IX

Su Excelencia el Capitán León de Luna, vizconde de Teguise, dueño de una tercera parte de la isla de La Gomera y una fastuosa casa solariega en Calatayud, primo lejano del Rey Fernando y exesposo de Ingrid Grass, conocida ahora como Doña Mariana Montenegro, a punto estuvo de morir de un ataque de apoplejía el día en que descubrió que había sido engañado por Alonso de Ojeda y sus compinches, quienes le habían reembarcado rumbo a Cádiz haciéndole creer que navegaba hacia una portentosa isla en la que había sido descubierta la mágica «Fuente de la Eterna Juventud».

Su cólera hacia quienes le burlaran de forma tan ignominiosa dejó paso bien pronto a una profunda ira hacia sí mismo, ya que era lo suficientemente inteligente como para reconocer que cuanto le había ocurrido en «Isabela» era en el fondo culpa suya.

Mareado a todas horas, vomitando y con la cabeza a punto de estallarle, el interminable viaje de regreso a Europa se convirtió en un auténtico martirio, hasta el punto de que tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no tomar la drástica decisión de lanzarse por la borda y poner fin así a sus innumerables padecimientos.

Traicionado por la mujer que amaba con un cabrero analfabeto que a su modo de ver más semejaba un simio que un auténtico ser humano, descubriendo luego cómo ella era capaz de seguirle al confín del Universo, aun a costa de renunciar a todo cuanto de valioso le había dado en este mundo, y escarnecido más tarde por los que debían ser sin duda sus amigos, la moral del Capitán se encontraba tan malparada, que desaparecer para siempre se le antojaba la única salida digna para un hombre de su rango.

Lo que sufrió durante aquellos largos meses de cielo y mar sólo lo supo él mismo, y el odio que sentía por la mujer a la que tan profundamente había adorado se enconó a tal extremo que le pudrió el espíritu, convirtiéndole de un capitán antaño valiente y generoso, en un ser reconcentrado en su obsesión por la más cruel de las venganzas, a tal extremo que en su imaginación no cabían otras escenas que aquéllas en las que se viese a sí mismo torturando a Ingrid Grass durante años.

Matarla no bastaba.

Si hubo un tiempo en que las ofensas se lavaban con sangre, había quedado atrás definitivamente puesto que ya no era cuestión de recuperar un trasnochado honor que había dejado de importarle, sino que tenía el convencimiento de que continuar viviendo resultaría una carga insoportable mientras no hubiese hecho padecer a la alemana una milésima parte de lo que había padecido por su causa.

El hombre es sin duda el único animal en el que un sentimiento consigue anular los instintos y sentidos logrando que objetos, olores y sonidos pierdan su auténtica dimensión para transformar en irreal la realidad, otorgando a las fantasías el protagonismo absoluto de la existencia, y sobre esa base, para el Capitán León de Luna; todo cuanto no estuviese relacionado con su imperiosa necesidad de hacer daño a su exesposa, pasó por tanto a formar parte de una especie de universo secundario al que no merecía la pena prestar la más mínima atención por el momento.

El sol no calentaba, el viento no refrescaba, el pan no aplacaba el hambre, ni aun el agua calmaba la sed, puesto que no existían calor, frío, sed o hambre mientras continuase bullendo en su interior un odio incombustible que amenazaba con reducir su espíritu a cenizas.

Durante aquellos meses el océano fue más profundo que nunca.

Y el cielo más alto y más injusto.

Cuando por fin consiguió poner de nuevo el pie en tierra firme fue para buscar falso consuelo en las más sucias tabernas y hediondos prostíbulos de Cádiz, viendo zarpar las naves que seguían la ruta de su venganza, pero sabiéndose incapaz por el momento de encarar una nueva e insufrible travesía.

Los barcos se iban, él se quedaba, y transcurrió casi un año sin que ello significase que remitieran sus ansias de desquite, sino que, por el contrario, el rencor amasado con mimo día tras día, fue haciendo madurar un plan que habría de proporcionarle la seguridad de que nadie le impediría en esta ocasión el desagravio.

Por fin, el día en que un extremeño recién llegado de la isla le proporcionó la certeza de una tal Doña Mariana Montenegro no podía ser otra que su exesposa, malvendió «La Casona» y las tierras de La Gomera, fletó la más veloz carabela de la costa andaluza, buscó un piloto que había hecho por dos veces el viaje de ida y vuelta a «La Española», y contrató los servicios de media docena de facinerosos que no hubieran dudado a la hora de asesinar a su propia madre por tres piezas de oro.

