta aspereza el de Cuenca—. Lo nuestro, nos guste o no, serán siempre las armas, y además, no soy yo quien hizo grande el mundo, sino el Creador. Si El puso ese continente en nuestro camino, por algo será.
—¿Tan convencido estás de su existencia?
—Tan sólo quien desee permanecer sordo y ciego a lo que se puede ver y oír, continuará negándolo —replicó el pequeño Ojeda con firmeza—. He pasado estos años interrogando a los indígenas de «La Española» y las islas vecinas, y sus respuestas coinciden: al sur se inicia una tierra inmensa y caliente con altísimas montañas y espesas selvas; al oeste no hay salida, y al norte, más allá de Cuba, comienzan las grandes llanuras de las que nadie vuelve. Y jamás oyeron hablar del Gran Kan ni de Cipango.
—A la Reina no va a gustarle la noticia.
—Un vasallo muestra mejor su fidelidad dando una mala noticia que admitiendo una falsa.
—¡Pero el Virrey asegura…!
—¡El Virrey, el Virrey! —se impacientó el conquense—. El Virrey jamás fue un auténtico vasallo, sino tan sólo un mercenario que se vendió al mejor postor. Si en Lisboa le hubiesen concedido lo que pedía, ahora serían los portugueses los que estarían allí, y no nosotros. Lo único que le preocupa es su propio provecho y sus prebendas.
—Eso suena a traición, Alonso.
—¿Traición? —se asombró el otro—. ¿Traición a quién, Eminencia? Jamás juré fidelidad a los Colón; tan sólo a sus Majestades, y a ellos debo rendir cuentas de mis palabras y mis actos. Y sus intereses son los que en este caso defiendo. Continuar ocultando lo que sé, sí sería en justicia auténtica traición.
—¿Quién más te apoya?
—Todo aquél que conoce la región y tiene dos dedos de frente. En especial «Maese» Juan de La Cosa, que como bien sabéis, es un magnífico navegante y excelente cartógrafo.
Se diría que la sola mención del piloto de Santoña que tenía en verdad justa fama de ser uno de los hombres que mejor conocían la «Mar Océana» y las tierras que la circundaban impresionaba al Obispo Fonseca, que como «Consejero Real» tenía la obligación de saber quién era cada quién en aquella compleja y ambiciosa aventura marinera a la que una nación forjada por recios caballeros castellanos y aragoneses poco amigos del agua parecía dispuesta a precipitarse.
—Tú eres de Cuenca —musitó al fin, al tiempo que hurgaba bajo la manga a la búsqueda de una pulga escurridiza—. Y poca confianza me merecen tus juicios sobre islas y mares —carraspeó una y otra vez, pues parecía tener siempre reseca la garganta—. Pero las opiniones de «Maese» Juan de La Cosa me interesan. ¿Por qué no vino él mismo a exponérmelas?
—Porque Colón le hizo firmar, amenazándole con una terrible multa y cortarle la lengua, que las costas de Cuba eran las de Cipango, pero en cuanto se divisó a proa el cabo norte, lo que hubiera dejado claramente establecido que se trataba de una isla y no del continente asiático, mandó virar en redondo. ¿Creéis en verdad que ésa es una forma lógica de comportarse para un Virrey en quien sus monarcas han depositado toda su confianza?
—Puede que tenga sus razones.
—No existe razón alguna que justifique su actitud y sus mentiras, y yo os aseguro que más de la mitad de cuanto dice suele ser falso.
—¡Alonso…!
—¡Monseñor…! —El diminuto capitán clavó la rodilla en tierra y extendió la mano apoderándose del gran crucifijo que su protector hacía descansar en esos momentos sobre su regazo—. Vos me bautizasteis —dijo—. Y me inculcasteis la profunda devoción que siento por la Virgen, lo que me ha dado fuerzas para enfrentarme a mil peligros… ¿Imagináis que podría mentiros en algo de tanta importancia? —Se puso de nuevo en pie casi de un salto y paseó impaciente por la amplia estancia, austera y fría, del palacio arzobispal—. Portugueses, franceses, holandeses, turcos y venecianos parecen buitres al acecho, decididos a lanzarse sobre ese Nuevo Mundo en cuanto nos descuidemos, pero hemos dejado la única llave que abre esa puerta en manos de un extranjero que ha demostrado estar dispuesto a venderse al mejor postor. Los Reyes no quieren comprender lo que ocurre, pero vos sois su mejor consejero: ¡Acónsejadles!
—¿Dónde está «Maese» Juan de La Cosa?
—En el Puerto de Santa María.
El arcediano Fonseca, acostumbrado a juzgar a los hombres desde antes de haber tomado los hábitos, concluyó por hacer un leve gesto de asentimiento y señalar:
—Id por él.
