La Princesa Flor de Oro —Anacaona en dialecto «azawán»— se presentó una hermosa mañana de abril ante su íntima amiga Ingrid Grass que se ocupaba en esos momentos en darle de comer a los cerdos, e inquirió sonriente:
—¿Estás preparada?
—¿Para qué?
—Para conocer a Haitiké.
La alemana advirtió cómo el corazón le daba un vuelco, ya que pese a que hacía meses que aguardaba el momento de enfrentarse al hijo de Cienfuegos, la posibilidad de descubrir en su rostro rasgos de aquel otro rostro tan amado, le obligó a buscar apoyo en una cerca tomando conciencia de que las piernas estaban a punto de fallarle.
—Dame tiempo —pidió—. Necesito tranquilizarme y arreglarme un poco.
—No es más que un niño.
—Es parte de él. Quizá la única parte que vuelva a ver nunca… —Indicó con un ademán de cabeza a la cabaña—. Hazle entrar solo…
Penetró en su dormitorio, se lavó, se recogió en un moño el largo cabello, y tomó asiento en una rústica mecedora tan nerviosa como si estuviera a punto de recibir al mismísimo Rey Fernando.
El chicuelo llegó precedido por dos inmensos ojos oscuros que lo observaban todo con timidez y asombro, tan asustado o más que ella misma, y portando ya en su minúsculo cuerpo el conjunto de caracteres diferenciadores que habrían de marcar para siempre a la nueva raza que nacería de la mezcla de sangres tan distintas.
Era el primer fruto de la unión de un europeo y una «india», nieto de un noble aragonés, una semisalvaje pastora de origen «guanche» y dos príncipes haitianos, y observándole con detenimiento se podía determinar qué parte de cada uno de sus antepasados había elegido para completar su aún frágil anatomía.
Muy quietos el uno frente al otro se estudiaron con el profundo detenimiento de quien sabe que se encuentra ante alguien que va a marcar para siempre su vida, porque al niño le habían advertido que a partir de aquel momento Doña Mariana Montenegro pasaría a ser la madre que había perdido, y para la exvizcondesa de Teguise, Haitiké se convertía de igual modo en su única «familia», aunque para el mocoso el encuentro resultase a todas luces mucho más impactante, no sólo debido a su corta edad, sino en especial al hecho de que era la primera vez que se encaraba a uno de aquellos odiados y temidos «Demonios Vestidos», que habían llegado de allende los mares con la manifiesta intención de destruir y esclavizar a los componentes de su raza.
Su madre, Sinalinga, había muerto a causa de las enfermedades que portaban, y su tío, el antaño poderoso y temido cacique Guacaraní se había convertido en apenas algo más que un mísero «alcalde nativo» al servicio de los conquistadores. Desde que tenía memoria todos cuantos le rodeaban no habían hecho otra cosa que lamentarse amargamente por la presencia de los aborrecidos extranjeros, y ahora descubriría horrorizado que él mismo pasaba a ser propiedad privada de una de sus espantosas hembras.
¿Sería cierta la leyenda de que devoraban a los niños al igual que lo hacían los feroces caribes?
Observó su boca, más pequeña y de labios más finos que los de su propia gente, y le aterrorizaron sus ojos, tan azules que semejaban gotas de agua bailando sobre la superficie de huevos de codorniz.
Pero le maravilló descubrir que no le hablaba con voz de trueno o de demonio, sino dulcemente y en su idioma, y fue esa voz lo primero que contribuyó a acallar sus temores, como si un sexto sentido le dictase que alguien que ponía tanto afecto en su forma de dirigirse a él, jamás podría hacerle daño.
—¡Ven! —le suplicó—. Acércate. No tengas miedo. —Ingrid Grass lanzó un hondo suspiro que era casi un sollozo—. ¡Dios, cómo te pareces a tu padre…!
—Mi padre está muerto.
—No —negó la alemana con firmeza—. Yo sé que está vivo. «Tiene que estar vivo», y tú y yo esperaremos juntos su regreso.