Zarparon una noche de agosto, sin luces y en silencio, pusieron rumbo al suroeste dejando a los diez días las islas Canarias por la banda de babor, y tras una movida travesía en la que su estómago no cesó ni un solo momento de incordiarle, fondearon una brumosa tarde de octubre en una tranquila ensenada a unas quince millas de «Isabela».

Aún aguardó tres días hasta saberse repuesto por completo, y por último armó a su tropa y emprendió la marcha con tanto o más sigilo que el que empleaba cuando acudía a la isla de Tenerife a tratar de sorprender a los salvajes «guanches».

Desembocaron a media noche en la amplia bahía, y lo primero que le sorprendió fue la quietud y el silencio de la ciudad dormida, sin una luz en las casas, una nave en el «puerto», una voz alertando a los centinelas, o el ladrido de un perro vagabundo.

—Esto no me gusta —oyó mascullar a sus espaldas—. Esa ciudad parece muerta.

—Olvida la ciudad —musitó autoritario—. Lo que importa es la granja que se alza entre la arboleda al final de la playa.

—¿Y si todo esto se encuentra repleto de salvajes?

—Habremos venido a morir lejos de casa.

—No era ése el trato —rezongó un gigantón que hedía a sudor y vómitos—. Pero ya que estamos aquí, no es cuestión de volverse con las manos vacías.

Continuaron su sigiloso avance, cada vez con más miedo, atentos a un rumor o un simple movimiento, convencidos de que en cualquier instante caería sobre ellos una sanguinaria banda de aborígenes armados y lamentando la mayoría de los malencarados asesinos la pésima ocurrencia de haber aceptado acompañar a un marido celoso en su infernal travesía del océano.

Creían ver fantasmas en todas partes, aunque tan sólo el manso rumor de las olas al acariciar la pacífica playa llegaba a sus oídos, y penetraron por fin en el amplio recinto de la granja, saltando como sombras las cercas de las cochiqueras ahora abandonadas, para introducirse sigilosamente en unas vacías cabañas que debía hacer ya semanas que se encontraban deshabitadas.

El Capitán León de Luna soltó un sonoro reniego.

Alguien encendió una antorcha y al poco apareció el maloliente gigantón empujando a un espantado chicuelo que arrastraba una pierna.

—¿Quién eres? —inquirió el vizconde de Teguise inclinándose amenazadoramente sobre él.

—Bonifacio Cabrera —fue la débil respuesta.

—¿Por qué estás aquí?

—Porque este tipo me obliga.

Un violento bofetón le hizo sangrar por la nariz, lanzándole contra la pared de barro, y ya desde el suelo, añadió ahora mansamente:

—Esperaba que un barco me recogiera.

—¿Para llevarte adónde? —quiso saber el Capitán aproximándose de nuevo para observarle mejor e intentar descubrir si le mentía.

—A Castilla —replicó el otro como si le costara imaginar que existía otra respuesta—. Todos han vuelto a Castilla.

—¿Todos? —se horrorizó el de Calatayud.

—Todos… —corroboró el muchacho—. Al menos todos los que aún estaban sanos. La peste acabó con la mayoría.

—¡La peste!

—¡Dios sea loado! ¡La peste!

La terrible palabra corrió de boca en boca, y más de uno advirtió cómo las piernas le temblaban, volviéndose a observar las paredes de la amplia vivienda como si en cada uno de sus rincones pudiera esconderse ahora la muerte.

—¡La peste! —repitió anonadado el Capitán de Luna—. ¿Qué fue de mi mujer, Doña Mariana Montenegro?

—¿El ama? —fingió sorprenderse el cojo—. El ama nunca tuvo marido.

—¡Calla y responde! ¿Ha muerto?

—No. Se marchó hace ya dos semanas.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Adónde?

—A Cádiz. Ya le he dicho que volvieron todos… —Hizo una corta pausa y añadió débilmente—: La isla ha sido abandonada.

—¿Y los Colón?

—También se fueron… —El cojo hizo un vago ademán con la mano como queriendo señalar hacia el punto en que se alzaba la ciudad—. Las casas y palacios han sido saqueados, tan sólo algunos enfermos vagan por las calles, y si los salvajes aún no nos han atacado, es porque han sufrido con más virulencia aún que nosotros el ataque del mal… —De improviso le aferró por el brazo y sollozó melodramático—: El Almirante prometió enviar un barco a por los supervivientes pero aún no ha llegado. ¿Me llevaréis con vos?

