XIII

Doña Mariana Montenegro se encontraba más triste que de costumbre. Dos de sus mejores amigos, Alonso de Ojeda y la princesa Anacaona la habían abandonado por el momento, y como «Maese» Juan de La Cosa hacía ya mucho tiempo que regresara a España, tan sólo le quedaba don Luis de Torres como fiel contertulio con el que compartir el tedio y las largas horas de espera.

Muchas cosas habían ocurrido en la isla desde antes incluso de haber abandonado la ciudad de «Isabela» estableciéndose en la más hermosa y salubre Santo Domingo, y aunque en lo económico la mayoría de ellas habían sido harto beneficiosas para la alemana, echaba de menos su granja y aquellos buenos amigos que tanto le habían ayudado en sus comienzos.

Don Bartolomé Colón de un lado y Miguel Díaz de otro habían sabido mantener sus promesas y la exvizcondesa podía considerarse ya una mujer muy rica gracias al oro que le correspondía en el reparto de las minas del Ozama, por lo que se estaba construyendo en aquellos momentos una de las más hermosas mansiones de la desembocadura del río.

La compartía con el silencioso Haitiké, el fiel Bonifacio Cabrera y tres sirvientas indias de Anacaona que no se atrevían a desobedecer a su reina escapando a la selva, pero la prolongada ausencia de Cienfuegos se volvía cada vez más insoportable, en especial desde que no tenía a su lado al pequeño Ojeda que la distrajera con sus bromas.

Al conquense le habían vencido al fin sus ansias de aventura, y tras aguardar inútilmente a que le ofreciesen el mando de una expedición que se lanzase a la conquista de nuevas tierras, había llegado a la triste conclusión de que los Colón jamás consentirían que nadie ajeno a la familia moviese un dedo en el Nuevo Mundo, por lo que tomó la decisión de acudir a pedir permiso personalmente a unos Reyes Católicos que parecían compartir desde tres años antes, la generalizada idea de que no se podía dejar todo un naciente imperio a merced de los caprichos del ambicioso Virrey.

Por su parte, la desilusionada Flor de Oro había preferido regresar junto a su hermano, el Cacique Behechio, a sus dominios de Xaraguá, adonde al poco acudió a visitarla el mismísimo Don Bartolomé Colón, quien al parecer mantenía desde antiguo la secreta esperanza de sustituir al más valiente de los capitanes españoles en el corazón y en el lecho de la más hermosa de las princesas haitianas.

Las crónicas nunca se han puesto de acuerdo sobre si el ladino Gobernador acostumbrado a conseguirlo todo basándose en las influencias de su poderosísimo hermano Cristóbal, obtuvo o no los favores de la portentosa viuda del cacique Canoabó, pero lo que sí se sabe, es que pasó a su lado una semana que le resultaría inolvidable y en la que se dedicó a ofrecer fastuosas fiestas a los nobles españoles, y a pasear por la bahía en el mayor de los buques construidos en los nuevos astilleros de la isla.

Resulta a todas luces evidente, que mientras el genovés tan sólo buscaba satisfacer una lógica apetencia personal, la indígena —que aún seguía enamorada de Alonso de Ojeda— se encontraba mucho más interesada en obtener del Gobernador el difícil privilegio de que Behechio continuara siendo considerado jefe absoluto de la región de Xaraguá disfrutando así de una suerte de autonomía dentro de las fronteras de lo que constituyeran desde siempre los tradicionales dominios de su familia.

A un hombre tan ducho en todo tipo de intrigas palaciegas como tenía fama de serlo el mayor de los Colón, no le debió pasar inadvertido el hecho de que, teniendo ya tantos enemigos, un fiel aliado establecido, en un punto estratégico de la isla constituiría una valiosísima ayuda, por lo que tampoco ha quedado nunca aclarado si las concesiones que por fin hizo fueron debidas a su visión política o a la simple satisfacción de sus deseos.

Al fin y al cabo, y como solía suceder con la mayoría de los aborígenes del Nuevo Mundo, Anacaona era una mujer de costumbres liberales en cuanto al sexo se refiere, y tal vez no le desagradó en exceso la oportunidad de pasar de ser perseguidora de un esquivo capitán, en acosada por un encelado gobernador.