La convicción con que aquella irreal dama extranjera le asegurara desde el día en que la conoció que su padre vivía, se asentó con tal fuerza en el ánimo de Haitiké, que jamás puso luego en duda el hecho de que acabaría por enfrentarse al gigante pelirrojo del que su madre tanto le hablara pese a que su tío Guacaraní mantuviese la teoría de que se había ahogado años atrás en el inmenso mar de los caribes.
Y es que Haitiké había sido siempre un niño diferente y de ideas muy personales, pues fue también sin duda el primero que tuvo que sufrir desde su nacimiento el cruel estigma de un mestizaje que se implantaría para siempre en el Nuevo Mundo marcando insalvables distancias y señalando los puntos de arranque por los que habrían de avanzar los caminos de su historia.
Hijo de un personaje tan singular como el cabrero de la isla de La Gomera y de una decidida y valiente aborigen que no había dudado en enfrentarse a su propia gente por salvar la vida de su amante, el chicuelo no había heredado sin embargo el rebelde carácter de ninguno de sus progenitores, sino que más bien podría creerse que la mezcla de ambas sangres había producido una nueva sangre resignada y paciente, callada y fatalista; «sangre mestiza» impregnada de virtudes y defectos que poco o nada tenían en común con las de su procedencia.
Tal vez el hecho de haber nacido en medio de un huracán la víspera de una matanza, asistiendo luego a la llegada de unos feroces invasores que nada respetaban, para sufrir por último los efectos de una cruel guerra colonial tras la aparición de la devastadora epidemia que había acabado incluso con su madre, influyeran en su posterior forma de comportarse, pero no podía negarse que Haitiké se enfrentaba a la vida con el profundo desconcierto de quien parece estar preguntándose a todas horas quién es y qué diablos está haciendo en un determinado lugar, sin que por su parte Doña Mariana Montenegro se sintiera con capacidad de aclararle demasiado las ideas.
La eterna seriedad del chiquillo y su continuo retraimiento parecían establecer de inmediato una barrera con el resto de los seres humanos, y esa barrera se volvía tanto más infranqueable cuanto más se intentaba razonar con él como con una criatura de su edad, puesto que a menudo cabía imaginar que en ciertos aspectos Haitiké había nacido siendo ya una persona adulta.
La alemana no había tenido nunca un trato demasiado directo con el mundo de los niños, exceptuando quizás a los tímidos y esquivos hijos de los sirvientes de La Casona, allá en La Gomera, cuya lengua en aquel tiempo ni siquiera entendía, pero como mujer presentía que la introversión del carácter del muchacho iba mucho más allá de toda lógica.
En sus rasgos, muy marcados, predominaba casi en tres cuartas partes el componente aborigen aunque por fortuna no había sacado el color rojizo del cabello de su padre, puesto que ello le hubiera conferido sin lugar a dudas un aspecto desconcertante y un tanto estrambótico.
Su piel resultaba sorprendentemente blanca, pero era en la boca y en los ojos donde con más facilidad se reconocía su ascendencia europea, y aun sin la prestancia natural y el indiscutible atractivo físico de Cienfuegos, podía considerársele un chiquillo muy guapo o más bien interesante de una forma que inquietaba sobre todo a las mujeres.
Su mundo fue casi desde el día de su llegada el mundo del mar y de los barcos, y en cuanto desaparecía de la casa Ingrid descubrió muy pronto que podía encontrarlo en la playa o en el destartalado espigón que hacía las veces de desembarcadero en «Isabela».
Quizá para Haitiké el mar se convirtió de inmediato en el símbolo de la futura huida de una isla en la que como todo mestizo —y no había que olvidar que él sería siempre el primer mestizo al oeste del océano— se consideraría siempre rechazado por dos razas enemigas a las que ni siquiera el paso de los siglos conseguiría reconciliar.
Tan sólo el cojo Bonifacio, y el audaz Alonso de Ojeda, fiel amigo y consejero de Doña Mariana y asiduo visitante de la granja pese a su cada vez más tibia relación con la princesa Flor de Oro, supieron entender al primer golpe de vista al muchacho, y conseguir atravesar con el paso del tiempo su invisible coraza protectora.
No podía negarse que en determinados aspectos el diminuto Capitán se sentía hasta cierto punto compenetrado con una criatura que se consideraba rechazada, al igual que recordaba que él mismo se sintiera menospreciado tiempo atrás a causa de su estatura.
