X

—¡«Yaaaaa-cabo…»! ¡«Yaaaaa-cabo…»!

El curioso graznido era como una llave que abriera todas las puertas o la voz mágica que aplacara la ira y la agresividad de los más fieros guerreros, aunque no tenía, por desgracia, la virtud de calmar de igual modo la curiosidad de los chiquillos, que en cuanto distinguían a la extraña pareja de «garzas» que peregrinaban en busca del «Gran Blanco» se arremolinaban en torno a ellas o las seguían durante horas hasta las lindes del territorio de su tribu.

Al gomero se lo llevaban los demonios al advertir que no podía ni acuclillarse a satisfacer sus más íntimas necesidades sin soportar la atenta mirada de una docena de mocosos, y por lo único que agradeció tener que lucir tan estrafalaria vestimenta fue por el hecho de que la amplia capa de plumas cubría a medias sus vergüenzas en tan delicado momento.

Sabía que no podía reñirles ni espantarles puesto que según la ley no escrita de los aborígenes les estaba prohibido dirigirse a ser viviente alguno, ya que de hecho eran como sombras de inmensas aves incapaces de volar, y a menudo, cuando el hambre les acuciaba, se veían en la obligación de permanecer durante horas en las afueras de un poblado aguardando pacientes a que un alma caritativa se dignase ofrecerles algún tipo de alimento.

—¡Odio este viaje! —mascullaba furibundo Cienfuegos durante las escasas ocasiones en que se encontraban completamente a solas—. ¡Lo odio a muerte!

—Te advertí que no te gustaría… —le hacía notar la negra—. Pero no quisiste hacerme caso.

—Pero es que a nadie se le ocurre que se tratara de una majadería semejante… —se lamentaba el pelirrojo tristemente—. ¡Me siento tan ridículo! ¡Y se me caen las plumas! Con tanta rama y tanta zarza, cuando lleguemos más pareceré pollo de cazuela que honrado peregrino. ¿Crees que falta mucho?

—No tengo ni idea.

Nadie parecía tener tampoco la más mínima idea de a qué distancia podría encontrarse el ansiado hechicero, ya que al no poder intercambiar palabra alguna con los nativos, y limitarse su vocabulario a aquel gutural graznido de pajarraco histérico, la información no pasaba de un simple ademán del brazo que indicaba el camino que debían seguir en su lenta progresión al interior de tierra firme.

Al sexto día de marcha se habían internado ya en las primeras estribaciones de una larga cadena de montañas dejando a sus espaldas el país de los «pemeno», y al atravesar un frágil puente colgante hecho a base de cañas y lianas que se balanceaba sobre un violento riachuelo de aguas furiosas, una extraña e inquietante sinfonía les llevó a la conclusión de que estaban penetrando en el prohibido territorio de los feroces «motilones».

Y es que la macabra cantinela venía dada por una veintena de mondos cráneos humanos, que colgando de largas lianas a la salida del puentecillo, entrechocaban entre sí como advirtiendo a los intrusos de que no era aquélla una tierra que acogiera con entusiasmo a inoportunos visitantes.

—No te inquietes —musitó la negra al advertir la mirada de desconfianza que Cienfuegos le dedicaba a los tristes despojos—. Ya sabes que con estos ropajes somos intocables.

—Lo sé —admitió de mala gana el canario—. Ahora lo que falta es averiguar si ellos lo saben. Apuesto a que alguno de éstos también llegó aquí disfrazado de gallina.

La hostilidad de los «motilones» no se mostró, sin embargo, en forma activa, sino en una especie de silenciosa, invisible y fría amenaza que parecía irles acompañando a todo lo largo del agreste sendero.

No distinguieron durante el fatigoso viaje ni a un solo miembro de una primitivísima comunidad encerrada en sí misma, que aún continuaría aterrorizando al mundo cuatro siglos más tarde, pero cada paso que daban o cada noche que pasaban en blanco, era un paso hacia la nada o una noche de angustia, puesto que el vacío que los «motilones» eran capaces de crear en torno a los extraños resultaba más agobiante aún que su propia presencia.

Hedía a muerte.