Sin embargo, a su buena amiga Doña Mariana Montenegro le hacía daño escuchar los maliciosos comentarios que corrían de boca en boca sobre las supuestas «orgías» que habían tenido lugar en el lujoso «bohío» privado de la princesa a orillas de una de las más hermosas playas de poniente, y se preguntaba cómo era posible que aquella inocente criatura que acudiera un día a su granja a pedirle que le enseñara a conseguir el amor del altivo Ojeda, hubiese aceptado entregarse a un individuo tan ruin y ambicioso como demostraba ser Bartolomé Colón.

Anacaona, como todos los de su raza, se siente profundamente herida por el trato que ha recibido de nosotros —fue el comentario de Don Luis de Torres una de aquellas tardes en que solía acudir a visitarla—. Y a la larga ha debido llegar a la conclusión que no le queda más camino que utilizarnos aprovechando nuestras debilidades. Nos veía como dioses intocables, y ahora nos ve como lo que en verdad somos: tipos brutales que se matan por un puñado de oro.

—Odio ese oro —señaló la alemana convencida—. Soy, quizás, una de las personas que más tiene en la isla, pero aun así, lo aborrezco. Podéis creerme si os digo que renunciaría a él si supiera que haciéndolo contribuiría a un mejor entendimiento entre nativos y cristianos.

—No bastaría con vuestro oro, ni aun con cuanto pueda existir en estas tierras, para conseguir que dos pueblos tan distintos se comprendiesen, puesto que aunque consiguieseis eliminar sus otras diferencias, la religión seguirá separándoles por siglos que pasen.

—La religión une, no separa.

—Une cuando es una, pero ¿cuál ha de ser? ¿La vuestra, que trata de imponerse por la fuerza? ¿La mía, a la que tuve que renunciar para evitar que me expulsaran de España? ¿O la de unos supuestos «salvajes» cuya única creencia estriba en el hecho de que vivir debe constituir ante todo un continuo placer?

—La vida no es un placer más que en muy determinadas circunstancias… —puntualizó con tristeza Ingrid Grass.

… Como cuando se comparte con la persona que se ama… —concluyó la frase el converso—. Pero olvidáis que estas buenas gentes acostumbran a hacerlo, puesto que su sistema social no les obliga a otra cosa. Y como su falta de ambiciones les pone a salvo de la avaricia y el ansia de poder, su existencia acostumbra a ser bastante armoniosa.

—Esa armonía era lo que Cristo buscaba.

—La diferencia entre lo que buscaba Cristo y lo que buscan actualmente los cristianos se puede resumir en una sola palabra: «Iglesia».

—Os podrían quemar por eso.

—Si lo contarais, sí.

—Mucho confiáis en mí.

—Tanto, que pondría en vuestras manos mi vida, mi hacienda, e incluso mi fe. —Sonrió con evidente amargura—. De hecho, ya las he puesto —concluyó.

—Lo sé —admitió ella convencida—. Y aborrezco semejante responsabilidad. —Le dirigió una larga mirada de afecto—. Lo que en verdad tendríais que hacer es dejar de frecuentar burdeles y buscaros una buena esposa.

—¿Una esposa? —se asombró el converso—. ¡Vamos! Sabéis muy bien que siempre seréis la única mujer de mi vida pese a que el tiempo me ha enseñado que tan sólo existen dos fortalezas inexpugnables: la voluntad de una mujer enamorada, y el fanatismo de un cura iluminado.

—De esos últimos empieza a haber ya aquí demasiados.

—Eso me temo… —admitió el converso y por la expresión que cobró su afilado rostro resultaba evidente que el tema le preocupaba—. Uno de los principales aciertos del Almirante fue dejar a un lado a la Iglesia en un principio, pero no cabe duda de que ésta se apresuró a recuperar el tiempo perdido y no perdona la ofensa. O mucho me equivoco, o serán los curas los que al fin destruyan al Virrey. En Palos le ayudaron, y a palos acabarán con él.

—A menudo me asombra lo cruel que podéis llegar a ser en vuestros juicios.

—A aquéllos que renunciamos a nuestro Dios por miedo o por comodidad, no nos queda otro refugio que el llanto o la crueldad. Y ya dilapidé todas mis lágrimas.

—Las lágrimas no son monedas que se gasten o se ahorren —negó ella—. Amar y odiar, reír y llorar, son dones que se nos conceden sin medida o se nos niegan por completo. Jamás nadie conseguirá conservar todas sus risas, ni dilapidar todas sus lágrimas.

—Sólo un judío converso.

