XIV

Azabache no aparecía por parte alguna.

No estaba en la cueva, ni tampoco en la gran gruta de hielo que conservaba tan maravillosamente los cadáveres, y pese a que Cienfuegos la buscó por los alrededores, no consiguió hallar el más mínimo rastro que le permitiese hacerse una idea de cuál había sido su destino.

Perdió la noción del tiempo aguardando su regreso o confiando en que el sol derritiese la gruesa capa de nieve permitiéndole descubrir su cadáver, pero cuando al cabo de más de una semana, el frío y el hambre le devolvieron a la triste realidad de que, o trataba de salvarse a sí mismo o allí acababan también sus desgracias, extrajo fuerzas de la flaqueza, empleó medio día en llevar a cabo una última inspección de los alrededores, y optó por emprender el regreso, convencido de que una vez más le habían dejado solo.

La desaparición de la negra le afectaba quizá más que ninguna otra de las muchas desgracias que se abatieran sobre él en los últimos años, y no podía por menos que preguntarse hasta cuándo continuarían los cielos haciéndole objeto de sus caprichos, pues había llegado a unos extremos en los que podría creerse que había sido elegido como víctima de todo cuanto de malo pudiera ocurrirle nunca a nadie.

La muerte le seguía adonde quiera que fuese como amante celosa de otros afectos, incapaz de alzarse contra él, pero decidida en apariencia a destruir a cuantos le rodeaban, hasta el punto de que el infeliz canario empezaba a creer que lo mejor que podría ocurrirle era no conocer a nadie más por quien pudiera experimentar el más mínimo aprecio.

Los seres humanos aparecían y desaparecían a su paso como si hubiesen sido colocados allí con la única finalidad de que los barriera de la faz de la tierra, como si más que de un hombre se tratase de un viento huracanado, y alcanzaba tal punto su sorda ira contra quien le enviaba tales castigos que, en un momento dado, se detuvo en mitad de la nieve y alzando el puño increpó a las alturas pidiéndoles cuentas de sus actos.

La pareja de cóndores le observaba perpleja.

La soledad de un hombre semidesnudo que lo había perdido todo y vagaba por un helado páramo a tres mil metros de altura en el corazón de un continente inexplorado, difícilmente tendría comparación con la soledad de ningún otro ser humano en ninguna otra circunstancia, por lo que no resultaba en absoluto extraño que el gomero Cienfuegos continuara preguntándose si no sería preferible tumbarse sobre la blanda nieve para siempre.

Ésa debió ser sin duda la decisión de la africana.

Cansada, hambrienta y convencida de que el hijo que esperaba no tenía ninguna oportunidad de nacer blanco, eligió el camino de la derrota dando por concluido un largo y absurdo viaje que le había llevado desde un tórrido poblado lacustre en el lejano Dahomey, a las estribaciones de la gélida Cordillera de los Andes, donde a finales del siglo diecinueve un glaciar devolvería su cuerpo ante el asombro de quienes desconocían su dramática historia.

Se cerraba de ese modo un nuevo y doloroso capítulo en la vida de Cienfuegos, quien profundamente fatigado en cuerpo y alma pero decidido en el fondo a conservar la vida —que era lo único que en verdad tuvo nunca—, optó por descender a la poza del río, donde permitió que transcurrieran largos meses instalado bajo un minúsculo chamizo viendo caer la lluvia, crecer el nivel de las aguas, aparearse a las aves, pescar a las nutrias y acechar a su presa a los jaguares, incapaz de tomar una decisión sobre qué rumbo darle a su vida en un futuro, o el camino que debía elegir para salir de aquel profundo agujero.

Frente a él se alzaban las nieves y los páramos del «Gran Blanco», y a su espalda la agreste serranía de los feroces «motilones».

Y si de algo estaba seguro el cabrero pelirrojo, era de que jamás volvería a disfrazarse de blanca garza peregrina, por lo que, continuamente se preguntaba cómo se las ingeniaría para atravesar el territorio de unos salvajes que parecían tener la macabra afición de convertir cráneos de intrusos en adornos de puentes.

Dedicó mucho tiempo a recordar punto por punto las enseñanzas de su querido amigo Papepac, aquel camaleónico cazador de caimanes que una vez le salvara la vida convirtiéndose luego en el mejor maestro que pudiera existir en todo cuanto se refiriese a la vida en la jungla, esforzándose por evocar sus palabras, sus movimientos e incluso sus silencios, puesto que también de aquellos silencios se conseguía sacar provecho cuando se aprendía a interpretarlos.