Ojeda había tenido que demostrar, a lo largo de más de cien duelos de los que escapó siempre sin un solo rasguño, que pese a su tamaño podía llegar a ser el hombre más temido de su tiempo, y debido a ello era quien más capacitado se sentía a la hora de calibrar los infinitos padecimientos por los que aquel mustio chicuelo tendría que pasar hasta dejar bien sentado que sus evidentes diferencias no le hacían por ello inferior al resto de los mortales.
Dos docenas de rivales habían tenido que irse defínitivamente a la tumba antes de conseguir que al fin le dejaran en paz con sus burlas y el conquense sabía por experiencia que tantas vidas humanas constituían un precio excesivo a cambio de un poco de respeto. Sin embargo, y consciente de que el mundo que les había tocado vivir no entendía mejor lenguaje que el de las armas, se aplicó muy pronto a la tarea de enseñarle a su protegido lo más selecto de los infinitos trucos y habilidades que le habían valido ser considerado como el más consumado e invencible espadachín de las dos orillas del océano.
Doña Mariana se opuso en un principio a tales enseñanzas, pero Ojeda logró convencerla durante una de aquellas tardes en que disfrutaban juntos de tranquilos paseos por la hermosa y larga playa que se extendía a espaldas de la granja.
—El rapaz es silencioso y solitario —le hizo notar—. Pero es también obstinado y orgulloso. Tendrá problemas, tanto con su gente como con la nuestra, y podéis tener la seguridad de que si no le proporcionamos un modo eficaz de hacerles frente, su vida será un infierno.
—Es sólo un chiquillo.
—Está en una edad idónea de aprender y, modestia aparte, jamás conseguirá mejor maestro. —Sonrió con tristeza—. Quizá muy pronto me vea en la necesidad de abandonar «La Española» en busca de ese maravilloso destino que siempre me auguraron, y para entonces quiero que sepa todo aquello que únicamente yo puedo enseñarle.
—No me gustaría hacer del hijo de Cienfuegos un vulgar perdonavidas pendenciero —arguyó ella molesta—. Y si me ocupo de su educación, no es para tratar de convertirlo en un espadachín camorrista.
—¿Quiere eso decir que me consideráis un perdonavidas, pendenciero, espadachín y camorrista? —inquirió el de Cuenca fingiendo sentirse ofendido.
—En cierto modo, sí… —replicó Ingrid Grass con absoluta naturalidad—. Ese escapulario de la Virgen de que tanto presumís, puede que os proteja de las estocadas, pero no siempre os libra de vuestra malhadada afición a buscar gresca. No es ése el destino que sueño para Haitiké.
—Nadie tiene el destino que sueñan para él —puntualizó Ojeda seriamente—. Y menos aún cuando se nace a caballo entre dos razas que se odian casi desde el momento en que se conocieron. Si le enseñáis latín y humanidades, tal vez el día de mañana hagáis de él el primer clérigo aborigen, pero siempre será un clérigo sumiso y acomplejado. Pero si por el contrario le enseñáis a defenderse, se demostrará a sí mismo y demostrará a otros muchos como él que la mezcla de sangres no tiene por qué ser una carga insoportable.
—Si no le matan antes.
—Morir no ha sido nunca el peor de los remedios.
—Palabras de soldado. No me valen. —Ingrid señaló con un gesto la ancha bahía que se abría ante ellos—. Y al fin y al cabo —añadió— tengo la impresión de que Haitiké no será un clérigo ni soldado. Será marino.
—Ningún marino se ahogó antes por saber manejar una espada —argumentó sonriente el otro—. Hagamos un trato: yo le enseño cómo debe dar una estocada, y vos por qué no debe darla. Al fin y al cabo, y nos pongamos como nos pongamos, será siempre su conciencia la que decida.
—¿Lo decís por experiencia? —quiso saber la alemana—. ¿Cuántas veces os ha frenado la conciencia a la hora de atravesar a un enemigo?