—Os pierde la soberbia, amigo mío. Ni haber sido judío es para tanto, ni dejar de serlo para tan poco. Dios no está en los ritos, y yo ya tan sólo puedo creer en aquél que me devuelva la esperanza. Por recuperar a Cienfuegos renunciaría a mi fe sin derramar tan siquiera una lágrima.

—Jugáis con ventaja, pues hacéis referencia a cosas que los demás desconocemos.

—Ése es mi privilegio. —La alemana hizo una corta pausa para añadir con dolor—: Y mi castigo. Pero olvidemos las frases altisonantes y vayamos a lo que importa: ¿Qué opináis de la revuelta de Roldán?

—Que es tan sólo una cuestión de política entre ambiciosos. No me afecta.

—Pero afecta a otros muchos. En el fondo, lo que pide: un trato más justo para con los indígenas y una menor dependencia de la voluntad de los Colón se me antoja lógico.

—Cuando le nombraron Alcalde de «Isabela», Roldán se comportó tan despóticamente como cualquier Colón. Lo que le duele es haber perdido ese poder ya que el destino de los «indios» no le importa en lo más mínimo. Para él no son más que esclavos en potencia, pero ahora, como los necesita, les ofrece una libertad que antaño les negó. Hacedme caso —suplicó—. No toméis partido en esa confrontación. Roldán o Colón, Colón o Roldán, «Tanto monta, monta tanto», y uno y otro se sentirían felices independizándose de España y fundando en la isla un reino propio.

—Aún es pronto para eso.

—Siempre es demasiado pronto para convertirse en tirano, pero los tiranos no acostumbran ser pacientes. A mi modo de ver, Don Francisco Roldán no es más que un sátrapa que trata de aprovecharse de que Europa está demasiado lejos. Colón finge al menos respetar a los Reyes, pero Roldán se convertiría en un déspota. —Hizo una corta pausa—. Y odia a los judíos.

—Los judíos, incluso los conversos, tenéis la fea costumbre de creer que todo el mundo os odia.

—Son casi mil quinientos años de experiencia los que nos avalan —señaló no sin cierta ironía Luis de Torres—. El ser humano siempre ha necesitado alguien en quien descargar sus culpas, la mayoría de las naciones han encontrado en el pueblo judío un chivo expiatorio, y no confío en que en este Nuevo Mundo nos aguarde un destino diferente pese a que haya sido descubierto por uno de los nuestros.

—¿Continuáis firmemente convencido de que Don Cristóbal es también un converso?

—De segunda generación, probablemente.

—¿Lo aborrecéis por eso? Se diría que Luis de Torres necesitaba estudiar en su interior cuáles eran sus auténticos sentimientos, antes de responder tras sacudir por dos veces la cabeza con gesto despectivo.

—Por eso me aborrezco a mí mismo; no a él. A él más bien le desprecio porque el destino puso en sus manos la oportunidad de llevar a cabo la mayor y más noble de las empresas, y tan sólo se dedica a enfangarla con sus mezquinos egoísmos. Vendería su puesto en la Historia por un puñado de oro y un título nobiliario.

—Sois injusto —protestó la alemana—. Ya posee todos los títulos y el oro que el más exigente de los hombres pudiera desear, y sin embargo continúa empeñado en la peligrosa tarea de circunnavegar la tierra y llegar a la corte del Gran Kan.

—Pero no lo hace por amor a la gloria, sino porque su increíble soberbia le impide aceptar que estaba equivocado… ¿Dónde se ha visto que un gran hombre se dedique a ahorcar a aquéllos que intentan hacerle comprender una verdad que tan sólo él se empeña en no aceptar? ¿Cuántos más tendrán que morir inútilmente antes de que acepte que éstas no son las costas dé Asia?

—¿Acaso os resulta tan evidente?

—Tanto como que sois la mujer más excepcional que jamás haya existido.

Doña Mariana Montenegro no pudo evitar que se le escapara una divertida carcajada.

—En ese caso, Cipango está muy cerca —replicó—. Pues yo, de excepcional, no tengo más que mi empecinamiento en amar a un hombre que tal vez haya muerto. —Abrió las manos en señal de impotencia—. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer más que esperar?

