XII

Necesitó más de dos horas para recuperar las fuerzas.

Aunque lo intentó con insistencia, las piernas se negaron a sostenerle, como si la larguísima carrera hubiese consumido todas sus energías obligándole a permanecer recostado en el tronco de un árbol con la mirada clavada en la alta cumbre de la montaña a la que tenía que regresar, y pese a poner toda su probada fuerza de voluntad en juego una y otra vez, una y otra vez las rodillas le fallaron.

—¡Vamos! ¡Arriba! —mascullaba tratando de darse ánimos mientras se aferraba a una rama izándose a pulso, pero en cuanto se erguía soltando el punto de apoyo volvía a derrumbarse como un saco o como si le hubieran cercenado los tendones.

Siguió así hasta que un acorazado «armadillo» de puntiagudo hocico y vivaces ojillos, hizo de pronto su aparición surgiendo de unas matas, y tras ventear el aire y agitar varias veces sus cómicas orejas, observó sin temor al derrotado pelirrojo, que se le debió antojar tan inofensivo como un pelele inanimado, puesto qué contraviniendo las más elementales normas de prudencia, se aproximó a olfatearle el ensangrentado tobillo sin el más mínimo respeto.

El gomero no se encontraba en situación de sentir lástima por nada ni por nadie, y aunque experimentó un leve remordimiento por traicionar tan flagrantemente la confianza del inofensivo mamífero, a la primera ocasión alargó la mano como si se tratara de una zarpa, y aferrándole por la rugosa coraza le retorció el pescuezo en un abrir y cerrar de ojos.

Sin necesidad apenas de moverse consiguió encender una hoguera sobre cuyas brasas colocó al cadáver de su infortunado visitante, asándolo a fuego lento sobre la espalda para que se condimentara en su propio jugo al servir el caparazón de improvisada cazuela según la más suculenta receta «cuprigueri».

El reconfortante almuerzo le permitió recuperar energías y sentirse más animado, por lo que al poco consiguió dar unos primeros pasos aunque no fue hasta una hora más tarde cuando se consideró en condiciones de reemprender la caminata.

Reunió la leña seca que encontró por los alrededores, la sujetó fuertemente con resistentes lianas en dos enormes haces, desvalijó la mayor parte de los nidos vecinos sin preocuparse en absoluto de a qué clase de aves pertenecían los huevos, y tuvo la inmensa suerte de sorprender haciendo el amor a dos absortas tortugas, a las que amarró por las patas colgándoselas al cuello como si se trataran de un viejo par de botas.

—La cena de esta noche, y el almuerzo de mañana —comentó de buen humor—. Caro os va a costar el polvo.

Por último, consciente de que con tanto peso no podría correr y el frío se convertiría una vez más en su peor enemigo, se apoderó de la tea que mejor ardía en la hoguera, poniéndose por fin en marcha decidido a llegar a la cueva antes de la caída de la noche aunque tuviera que dejarse la piel en el camino.

Si dura fue la carrera, y agotador su resultado, el viaje de regreso podría ser inscrito en los anales del Nuevo Mundo como una de sus hazañas más gloriosas e ignoradas, pues el improbable observador que hubiera sido testigo de cómo aquel gigante cojitranco, asfixiado, sudoroso y al propio tiempo martirizado por el frío, luchaba contra el viento bajo su insoportable carga, jamás hubiera podido llegar a comprender cómo es que conseguía avanzar siquiera un paso.

A buen seguro que ni el propio Cienfuegos habría sabido dar tampoco respuesta a tal demanda, puesto que cuanto sucedió aquel terrible día quedó luego en su memoria como una página en blanco, tal vez porque de un modo inconsciente se esforzó por olvidarlo, o tal vez porque fue tanta la energía que tuvo que derrochar su cuerpo, que no le quedaron fuerzas ni para grabar los recuerdos en su mente.

Fue como una pesadilla en la que se veía a sí mismo luchando con la nieve y el viento aunque sin querer aceptar que formaba parte de ese sueño, insensible al dolor y a la fatiga, y tan cegado por la necesidad de alcanzar su destino, que ni aun todas las legiones del averno hubieran conseguido detenerle un momento.

De tanto en tanto se aproximaba al pecho el hachón encendido procurándose así el calor que estaba necesitando, y cuando la tea se consumió la sustituyó por una de las ramas que cargaba a la espalda, lo que si bien le reconfortaba en cierto modo, daba como resultado lógico que algunas partes de su cuerpo apareciesen chamuscadas mientras otras corrían riesgo de congelarse.

Por fortuna había dejado de nevar, y pese a que el cielo continuara mostrándose encapotado, oscuro y amenazante, y la nieve caída le dificultara aún más la marcha, Cienfuegos se había concentrado en evadir su mente, aislándose de cuanto no estuviese relacionado con su perentoria necesidad de seguir siempre adelante, que ni aun la falta de oxígeno de la tremenda altura le afectaba como a la ida, ya que se había transformado en una máquina capaz únicamente de adelantar un pie después del otro.

