Apenas una semana consiguió retener a la impaciente Azabache antes de que amenazara con emprender a solas la ascensión si no se decidía a acompañarla.
—Subamos —suplicaba—. Pidámosle al «Gran Blanco» que mi hijo no herede este color de piel, y si quieres regresaremos luego aquí a esperar a que nazca. Es un lugar tan bueno como cualquier otro para dar a luz.
Siete veces pareció a punto de precipitarse al abismo, y otras tantas estuvo atento el gomero a sostenerla, y fueron aquellos dos interminables días de trepar por una lisa pared de roca, los más agotadores que madre alguna tuviera que padecer por el futuro de su hijo.
La noche la pasaron sobre una cornisa de no más de un metro de ancho, y Cienfuegos se vio en la necesidad de mantenerse en vela, ya que la agotada Azabache cayó rendida en cuanto cerró los ojos, pero la inquietud de su sueño obligaba a temer que en cualquier momento podía dar media vuelta y hundirse para siempre en las tinieblas.
El cabrero la aferraba fuertemente por un brazo, procurando no despertarla pero sin aflojar tampoco la presión lo suficiente como para que pudiera escurrírsele, y fue esa tensión y ese miedo a perderla lo que le agotó más aún que la ascensión en sí, hasta el punto de que cuando a la tarde siguiente coronaron la cima y pisó al fin terreno llano, se derrumbó de improviso como si un rayo le hubiera fulminado para siempre.
Despertó sin embargo totalmente descansado y fresco y no le sorprendió descubrir que la negra parecía no haberse movido de su lado, por lo que le dedicó una ancha sonrisa de agradecimiento.
—¿Todo bien? —quiso saber.
Ella asintió al tiempo que alzaba el rostro.
—Todo bien, excepto por esos inmensos pajarracos que no paran de dar vueltas. ¡Me asustan!
El gomero siguió la dirección de su mirada y distinguió en efecto a una pareja de gigantescos cóndores de más de dos metros de envergadura que giraban pacientes muy por encima de la cumbre de la altísima montaña.
—Son gorriones —musitó quedamente.
—¿Gorriones? —se asombró ella—. ¿De ese tamaño?
—Aquí a los lagartos les llaman «caimanes» y se comen a la gente —replicó él al tiempo que comenzaba a erguirse—. No me extrañaría por tanto que esos gorriones sean capaces de robar una cabra. Mejor nos vamos, porque si nos caga encima nos desnucan.
Reanudaron la marcha y a las tres horas de camino se abrió ante ellos un páramo húmedo y triste salpicado de diminutas lagunas y extraños matojos que semejaban cabezas de «indio» emplumado, al tiempo que espesas nubes cubrían el cielo, con lo que comenzó a gemir sobre la grisácea llanura un viento helado que obligaba a tiritar a una dahomeyana y un canario que jamás habían sufrido tan bajas temperaturas.
Los pies, descalzos, parecían arder cuando pisaban un charco oculto por una hierba resbaladiza y rala, las orejas amenazaban con caérsele a trozos, y Cienfuegos lanzó un sonoro reniego al descubrir que aquél era un nuevo enemigo al que jamás había aprendido a combatir en parte alguna.
—¡Manda cojones! —masculló malhumorado cuando se detuvo a orinar—. Hace unos días nos achicharrábamos y ahora casi se me ha perdido el pito con este frío. ¿Cómo hará el amor aquí la gente?
—¿Hacer el amor? —inquirió Azabache sorprendida—. Aquí se viene a rezar, no a hacer el amor. ¿Es que no puedes pensar en otra cosa?
—Ahora sí —admitió el cabrero dando diente con diente—. Te juro que ahora en lo único que pienso es en tumbarme al sol aunque fuera en pleno desierto. Aquel infierno era mil veces mejor que este frío.
Como si sus palabras hubieran sido escuchadas por alguien que parecía entretenerse en fastidiarle a todas horas, las nubes se alejaron hacia el este, el viento se calmó con su marcha, y un sol que, no lejos de la línea del ecuador, en pleno mediodía y casi a cuatro mil metros de altura, parecía haberse convertido en plomo derretido, les taladró el cerebro dejándoles de inmediato sin fuerza y sin aliento.