El espeso bosque y la intrincada serranía, o al menos el abrupto sendero por el que los osados peregrinos debían irse abriendo camino a duras penas en busca del «Gran Blanco», no ofrecía en apariencia más peligro que precipicios impresionantes y aisladas serpientes venenosas, pero la carroña de animales —o tal vez seres humanos— en perpetua descomposición se encontraba tan perfectamente distribuida y oculta a todo lo largo de la ruta, que el cerebro del sufrido caminante acababa por obsesionarse con la idea de que en cualquier momento él mismo pasaría a formar parte dé aquella pestilencia abominable.

Al canario le asombró la astucia de aquel pueblo de sombras que sin necesidad de hacer alardes de fuerza, ni asustar con gritos y amenazas, grababa a fuego en el ánimo de sus posibles enemigos el firme convencimiento de que se encontraba por completo a su merced.

—Jamás se me habría ocurrido pensar en el olor como arma disuasoria —sentenció una noche incapaz de pegar ojo a causa de una pestilencia que parecía envolverles como un espeso manto pegajoso—. Pero no cabe duda de que estos hijos de puta han descubierto una nueva forma de espantar al más valiente, porque si cierto es que hay tipos a los que la muerte no asusta, a todos asusta saber que después de esa muerte nos convertiremos en piltrafas malolientes.

Recordó entonces el temor que sentía el viejo Virutas, ante el hecho de acabar sus días en el cebado vientre de un grupo de caníbales, y se preguntó en voz alta si sería preferible convertirse en pasto de gusanos o de hombres.

—En mi tierra —sentenció la africana—, los cadáveres de los jefes más valientes se incineran y sus cenizas se arrojan al lago para que nadie pueda mancillar jamás sus cuerpos…

—¿Te gustaría terminar así?

—En absoluto. —Azabache chasqueó la lengua y colocó suavemente la mano sobre el abultado vientre como si buscara un contacto aún más directo con su hijo—. ¿Qué quedaría de nosotros cuando las cenizas se disolvieran en el agua?

—El recuerdo.

—¿Y acaso es eso bueno? —inquirió ella con desgana—. El recuerdo de aquéllos que queremos y ya se han ido, suele hacer mucho más daño que beneficio. —Alzó el rostro y sonrió apenas—. Se está moviendo… —susurró.

Tomó la mano de su amigo y la colocó en el punto en que, efectivamente, se percibía a través de la negra y tersa piel una ligerísima contracción.

—¿Lo notas?

Cienfuegos asintió en silencio.

Ella alzó sus inmensos ojos que semejaban ahora carbones encendidos e inquirió con timidez:

—¿Crees que será blanco?

—Será tu hijo y eso basta.

—¿Pero qué destino le espera a un niño negro en estas tierras, si ya para nosotros la vida resulta tan difícil?

—¿Qué importa eso? —El gomero aspiró profundamente como si pretendiera obligarle a reparar una vez más en el repugnante hedor a carne putrefacta—. Estamos en el corazón de una sucia selva remota, rodeados de invisibles salvajes, apestando a carroña, ridículos y hambrientos… Pero estamos vivos. ¡Y sanos! Y tú amas a un «indio» bizco y yo a una alemana rubia. Seguro que en estos momentos algún príncipe enfermo o que jamás amó a nadie, se cambiaría por nosotros.

La dahomeyana le dirigió una larga mirada de soslayo en la que se leía claramente todo su escepticismo:

—¿De verdad? —quiso saber—. ¿Crees que por muy moribundo que estuviera existiría algún príncipe que se cambiara por nosotros?

—¡Si está ya desahuciado…! —bromeó el canario.

Sería necesario en verdad encontrarse a las puertas mismas de la muerte para soñar siquiera con cambiarse por aquella pareja que intentaba inútilmente conciliar un corto sueño, conscientes de que el ya cercano amanecer les brindaría una nueva jornada de hambre, miedo y fatigas; un largo día de abrirse paso a trompicones por entre la espesa maraña de una húmeda jungla de montaña que a no ser por el serpenteante sendero que bordeaba los abismos se diría que no había abrigado jamás presencia humana alguna.

Por fin, al atardecer del octavo día, hastiados ya de no llevarse a la boca más que duros, desabridos y correosos papagayos que parecían constituir toda la fauna de aquel bosque, coronaron la cima de un repecho, y se lo toparon de frente, reconociéndole en él acto sin necesidad de que nadie les dijese quién era.