—Casi todas. Si no fuera por ella, en la hoja de mi espada no se podrían contar veintiséis muescas, sino ochenta. Jamás maté a quien tan sólo me ofendió, sino a quien, además, lo merecía. Como comprenderéis, llamarme «enano fanfarrón» se castiga con una cicatriz, no con la muerte, puesto que no soy un sádico asesino.
—Si alguna vez lo hubiera creído no os hubiera permitido frecuentar mi casa —le hizo notar la exvizcondesa dejando entrever por el tono de su voz el profundo afecto que sentía por el conquense—. Entiendo vuestras razones, pero quisiera abrigar el convencimiento de que el niño no hará nunca mal uso de cuanto aprenda.
—Eso nadie puede garantizarlo. Le enseñaré esgrima, no una educación que tiene que correr de vuestra cuenta. —Alonso de Ojeda cambió de improviso el tono de voz—. Y hablando de otra cosa… —añadió—. ¿Tenéis alguna idea sobre lo que piensan hacer los Colón?, porque lo cierto es que empieza a fastidiarme depender tanto de sus caprichos. Se creen los dueños de cuanto está a este lado del mar, y si no abren pronto la mano a la conquista de nuevas tierras, seremos muchos los que lo hagamos a sus espaldas.
—Andad con cuidado porque son gente muy celosa de sus privilegios y por menos de eso pueden ahorcaros —fue la respuesta de la alemana—. Lo único que sé, es que si Don Bartolomé comprueba que las minas de oro del río Ozama son tan ricas como asegura Miguel Díaz, tendremos que empezar a pensar en mudarnos. —Se detuvo para tomar asiento en el tronco de una palmera que se extendía casi paralela al suelo y solía ser uno de sus refugios predilectos y añadió con pesar—. Por cierto, corre un rumor que imagino que os afecta: parece ser que Canoabó Se arrojó al mar durante su viaje a España.
Ojeda, que había ido a tomar asiento a su vez sobre la arena, apoyándose en el tronco de otra palmera, extendió la mano, tomó un verde coco caído y comenzó a abrirlo con ayuda de su espada al tiempo que replicaba sin mirarla.
—Lo sabía —señaló—. Pero si queréis que os confiese la verdad, no lo lamento. Era un cacique cruel y un feroz enemigo, pero era también un valiente guerrero que amaba la libertad y no conseguía acostumbrarse a las cadenas. Siempre me opuse a que lo tratasen como a un esclavo y me horrorizaba la idea de que lo pasearan por las ciudades y los caminos como un despojo humano o un triste botín de guerra. No me sorprende que se suicidara, porque insisto en que la muerte no tiene por qué ser la peor de las suertes.
—Peor es tener que vivir lejos del ser al que se ama, pero mientras lo hacemos conservamos la remota esperanza de que algún día reaparecerá para decir que aún nos recuerda.
—En vuestro caso volverá para juraros que no dejó de pensar en vos ni un solo día.
—Eso es hermoso, pero ilusorio. Por desgracia el amor de los hombres suele ser fogoso y apremiante, pero olvidadizo y breve… —Hizo una larga pausa y le lanzó una mirada cargada de intención—. Como el vuestro por Anacaona.
—Amo a Anacaona con toda la intensidad que alguien como yo puede amar —fue la sincera respuesta—. Pero ya se lo advertí en su día: soy ante todo un hombre de armas que atravesó el océano soñando con conquistar imperios, no princesas. Si permitiera que su hermosura o su apasionamiento me apartaran de mi objetivo, acabaría odiándola.
—¿Y cuál es ese objetivo? —quiso saber la alemana—. ¿Pasar a la Historia como vencedor de caciques indígenas y opresor de pueblos inocentes que en nada os ofendieron?
—Mi ambición nunca ha sido vencer y oprimir —replicó él con absoluta sinceridad—. Sino convencer y libertar. Convencer a unos ignorantes salvajes de que existe un Cristo que a todos nos redime, y liberarles de la terrible esclavitud de primitivas costumbres en las que a menudo se devoran los unos a los otros o se entregan abiertamente a los más odiosos pecados, incluida la sodomía.
—No existe más pecado que aquél que nos marca nuestra propia conciencia, ni más libertador del alma que ella misma. ¿Quién nos ha dado el mandato supremo que justifique ese ansia de imponer a otros pueblos nuestra moral o nuestras costumbres?