El brusco cambio de temperatura, podía rondar muy bien los cuarenta grados, y constituía aquél un choque tan violento, que hasta las negras rocas lo acusaban de tal forma que en los días sucesivos no les sorprendió escuchar de tanto en tanto el estallido de alguna de ellas que se quebraba en pedazos.
Lagartos verdinegros de diabólica apariencia nacían entonces de ocultas oquedades y semejaban viejas estatuas de bronce patronos que estuviesen robándole la vida a los furiosos rayos de aquel sol inclemente.
Pero cuando una aislada nube se interponía sólo un instante entre la fuente de calor y el alto páramo, nuevamente la temperatura caía cuarenta grados, desaparecían tragados por la tierra los lagartos y los seres humanos tenían la impresión de haberse convertido en espada al rojo que un invisible herrero sacaba de la fragua e introducía de súbito en el agua.
—¡Elegba, Elegba! —sollozó de improviso la africana—. ¿Por qué haces esto?
Y es que rompía en verdad el alma contemplarla, flaca; con el vientre hinchado como un globo; sucia y cubierta de heridas y arañazos; temblando de frío o sudando a mares; con los ojos enrojecidos y los cuarteados labios cubiertos de pústulas.
—¡Volvamos! —suplicó Cienfuegos, derrotado más por los padecimientos de su amiga que por su propio cansancio—. ¡Volvamos, por favor!
—Ya queda poco.
—¿Poco para qué? ¡No es más que una puta montaña!
—¡No! —replicó ella con extraña firmeza—. Es mucho más que una montaña. Estoy segura.
—Una montaña no es más que una montaña aquí o en La Gomera —protestó el isleño—. Y no creo que valga la pena perder la vida por verla más de cerca.
Se rascó la frente con gesto mecánico, y al tirar de un pequeño pellejo que se le había levantado, gran parte de la piel del rostro se le quedó en las manos como si se tratara de una máscara que hubiese llevado superpuesta.
—¡Dios bendito! —se alarmó—. ¡Qué coño es esto!
La dahomeyana sonrió apenas.
—Desventajas de ser blanco —señaló—. El sol y el viento te han abrasado por completo: —Se rascó la cara repetidas veces y le mostró las uñas—. A mí eso nunca va a ocurrirme.
—¡Si te digo yo que aquí todo es posible…! —masculló Cienfuegos malhumorado—. Me estoy quedando sin pito y sin pellejo. Apuesto a que mañana amanezco calvo. ¡Qué mierda de frío!
Reanudaron la marcha y avanzaban ahora como muertos vivientes o tal vez como borrachos, tropezando y dando tumbos, y pese a que la alta cima les marcaba el rumbo en un momento dado el canario tomó conciencia de dónde se encontraba para descubrir que Azabache se había desviado inexplicablemente, alejándose como hipnotizada y perdida toda noción de cuanto le rodeaba, hacia poniente.
Ni siquiera sus gritos, que a aquella altura y con el aire enrarecido parecían apagarse apenas surgidos de su garganta, consiguieron obligarla a volver a la realidad, y tuvo que correr tras ella y aferrarla por un brazo para obligarla a rectificar y retomar la dirección correcta.
Dos horas más tarde se detuvieron frente a las primeras nieves.
La observaron en silencio, indecisos ante la idea de tocarla, como asustados por aquella desconocida masa blanca que se adueñaba de todo en adelante, y que constituía una especie de silenciosa amenaza o de informe monstruo dispuesto a devorarles.
Había salido una vez más el sol y el calor volvía a ser insoportable, por lo que el contraste entre el aire y la nieve era aún más acusado, y de esta última les sorprendió su tacto, su textura, y la forma en que se licuaba en cuanto colocaban unos copos sobre la palma de la mano.
—¡Es agua! —se asombró la negra.
—Te lo dije. Agua que el frío espesa.