Y de sus infinitos consejos, uno en especial le había quedado grabado como marcado a fuego: «La selva —decía— odia a quien le teme y destruye a quien la desprecia. La selva tan sólo ama a quien la ama y la respeta. Aprende a conocerla, acéptala como es, y entrégate a ella. Saldrás con vida».

Papepac había sabido demostrarle que incluso en la más densa, húmeda y caliente de las junglas, allí donde todo parece haberse convertido en fango y muerte, consigue sobrevivir quien sabe buscar un rastro de vida, una liana que rezuma agua potable, un fruto escondido, una raíz alimenticia, o un gusano de aspecto repelente pero que calma el hambre.

Le había enseñado todo, pero jamás le había enseñado cómo defenderse de los temibles «motilones».

Sobre cómo librarse de jaguares, caimanes, arañas y serpientes sí; e incluso de los sanguinarios «caribes» devoradores de carne humana que eran más bien gente acostumbrada a tender emboscadas en manglares y playas, pero nunca le mencionó —sin duda porque no tuvo que enfrentarse a ellos— a una raza de hombres invisibles que vagabundeaban por los espesos bosques de la alta montaña, dejando a su paso un rastro de cadáveres putrefactos y acechando desde las sombras a sus víctimas.

A ésos tenía que aprender a combatirlos por sí solo.

Pero ¿cómo?

Dedicó varias semanas a buscar una fórmula que le permitiese atravesar una agreste región en la que tras cada matojo o cada árbol podía esconderse un hombre dispuesto a asesinarle, y cuando al fin creyó haber trazado un plan que se le antojó factible, se tiñó el cabello y la barba con negro jugo de «genípapo», embadurnándose de igual modo y a conciencia la mayor parte del cuerpo, de tal forma que quien le descubriera no hubiera dudado en tomarle por un cercano pariente de Azabache.

A la mañana siguiente se echó a la espalda una rústica hamaca y una mochila que había ido tejiendo con infinita paciencia utilizando una especie de algodón silvestre que crecía a las márgenes del río, y, recogiendo sus armas y un corto palo a cuyo extremo colgaba el putrefacto cadáver de un mono, emprendió decidido la difícil aventura.

En primer lugar trepó por las paredes del barranco hasta el punto en que podía ser ya divisado desde arriba, para aguardar allí pacientemente la caída de la noche, y cuando llegó a la conclusión de que cualquier salvaje que pudiera merodear por los alrededores llevaría horas durmiendo, continuó su ascensión muy lentamente, confiando tan sólo en su sentido del tacto, y sin alzar nunca una mano hasta tener la otra y ambos pies firmemente asentados.

Era como un oscurísimo lagarto o una anaconda reptando metro a metro con el vacío a la espalda, tan sigiloso, que ni quien se encontrara a menos de cinco metros de distancia conseguiría detectar su presencia, puesto que pese a tener la absoluta seguridad de que nadie podría verle, Cienfuegos se esforzaba en ralentizar al máximo sus movimientos, ya que como su maestro, el diminuto Papepac aseguraba, «Sólo aquél que aprende a dominar sus nervios cuando no resulta necesario, es capaz de dominarlos cuando resulta imprescindible».

Convertirse en camaleón no constituía en verdad empresa fácil, puesto que el ser humano es por naturaleza impaciente y brusco, esclavizado demasiado a menudo por miedos absurdos y prisas irracionales, pero el cabrero tenía en este caso a su favor toda una infancia de pastor habituado a largas esperas en las que con frecuencia jugaba a convertirse en estatua para que lagartijas, gorriones e incluso conejos acudieran sin miedo a comer en su mano.

Debido a ese convencimiento, empleó casi dos horas en ascender los últimos metros que le separaban de la cima, permaneciendo durante largos minutos escuchando, hasta el punto de que llegó un momento en que se sintió capaz de localizar la posición exacta de cada grillo que cantaba en la noche.

Abajo, el rumor del río abriéndose camino entre las rocas; a media pared la esporádica llamada de algún ave nocturna; sobre su cabeza los densos silencios de la selva, rotos de improviso por el histérico canto del «Cristo-fue» o el desesperado graznido de agonía de un loro sorprendido en su sueño por un sigiloso depredador, y por último, en el aire, el pesado aleteo de los búhos en busca de sus presas.

