VIII

Yacaré no había conseguido traer consigo el secreto del «curare», pero sí el del método «auca» de fabricar sus excepcionales cerbatanas.

Envió a los guerreros a la costa para que regresaran con largas tablas de «chonta» —una madera de color oscuro, dura y fibrosa, extraída de una alta palmera que crecía solitaria en mitad de la selva— y que trabajó luego con ayuda de hachas de piedra, estiletes de oro y afiladas conchas marinas, hasta obtener dos tiras planas por un lado y curvas por el otro, de unos dos metros de largo por cinco centímetros de ancho.

Trazó luego por la parte plana de cada una de ellas una delgada y rectilínea muesca que iba de punta a punta, y dejando dentro una liana firmemente trenzada, unió ambas tablas por las caras utilizando tres tipos de resina diferentes.

Cienfuegos y Azabache asistían fascinados al ingenioso proceso, ya que con ayuda de una ilimitada paciencia y el cuidado de un cirujano que no da un corte hasta estar completamente seguro de dónde debe darlo, el estrábico iba descubriendo a sus convecinos un arte de milenios que había ido a aprender a orillas del «Gran Río del que nacen los Mares».

Cuando ya unidas, ambas tablas habían formado una especie de larguísimo cono, firme y compacto, Yacaré anudó los extremos de la liana a sendos postes de «La Casa de las Palabras Importantes» distanciados entre sí unos diez metros, y se dedicó a deslizar de uno a otro extremo la ya incipiente cerbatana, al tiempo que iba introduciéndole por la boca arena cada vez más delgada, con lo que el continuo roce de la liana y la arena con la madera provocó que al cabo de una semana el ánima de aquella curiosa arma artesanal apareciese tan pulida y rectilínea como si se hubiese fabricado con el más sofisticado torno de precisión.

Ya sólo faltaba el veneno.

Sin «curare» cualquier cerbatana se convertía en un trasto inútil o en un arma mortal si se impregnaban sus dardos de una fuerte ponzoña, pero nunca en un instrumento genial que permitiese abatir silenciosamente a un animal para devorarlo a continuación sin riesgo a morir envenenado.

Era en definitiva, un arma excepcional para la guerra, pero no para la caza.

Y los «cuprigueri», que habían construido su «ciudad» sobre las aguas para evitar ser invadidos, jamás habían sido un pueblo agresivo, amante de las guerras.

—No veneno… —argumentaba siempre por tanto el anciano del millón de arrugas—. «Curare».

Pero resultaba evidente que ni las sacerdotisas dahomeyanas del templo de la diosa Elegba, Señora de los Ofidios, ni sus más astutos hechiceros, habían tenido jamás noticia alguna de la existencia de una ponzoña que paralizase instantáneamente el sistema nervioso al contacto con la sangre, pero no causase el menor daño al ser ingerido por el hombre.

Azabache se sentía por tanto profundamente confundida.

Cada dos o tres días remaba hasta la costa, a buscar en aquella Tierra de Serpientes «materia prima» que le permitiese llevar a cabo sus infinitos «mejunjes», y los muchachos del poblado se encargaban de abastecerle de loros, monos, ardillas y «capibaras» sobre los que experimentar, por lo que su cabaña se convirtió bien pronto en una especie de alborotado zoológico con aires de manicomio.

Cienfuegos se mostraba en completo desacuerdo con los padecimientos de tanto pobre bicho, pero la negra le hizo ver que resultaba inevitable.

—Fuiste tú quien me embarcó en esto al asegurar que era una «Curare Maukolai» —le recordó—. Ahora no puedo decepcionarles.

—Nunca imaginé que resultase tan cruel —se lamentó el canario—. Algunas noches los gritos de esos pobres bichos no me dejan pegar ojo.

—¿Y crees que a mí me gusta hacerles sufrir? —quiso saber la africana—. Se me encoge el ombligo cada vez que tengo que hacerles daño, pero no existe otra forma de comprobar los resultados.

—¡Déjalo entonces!

—¿Y qué será de nosotros? —inquirió la negra amargamente—. ¿Qué futuro nos espera aquí si no somos de utilidad? —Hizo un amplio ademán con la mano como queriendo mostrarle una vez más la peculiar aldea de hermosos palafitos—. Me gusta este lugar —añadió—. Es como haber regresado a casa, olvidando todo el horror que sufrí en estos años, y desearía pasar el resto de mi vida en compañía de Yakaré, sintiéndome una «cuprigueri» y sabiendo que me necesitan. —Hizo una corta pausa y le miró de frente—. Si descubro el secreto de ese maldito potingue, mis problemas habrán acabado para siempre.