—¡Qué extraño! —La muchacha había tomado asiento sobre una roca y observaba el uniforme paisaje que se abría ante ella, y en el que únicamente destacaban las agujas basálticas que se alzaban aquí y allá como negros caprichos—. Cuando era niña creía que el mundo se limitaba al lago y la selva, luego descubrí el mar, por último el desierto, y ahora esto… —Alzó el rostro y le miró de frente—. ¿Pueden existir más cosas?
Cienfuegos, que había tomado asiento a su vez y jugueteaba con una bola de nieve, se encogió de hombros admitiendo su absoluta ignorancia.
—No lo sé, y con frecuencia me pregunto si es bueno descubrirlo, o sería preferible haber continuado para siempre en La Gomera. —Hizo un amplio ademán como pretendiendo abarcar cuanto le rodeaba—. ¿Qué diablos pintamos tú y yo aquí? —quiso saber.
… A mi hijo de blanco —fue la humorística respuesta de la africana que había comenzado a frotarse el vientre con un puñado de nieve—. ¿Crees que dará resultado?
Y agitó la rojiza cabellera con manifiesta duda:
—No veo que la tripa se te destiña.
—Tal vez tarde en hacer efecto.
—¡No es más que agua! —repitió con gesto despectivo—. Ya la has visto, la has tocado, y es hora de volver porque si nos sorprende aquí la noche tal vez moriremos de frío.
—Nunca supe de nadie que muriera de frío —le hizo notar ella.
—Yo tampoco —admitió Cienfuegos—. Pero tampoco supe de nadie que pasara la noche en un lugar como éste. ¡Regresemos!
Azabache negó convencida mientras continuaba frotándose el vientre con un puñado de nieve.
—¡Vuelve tú! Yo no me siento con fuerzas como para atravesar de nuevo esa llanura. —Indicó con un ademán de la cabeza la montaña—. Más adelante debe existir alguna cueva en la que refugiarse. De otro modo, ningún peregrino habría llegado nunca hasta aquí.
El gomero pareció llegar a la conclusión de que en realidad no se encontraban en condiciones de regresar sobre sus pasos y alcanzar los límites del páramo antes de que cayera la noche, por lo que se limitó a alzar el rostro y calcular las horas que les quedaban de luz señalando por último:
—En ese caso será mejor que continuemos, porque el camino es largo. —Apuntó con el dedo hacia los cóndores que habían hecho de nuevo su aparición trazando incansables círculos sobre sus cabezas—. Y ese par de cabrones parecen dispuestos a sacarnos los ojos en cuanto nos descuidemos.
Caminar descalzos por la nieve les produjo una indescriptible sensación de angustia, y el hecho de sentir cómo el mundo jugaba a hundirse a cada paso bajo sus pies cubriéndoles primero los tobillos y más tarde las pantorrillas para llegarles al fin hasta casi los muslos, les obligó a intercambiar una larga mirada de temor, pues ambos abrigaron muy pronto el convencimiento de que de un momento a otro acabarían por desaparecer definitivamente bajo aquella crujiente masa blanda y gélida.
—Pareces una mosca pataleando en un vaso de leche —señaló el gomero durante una de las muchas ocasiones que tuvo que acudir a ayudarla a ponerse en pie—. Y te aseguro que si de aquí no sales blanca, ya no te aclaras nunca.
Poco después, al sobrepasar el mayor de los bloques de roca, la cara norte del «Gran Blanco» se les mostró por fin en toda su belleza, y herida oblicuamente por un sol de media tarde semejaba un inmenso diamante tallado con infinito mimo para que destacara esplendoroso contra el azul del cielo.
—¡Qué hermosura! —exclamó ella fascinada.
—Muy bonito… —admitió el isleño a desgana—. Pero no me gusta: recuerda una inmensa máscara.
Así era, en efecto, puesto que dos lisas paredes imitaban los ojos, y a un lado, como dibujando una amarga mueca, se abría la entrada de una enorme caverna que hacía las veces de torcida boca de despectivo gesto.
Subieron hasta ella, no sin fatigas, y a la entrada, de más de diez metros de ancho por seis de alto, se detuvieron sin ponerse de acuerdo, como si un súbito y común presentimiento les impidiera atravesar aquel impresionante umbral de hielo y roca.