Enfurecido, el vizconde le apartó con brusquedad para ponerse en pie de un salto, y ante el asombro de todos los presentes ir a golpearse la frente contra el muro más próximo.

—¡No es posible! —aulló roncamente—. ¡No es posible, Señor, que juegues conmigo de este modo! ¡Por segunda vez he atravesado el océano decidido a matarla, y ahora resulta que ha regresado a Cádiz! ¿Qué mal te he hecho? ¿A qué viene esta burla del destino?

Sus hombres le observaban incómodos y preocupados por el hecho de que quien los comandaba se mostrara tan vulnerable a la hora de encarar un inesperado problema, y alguien que se mantenía en la penumbra rezongó malhumorado:

—¡Hermoso viaje para nada…! ¿Qué hacemos ahora?

—¡Largarnos! —se apresuró a replicar el gigantón maloliente—. Si lo que ha dicho este renco de mierda es cierto y hay peste, cuanto antes reembarquemos mejor. ¿O no?

La pregunta, que iba dirigida al Capitán de Luna, permaneció flotando en el aire, sin obtener respuesta, dado que su destinatario permanecía como petrificado e incapaz de asumir la realidad del catastrófico final de su aventura.

Al odio y el rencor se unían ahora la furia, la impotencia y la frustración más honda que pudiera experimentar un ser humano, pues hacía años que acariciaba aquella venganza, y ahora, cuando creía tenerla al alcance de la mano, se le diluía entre los dedos.

—Si mientes te despellejo —fue todo lo que acertó a decir sin atreverse a mirar al atemorizado Bonifacio Cabrera—. Nadie habrá tenido nunca una muerte más horrenda que la que te reservo.

—¡Vaya a la ciudad, señor…! —gimoteó el muchacho sorbiéndose los mocos—. ¡Vaya y vea a los enfermos vagando como sombras por las calles! Ni siquiera necesitará aproximarse para comprender que allí no quedan más que los desahuciados y la muerte. —Abrió las manos en mudo ademán de impotencia—. Si no es así, haced de mí lo que queráis.

—Pronto amanecerá —replicó desabridamente el vizconde—. Y si no veo lo que dices, serás tú quien no vea el sol a mitad de camino…

—¿Me llevaréis con vos?

—¡Vete al infierno!

Quedó en silencio; rendido, asustado y vencido de antemano por el convencimiento de que la antaño bulliciosa «Isabela» no era ya más que un maloliente cadáver de ciudad maldita de los dioses, y ninguno de sus esbirros osó pronunciar una sola palabra hasta que la primera claridad del alba se insinuó en el horizonte invitando a comprobar la verdad de lo dicho.

Nadie, ni siquiera el vizconde, reunió el valor suficiente como para llegar a menos de tiro de piedra de las primeras casas.

Y es que no era necesario aproximarse demasiado para comprender que un lugar que antaño bullía de actividad y agitación había quedado en poder de perros vagabundos, cerdos husmeantes y negras aves carroñeras que se disputaban los despojos de lo que tal vez fueron seres humanos, mientras que de éstos no se vislumbraba apenas rastro alguno, ya que si bien tres o cuatro figuras harapientas emergieron al poco de entre las ruinas, fue para desaparecer como tragadas por negras bocas de puertas que ya nada guardaban.

—¡Es cierto! —exclamó el gigante oculto entre la espesura—. Se fueron.

—¡Mira el palacio del Virrey! —apuntó el extremeño que había estado en la isla anteriormente—. Se cae a pedazos.

—Se han llevado hasta las contraventanas.

—La peste acaba con todo.

—¡Calla! Dicen que acude cuando se la menciona.

—¡Yo me largo! —señaló un tercero poniéndose en pie—. Vine a luchar con «indios» o cristianos, no con la muerte. Esa pelea está perdida de antemano.

—¿Qué hacemos, señor?

El Capitán León de Luna lanzó una última ojeada al maltrecho esqueleto de lo que había sido primera ciudad europea del Nuevo Mundo, pareció llegar a la conclusión de que allí no encontraría lo que venía buscando, y concluyó por inclinar la altiva cabeza.