—El precio es demasiado alto.

—Ningún precio es demasiado alto si lo que está en juego es la vida de un hijo.

El cabrero la observó dubitativo.

—¿No estarás tratando de decirme…?

Azabache asintió completando su frase:

… que estoy esperando un niño. Así es.

—¡Diablos! ¿Te has vuelto loca?

—¿Qué imaginabas que ocurriría, si Yakaré no me deja descansar ni un solo día? —Cambió el tono de voz—. Aún tardará en nacer pero para entonces necesito haber encontrado esa fórmula ya que en ese caso mi hijo será importante, y el día de mañana seguirá siéndolo porque nadie más conocerá un secreto que todos necesitan. —Alargó la mano y acarició con afecto la del gomero—. ¿Entiendes ahora por qué no puedo evitar que sufran esos bichos?

—Intento entenderlo, pero tendré que mudarme de casa. Se me rompe el alma al oírlos.

—El veneno es mala cosa —admitió ella extrañamente seria—. ¡Muy mala cosa! Mi hermano mayor murió envenenado y le recuerdo sufriendo tanto que aullaba pidiendo que le mataran. Algunas noches aún resuenan sus gritos en mis sueños.

—¿Quién lo hizo?

—Nunca lo supimos. Tal vez un marido celoso; tal vez una amante despechada. Siempre tuvo mucho éxito con las mujeres.

—Triste país debe ser ése en el que se solucionan de forma tan terrible los problemas domésticos… —Indicó con un ademán de la cabeza las rústicas jaulas que llenaban la estancia—. Encuentra pronto esa fórmula —suplicó por última vez.

Pero a la africana le faltaba un elemento básico, desconocido sin duda en su país de origen, y todos sus esfuerzos se estrellaban a la hora de la verdad, ya que si bien había conseguido una pasta espesa y compacta con apariencia semejante al «curare» y que mataba a un animal a los pocos minutos, ni su efecto era instantáneo, ni se producía evidentemente por parálisis nerviosa.

Tales fracasos y lo macabro de su diaria actividad contribuyeron a ir minando poco a poco el alegre carácter de Azabache, que con el tiempo dejó de ser la muchacha despreocupada y divertida que el canario encontrara a bordo del São Bento, para convertirse en un ser hosco e irritable, aunque tal vez influyera mucho en ello el hecho de que al perder sus hermosas formas por culpa de su futura maternidad, su estrábico amante comenzaba a mostrar un desmedido interés por las carantoñas que continuamente le dedicaban la mayoría de las solteras del poblado.

No cabía duda de que Yakaré se había convertido en un auténtico héroe para su gente; el más audaz y decidido de sus guerreros; el único que a lo largo de la historia de los «cuprigueri» había sido capaz de ir y volver a la distante tierra de los «Aucas», y debido a ello, no existía una sola chica que no estuviese dispuesta a emplear todas sus armas femeninas en su afán por arrebatárselo a la negra.

Los celos hicieron por tanto mella en la dahomeyana, y Cienfuegos no pudo menos que advertirle el serio peligro que corría si se dedicaba a exteriorizarlos con su natural vehemencia.

—Por lo que he aprendido en los últimos años —señaló—, los nativos de todas estas tierras suelen tener unas costumbres muy libres, y la fidelidad no constituye la principal de sus virtudes. Enfurruñándote con Yakaré tan sólo conseguirás perderle más aprisa.

—Nadie te ha pedido consejo.

—Nadie suele pedirlos cuando no quiere recibirlos —admitió el gomero—. Pero los amigos estamos para eso… —Le golpeó suavemente con el dedo índice el ya notorio vientre—. Ahora no estás en condiciones de luchar: dedícate a tu hijo y dentro de unos meses recuperarás a Yakaré sin haberle amargado la vida.

—Es fácil decirlo porque eres hombre, tu rubia está muy lejos y ha pasado ya demasiado tiempo.

—En amor —sentenció el isleño—, el tiempo y la distancia son como el viento: avivan la llama grande y ahogan la pequeña. Y la mía aún arde con violencia. —Le acarició la mejilla con profundo afecto—. Sé que es un consejo doloroso, pero acéptalo. A Yakaré le vendrá bien dormir un tiempo en otra hamaca.