Habían llegado al auténtico destino final de todos los peregrinos de la región y lo sabían, porque como iluminados al unísono por una sutil revelación, acababan de descubrir que la montaña no era en verdad más que un simple punto de referencia, y el auténtico secreto a que hacían mención las leyendas se ocultaba en aquella gruta.
Avanzaron dificultosamente y no sin temor sobre un suelo de roca cubierto por una espesa pátina, y tras girar a la izquierda desembocaron al poco en una alta nave de las dimensiones de una iglesia pequeña.
Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la penumbra, pero por último, y gracias a la luz exterior que se reflejaba en la pared de hielo de la entrada pudieron advertir, estupefactos, que la amplia estancia se encontraba ocupada por más de una treintena de hombres y mujeres, así como por un incontable número de multicolores colibríes y guacamayos.
Los observaron en silencio y en silencio fueron observados a su vez por docenas de ojos que tal vez llevaban ya más de cien años contemplando impasibles la entrada de la gruta.
El frío era intensísimo, pero se trataba ahora de un frío distinto, tan seco y probablemente tan constante, que debido a sus especiales características toda aquella impresionante corte de cadáveres se mantenía intacta, sin apenas escarcha que los desvirtuase, y con una apariencia tan fresca y tan lozana, que podría creerse que en algunos aún alentaba un soplo de vida la noche antes.
Era como si se hubieran quedado quietos de improviso al advertir la llegada de extraños, o como las magníficas figuras de un gran museo de cera.
Ni Cienfuegos ni la negra Azabache, tiritando y con los dientes castañeteando incesantemente, fueron capaces de pronunciar siquiera una palabra, y tan sólo consiguieron avanzar unos metros, alcanzar el centro de la sala y girar la vista alrededor para observar aquella impresionante galería de rostros tan prodigiosamente conservados.
La mayoría eran muy viejos; probablemente poderosos caciques de su tiempo, aunque podían distinguirse también cuatro o cinco mujeres que debieron ser en vida muy hermosas y media docena de fornidos guerreros cubiertos de cicatrices.
Todos aparecían sentados, semidesnudos, adornados tan sólo con guirnaldas de flores, y cargando en el hombro un colibrí o un guacamayo de vistoso plumaje, y todos formaban una especie de corro en torno a la erguida figura que ocupaba el centro de un amplio altar hecho de hielo: un anciano que lucía largos cabellos blancos y una espesa barba rubia que destacaba sobre la gruesa túnica de color indefinido que le cubría por completo.
Cienfuegos se aproximó hasta casi tocarle, pero una especie de temor supersticioso y un frío que amenazaba con paralizarle le obligaron a volver sobre sus pasos, y aferrando como pudo a la renuente Azabache, la arrastró al exterior para permitir que un sol que comenzaba a declinar les volviese a la vida.
Sin intercambiar siquiera una palabra regresaron tan aprisa como pudieron sobre sus propios pasos, abandonaron con un suspiro de alivio la zona cubierta de nieve, y descubrieron con la llegada del crepúsculo, que a media legua hacia el sur tres diminutas cuevas parecían haber sido utilizadas por anteriores peregrinos. En una de ellas habían dejado abandonada incluso una deshilachada estera y restos de leña mal quemada, por lo que el gomero se afanó de inmediato en la tarea de encender fuego con dos palos, tal como le enseñara tiempo atrás su buen amigo Papepac.
Era ya noche cerrada cuando al calor de la diminuta hoguera se encontraron por fin en condiciones de articular ordenadamente las primeras palabras, y el cabrero lanzó un sonoro bufido que demostraba la profundidad de su desconcierto y desagrado antes de frotarse con violencia las manos y comentar:
—De todos los días difíciles y absurdos de mi vida, éste se lleva desde luego la palma. Prefiero que me persigan los caníbales, a pasar tanto frío para acabar topándome con todas esas momias en conserva…
—Probablemente es el lugar más fascinante que existe en este mundo —musitó con un susurro apenas audible la muchacha.