Se esforzaba en no pensar en Ingrid ni en la negra —o quizá ni siquiera se encontraba en condiciones de hacerlo—, como si el simple hecho de permitir que sus pensamientos escaparan tan sólo unos segundos, pusiera en serio peligro la razón primordial de su existencia.

Buscó inconscientemente ayuda, sin embargo, en una vieja canción de la marinería de la Marigalante, obsesiva tonadilla que la tripulación entonaba a coro cuando llegaba el trabajoso momento de alzar a pulso el pesado velamen o remar al unísono remolcando la nave en mitad de una calma, y agradeció en el alma que fuese capaz de repetirse a sí misma y por sí sola tan insistentemente que no le diese oportunidad de pensar en otra cosa.

Trinidad; a proa se abre el mar,

y el mar se cierra a popa.

Con temporal de frente

o buen viento a la espalda.

Todo es lo mismo,

aunque todo es diferente,

y dondequiera que esté

tu voz me llama eternamente…

… Trinidad; no importa el rumbo,

ni tampoco el destino.

No importa el puerto,

ni tampoco el peligro.

Importa el mar

e importa el horizonte,

importa el sabor a sal,

y me importa tu nombre…

… Trinidad; a proa se abre el mar,

y el mar se cierra a popa…

Quién era aquella Trinidad de la romanza, y qué enamorado timonel le cantó por primera vez una noche de nostalgia mientras mantenía fija la proa hacia una estrella lejana, nadie lo supo nunca, pero lo cierto era que la pegadiza cantinela tenía la virtud de aferrarse como un pulpo al cerebro estableciéndose allí durante días, y el canario Cienfuegos recordaba la furia y la impotencia que se apoderaba de «Maese» Juan de La Cosa cada vez que la escuchaba, pues sabía por experiencia que más tarde apenas conseguiría pegar ojo por culpa de la insistencia con que Trinidad se complacía en volver una y otra vez sobre sí misma cuando estaba ya a punto de conciliar el sueño.

«… Trinidad; a proa se abre el mar,

y el mar se cierra a popa…».

No había allí, por desgracia, ningún mar que se abriera con sus cálidas aguas, ningún horizonte con sabor a sal, ni ningún puerto al que volver algún día por lejano que fuese. No había más que nieve, frío, desolación, y una tierra que empezaba a sospechar ilimitada, pues a aquellas alturas de la vida el ignorante cabrero que ningún interés tuvo nunca en participar en la más mínima hazaña conquistadora, empezaba a barruntar que el lugar al que le había arrojado en esta ocasión su eterna mala suerte, no era una isla, sino más bien un continente.

El solo hecho de atreverse a comentar delante de Su Excelencia el Almirante Don Cristóbal Colón, que aquella enorme montaña no se asentaba en una pequeña isla que se interponía estúpidamente en su camino al cercano Cipango y los palacios de oro del Gran Kan, sino que a buen seguro se elevaba en el interior de un inmenso y desconocido continente que nada sabía del poderoso Emperador de la China y sus lujos excéntricos, habría hecho que sus días acabaran en la horca, pero una de las únicas cosas positivas que tenía la terrible situación en que el gomero se encontraba, era la casi absoluta seguridad de que el severo Virrey debía estar muy lejos.

¿Dónde?

Para saberlo hubiera sido necesario tener primero una idea de en qué lugar del mundo se hallaba él mismo, y Cienfuegos había perdido tiempo atrás la cuenta de los cientos de vueltas y revueltas que se había visto obligado a realizar desde el día en que abandonara los humeantes restos del «Fuerte de La Natividad» en compañía de su buen amigo el viejo Virutas.

Tan sólo tenía plena conciencia de que había dejado muy al norte el caliente mar de los caribes con sus infinitas islas, para adentrarse en una tierra sin horizontes que cada día se le antojaba más inhóspita y agreste, y de la que aquel majestuoso «Gran Blanco» no constituiría probablemente un aislado picacho que se alzaba solitario en mitad de las interminables serranías dominadas por los feroces «motilones», sino que tenía aspecto más bien de formar parte de una gigantesca cadena montañosa que se perdía de vista hacia el suroeste.

¿Hasta dónde llegaría?

El pobre pastor gomero tardaría en tomar plena conciencia de que en realidad sus apreciaciones eran exactas debido a que su errante estrella le había empujado hasta las primeras estribaciones de la Cordillera Andina con su interminable rosario de cumbres que superaban con frecuencia los seis mil metros de altitud, aunque lo cierto era que tampoco se encontraba en situación de reparar en semejantes nimiedades, puesto que lo que en aquellos momentos importaba era alcanzar la pequeña cueva en que una pobre negra embarazada y hambrienta tiritaba, antes de que el frío de la noche la matase.

«Trinidad; a proa se abre el mar,

y el mar se cierra a popa…».

El sol tan sólo hizo su aparición para despedirse de un largo día que no había sido suyo ni tan sólo un instante, pero su aparición sirvió para alertar al agotado Cienfuegos del escaso tiempo de que aún disponía, lo que le obligó a avivar aún más el paso hasta el punto de que al penetrar con las primeras sombras de la noche en la caverna, cayó de rodillas totalmente vencido.

Dejó escapar un sollozo de angustia.

Azabache no estaba.