—Mataré a quien le ponga la mano encima.

—¿Con veneno? —inquirió él con marcada intención—. ¡No digas tonterías! Tú has pasado ya por demasiadas cosas; como para darle importancia a un polvo más o menos… Deja pasar el tiempo.

Se diría que, pese a su malhumor y sus protestas, Azabache no echó en saco roto la advertencia, ya que durante las semanas que siguieron fingió cerrar los ojos a las evidentes infidelidades del estrábico que incluso compartía con Cienfuegos algunas de las más liberalizadas muchachas del poblado, pero todo cambió como por ensalmo la lluviosa mañana en que la africana cruzó la inestable pasarela que unía ambas cabañas y señaló con lágrimas en los ojos:

—«El Consejo de Ancianos» no quiere que tenga un hijo negro.

El canario le dio un azote de despedida a la gordita con la que acababa de pasar la noche, e inquirió sorprendido:

—¿Cómo has dicho?

—Que los viejos han acordado nombrar a Yakaré jefe de la tribu, pero no están dispuestos a aceptar que su primogénito sea negro.

—¡La madre que los parió! —se asombró el canario—. ¿Cómo es posible que sean racistas si nunca habían visto un negro antes?

No existía, desde luego, una respuesta válida a tal pregunta, pero resultó evidente que en La Casa de las Palabras Importantes se había discutido durante horas sobre la posibilidad de que la extraña mujer negra que no acababa de demostrar sus habilidades como «Curare Maukolai», diera a luz un hijo de piel tan oscura como la suya; un auténtico demonio que tal vez orinase un apestoso «mene» que acabaría contaminando las aguas del lago, haciéndolo arder, y abrasando a todos los habitantes del poblado, como en realidad ocurriría siglos más tarde.

—Ella no es un demonio —admitían—. ¿Pero quién nos garantiza que su hijo no lo sea? Si quiere que lo consideremos un «cuprigueri», tendrá que ser tan blanco como los «cuprigueri». En caso contrario es preferible que no nazca.

Había una velada pero firme amenaza en sus palabras, y Cienfuegos no necesitó esforzarse para llegar a la conclusión de que el futuro de la criatura que venía en camino se presentaba muy negro, y no debido únicamente al color de su piel.

—¿Qué posibilidades hay de que nazca blanco? —quiso saber.

La africana le observó desconcertada.

—¿Y yo qué sé? —protestó—. No creo que nunca haya nacido antes un hijo de un «cuprigueri» y una negra. Ni tampoco he visto nunca al hijo de un blanco y una negra. ¿Lo has visto tú?

—¿Yo? —se sorprendió el isleño—. ¿Dónde? Sabes bien que ni siquiera había visto a nadie de tu raza. Tenía un amigo al que llamábamos Mesías el Negro, pero era más bien aceitunado… —Hizo una corta pausa—. Se lo comieron los caníbales.

—¡Hermoso consuelo! —Azabache parecía en verdad confusa puesto que su ignorancia con respecto al pequeño que esperaba era a todas luces absoluta—. Tal vez fuera de Africa no nazcan negros —aventuró con más esperanza que convencimiento—. ¿Tú qué opinas?

—No tengo ni la menor idea —admitió el gomero—. No sé absolutamente nada sobre razas, pero lo que no entiendo, es a qué viene esa estúpida ocurrencia de nacer con la piel negra.

—Será por el calor.

—Más calor que aquí no creo que paséis en Dahomey y esta gente tiene la piel bien blanca.

—Quizá por los mosquitos…

—¡Pues anda que no hay mosquitos en este lago! —Agitó la cabeza negativamente—. Tiene que existir alguna otra razón —apostilló—. ¿Pero cuál?

Fuera cual fuera, el ignorante Cienfuegos no era desde luego el hombre llamado a averiguarla ni su joven amiga estaba en condiciones de serle de gran ayuda en tal empeño, pues entre ambos lo único que conseguían era desgranar un rosario de absurdas teorías sin sentido, ya que no se debía olvidar que en ciertos aspectos eran los primeros seres humanos que se enfrentaban a una serie de problemas que jamás había afectado a nadie anteriormente.

Un cabrero analfabeto bajado de las montañas de La Gomera y una esclava nacida en el poblado lacustre de Ganvié, no constituían desde luego la pareja ideal para desvelar los misterios que encerraba un Nuevo Mundo prodigioso y diferente, y por lo tanto sus actos, palabras y reacciones, constituían con frecuencia mucho más un conjunto de estupideces sin sentido, que la forma de comportarse propia de quien hubiese tenido la oportunidad de estudiar los hechos con un mínimo de distanciamiento y objetividad.