¡«El Gran Blanco»!

Era mucho más impresionante aún de lo que hubieran imaginado nunca; más alto, más esbelto, más pálido bajo la suave luz horizontal de un sol que se perdía ya camino del ocaso, y que confería a la gruesa capa de nieve que cubría sus laderas un color rosáceo que destacaba aún más las negras agujas basálticas que de tanto en tanto emergían aquí y allá como dedos de ébano.

Lo contemplaron en silencio, estupefactos, e incapaces de admitir la evidencia de que aquél a quien con tanto ahínco buscaban no era en realidad más que una agreste montaña barrida por los vientos.

—¡Dios! —musitó al fin el incrédulo Cienfuegos.

Azabache nada dijo puesto que podría creerse que el mundo se había abierto de improviso bajo sus negros pies, y era tanta su desilusión y desconcierto, que tuvo que buscar apoyo en el antebrazo de su amigo para evitar rodar ladera abajo.

Un suave lamento, inaudible apenas, pero tan hondo que parecía nacido del corazón mismo de la criatura que guardaba en el vientre, afloró hasta sus labios erizando los rojizos vellos de Cienfuegos, que no pudo evitar sentir en aquellos momentos más pena por ella de la que experimentara nunca por sí mismo.

—¿Para esto hemos venido? —masculló indignado—. No es más que una montaña.

—Pero es blanca… —replicó la africana con un hilo de esperanza en la voz—. Tal vez sea esa blancura la que obre milagros.

—Tan sólo es nieve.

—¿Nieve? —repitió ella desconcertada—. ¿Qué es eso?

—No estoy muy seguro —admitió el cabrero—. A veces la veía desde lejos, en la isla vecina. Allí se alza un volcán inmenso, el Teide, que en invierno se cubre de un blanco semejante. Dicen que es agua muy fría.

Azabache le observó de reojo.

—¿Agua muy fría? —repitió nuevamente—. ¿Cómo puede ser agua muy fría? El agua cae, ¡se escurre!, y eso está ahí, pegado a la montaña. Debe ser cosa de los dioses.

Cienfuegos se acuclilló al estilo de los aborígenes, en una posición a la que se había acostumbrado de tanto tratar con ellos, y tras observar largamente hasta el último recoveco de la alta cumbre nevada agitó una y otra vez la cabeza pesimista.

—Dudo que sea cosa de los dioses —señaló—. De niño me contaron que los salvajes «guanches» de Tenerife adoran al Teide, pero que no lo hacen por su nieve, sino por el fuego que escupe al enfurecerse. Cuando rugía con fuerza, hasta el suelo de La Gomera se estremecía y algunas noches era como si todo el cielo se incendiara.

—¿Crees que «El Gran Blanco» también lanza fuego?

El otro se encogió de hombros admitiendo sinceramente su ignorancia.

—¿Quién sabe? —Guardó silencio largo rato observando cómo el sol desaparecía más allá de la cadena de altos cerros que se extendían a su derecha, y cuando ya nada quedaba de él en el horizonte inquirió con desgana—: ¿Qué hacemos ahora?

—Descansar… —masculló la muchacha que se había dejado caer a su lado con gesto de suprema fatiga—. Mañana seguiremos.

—¿Para qué? Está claro que no es más que una montaña.

—Si los «cuprigueri» los «pemeno», los «motilones», los «timote» y los «chiriguana» creen que tiene poderes mágicos, quizás es que los tiene.

—No son más que «indios» supersticiosos que se dejan impresionar por lo que no comprenden.

La dahomeyana, que había recostado la cabeza contra el tronco de un árbol y contemplaba con extraña fijeza los negros farallones que destacaban sobre un blanco impoluto, sonrió muy levemente y sin mover apenas un músculo, replicó:

—Si he sido tan estúpida como para llegar hasta aquí, no voy a ser ahora tan tonta como para volverme. ¿No sientes curiosidad por saber cómo es la nieve?

Cienfuegos lanzó una ojeada a los profundos precipicios, las altas paredes de roca y los desolados páramos que aún les separaban de las laderas de la majestuosa montaña, y emitió un sonoro resoplido de disgusto.