Alonso de Ojeda, no se hizo repetir la orden, por lo que esa misma tarde alquiló el más veloz de los caballos andaluces para emprender casi al galope el sinuoso camino que, Guadalquivir abajo, habría de conducirle en poco menos de una jornada de viaje al tranquilo retiro de su buen amigo el piloto de Santoña en el Puerto de Santa María.
«Maese» Juan de La Cosa le recibió con los brazos abiertos, pues no en vano habían pasado inolvidables momentos juntos allá en «La Española», pero se mostró especialmente cauto cuando tuvo conocimiento de la auténtica razón de la visita.
—Le juré al Almirante no volver a tratar jamás dicha cuestión —señaló—. Él es el Virrey y si se empeña en que Cuba es China allá él.
—Pero jurasteis bajo coacción, ¿no es cierto?
—Aunque así fuera, firmé que lo aceptaba. ¿Cómo podría desdecirme ahora de lo que dejé por escrito?
—Recurriendo a vuestra conciencia de buen castellano, buen navegante y buen vasallo. ¿Os dais cuenta de lo que está en juego debido a la tozudez de un solo hombre?
—Me doy cuenta, y por eso mismo he decidido mantenerme al margen en esta malhadada empresa. —Llenó hasta los bordes dos vasos de un suave vino blanco del que solía ser generoso consumidor cuando se encontraba en tierra firme, y añadió con evidente amargura—: Lo que nació como una hermosa aventura a la que todos queríamos colaborar por el bien de Castilla, ha acabado por convertirse en un turbio negocio del que tan sólo unos cuantos mercachifles obtienen provecho, y eso es algo que ya no me interesa. El mejor barco que jamás tuve, la Marigalante, se quedó para siempre en aquellas costas, y tan sólo con la muerte de mi hijo sufrí tanto como cuando vi cómo lo desguazaban para convertirlo en aquel nefasto «Fuerte de La Natividad». —Bebió largamente y tras limpiarse con el dorso de la mano negó una y otra vez mientras su voz aumentaba más aún su tono pesimista—. No me gustaría volver a involucrarme en algo que repugna mi conciencia. Yo soy piloto, no un intrigante cortesano.
—Tampoco yo he sido nunca un intrigante cortesano —le recordó el de Cuenca—. Pero se me antoja que dejar el futuro de aquellas tierras y aquellas gentes en manos de quienes sí lo son, es casi un delito de lesa traición.
—Ya estoy viejo para luchar.
—La verdad no tiene edad, y lo único que se os pide es que la contéis.
—¿Y a quién le interesa?
—A todos. —Ojeda extendió la mano y la colocó con afecto sobre el antebrazo de su amigo impidiéndole que bebiera de nuevo—. No conseguiréis ahogar vuestra conciencia en ese vaso. No es lo bastante grande. Tan sólo os pido que me acompañéis a Sevilla y habléis con el Obispo. Contadle lo que visteis y no visteis durante vuestros viajes. Con eso basta.
—¿Os parece poco? Me jacto de ser el hombre que más tiempo ha pasado junto al Almirante sobre un puente de mando, y creo saber mejor que nadie lo que pasa por su cabeza en cada instante. Soy, también, quien permaneció a su lado cuando se hundió en aquella especie de larguísimo sueño del que creímos que jamás despertaría. Deliró durante horas, y no os miento al aseguraros que a la larga llegué a encontrarle un sentido a sus desvaríos. Conozco su alma y sus secretos, pero no sería honrado por mi parte hacer uso de lo que averigüé de un hombre que se hallaba a las puertas de la muerte.
—¿Ni por el bien de Castilla?
—Castilla puede sobrevivir sin tales secretos, pero yo no creo que pudiera hacerlo sin sentirme en paz con mi conciencia.
—No habléis entonces de los secretos de Colón. Haced referencia únicamente a lo que pudisteis descubrir por vos mismo como el mejor de los marinos norteños.
—¿Sólo norteños? —inquirió el otro cómicamente ofendido—. ¿Acaso consideráis que alguno de estos andaluces parlanchines o un mallorquín del demonio me supera?
—Nadie os supera ni aun en cabezonería —fue la respuesta—. ¿Nos vamos?
«Maese» Juan de La Cosa indicó con un leve ademán de cabeza a la enlutada mujer, que tendía ropa al fondo del patio, entre dos altos árboles:
—Al volver de mi último viaje le prometí que envejeceríamos juntos y que descansaríamos para siempre en la misma tumba. Ha pasado sola la mayor parte de su vida, mientras yo vagaba por esos mares de Dios sin saber jamás si volvería. No sería justo abandonarla nuevamente.
—Sevilla está tan sólo a unas horas a caballo.
—Sabéis bien que Sevilla tan sólo sería la primera etapa de un nuevo y largo viaje.
—Nadie os pide tal cosa.
El de Santoña sonrió para sí mismo con una especie de profunda nostalgia.