El pelirrojo isleño había demostrado ser un individuo astuto y de notable inteligencia natural, capaz de salir con bien de las más difíciles situaciones, pero aun así resultaría erróneo confundir sus innegables dotes de sobreviviente nato o su diabólica picardía, con una preparación intelectual a las que jamás había tenido acceso.

Por todo ello, el día en que Azabache acudió a notificarle con una brillante luz de esperanza en los ojos, que una vieja comadrona le había asegurado que «El Gran Blanco» podía conseguir el milagro de que su hijo naciera con el color de piel de los «cuprigueri», no pareció escandalizarse demasiado.

—¿Y quién es ese «Gran Blanco»? —se limitó a inquirir.

—Eso no ha querido explicármelo —fue la extraña respuesta—. Pero según parece, lo encontraré siguiendo siempre hacia el sur. Todo el mundo le conoce y no existe posibilidad alguna de pérdida.

—¿Pero qué es? —insistió el canario—. ¿Un brujo, un santón, un curandero…?

—No lo sé. Tan sólo sé que es «El Gran Blanco» y todo lo puede.

Cienfuegos observó con tristeza a aquella muchacha ahora desconcertada y frágil, que parecía haber cambiado en todo menos en el color desde el día en que la conociera, y le entristeció el velo de angustia que se descubría en sus ojos, como si estuviera absolutamente convencida de que su futuro dependía de que un misterioso hechicero consiguiese el milagro de que su hijo naciera con el mismo color de piel que los niños «cuprigueri».

—Yo no entiendo mucho de muchas cosas —señaló al fin con evidente apatía—. Pero sinceramente dudo que alguien pueda influir sobre las razas. Cada cual nace como tiene que nacer y no hay más que hablar puesto que de lo contrario todas las madres se las ingeniarían para que sus hijos fueran los más perfectos.

—No en todas partes existe un «Gran Blanco», y no todas las madres se enfrentan al problema de ver a su hijo amenazado de muerte o repudiado —replicó serenamente la dahomeyana colocándole la mano sobre el antebrazo al añadir—: Y no te preocupes por mí; no correré ningún peligro.

—¿Que no correrás peligro vagando por selvas y tierras de salvajes? —se escandalizó el isleño—. ¡Tú estás loca!

—No —puntualizó ella seriamente—. No lo estoy. Estoy más cuerda que nunca, ya que sé que veré al «Gran Blanco», y todo se arreglará.

El otro llegó a la conclusión de que cualquier intento de obligarla a desistir de su idea constituiría un empeño inútil, por lo que concluyó encogiéndose de hombros con gesto fatalista:

—De acuerdo —admitió—. ¿Cuándo nos vamos?

—Tú no vas —fue la firme respuesta—. Iré sola.

—¿Sola? —repitió asombrado Cienfuegos mientras la señalaba de arriba abajo con la mano—. ¡Mírate! —pidió—. Con esa barrigota no llegarías a parte alguna y jamás me perdonaría si te dejara marchar así. Los amigos están para las ocasiones.

—Prefiero que no vengas —insistió la muchacha—. Estoy segura de que el viaje no te gustaría.

El canario le lanzó una mirada que pretendía ser cómicamente despectiva, para ir a tumbarse en la ancha hamaca que se extendía de parte a parte de su rústica vivienda.

—Ninguno de los viajes que he hecho hasta el momento me ha gustado especialmente —le hizo notar—. Y uno más no va a asustarme. Si hay que enfrentarse a esos salvajes, nos enfrentamos juntos y en paz.

—No creo que sea necesario enfrentarse a nadie —replicó ella con extraña calma—. Todo aquél que acude a visitar al «Gran Blanco» puede atravesar libremente el territorio de los «pemeno», «timote», «motilones», «araguao» y «chiriguana», siempre que cumpla los requisitos que marcan el hecho de ir en son de paz.

—Pues sí que estás tú bien informada —se sorprendió el gomero—. ¿Y cuáles son esos requisitos, si puede saberse?

—Nada especial —replicó con fingida desgana la negra que al parecer no deseaba comprometerse—. Costumbres… Me han asegurado que si las sigues al pie de la letra, te conviertes en una especie de «tabú» intocable incluso para los crueles «motilones» que constituyen la tribu más temida de estas tierras.