—Dios.
—¿Nuestro Dios o los de ellos?
—Dios tan sólo hay uno.
Se inició entonces una vez más la eterna polémica que enfrentaba al Capitán español Alonso de Ojeda, nacido en el seno de una fanática familia conquense, y la alemana Ingrid Grass, educada por un padre ateo y liberal en la corte bávara, y aunque no solía llegar la sangre al río, ni se acostumbraba a pronunciar una palabra más alta que la otra, solían concluir en duros y acalorados enfrentamientos en los que cada cual defendía con notable firmeza sus personales puntos de vista.
Tal discusión no constituía al fin y al cabo, sin embargo, más que un leve reflejo de aquella otra que —a nivel mundial— dividía a los contendientes en dos bandos irreconciliables que defendían por un lado el derecho del «descubridor» a aposentarse en las nuevas tierras implantando en ellas su fe y sus costumbres, y por otro el derecho del aborigen a continuar viviendo conforme a sus antiquísimas tradiciones.
Cinco siglos más tarde la controversia se mantendría aún vigente, pero aquellos dos fieles amigos que argumentaban sobre la arena de una playa haitiana en las postrimerías del mil cuatrocientos aún mantenían la absurda ilusión de que podrían zanjar el tema tratando de convencerse mutuamente.
Apenas a una legua de distancia, en «Isabela», pocos aceptaban sin embargo la idea de conceder a los nativos la más mínima oportunidad de ser libres, motivo por el que los escasos y maltrechos supervivientes de la terrible epidemia que había arrasado la isla, se veían abocados a trabajar para los invasores con la inconsistente disculpa de que a cambio de su sangre y su sudor en esta vida, accederían a la remota posibilidad de salvar su pecadora alma allá en la otra.
Unos indígenas que jamás se habían planteado con anterioridad la posibilidad de tener un alma inmortal, descubrían de pronto que a cambio del futuro de ese alma en un paraíso del que tampoco habían tenido hasta el momento la más mínima noticia, tenían que renunciar a todo cuanto de hermoso y querido les había proporcionado su plácida existencia de felices ignorantes.
Encontrar oro en lo más profundo de las minas o en los rápidos de los ríos, labrar la tierra, sufrir las mordeduras de las serpientes al desbrozar la selva, enfrentarse a los tiburones bajando al fondo del mar a buscar perlas, construir absurdas y calurosas chozas de piedra, o remover los orines y las heces de sus conquistadores, era el precio que debían pagar por adelantado a cambio de una ilusoria promesa de redención eterna.
El resultado lógico fue que la mayoría escaparon a lo más profundo de junglas y montañas o embarcaron en sus frágiles canoas rumbo a otras islas a las que aún no hubiera llegado el ansia reformista de los hombres barbudos, y eran ya también infinidad los que se negaban a pagar el impuesto exigido por Colón de una calabaza de polvo de oro por mes y por familia.
Y casualmente fue por aquellas fechas cuando desembarcó en «Isabela» el hombre que a la larga sería el causante de la más terrible catástrofe que habría de afectar jamás a toda una raza, provocando la muerte de millones de sus miembros y lanzando sobre ella el mayor cúmulo de desgracias que la Historia hubiera conocido o volviera a conocer en el futuro.
Se llamaba Bamako, y era un gigante con la fuerza de un Hércules; una torre de músculos con cara de niño, un hombretón sencillo y bueno como pocos, tan escaso de luces como sobrado de capacidad de sacrificio, acostumbrado desde siempre a soportar sin la más mínima protesta los más duros esfuerzos, silencioso y sumiso, servicial y afectuoso, tranquilo y sonriente; una auténtica joya en fin para quien tuviera la inmensa suerte de hacerse con sus inestimables servicios.
Su afortunado amo era, por el momento, el armador de La Dulce Noia, una carraca ibicenca con la que acudía por primera vez a «La Española» con la sana intención de iniciar un próspero comercio con el Nuevo Mundo, y que lo había ganado en el transcurso de una partida de naipes a un mercachifle veneciano, quien a su vez se lo había comprado al jefezuelo de su aldea de origen, allá en las costas senegalesas.