—Nadie, en efecto. —Se volvió a mirarle de una forma extraña, casi enigmática—. Nunca me gustó montar a caballo —dijo—. Buscadme un carromato…
Apenas penetraron en su recámara, el Obispo Fonseca rogó a su protegido que se fuera a pasear por la orilla del río mientras él mantenía una larga charla con el piloto santanderino, y aunque ninguno de los dos le contó nunca al de Cuenca lo tratado en semejante entrevista, lo cierto fue que el anciano eclesiástico les indicó que se pusieran en contacto con el banquero Juanoto Berardi, al que sabía interesado en organizar una expedición a «Las Indias» en cuanto iniciara su andadura la pragmática publicada en 1495 por los Reyes concediendo libertad de navegación a los marinos españoles.
Pero cuando, a media tarde del siguiente día, Alonso de Ojeda y Juan de La Cosa llamaron a la puerta de un viejo caserón del típico barrio de Triana, no podían ni siquiera imaginar que la casual elección de la hora habría de tener tan importantes consecuencias, y habría de dar pie a una de las mayores injusticias de la historia de la Humanidad.
Les franqueó la entrada un individuo flaco, de nariz aguileña y cómico acento en el que se entremezclaban palabras italianas y francesas con un andaluz de baja estofa, y que se mostró impresionado ante la identidad de los caballeros que se presentaban a sí mismos.
—¿Alonso de Ojeda y Juan de La Cosa? —repitió incrédulo—. ¿Los auténticos?
Se miraron perplejos.
—Supongo que sí —replicó humorísticamente el primero—. Y no creo que nadie se molestara en tratar de falsificar productos de tan escasa aceptación.
El desconocido, que despedía un penetrante y personalísimo olor a jazmín, mezclado con sudor y viejos guisos, les invitó ceremoniosamente a pasar, indicando que «Su Excelencia il Signore Juanoto Berardi» no se encontraba en casa, pero que a él personalmente le produciría un gran placer que se acomodasen en el amplio y florido patio con el fin de esperarle compartiendo una jarra de buen vino o una fresca limonada.
—Vino, desde luego —fue la rápida respuesta del de Santoña—. ¿Tardará mucho «Il Signore Berardi»?
—Eso depende de que Carmela la Bronca tenga o no clientes —sonrió el otro con picardía—. Si la encuentra libre, mi patrón suele ser anormalmente rápido, pero en el caso de que el lugar esté ocupado la cosa cambia.
Desapareció unos instantes en el interior de la enorme vivienda, para regresar con un barrilete y tres jarras que llenó con exquisita delicadeza al tiempo que señalaba con manifiesto entusiasmo:
—Mentiría si dijera que en este caso particular ruego para que la Carmela esté haciendo un buen negocio y se retrase, pues jamás hubiera podido soñar con la oportunidad de disfrutar de un rato de charla con tan ilustres navegantes… —Sonrió amistosamente—. ¿Os sorprendería si os dijera que la auténtica pasión de mi vida son los viajes y la cartografía? Aquí donde me veis, de humilde amanuense de banca, en el fondo de mi corazón habita un cosmógrafo. Mi sueño sería emular vuestras hazañas.
—Soñáis en exceso, pero a fe que jamás existió sueño más fácil de realizar —señaló «Maese» Juan no sin cierta ironía—. El puerto rebosa de naves que parten hacia los cuatro puntos cardinales y todas precisan gente animosa y dispuesta a ver mundo.
—Pero ninguna acepta cartógrafos que se marean, ni geógrafos de libro. Buscan rudos marineros que tiren de un cabo, no pensadores.
—Razón deben tener, puesto que la auténtica geografía tan sólo se aprende sobre la cubierta de un navío.
—Perdonad si os contradigo —respondió con marcada amabilidad el hombre que hedía a sudor y jazmín—. Pero en ciertos casos, alguien que estudia las cosas sin el apasionamiento de quien las vive, puede llegar a conclusiones que se aproximan con mayor exactitud a la realidad. —Bebió de su jarra con cortísimos sorbos y añadió—: Tomad, por ejemplo, al Almirante; no cabe duda de que ha visto mucho, pero en mi humilde opinión no siempre demuestra haber sabido verlo.
—¿A qué os referís? —intervino Ojeda, interesado.
—A su actitud intransigente. Afirma haber alcanzado las costas de Cipango, cuando según todos los cálculos aún no debe haber recorrido ni la mitad del camino.
—¿Quién lo afirma?
—Cuantos se detienen a reflexionar sobre los hechos. Por eso me interesa tanto vuestra opinión: ¿Estáis convencidos de haber llegado a los dominios del Gran Kan?