—¿Tanto poder tiene ese «Gran Blanco»?

—Por lo visto, sí.

No obstante, a Cienfuegos no le convencieron en absoluto tales explicaciones presintiendo que algo extraño se le ocultaba, pero Azabache no se mostró dispuesta a dar más detalles, y el gomero tuvo que conformarse con aceptar que su amiga decidiese el día y la forma en que habrían de emprender un impreciso y misterioso viaje en busca de un no menos misterioso personaje al que todos conocían por el curioso nombre de «El Gran Blanco».

Por ello, una calurosa noche de luna llena en la que se diría que el sol no había acabado de ocultarse en el horizonte, tal era la claridad con que se distinguían hasta los más mínimos detalles del bosque de palafitos que sostenían las cabañas, ni siquiera se molestó en protestar cuando la africana acudió a pedirle con susurros que embarcase en una de las dos canoas que se balanceaban silenciosamente bajo ellos.

—¿A qué viene tanto misterio? —quiso saber el gomero—. ¿Acaso estamos huyendo?

—No —musitó la negra sin alzar la voz—. Pero no quiero que Yakaré descubra que nos vamos. Probablemente intentaría detenernos.

El cabrero llegó a la conclusión de que más bien lo que en verdad deseaba era no llevarse la terrible decepción de descubrir que el padre de su hijo no hacía nada por impedir tan peligrosa aventura, pero optó por recoger sus cosas y descender en silencio a la piragua, convencido de que jamás regresaría al pacífico poblado en el que transcurrieran algunos de los más hermosos meses de su existencia.

A medida que se alejaban remando mansamente y la quebrada línea de irregulares techos de hojas de palma iban quedando atrás bellamente iluminados por aquella inmensa luna, el canario Cienfuegos abrigó una vez más la desagradable sensación de que se lanzaba al abismo dejando de ser dueño de su destino, para pasar a ser de nuevo víctima de los caprichos de alguien que se divertía en zarandearle sin compasión alguna.

Dijera lo que dijera Azabache, el largo periplo a través de selvas, pantanos y montañas en procura de un mítico hechicero no podría convertirse nunca en un tranquilo paseo, sino que constituiría sin duda la reanudación de la difícil existencia, repleta de sobresaltos e imprevistos a que parecía estar abocado desde el día en que se le ocurrió la estúpida idea de colarse como polizón en una de las tres carabelas que se disponían a cruzar por primera vez el inmenso «Océano Tenebroso».

La estancia en el acogedor poblado «cuprigueri» no había sido por tanto más que un paréntesis de paz, y su eterna mala suerte exigía ahora que se precipitase una vez más en la vorágine de un mundo exterior plagado de peligros.

Pisar tierra después de tantos meses viviendo sobre las aguas se le antojó por ello como chocar bruscamente con la desagradable realidad, y comprendió por qué tantas mujeres nacían y vivían en el centro del lago sin demostrar el más mínimo interés por visitar siquiera sus orillas, y por qué eran cada día más los hombres que se recluían en los palafitos renunciando a cuanto no fuera la inconcebible paz de una existencia hecha de hermosos amaneceres, calurosos días de pesca, y dulces noches de amor y risas.

Apenas se vislumbraba una primera claridad hacia levante, cuando ya las tres mujeres que les habían acompañado iniciaron la ceremoniosa tarea de prepararles para el viaje, para lo cual les obligaron a desnudarse por completo, y tras un largo baño en las tibias aguas les embadurnaron de un oloroso aceite de palma que dejó sus cuerpos tan suaves como una sedosa tela sobre la que se aplicaron a la tarea de dibujar pacientemente infinidad de signos mágicos empleando principalmente para ello negra tintura de «genipapo» y roja de semilla de «achiote».

El delicado trabajo sobre la blanca piel del gomero no ofrecía al parecer especiales dificultades, pero el cuerpo de Azabache enfrentó a las improvisadas artistas a irresolubles problemas ya que el «genipapo» desaparecía pronto a la vista, mientras que el rojo no destacaba con la fuerza que hubiera sido de desear.

Por desgracia la ciencia pictórica «cuprigueri» no iba mucho más allá en cuestión de colores básicos por lo que dado el escaso éxito obtenido con la mujer, decidieron compensarlo cargando las tintas sobre Cienfuegos, hasta el punto de que cuando se sintieron satisfechas no quedaba prácticamente un solo centímetro de la enorme anatomía del isleño que recordase su tonalidad de origen.