En cuanto lo vio, cargado como un mulo bajo un fardo, sudoroso y sonriente, sosegado y amable, el poderoso licenciado Hernando Cejudo se obsesionó con la nada descabellada idea de que aquel negrazo que semejaba un faro de reluciente ébano era lo que estaba necesitando para cuidar su finca, ya que jamás había conseguido que entre una docena de «indios» se la mantuvieran en decorosas condiciones.
Tras meditarlo mucho, una mañana se encaminó con paso firme a la taberna para colocar sobre la mesa tras la que se sentaba el ibicenco dos pesados talegos de oro en polvo.
—Esto por vuestro esclavo —dijo.
El otro se llevó uno de los mayores soponcios de su vida, puesto que el inmenso Bamako constituía la más preciada de sus posesiones; una joya viviente de la que se sentía especialmente orgulloso y satisfecho; un siervo sin fallos en un mundo en el que hasta el más fiel de los criados acababa convirtiéndose en enemigo en casa; alguien de quien no hubiera deseado desprenderse por nada de este mundo; por nada, excepto quizá por dos pesados talegos de oro en polvo.
—El oro es el oro —se limitó a musitar mientras gruesos lagrimones le corrían por las mejillas al comprender que ya no volvería a extasiarse con la prodigiosa visión de aquella portentosa máquina siempre dispuesta a cumplir órdenes como si le estuvieran haciendo un favor por darle más trabajo—. Sé que pasaré el resto de mi vida lamentando este trato, pero también sé que pasaría el resto de mi vida lamentando no haberlo aceptado. —Lanzó un hondo y resignado suspiro—. ¡Pido a Dios que me libre de tales tentaciones, porque lo que es yo, nunca he sabido resistirlas…!
Fue así como Bamako pasó a ser propiedad del Licenciado Cejudo, cuya existencia se transformó como por ensalmo, ya que en lugar de tener que pasarse el día bregando inútilmente con una partida de indiferentes aborígenes a los que parecía tenerles absolutamente sin cuidado que crecieran los tomates, comieran los caballos, o se acarrease el agua desde el pozo, se limitaba a tomar asiento en el porche, a observar maravillado cómo el incansable Bamako cumplía con su labor cantando alegremente.
Constituía en verdad un espectáculo ver a aquel torreón humano cargarse al hombro una barrica y trepar por los caminos como quien va dando un paseo, atento siempre a ceder el paso a los señores, saludar a las damas e incluso corretear juguetón tras los innumerables mocosos que se convirtieron de inmediato en sus amigos.
Más que su hermosa casa, más que sus tierras, su oro o su influencia cerca del Almirante, a Cejudo le envidiaron muy pronto al negro, y fueron tantas las propuestas de compra que recibió en el transcurso de las semanas siguientes, que una noche se presentó de nuevo en la taberna y le espetó al ibicenco que se disponía a zarpar ya de regreso:
—Dos talegos de oro por cada Bamako que traigáis.
—Negros hay muchos —fue la respuesta—. Bamakos, pocos.
—Correré el riesgo.
El otro hizo un rápido recuento de lo que le había rendido una nave repleta de víveres y piezas de tela en comparación con el portentoso beneficio que le reportara el esclavo, e inquirió observando al otro con profunda fijeza:
—¿Pagaríais cincuenta al contado?
—En el momento en que pongan pie en tierra.
—Contad con ellos.
—¿Cuándo?
El ibicenco calculó ayudándose con los dedos mientras arrugaba el ceño concentrándose en el tiempo que emplearía en llegar a Cádiz, calafatear la carraca, emprender viaje a Senegal, adquirir la mercancía y cruzar de nuevo el océano aprovechando los alisios que comenzaban a soplar a mediados de septiembre, y por último señaló convencido:
—Primeros de noviembre si no surgen problemas.
—De acuerdo.
Se estrecharon la mano, y fue así como se selló un trato que durante los siglos venideros habría de conducir a millones de seres humanos al más cruel de los destinos posibles. El exceso de virtudes en una sola persona, pudo, curiosamente, provocar un inesperado daño, injusto, feroz y abominable.