—Siento curiosidad —admitió—. Pero no creo que en tu estado sea buena idea seguir adelante. —Hizo una larga pausa y añadió roncamente—: No me gusta «El Gran Blanco». No me gusta, y presiento que nosotros tampoco le gustamos. ¡Volvamos, por favor!

Había tal tono de súplica o de temor en sus palabras, que la negra giró apenas la cabeza y le observó como si descubriera de improviso una nueva y desconocida faceta de su carácter.

—¿Tienes miedo? —inquirió al fin.

—Tengo un presentimiento —admitió de mala gana Cienfuegos—. Un mal presentimiento.

Ella extendió la mano y le acarició la barba con un gesto muy suyo, afectuoso y tierno.

—No te inquietes —musitó—. Mi hijo y yo estamos aquí para cuidarte. No permitiremos que esa enorme montaña te haga daño. —Le apretó con fuerza la punta de la nariz—. ¿Confías en mí? —quiso saber.

El canario hubiera deseado replicar que no sentía miedo por él, sino por ella y por su hijo, pero guardó silencio.

Y ese silencio pasó a transformarse en un largo sopor o una inquieta duermevela en la que el hambre, la fatiga y un invencible desánimo que invitaba a olvidar la realidad, le acompañó toda la noche como insistente mosquito empeñado en no permitirle descansar plenamente.

El amanecer le sorprendió por tanto observando el negro rostro que comenzaba a tomar forma saliendo de las sombras. Madrugador nato, acostumbrado desde niño a estar en pie antes de que las primeras cabras comenzaran a removerse en el aprisco, pocas cosas agradecía tanto como aquel corto espacio de tiempo que mediaba entre la oscuridad y el alba, y solía permanecer muy quieto mientras las tinieblas se transformaban en masas informes, y más tarde en objetos o personas, asombrándose siempre de que el mundo pudiera pasar de ese modo de la nada al todo en cuestión de minutos.

Y allí, en aquellas tierras nuevas que ya tanto conocía, aún le asombraba la rapidez con que eso sucedía, sin apenas variaciones entre invierno y verano, y su mente analítica y su talante netamente observador, le obligaban a preguntarse por qué razón cuanto más avanzaba hacia el sur, más cortos acostumbraban a ser los ocasos y los amaneceres.

Echaba de menos entonces a Juan de la Cosa o Luis de Torres, que solían tener casi siempre explicación lógica a todo, y se preguntaba con tristeza si alguna vez volvería a encontrarlos, y volvería a tener ocasión de aprender tantas cosas como aprendiera a su lado.

Qué era en verdad la nieve, por ejemplo. O qué posibilidades había de que aquella criatura que empezaba a moverse en el vientre de Azabache fuera blanca. O quién le había elegido como eterno superviviente pese a que un millón de desgracias se abatieran de continuo sobre su cabeza aniquilando a cuantos le rodeaban.

La negra —o su hijo— lanzaron un leve lamento estremeciéndose.

La observó con ternura. Era como la hermana que nunca había tenido; como su madre, su hija, su protectora y su protegida; su consejera y su aconsejada; el único vínculo que le unía al mundo al que tanto tiempo atrás había pertenecido, y la última razón —junto al recuerdo de Ingrid— que le impulsaba a continuar viviendo entre los vivos.

Y temía por ella.

Era un ser cuya fragilidad parecía ir aumentando día tras día, como si la criatura que crecía en su vientre le fuese arrebatando las fuerzas, o la desesperación que crecía de igual modo en su pecho la agotasen mientras la larga caminata y las penalidades acababan por derrotar su antaño vivaz y alegre espíritu.

Había dejado de ser ya la muchachita despreocupada y divertida a la que todo parecía tenerle sin cuidado, y se podría creer que el simple hecho de ser madre la había transformado, desvirtuando no sólo las formas de su cuerpo, sino también —y más aún— las de su alma.

Luego, cuando un rojo sol que aún no calentaba pero arrojaba ya toda su luz sobre el paisaje hizo su aparición coqueteando tras las ramas de un amarillento «araguaney», el gomero estudió atentamente el profundo barranco que les separaba de los páramos que rodeaban al «Gran Blanco», y se preguntó, inquieto, cómo se las arreglaría para llevar hasta la otra orilla a la muchacha.