Al observar la forma en que Azabache le miraba, el cabrero agitó la mano negativamente:

—Mejor no digas nada —suplicó—. Imagino la pinta que debo tener y me entran ganas de echarme a llorar.

Pero si el pobre hombre suponía que con la pintura habían acabado sus desdichas, muy pronto averiguó que se encontraba equivocado, ya que por último las mujeres extrajeron de una de las canoas dos inmensas capas de blancas plumas, así como sendos tocados que les ajustaron a la cabeza de tal forma que al concluir semejaban un par de zanquilargos pajarracos de ridículo aspecto.

—¡Dios! —sollozó el canario—. ¡No puedo creer que pretendan que vayamos de esta guisa por el mundo!

—A partir de ahora sois aves peregrinas en busca del «Gran Blanco» —fue la respuesta de la más vieja de las «cuprigueri»—. Pacíficas garzas del lago en largo vuelo durante el que nada ven, nada oyen y nada dicen.

—Su tono de voz era profundo y grave, sin opción a réplica. —¿Entendéis a lo que me refiero?— concluyó.

—¿Pretendes decir que no podremos hablar con nadie? —se asombró Cienfuegos—. ¿Cómo averiguaremos entonces el camino?

—Preguntando con el canto del pájaro sagrado: ¡«Yaaaa-cabo»! —fue la respuesta—. Ése es el único sonido que los peregrinos pueden emitir durante el tiempo que permanecen en territorio enemigo: ¡«Yaaaa-cabo», «Yaaaa-cabo»! Gritadlo y sabrán que viajáis en son de paz. Os indicarán el camino, pero recordad que no podéis pronunciar ninguna otra palabra ni intervenir en nada de cuanto suceda a vuestro alrededor. Sois como aves.

—¡Mierda!

—¿Cómo has dicho?

—He dicho mierda —insistió Cienfuegos—. De todas las cosas absurdas que me han ocurrido, ésta es sin duda la más ridícula. ¿A quién se le ocurre, que tenga que convertirme en pájaro y volar en compañía de una negra preñada?

—Es la ley. ¿Acaso no existen en tu país los peregrinos?

—No lo sé —admitió sinceramente el gomero—. Imagino que sí.

—Pues para que un peregrino viaje sin riesgos, debe aceptar determinadas condiciones. Éstas son las que imponen los «pemeno» y, sobre todo, los sanguinarios «motilones». ¡Ojo con ellos! Odian a los extranjeros.

—¡Si llevan esta pinta no me extraña!

Intentó por última vez resistirse a la idea de emprender un largo viaje por tierras ignotas disfrazado de aquel modo, pero las «cuprigueri» se mostraron inflexibles en cuanto se refería a tan primitivos hábitos de penitente, recalcando una y otra vez la advertencia de que, sin ellos, su vida no valdría una brizna de paja de allí en adelante.

Por último, y ya cansada de tanta protesta, la que parecía llevar la voz cantante señaló un verde montículo distante unas cuatro leguas y añadió dando por concluida la discusión:

—En aquella colina empieza el territorio de los «pemeno» y vivir o morir depende de vosotros.

Reembarcaron sin molestarse en volver ni tan siquiera una vez el rostro, y Cienfuegos se limitó por tanto a tomar asiento en una piedra y, mascullar:

—Sería un buen momento para decir aquello de que es preferible morir con dignidad a vivir en el oprobio, pero la verdad es que sin testigos la frase no merece la pena… —Movió los brazos de forma que las plumas de la capa se agitaran como las alas de un desmañado avestruz que intentara volar y añadió desabridamente—. Este año sí que ha llegado pronto él carnaval.

—Te advertí que no te gustaría el viaje —le hizo notar la negra—. Si hay algo que los hombres soportáis mal es el ridículo… —No pudo evitar una leve sonrisa al tiempo que agitaba de un lado a otro la cabeza—. Y lo cierto es que estás hecho un adefesio.

—Pues tú, con esa tripa y esas plumas tampoco ganarías un concurso. —Chasqueó la lengua malhumorado—. Puede que no nos tiren flechas —admitió—. ¡Pero lo que son piedras…!

Inició la marcha con la misma desgana que hubiera empleado si se encaminase directamente al matadero, pero a los pocos metros dio un cómico salto, agitó de nuevo las alas, y graznó sonoramente:

—¡«Yaaaa-cabo»! ¡«Yaaaa-cabo…»!