Nada podía hacer, en efecto, más que esperar a Cienfuegos y enriquecerse insultantemente con la parte del oro que le correspondía, pero ambas cosas le iban procurando día a día más y más enemigos, pues a la colonia iban llegando nuevas gentes que nada sabían del hambre, los peligros, las enfermedades y la muerte de los primeros tiempos de «Isabela», y nada sabían tampoco de los sacrificios que la esforzada alemana tuvo que hacer en su día para sacar su granja adelante o para brindar algún consuelo a los solitarios, los moribundos y los hambrientos que continuamente llamaban a su puerta.

¿Quién era y de dónde había salido en realidad aquella hermosa mujer inaccesible que alzaba a tiro de piedra del Alcázar del Almirante un prodigioso caserón de piedra negra?

No se le conocían amantes ni nobles protectores, su nombre era a todas luces falso, dado su acento; y más de una lengua malediciente aseguraba que se trataba de una prófuga de la justicia o una espía portuguesa que tal vez alentaba en la sombra las ambiciones del rebelde Roldán.

Los curas la aborrecían, pues jamás acudía a susurrarles al oído sus pecados; las mujeres la odiaban pues ninguna podía comparársele en prestancia, y los más nobles caballeros de escuálidas bolsas la envidiaban por los talegos de polvo de oro que cada mes le entregaba el Contador Real.

Tan sólo Miguel Díaz, que había conseguido alcanzar un puesto de máxima confianza junto a los Colón, la defendía, al igual que Luis de Torres y algunos de los valientes capitanes de la vieja guardia de Alonso de Ojeda, pero la exvizcondesa echaba en falta la presencia de este último, pues el de Cuenca era el único que hubiera sabido hacer callar a sus detractores sin más ayuda que su invencible espada.

—Mala tierra empieza a ser ésta para una mujer sola, pues más peligrosas resultan las maledicencias que las flechas de los guerreros —se lamentó una noche ante el fiel Bonifacio—. Te aseguro que si no confiara tanto en el regreso de Cienfuegos me embarcaría en la primera nave que zarpara rumbo a Europa.

—Peores las tuvimos con las fiebres —replicó animosamente el cojo—. Quien consiguió salir con vida del infierno de «Isabela», a nada ni nadie debe temer ya sobre la tierra… Si queréis un buen consejo, repartir algunas monedas entre media docena de caballeros de capa raída y espada en venta de los que frecuentan la taberna de «Los Cuatro Vientos», que se sentirían felices de convertirse en vuestra guardia personal a cambio de una comida caliente y un buen jarro de vino cada noche. La mayoría se van al catre sin otra cosa entre pecho y espalda que sus fantasiosos sueños de conquista y grandeza.

—Aborrezco la idea de hacer que me respeten por la fuerza —protestó la alemana francamente dolida.

—Los que os conocen os respetan por vos misma, pero no podéis pretender que todo el mundo os aprecie. Provocáis celos y envidias y bien es sabido que entre los españoles esos son frutos que crecen con poco riego.

—¿Acaso aún no te sientes español?

—Yo siempre me sentiré ante todo «guanche», señora, que por mis venas corre diez veces más sangre de pagano aborigen que de cristiano viejo. Como por las de Cienfuegos… —Rió divertido—. ¿Sabíais que el cura le andaba siempre persiguiendo con intención de bautizarle?

—¡Existen tantas cosas de él que nunca supe…! —se lamentó Ingrid Grass—. Todo nuestro tiempo lo dediqué a quererle.

Tras encender un grueso tabaco a los que se había aficionado en los últimos tiempos, el renco Bonifacio alzó de nuevo el rostro hacia la mujer que se había convertido en toda su familia y en el eje sobre el que giraba su joven existencia.

—Incluso a mí, que os conozco como nadie, me cuesta a menudo un gran esfuerzo comprender las razones por las que amáis tan desorbitadamente a un hombre del que os separaron siempre un millón de cosas —señaló al fin—. ¿Tanto valen los besos y caricias, que incluso convierten en inútiles las palabras?

—Si fuera tan sólo cuestión de besos y caricias, mi amor valdría bien poco —replicó ella serenamente—. Pero el simple hecho de estar cerca de Cienfuegos, escuchar su voz sin entenderle y sentirle respirar o reír entre dientes arrugando la comisura de los labios, llenaba a tal punto de gozo mi alma, que era como si toda una corte de ángeles bajaran a saludarme. Verle era como ver que se abrían las puertas del Paraíso; sentir que me miraba, subir a la más alta cima de los Alpes; saber que me esperaba, esperar un milagro que siempre se cumplía, y alejarme de su lado, romperme en mil pedazos sin remedio. Si a todo ello le unes los besos y caricias, tal vez consigas comprenderme.