Al alcanzar la cumbre extremó sus precauciones evitando las oquedades y piedras sueltas que sirvieran de nido a las minúsculas «corales», que pese a no contar con más de veinte centímetros de largo contenían en sus vistosos cuerpecillos de brillantes franjas rojinegras tanto veneno, que podían matar a un hombre de la corpulencia del gomero a condición de atacarle del pecho hacia arriba, y debía estar atento igualmente a los temibles alacranes del tamaño de un dedo pero con tal cantidad de dolorosísima ponzoña concentrada en sus inquietantes anatomías, que sin ser mortal su mordedura, conseguía que su víctima aullara de desesperación durante días.

Pero únicamente una aburrida lechuza posada en una rama que colgaba sobre el abismo fue testigo de su llegada a la cima del acantilado y, por la expresión de sus desorbitados ojos, parecía estar preguntándose qué extraño monstruo era aquella cosa negra y sudorosa que se movía de noche con la paciencia de un estúpido perezoso, tan silencioso como un puma, y dejando a su paso una nauseabunda pestilencia a mono putrefacto.

Al fin puso el pie en la auténtica selva de alta montaña, húmeda y caliente, agobiante y pegajosa, callada a ratos, como muerta, y escandalosa otros, como si todas sus criaturas decidiesen alborotarse de improviso, se internó en ella unos quinientos metros con las mismas precauciones con que trepó por la pared de rocas, y tras dejar el cadáver del mono junto a un copudo samán, buscó refugio bajo un espeso montón de helechos, acurrucándose de tal forma, que ni aun casi pisándole, hubiera conseguido nadie adivinar su presencia.

La pestilencia que emitía la bestia en descomposición enmascaraba su propio olor, y antes de quedarse dormido se colocó una rama entre los dientes, sujetándola con una liana a modo de bocado de caballo, pues de ese modo estaba seguro de que no roncaría ni su respiración sería tan fuerte como para delatar su presencia por fino que fuera el oído de los salvajes.

Durmió profundamente y pasado el mediodía abrió los ojos a un rayo de luz que había conseguido filtrarse por entre la maraña de hojas y ramas, pero aunque se sentía entumecido por la forzada postura, no hizo movimiento alguno, atento al más mínimo rumor, consciente de que aquél era el peor momento del día, pues no contaba con elementos de juicio como para abrigar la plena seguridad de que ningún enemigo rondaba por las proximidades.

Al cabo de un largo rato apartó con cuidado algunos helechos y estudió detenidamente los movimientos de las ardillas en las ramas más altas. Ellas sabían mejor que nadie lo que estaba ocurriendo en su territorio en todo momento, convirtiéndose en involuntarias vigías que alertaban del peligro a los habitantes de las zonas bajas, y eran siempre más de fiar que los escandalosos monos y papagayos que con frecuencia alborotaban sin razón lógica alguna, asustando gratuitamente a sus vecinos.

Estaban tranquilas. Iban y venían; saltaban de árbol en árbol, en vuelos a veces inauditos, y se las diría contagiadas de una imparable actividad que volvía loco a quien tratara de seguirlas con la vista, pero cada uno de sus velocísimos movimientos respondía a un estímulo concreto, y su nerviosismo era tan sólo el reflejo de su enérgico carácter sin estar motivado en apariencia por agentes externos.

Llegó por tanto a la conclusión de que ningún ser humano, puma, jaguar, «onza» o «tragavenados» rondaba por las proximidades y únicamente entonces decidió abandonar su escondite para trepar a una rama del samán y estudiar la espesa foresta circundante.

Aun sabiendo que se encontraba solo tardó varios minutos en bajar de nuevo a tierra, cavar un profundo agujero y defecar en él cubriendo cuidadosamente las heces hasta no dejar rastro, pero pese a tener él estómago totalmente vacío no comió ni bebió porque en las últimas semanas se había acostumbrado a no tener que hacerlo hasta la caída de la tarde.

Con estudiada paciencia se envolvió los pies en las toscas telas de algodón que guardaba para tal efecto en la mochila, se las sujetó con fuertes lianas, y emprendió la marcha monte abajo tras comprobar, satisfecho, que no dejaba huella humana alguna, sino tan sólo una extraña marca indefinible que ningún rastreador sería capaz de interpretar correctamente.

Pese a ello, de tanto en tanto daba un cómico salto para caer sobre un montón de hojas secas o un grupo de helechos, de tal forma que quien tratase de seguir tales marcas perdería un tiempo infinito en buscarlas por el bosque, preguntándose desconcertado a qué extraño ser podrían pertenecer.