—¿Cómo has dicho? —inquirió incrédulo Cienfuegos temiendo haber oído mal.
—Que es un lugar muy hermoso —insistió ella—. El único en que se ha conseguido vencer a la muerte.
—Nadie ha vencido a la muerte —protestó el isleño desabridamente—. Jamás ha estado la muerte más presente que en esa maldita cueva. Lo único que se ha conseguido es que no se pudran los cuerpos… —Hizo una corta pausa y añadió meditabundo—: ¿Pero por qué? —Se arrancó un largo trozo de piel del antebrazo como quien se quita un guante y masculló casi para sus adentros—: Debe ser que a los gusanos tampoco les gusta el frío y dejan en paz a los cadáveres… Ni el más hambriento podría comer con semejante tiritera…
—¡Qué tonterías dices! —le recriminó la negra que aparecía extrañamente seria—. Se trata de un milagro.
—¿Milagro? —repitió el canario lanzando una corta carcajada sin la menor alegría—. ¡Ja! ¡Qué milagro ni qué porras! Tiene que ser cosa del frío. Por alguna extraña razón que no me explico, mantiene los cuerpos incorruptos.
—Es el milagro del «Gran Blanco» —insistió ella en tono casi obsesivo—. Conserva así los cuerpos de los que han sido justos en la vida.
—¿Incluso los guacamayos? —inquirió burlón el isleño—. ¿Acaso existen guacamayos y colibríes buenos y malos? Hasta el hijo de la gran puta del Capitán Eu se hubiera quedado igual si lo meten ahí dentro. Te repito que es cosa del frío. Si cuanto más calor hace, más pronto se pudren los muertos, parece lógico que en esa jodida cueva se conserven durante años… —Agitó la cabeza como si a él mismo le costara trabajo admitir la magnitud de su descubrimiento—. No cabe duda de que en esta parte del mundo cada día se aprende algo nuevo —concluyó—. A este paso acabaré siendo un sabio.
—Tú lo que eres es un impío incapaz de creer en lo que tiene ante sus propios ojos. ¡Esa cueva es un lugar bendito que hace milagros!
—¿Qué clase de milagros? —arguyó Cienfuegos visiblemente molesto—. ¿De qué demonios sirve un milagro que afecta a los muertos? Los milagros sólo son útiles en vida, y allí no hay quien viva ni él tiempo necesario para implorar ese milagro…
—No sé aún qué clase de milagros —admitió la africana—. Pero no hemos venido hasta aquí para irnos sin averiguarlo. ¿Te fijaste en el anciano de la túnica? Ese debe ser en verdad el «Gran Blanco»… —señaló, y tras una breve pausa dejó caer lentamente una palabra que le llenó la boca—. ¡Dios!
—¿Dios? —fue la asombrada respuesta del gomero—. ¿Ese…? Pues si Dios se ha quedado tan tieso, no me extraña que en el mundo ocurran las cosas que ocurren —puntualizó con manifiesta mala intención—. Lo que sí está claro es de que no se trata de un «indio». Jamás he visto ninguno tan alto y con barba. Más bien parecía uno de los nuestros… —Le dirigió una larga mirada, reparó en el color de su piel y sus cabellos y añadió como disculpándose—: Quiero decir, de los míos.
—¿Un español? —inquirió ella en tono abiertamente despectivo—. ¿Pretendes hacerme creer que en lugar de un dios es un sucio español?
—No necesariamente español —se justificó Cienfuegos—. Tal vez portugués, alemán o italiano… ¡Yo qué sé! Hay mucha gente blanca.
—¿Y cómo llegó hasta aquí?
—¡Cualquiera sabe!
—¿Venía en las naves del Almirante?
—No, desde luego. Y además tengo la impresión de que esa momia lleva ahí muchísimo tiempo.
—¿Cómo puedes saberlo?
—¡No he dicho que lo sepa! —se impacientó el canario al que todo aquel asunto desagradaba profundamente—. Sólo he dicho que «da la impresión». No puedo saber quién es, ni cómo llegó hasta aquí, pero de lo que sí estoy seguro es que ni es un dios, ni creo que pueda hacer ningún tipo de milagros.