—¡Diantres!

—¡Diantres! Dices bien. Si a mí misma me cuesta admitir que así fueran las cosas a su lado, y tan sólo el eterno vacío y la infinita angustia que experimento desde que se marchó me convencen de que en verdad lo eran, mal puedo pedirle a quien no le conociera, que tenga una remota idea sobre aquello de lo que le estoy hablando. Al igual que al ciego le resultan inimaginables los colores, quien no se haya mirado como yo en los ojos de Cienfuegos nunca sabrá lo que es el auténtico amor.

—Tendríais que subiros a una mesa en la Plaza de Armas y explicarle a todos lo que a mí me habéis dicho, pero aun así dudo mucho que os dejaran en paz.

Razón tenía el renco Bonifacio, pues ni los curas, ni las mujeres, ni los solteros —que eran en la colonia inmensa mayoría— entendían las razones por las que una criatura tan joven, hermosa y rica como Doña Mariana prefería encerrarse en su caserón a leer gruesos libros y dejar pasar las horas meditando, que asistir a lujosas recepciones, pasear a caballo por la orilla del río o atender los requerimientos de docenas de rendidos admiradores.

Valientes capitanes o nobles cortesanos de escasa fortuna y grandes ambiciones que habían llegado a «La Española» con la esperanza de mejorar a toda costa sus maltrechas haciendas, creían haber encontrado inmediato remedio a todas sus cuitas por el sencillo procedimiento de llevar a los altares a la rica alemana, y debido a ello rara era la noche que no se escucharan bajo su balcón las melodías de una ronda, sin que nadie consiguiese recordar que jamás se encendiera una luz en la casa o se entreabriese una cortina.

—Sin duda es una espía.

—O una bruja.

—O le gustan las mujeres y se entiende con sus criadas indias.

—Deberían expulsarla de la isla.

Don Luis de Torres, Miguel Díaz o algunos de los marineros de la primera hornada, continuaban saliendo en su defensa cuando estaban presentes, pero los colonos iban siendo cada vez más numerosos y eran mayoría las ocasiones en las que su nombre pasaba de boca en boca sin que ni siquiera una voz proclamara su inocencia.

No resultó por ello extraño el que una noche llamara a su puerta un enviado de Francisco Roldán proponiéndole que se uniera a la causa de los rebeldes a cambio de la promesa de nombrarla Alcaldesa de Santo Domingo en caso de victoria, lo cual le otorgaría sin lugar a dudas una situación social tan privilegiada, que nadie se atrevería ya nunca a convertirla en víctima de sus insidias y maledicencias.

—¿Alcaldesa una extranjera con fama de espía? —se asombró la exvizcondesa—. Muy desesperado debe encontrarse Roldán cuando precisa de la ayuda de una mujer que ni siquiera sabe empuñar una espada.

—No se encuentra en absoluto desesperado —fue la áspera respuesta—. Pero es consciente de que un poco de vuestro oro acabaría de convencer a muchos indecisos.

—Entiendo… —admitió la alemana—. Pero quien esté dispuesto a dejarse comprar por mi oro, también lo estará a venderse al de los Colón, y resulta evidente que tienen mil veces más que yo. Mal negocio se me antoja en ese caso.

—No es cuestión de negocio, sino de ideales. Es preciso acabar de una vez con la tiranía de los genoveses.

—«Los genoveses», como vos los llamáis, han sido nombrados por los Reyes, y quien se alza contra ellos se alza por tanto contra la Corona. No entiendo gran cosa de política, pero sospecho que el futuro cierto de todos los rebeldes será acabar colgando de una cuerda, y a fe que preservo mi cuello para un mejor destino.

—Si triunfamos, colgaréis de esa cuerda por no habernos ayudado.

La amenaza tenía todas las trazas de ir en serio, y aunque Doña Mariana Montenegro no era mujer que se asustase fácilmente, llegó a la conclusión de que se hacía necesario tomar precauciones por lo que decidió escuchar al cojo Bonifacio empleando una pequeña parte de su oro en contratar los servicios de cuatro guardaespaldas.

—Tristes tiempos estos en los que los lobos tienen que guardar a los corderos —se lamentó ante el renco—. Pero a Nuevo Mundo, viejos vicios. Y aun peores.