A menudo giraba sobre sí mismo, y caminando de espaldas las borraba, pero no por ello dejaba de estar pendiente de los más mínimos ruidos de la selva o a la actitud de las ardillas, y había momentos en los que un atento espectador acabaría por preguntarse si había visto en verdad a un hombre, o era una sombra la que se deslizaba a través de la espesura, puesto que de improviso Cienfuegos desaparecía como si se lo hubiese tragado la tierra para no volver a hacer acto de presencia hasta casi una legua del lugar en que se había esfumado.

Declinaba la tarde y una suave bruma comenzaba a adueñarse del monte aferrándose a las copas de los árboles, cuando bruscamente el gomero se detuvo para ventear el aire como un perro de caza, puesto que olía a humo; un humo denso y acre, de madera húmeda, mezclado con un levísimo hedor a pelo chamuscado, y tras deslizarse poco más de un centenar de metros por entre la maleza, distinguió en un pequeño claro a media docena de guerreros acuclillados en torno a una hoguera, aguardando a que un «pécari», al que ni siquiera se habían molestado en despellejar, se achicharrara lentamente.

Los observó mientras las sombras se iban adueñando del paisaje, y le sorprendió descubrir en sus facciones e incluso en su forma de moverse o sujetar las armas —de las que no se separaban ni un instante— gestos que le recordaban a los feroces «caribes», y aunque los «cuprigueri» le habían asegurado que los «motilones» no eran devoradores de carne humana, su aspecto parecía indicar que por sus venas corría probablemente más sangre «caníbal» que «azawán», por lo que llegó a la conclusión de que en tiempos muy remotos debieron pertenecer sin duda a la misma familia.

Eran pequeños, parduscos y simiescos, no empleaban ni el más mínimo adorno, y las pinturas de vivos colores a que tan aficionados solían ser los aborígenes de otras regiones, había sido sustituida por una gruesa capa grisácea que les cubría incluso los cabellos, y resultaba evidente que de tan curiosa costumbre debía provenir su nombre original, ya que en dialecto «cuprigueri» la palabra motilón venía a significar: «hombre de ceniza».

Le repugnó la forma en que comían, como cerdos furiosos, gruñendo y eructando de continuo, y la simple idea de caer en sus manos le erizó los vellos de la nuca.

Cuando advirtió que estaban a punto de concluir su repelente festín volvió sigilosamente sobre sus propios pasos, pues sabía por experiencia que la mayor parte de los guerreros solían hacer una última ronda al oscurecer, y no deseaba correr el riesgo de que uno de aquellos salvajes, que tan perfectos conocedores de la jungla debían ser, se le pudiera aproximar a menos de quince metros de distancia.

Se impuso a sí mismo dar un enorme rodeo antes de continuar ladera abajo, pero muy pronto las tinieblas se adueñaron de aquella parte del mundo, y, al cabo de poco más de media hora, una especie de sexto sentido le obligó a detenerse al advertir cómo una fresca brisa le golpeaba el rostro.

Escuchó y no pudo percibir ni aun los más simples rumores de la selva; aspiró a fondo y descubrió que el aire no transportaba los perfumes lógicos de la floresta, por lo que permaneció largos minutos inquieto y desconcertado, decidiendo por último no dar un solo paso hasta que la primera claridad del alba acudiera en su ayuda.

Pasó la noche inquieto y con los sentidos alerta, y la llegada del nuevo día le demostró que ninguna precaución resultaba excesiva, puesto que a menos de cinco pasos de distancia se abría un ancho tajo cortado a cuchillo, y desde el que podían distinguirse las copas de los árboles doscientos metros más abajo.

A su izquierda, una amplia explanada conformaba una especie de mirador natural sobre el abismo, pero a pocos metros a su derecha, los árboles y la maleza invadían los bordes del precipicio de tal forma que la brusca caída le hubiera sorprendido por completo.

Comprendió que la noche se negaba a ser su aliada a la hora de atravesar sigilosamente el territorio de los feroces «motilones», puesto que aquella escarpada serranía —que vista desde arriba fingía no ser más que una monótona manta verdeoscura— ocultaba en su interior mil trampas en forma de estrechas fallas geológicas que hacían pensar en una arrugada y peluda piel cortada de norte a sur por una afiladísima navaja.

Cualquiera de esas fallas podía estar aguardándole en las tinieblas dispuesta a engullirlo, y debía agradecer a su buen sentido que aquel primer incidente le hubiera permitido comprender dónde se encontraba ahora el mayor de los peligros.