Era la eterna pregunta, pero en este caso el amanuense de Juanoto Berardi sabía plantear —ésa y otras muchas cuestiones— con habilidad y diplomacia, exponiendo al propio tiempo puntos de vista que sin ser del todo originales, demostraban que había estudiado mucho y que su declarada pasión por la cosmografía respondía a una realidad incuestionable, ya que podía recitar de memoria párrafos enteros de Tolomeo e incluso dibujar sobre la mesa, sin más ayuda que su dedo y un poco de vino, el perfil de islas y costas escasamente conocidas.
La discusión fue larga; tan larga como debió ser la «ocupación» de Carmela la Bronca, y cuando al anochecer hizo su aparición el orondo dueño de la casa, se sorprendió vivamente al descubrir que parecía haberse convertido en la sucursal de una taberna en la que su hombre de confianza y un par de desconocidos se hallaban enzarzados en una acalorada disputa a cuyo ardor debían contribuir notablemente dos de sus mejores barriles de amontillado.
—¿Qué ocurre aquí? —quiso saber—. ¿A qué viene tanto alboroto?
—No es alboroto, Excelencia —señaló su empleado—. Es un simple intercambio de opiniones sobre el perímetro de la Tierra. El caballero y yo diferimos en poco más de tres mil leguas.
—¿El diámetro de la Tierra? —se sorprendió el buen hombre—. ¿Y a quién puede interesarle semejante tontería?
—A vos —fue la divertida respuesta del achispado Ojeda apuntándole con su jarra—. Cuanto más pequeño sea, antes regresaremos con vuestro cargamento de oro, clavo y canela.
—¿Oro, clavo y canela? —repitió el gordo Berardi, sinceramente interesado, mientras se apoderaba de un jarro y bebía con largueza—. ¿Y quién dice que sean míos?
—Lo serán desde el momento que arméis tres naves y las pongáis en mis manos.
—¿Y quién sois vos, si puede saberse? ¿Cristóbal Colón, Alonso, Niño, Juan de La Cosa, Vicente Yáñez Pinzón, o quizás Alonso de Ojeda?
—¡Ahí…! ¡Ahí le duele! —rió a carcajadas el de Cuenca, echándose hacia atrás en su silla a punto de caer y desnucarse—. El último que habéis nombrado. Y aquí, el que se tambalea, Juan de La Cosa.
El gordinflón, que también olía levemente a jazmín, aunque entremezclado en esta ocasión con un denso pachulí de ramera barata, pareció desconcertarse unos instantes, pero al fin dejó con extraña suavidad el jarro sobre la mesa, e inquirió en tono de manifiesta incredulidad:
—¿Ojeda y de La Cosa? ¿Los auténticos?
—¡Voto a…! —exclamó el de Santoña divertido aunque tartamudeante—. ¿Por qué todos preguntan lo mismo? ¿Tan importantes somos?
—Para mí sí. ¿Os envía el Obispo?
—El mismo.
—¿Os expuso mis condiciones?
—Tan sólo insinuó que estabais interesado en aparejar navíos que fueran a buscar oro y especias a Las Indias. ¿Lo estáis realmente?
—Eso dependería de quién los tripulase.
Alonso de Ojeda alzó de nuevo su jarra y señaló con ella al santanderino:
—¿Os agradaría que fuese el mejor piloto de la Mar Océana?
«Maese» Juan de La Cosa aventuró a su vez una cómica reverencia con la que corrió el riesgo de girar sobre sí mismo para ir a dar con sus huesos en el suelo, e hizo luego un ampuloso gesto, alargando la mano abierta hacia el de Cuenca:
—¿Acompañado por el más valiente Capitán de los ejércitos de sus Majestades?
Resultó evidente que al banquero le fascinaba la proposición, aunque no podría decirse lo mismo de la forma en que había sido hecha, pues los dos hombres habían trasegado ya tanto vino que se encontraban, sin duda, mucho más cerca de la total inconsciencia que de la plena realidad.
Pese a ello tomó asiento a horcajadas sobre la silla que encontró más a mano para observar alternativamente a sus dos inesperados huéspedes, como si estuviera tratando de discernir hasta qué punto su personalidad y sus palabras eran ciertas.
—No me agrada la idea de confiar mis naves a borrachos —dijo al fin.
—Jamás mezclo el agua con el vino —hipó Juan de La Cosa—. La jarra que en tierra a menudo te salva, en la mar siempre te pierde… —Alzó el dedo, fue a añadir algo más, pero de improviso se desplomó como un saco y comenzó a roncar sonoramente.
Juanoto Berardi lo observó con disgusto; se volvió luego al de Cuenca, que parecía a punto de imitar a su amigo, y tras beber de nuevo alzó el rostro hacia su amanuense.
—¡Vespucci! —ordenó secamente—. Acomode a estos caballeros en el dormitorio de invitados. —Luego señaló con gesto acusador los vacíos barriles—. Y por cierto, Amérigo: el segundo corre de su cuenta.