—¡Vámonos! —fue todo lo que dijo.

—¿Y el renco?

—Que espere otro barco… Ha dicho la verdad y de no ser por él nos habríamos metido de cabeza en una trampa, pero puede que aún tenga la peste.

Se alejaron por entre el espeso palmeral que bordeaba la bahía para perderse de vista en la próxima colina rumbo a la ensenada en la que les aguardaba su navío, observados de lejos por el cojo Bonifacio que, sentado a la puerta de la mayor de las cabañas de la granja, parecía preguntarse de dónde había sacado el valor suficiente como para inventar tan disparatada sarta de infundios.

Cierto era que «Isabela» había sido abandonada meses antes, y que sus moradores habían cargado hasta con el último mueble y la última contraventana; cierto que la ciudad había quedado como pasto de perros y gorrinos mientras tan sólo un par de docenas de enfermos incapaces de emprender una nueva aventura habían decidido quedarse a terminar sin sobresaltos sus ya contados días, pero no era cierto que fuera la peste la que despoblara de aquel modo la ciudad sino la fiebre del oro, ni cierto que todos hubieran regresado a España, sino que habían corrido a establecerse en la nueva capital, Santo Domingo, fundada a seis leguas de las fabulosas minas de Miguel Díaz. Y lo más falso de todo era que hubiese estado muy enfermo, ya que tan sólo permanecía a la espera de recoger la naciente cosecha para embarcarla en el primer barco que recalara en la bahía y poner rumbo al río Ozama.

—¡Le eché valor…! —musitó chasqueando la lengua—. Y el ama, e incluso el Capitán Ojeda se sentirán orgullosos de mí.

Había cambiado mucho el cojo Bonifacio desde que abandonara la isla de La Gomera y es que los años en el Nuevo Mundo habían convertido al tímido destripaterrones isleño en un muchacho altivo y satisfecho que había sabido luchar muy duro junto a una mujer a la que quería como a una madre, y que había sabido darle a su vez todo el cariño que estaba necesitando.

Hombro con hombro sacaron adelante la granja; hermanados encararon todos los peligros, y divertidos disfrutaron de los felices momentos que también los hubo, aunque no demasiados.

Conformaban por tanto un equipo muy unido, y al ver al Capitán de Luna y comprender que si admitía que Doña Mariana se encontraba en Santo Domingo su vida correría un peligro innegable, se las ingenió inventando toda aquella ristra de embustes, decidido a dejarse despellejar antes que delatar el paradero de su señora y aliada.

—Ése no para hasta Cádiz —murmuró por último al tiempo que se ponía en pie dispuesto a reanudar la recogida de unas peras que convertiría luego en compota—. Y para cuando averigüe que no hubo tal peste y decida regresar, al Capitán Ojeda se le habrá ocurrido la forma de detenerle. —Agitó pesimista la cabeza—. Me temo que al final el pequeñajo tendrá que abrirle las tripas a estocadas porque ese puñetero aragonés es más pesado que las moscas…

Veinte días más tarde una hedionda carraca ibicenca atestada de esclavos fondeó frente a los semiderruídos tinglados del embarcadero, y cuando su desconcertado capitán comenzaba a preguntarse qué diantres había ocurrido con el punto de destino de su carga humana y dónde se encontraba el Licenciado Cejudo, el gomero acudió en una pequeña canoa, le puso al corriente de los cambios habidos y le ofreció un quinto de su carga a cambio de transportarle a la recién nacida Santo Domingo.

Llegaron rápidamente a un acuerdo, atravesaron con mar calma y viento suave el Canal de La Mona que separa «La Española» de Puerto Rico, cruzaron frente a las más fabulosas playas plagadas de tiburones que el renco hubiese visto nunca, y por fin lanzaron el ancla en la desembocadura de un caudaloso y oscuro río a cuyas márgenes un millar de hombres se afanaban alzando casas de piedra, levantando fortificaciones y trazando las líneas maestras de lo que sería, definitivamente, la primera capital del Nuevo Mundo.

Dos semanas después, un pálido, furioso y desesperado Capitán León de Luna desembarcaba en el puerto de Cádiz para descubrir, anonadado, que una pequeña flota se disponía a zarpar con destino a la recién fundada y floreciente ciudad de Santo Domingo, situada al sur de la isla de la que acababa de llegar y a no más de doscientas leguas de donde había fondeado su propia nave.

Una vez más, le habían burlado.