—Pues yo necesito un milagro para mi hijo —insistió machacona la africana—. ¿Qué vamos a hacer si no, solos y negros, en esta tierra de «salvajes»? —sollozó—. Si ni siquiera las gentes de su padre lo quieren, ¿quién le querrá? —Alargó la mano y la colocó sobre la rodilla del pelirrojo obligándole a que le mirara de frente—. ¿Es que no te das cuenta de nuestra situación? —inquirió—. Si el niño no nace blanco, no podremos regresar con los «cuprigueri», y estaremos condenados a vagar eternamente por selvas y montañas a merced de bestias como los «motilones». ¡Tengo miedo! —añadió tras una corta pausa—. Tengo miedo por mi hijo, y necesito a toda costa ese milagro.
¿Qué consuelo podía proporcionarle un ignorante y desconcertado cabrero al que un alud de acontecimientos continuaba cayendo encima día tras día sin darle apenas tiempo a reaccionar? El desventurado Cienfuegos a duras penas conseguía encontrar solución a los infinitos problemas que una y otra vez le acosaban, y por si todo ello fuera poco se encontraba ahora con que tenía que solucionar también los de una desamparada chiquilla y un mocoso que parecía emperrado en nacer pese a que todo estuviera abiertamente en contra de semejante acontecimiento.
Imaginó cuál sería su destino teniendo que cargar por aquellas ignotas regiones con una asustada muchacha y un negrito que no tendría ni siquiera un pedazo de tela con que cubrirse, y llegó a la conclusión de que, en efecto, necesitaban a toda costa un buen milagro.
Pero el isleño sabía por experiencia que a aquella orilla del océano los milagros todavía no habían hecho acto de presencia, y abrigaba el convencimiento de que el anciano de oscura túnica y barba blanca cuyo cadáver se conservaba intacto por algún extraño fenómeno de la Naturaleza no era en absoluto el cuerpo de un dios, sino el de alguien a quien los aborígenes habían respetado mucho y habían decidido preservar de aquella curiosa forma.
De dónde había llegado era sin duda un misterio que quizá nadie resolvería nunca, pero le vino a la memoria el hecho de que durante la travesía del océano toparon en cierta ocasión con el mástil de una gran nave, por lo que no resultaba del todo aventurado imaginar que tal vez muchos años atrás, esa nave —o cualquier otra— hubiera concluido por naufragar en aquellas lejanas costas y el «Gran Blanco» fuera uno de sus escasos supervivientes.
Debió permanecer por tanto entre los nativos hasta el día de su muerte, y adorado tal vez por su bondad o por la magnitud de su sabiduría, habían concluido por convertir su mausoleo en lugar de culto y peregrinación en el que tan sólo los más respetados jefes y sus esposas tenían derecho a descansar como eternos acompañantes.
Ésa era a su modo de ver la única respuesta lógica al misterio, por lo que hablar de milagros se le antojaba una majadería, y acostumbrado como estaba a hacerle frente a los problemas desde un punto de vista eminentemente práctico, tomó la decisión de que en cuanto el sol comenzara a calentar de nuevo el páramo, emprenderían de grado o por fuerza el regreso al remanso del río donde aguardarían el nacimiento de la criatura sin hacerse demasiadas ilusiones sobre el futuro color de su piel.
Pero al amanecer arreció el frío.
Un viento lúgubre recorrió aullante la muerta llanura para trepar entre remolinos de nieve hasta la cima de la agreste montaña, cargando a la espalda heladas agujas que se clavaban en la carne amenazando con taladrar hasta los huesos.
Una luz gris, plomiza y muerta privó de relieves al paisaje convirtiéndolo todo en un dibujo plano de tonos sepias, y espesas nubes llegaban en legión del noroeste augurando un largo día sin sol que calentara el páramo.
Su primera intención fue convencer a la muchacha de que debían ponerse en camino cuanto antes, pero le bastó un corto intercambio de palabras para comprender que no estaba en condiciones de dar siquiera un paso; ya que en cuanto le golpeara el gélido cierzo exterior se derrumbaría como un fardo.