Hizo un esfuerzo tratando de recordar cuál había sido exactamente el itinerario que habían seguido durante el viaje de ida, y llegó a la conclusión de que en su deseo de evitar ahora los senderos ya trazados, se había desviado en exceso hacia el oeste, abandonando la que tal vez fuera única vía de acceso natural al «Gran Blanco» a través del territorio de los «motilones».

Con el paso del tiempo acabaría por convencerse de que tal apreciación era correcta, dado que mediada la mañana descubrió que había ido internándose en una especie de laberinto hecho de jungla de alta montaña, espesas neblinas y profundos barrancos de lisas paredes de granito por las que ni el más enloquecido macho cabrío se hubiera atrevido jamás a aventurarse.

La sola idea de volver sobre sus pasos se le antojó inaceptable, empecinándose en hallar una ruta que le permitiera continuar descendiendo hacia la costa, por lo que por segunda vez se vio obligado a pasar la noche muy cerca de un abismo consciente de que en caso de que alguna partida de guerreros merodease por las proximidades, sus oportunidades de salir con bien de la aventura eran escasas.

Le preocupaba especialmente la lisa verticalidad de unos farallones que contrastaban con los mil puntos de apoyo que solían ofrecer los acantilados de su isla natal, ya que —aun siendo más agrestes— las montañas de La Gomera resultaban sin embargo mucho más accesibles que aquellos acantilados pulimentados por un viento que parecía haberse entretenido en lijarlos siglo tras siglo en su intento por transformar la serranía de los aborrecidos «hombres de ceniza» en una auténtica fortaleza inexpugnable.

¿Pero se trataba en realidad de una fortaleza inexpugnable, o constituía más bien una especie de inmenso presidio?

Cabía hacerse tal pregunta, puesto que lo auténticamente difícil parecía ser abandonar el territorio, y a la vista de hasta qué punto se hallaba defendido por su frontera natural de poniente, el canario llegó a la conclusión de que aquélla debería ser sin duda una región escasamente vigilada.

Cayó en la cuenta entonces de que no había tropezado con ninguna de las macabras orquestinas de mondos cráneos que les dieran la bienvenida a la subida, y que ni el más mínimo rastro de sendero transitado había hecho su aparición en las últimas horas, por lo que quiso hacerse la ilusión de que sus enemigos no acostumbrarían adentrarse por aquellos olvidados y casi inaccesibles contornos de la extensa serranía.

La insoportable tensión a que se había visto sometido durante los últimos días remitió en buena parte, pese a lo cual procuró no confiarse, pues le constaba que aun sin el peligro que significaban los «motilones», la alta selva continuaba presentando suficientes problemas como para no arriesgarse a perder la concentración ni un solo instante.

Y es que tenía plena conciencia de que aquella martirizada y loca geografía constituía por el momento la peor de las amenazas, puesto que la espesa vegetación era capaz de prolongarse en ocasiones incluso más allá del borde del abismo, y debido a ello, se veía obligado a permanecer atento a cualquier detalle que le permitiese adivinar si entre un grupo de árboles y el siguiente podía ocultarse un profundo barranco.

A media tarde alcanzó un estrecho desfiladero que no le hubiera costado excesivo esfuerzo cruzar casi de un salto a condición de disponer de espacio para tomar impulso, pero calculó que salvarlo descendiendo y volviendo a subir por la pared contraria a riesgo de romperse la cabeza, le exigiría por lo menos dos días de inauditos esfuerzos y peligros.

—¡La puta que lo parió! —masculló entre dientes—. O me crecen alas, o empiezo a temer que aquí me quedo para siempre.

Era aquélla en verdad tierra de águilas y cernícalos, pues las rapaces parecían ser las únicas bestias capaces de sentirse a gusto en el corazón de tan accidentada orografía, y en ocasiones podía distinguir sus anchos nidos en los escasos salientes de los escarpados farallones, tan inaccesibles, que ni la más hambrienta de las serpientes se aventuraría en busca de polluelos.

Al amanecer del cuarto día descubrió sorprendido que la mochila que le había servido de almohada aparecía húmeda de sangre, y cuando trató de ponerse en pie experimentó un leve vahído que a punto estuvo de hacer rodar su enorme anatomía por los suelos.

Pasó el resto de la jornada inquieto y desasosegado fatigado en exceso, abatido, y atacado de una incomprensible apatía impropia de su carácter, lo que motivó que vagara por la espesura sin rumbo fijo, siguiendo mecánicamente la sinuosa línea de las infinitas quebradas, ajeno la mayor parte del tiempo a cuanto le rodeaba, e inmerso en una especie de invencible sopor que le sumía en la impotencia.