Para él, criado en las montañas, descender por el abismo con la única ayuda de una larga garrocha y trepar de nuevo como una cabra hasta la cima hubiera constituido casi un juego de niños, pero no se imaginaba a una negra embarazada dejándose deslizar, de roca en roca a lo largo de una pértiga, ni aferrándose como un mono asustado a las aristas de piedra.

—¡Mierda! —masculló al fin.

Descubrió entonces que dos inmensos ojos enfebrecidos le observaban y trató de sonreír animosamente.

—¿Cómo te encuentras? —quiso saber.

—Como negra preñada y muerta de hambre que ha pasado la noche al relente en la cima de un cerro —fue la humorística respuesta—. ¿Nos vamos?

Cienfuegos asintió al tiempo que se ponía en pie y lanzaba al abismo los desgarrados jirones de lo poco que quedaba de su capa de blancas plumas.

—Supongo que ya no lo necesitamos —dijo—. Y lo único para lo que sirve es para hacer que tropecemos.

Buscó luego una gruesa rama que le sirviera de garrocha, acalló de un palmetazo los gruñidos de sus vacías tripas, y se dispuso a iniciar un descenso que presentía endemoniado.

Fue aún peor de lo que había imaginado en un principio, puesto que si alguna vez existió un sendero que condujese a los peregrinos hasta la montaña, el tiempo, el viento y la lluvia se habían preocupado de borrarlo, por lo que tuvo que emplear toda su habilidad de cabrero y toda su fuerza de Hércules en conseguir que la africana descendiese metro a metro sin acabar en el turbio riachuelo que serpenteaba por el fondo de la garganta.

En un momento determinado, al alzar el rostro, distinguió allá arriba, en el punto exacto en que habían pasado la noche, a un pequeño grupo de nativos armados, y pese a la distancia, llegó a la conclusión de que se trataba de gente primitiva y salvaje, de gesto hosco y piel grisácea, y durante todo el rato que se supo observado por ellos, abrigó la absoluta seguridad de que permanecían a la espera de disfrutar del espectáculo de verlos precipitarse al vacío.

Aquéllos eran sin duda los feroces «motilones» que habían preferido mantenerse ocultos durante el tiempo que los «peregrinos» habían tardado en atravesar su territorio, pero que ahora no dudaban en hacer acto de presencia, como si con ello quisieran demostrar su auténtico poder.

Les hubiera bastado con lanzar unas cuantas flechas, o hacer rodar una piedra para acabar con los intrusos, pero se limitaron a permanecer tan inmóviles como los propios árboles sobre los que se encaramaban, atentos tan sólo a disfrutar del posible placer de ver cómo se rompían la crisma contra las rocas.

No le comentó su descubrimiento a la negra, consciente de que saberse observada era cuanto necesitaba para perder los nervios y dejarse atrapar por el imán del vértigo, y tan sólo se limitó a lanzar un suspiro de alivio cuando un saliente de roca los ocultó a la vista.

A media tarde alcanzaron por fin las márgenes de la oscura torrentera, para descubrir, maravillados, que en un terraplén de arcilla que nacía casi al borde mismo del agua anidaban millones de pequeños avechuchos.

Entraron a saco en ellos pese a los graznidos de protesta de sus furiosos propietarios, por lo que muy pronto se pusieron a reventar de pequeños huevos semejantes a los de las codornices, pese a que algunos despedían un leve olor a pescado.

Al día siguiente, y mientras bordeaban el riachuelo buscando un punto por el que reiniciar la ascensión, desembocaron de improviso en una especie de inmensa hoya en la que las aguas se remansaban antes de caer formando una espumosa cola de caballo, y era tal la cantidad de peces que allí parecían haberse dado cita, que casi bastaba con alargar la mano para apoderarse de uno de ellos.

Era aquélla, sin duda, la razón por la que proliferaban de tal modo los pajarracos de afilado pico, que por lo visto habían encontrado en la paradisíaca laguna despensa inagotable donde llenarse el buche, muy cerca de un cómodo hogar en el que apenas necesitaban cavar unos centímetros para proporcionarle cálido nido a sus crías.