Fue en ese instante cuando del cielo comenzaron a desprenderse blancas plumas que se adueñaron de cuanto alcanzaba la vista, y el gomero y la dahomeyana se embobaron ante el prodigio de aquellos impalpables copos que caían mansamente, pero que no obstante cubrieron por completo el desolado paisaje de un espeso manto deslumbrante.
—De modo que así es como se forma —musitó para sus adentros el cabrero—. Es cosa de las nubes. Jamás vi nada igual, pero jamás vi tampoco nada capaz de causar tanto daño.
—Me voy a buscar leña y comida —dijo al fin en voz alta—. Espero estar de vuelta antes de que caiga la noche…
—No me dejes sola… —suplicó la africana.
—Si me quedo no viviremos mucho —fue la respuesta—. Con un buen fuego quizá resistamos hasta que estés en condiciones de emprender el regreso, pero así no. —Comenzó a escarbar con fuerza en el blando y seco suelo de la gruta—. Te enterraré hasta el pecho y estarás más caliente. —Le acarició con ternura las oscuras mejillas anegadas de lágrimas—. ¡Confía en mí! —pidió—. ¡Saldremos de ésta!
Le besó en la frente intentando transmitirle una confianza en el futuro que se encontraba muy lejos de sentir, y salió a enfrentarse a un frío y una nieve que amenazaban con convertirse en sus eternos carceleros.
Sin pensarlo un segundo echó a correr.
Y lo hizo porque abrigó de inmediato la certeza de que tan sólo una larguísima carrera en la que fuera capaz de mantener durante horas el mismo ritmo vaciando su mente de todo cuanto no fuera enviar órdenes a sus piernas para que no se detuvieran nunca, le permitiría escapar de aquella blanca trampa, y demostró coraje suficiente como para convertirse en una especie de atleta de maratón sin más destino ni más meta que alcanzar las lindes de un bosque en el que recoger leña seca.
Por fortuna, la capa de nieve, aunque cuajada ya, no era lo suficientemente espesa como para hacer que sus pies se hundieran, y el piso tenía por tanto la consistencia y suavidad necesarios como para correr sin más problemas que el que representaban los invisibles charcos o los achaparrados matojos que incluso podía salvar de un fácil salto.
Muy pronto descubrió, sin embargo, que su principal enemigo no se centraba en el terreno, las piernas o incluso el frío al que combatía con la propia carrera, sino en una pesada y enrarecida atmósfera, que a más de tres mil metros de altitud hacía que el oxígeno le llegase con dificultad a los pulmones produciéndole una angustiosa sensación de asfixia y un furioso zumbido en las sienes que amenazaba con conseguir que le estallara en mil pedazos la cabeza.
Debido a ello, cuando al fin la muerta planicie del sucio páramo comenzó a descender suavemente en busca del barranco, y la nieve dejó muy pronto de cegarle, el isleño pareció extraer nuevas fuerzas de su propia flaqueza, y dejando escapar un alarido de triunfo, alargó aún más el paso y voló sobre la pendiente en procura de los primeros árboles que conformaban una confusa mancha en el horizonte.
El oscuro rostro de Azabache se entremezcló en su memoria con las pálidas facciones de Ingrid Grass, y en su confusión y aturdimiento llegó a creer que por quien en realidad corría y a quien pretendía salvar era a su amada, por lo que ni siquiera dejó escapar el más leve lamento cuando una oculta roca le desgarró un tobillo haciéndole sangrar profusamente.
No pareció sentir dolor, al igual que no parecía sentir sed o fatiga, y tan sólo el miedo a no llegar a tiempo dominaba su mente, ya se le creería transformado en un autómata que tan sólo supiera responder a la orden expresa de seguir adelante.
Los árboles llegaban hacia él como si una inmensa mano amiga hubiera decidido empujar el paisaje enviándolo en su busca, y por unos instantes abrigó el convencimiento de que al fin el destino se había puesto abiertamente de su lado.