A media tarde, una desmesurada tormenta estalló justo sobre su cabeza, los rayos parecieron buscarle abatiendo a su alrededor los más altivos «paraguatanes» y una lluvia torrencial y furiosa provocó tal estruendo al golpear contra las hojas de los árboles, que hubo un momento en que tuvo que llevarse las manos a los oídos para no quedar sordo.

Fue entonces cuando se descubrió una pequeña costra de sangre en el lóbulo de la oreja, preguntándose si sería posible que tan minúscula herida hubiese provocado una hemorragia capaz de empapar de tal forma la mochila.

Los rayos se alejaron lentamente hacia el norte, pero el violento chaparrón continuó cayendo como si más que a cielo abierto se encontrara bajo una gigantesca catarata, sin amainar ni un solo instante hasta muy entrada la mañana del día siguiente, debido a lo cual Cienfuegos recordaría aquella noche como una de las más inclementes de cuantas había sufrido a lo largo de su difícil existencia, sin que nunca llegara a saber hasta qué punto aquel agua le había salvado la vida.

Y es que sin tener la más mínima noción del riesgo que corría, el gomero se había ido internando durante aquellos días en una de las regiones del continente más abundante en los temibles murciélagos-vampiros[1], que eran los que por la noche le atacaban mordiéndole el lóbulo de la oreja y extrayéndole de golpe más de un litro de sangre.

El principal peligro de aquella particularísima especie endémica del Nuevo Mundo —dejando a un lado el hecho de que con frecuencia transmitieran la rabia— estribaba en el hecho de que, pese a no ser apenas mayores que un ratón, las especiales características de su estómago les permitía chupar sangre e ir expulsándola por el ano al mismo tiempo, lo que hacía que cada uno de sus festines se transformara en una auténtica sangría capaz de acabar con un animal pequeño en una noche, o con un ser humano en tres o cuatro.

Tal vez un hombre tan vigorosamente constituido como Cienfuegos hubiera logrado sobrevivir a nuevos ataques, aunque en tal caso probablemente la debilidad le hubiese impedido dar al día siguiente un solo paso, quedando con ello a merced de continuas sangrías que concluirían por apagar su vida al igual que una lámpara se consume cuando le privan del aceite.

Papepac nada le había advertido en su día sobre vampiros de selvas de alta montaña, puesto que en la jungla costera no abundaban, y el canario jamás hubiera sido capaz de sospechar por sí mismo una presencia que tan sólo se pone de manifiesto cuando la víctima se encuentra profundamente dormida.

Raramente suele ocurrir —salvo en el caso de encontrarse en un caso de rabia terminal— que un murciélago hematófago intente agredir a un animal despierto, y en el momento de hacerlo acostumbra inyectar a través de sus afiladísimos colmillos un eficaz anestésico que le permite alimentarse luego con absoluta impunidad.

La gran cantidad de sangre perdida durante las dos primeras noches, era la razón por la que el canario se sentía tan anormalmente agotado, y tal vez en aquel punto y lugar hubiesen acabado sus andanzas de no haber llovido de forma torrencial impidiendo a sus atacantes volar libremente, dado que la masa de agua que caía a modo de cortina tenía la virtud de rechazar los ultrasonidos por los que acostumbran a guiarse.

Una especie de sexto sentido hizo comprender no obstante al isleño que corría un serio peligro al continuar por aquellos parajes, atribuyendo su malestar al aire que respiraba o al continuo ataque de que le hacían víctima las nubes de mosquitos, por lo que al amanecer del día siguiente, y pese a que el agua continuaba siendo la única dueña del mundo, optó por bajar a lo largo de uno de aquellos impresionantes farallones consciente de que corría el riesgo de precipitarse al vacío o quedar atrapado para siempre en mitad del abismo.

Tan sólo una cabra montés o un pastor gomero contaban con una mínima posibilidad de salir con bien de semejante empeño, pues el precipicio que se abría bajo sus pies atraía de tal forma, que cualquier hombre o animal menos acostumbrado a las alturas, se hubiera dejado atrapar por el vértigo sin plantear batalla.

Durante el dificilísimo descenso perdió la hamaca, la mochila e incluso la mayor parte de sus armas, que se estrellaron contra las copas de los árboles, logrando salvar a duras penas el afilado cuchillo que constituía desde siempre su más preciada pertenencia, y cuando al oscurecer alcanzó el fondo de la quebrada, miró hacia lo alto y se asombró de no estar muerto.