El canario decidió que, imitando a las aves, aquél constituía sin duda un magnífico lugar en el que recuperar fuerzas, y lo mismo debían haber pensado otros muchos «peregrinos», puesto que aquí y allá se distinguían en la orilla restos de viejas hogueras e incluso de una tosca choza tiempo atrás derruida.

—Podríamos esperar aquí la llegada del niño —aventuró tras darse un prolongado y reconfortante baño en las quietas aguas de la poza—. Tenemos peces, huevos, carne y probablemente frutos silvestres corriente abajo. ¿Qué más podemos necesitar?

Ella se limitó a alzar la vista hacia la cima del acantilado que se recortaba contra un cielo de un gris plomizo amenazante y musitar:

—Primero tenemos que subir y pedirle al «Gran Blanco» que haga algo por mi hijo.

—¿Y crees que una simple montaña va a escucharte? —se lamentó Cienfuegos—. ¡Vamos! Deja ya de soñar. ¿No se te ha ocurrido pensar que toda esta historia tal vez sea un invento de unas mujeres que lo único que querían era alejarte del poblado?

—Lo he pensado —replicó ella de mala gana—. Desde anoche no pienso en otra cosa, pero me niego a creer que Yakaré lo aceptara.

—Yakaré nada sabía de tu viaje.

—Es cierto —admitió—. Yakaré nada sabía de mi viaje. —Jugueteó con un diminuto escarabajo que correteaba junto a su mano y por último, sin alzar el rostro, añadió—: Aunque quizá de haberlo sabido tampoco lo hubiera impedido. —Negó con la cabeza como si estuviera tratando de convencerse de algo a sí misma—. Me esfuerzo por creer lo contrario, pero a menudo me asalta la sensación de que si en un principio le gusté por ser diferente al resto de las mujeres, más tarde dejé de gustarle por lo mismo. Es duro ser negra en tierra de blancos —concluyó con amargura—. Muy, muy duro.

—Imagino que el problema no estriba tanto en el color como en el hecho de ser distinto —puntualizó el gomero—. Indios y españoles tienen una piel semejante y sin embargo se aborrecen. —Lanzó un escupitajo al agua—. Y no lo entiendo —masculló—. ¡Por Dios que no lo entiendo! Para mí son todos iguales.

Lo eran, en efecto, y aquélla constituiría siempre una característica esencial que distinguiría a Cienfuegos de la mayoría de los seres humanos; ya que ni en su corazón ni en su cabeza anidó jamás el más leve tinte racista, quizá porque él mismo había nacido de una mezcla de sangres aragonesa y guanche, mestizo en una época en la que aún tal palabra carecía de tan terribles significados negativos, puesto que tuvo que ser su propio hijo, años más tarde, quien en primer lugar tomase plena conciencia de lo cruel que podía llegar a ser semejante apelativo.

Cualquier otro hombre menos abierto a todas las ideas de lo que llegaba a serlo el pelirrojo cabrero, raramente hubiera conseguido adaptarse con la naturalidad con que él se adaptó, a las mil circunstancias adversas que le tocó vivir, ni nadie sin la sincera comprensión de que él tan a menudo hacía gala, hubiera sabido relacionarse con tantos individuos diferentes como los que llegó a tratar durante sus múltiples andanzas.

Su innegable éxito como superviviente y como ser humano excepcional, se basó en el hecho de que siempre fue como una esponja que sabía absorber cualquier enseñanza viniera de donde quiera que viniese, ya que sabía ver, escuchar y asimilar, y su cerebro parecía estar compuesto de una mezcla tal de primitivismo y agudeza, que nada había sobre la faz de la tierra que no consiguiera captar al primer golpe de vista.

Un niño y un viejo compartían su macizo cuerpo de hombre, y su mente mantenía de continuo un delicado equilibrio entre la más auténtica simplicidad y la más retorcida picardía.

Gracias a ello, aún seguía con vida, y pese a todos los avatares que el destino se había complacido en depararle, aún conservaba intacto su muy particular sentido del humor, y sus inagotables deseos de confiar en que algún día sus pasos acabarían encaminándose al fin hacia aquella prodigiosa y deseada ciudad de Sevilla en la que una mujer a la que hacía ya seis años que había visto por última vez, continuaría esperándole.