V

A partir de media mañana el calor se volvía absolutamente insoportable.

Incluso los resistentes «cuprigueri» habituados desde el día en que nacieron a tan tórridas temperaturas, se sentían al parecer incapaces de soportar el agobiante bochorno, por lo que se dedicaban a buscar un escondido refugio a la sombra, desapareciendo de la vista a plena luz con casi tanta rapidez y habilidad como solían hacerlo con la llegada de las sombras.

Azabache y Cienfuegos tomaban entonces asiento bajo una acacia jugando a descubrir el camuflaje que había adoptado cada uno de ellos, sin que por lo general consiguieran localizar a más de cuatro pese a que tuvieran plena conciencia de que se ocultaban en un radio de no más de quinientos metros de distancia.

—¿Qué es lo que pretenden? —inquirió el tercer día la muchacha, aunque a decir verdad no se la advertía en absoluto inquieta por su incierto destino—. ¿Dónde nos llevan?

—A su poblado, imagino —fue la respuesta del canario—. Supongo que en toda su historia jamás habrán hecho un hallazgo semejante y querrán exhibirnos como a monos de feria… ¿Tienes miedo?

—¿Miedo…? —replicó la africana sorprendida—. No. En absoluto. —Hizo un significativo gesto a su alrededor y añadió sonriendo humorísticamente—: Me encuentro aquí, en el centro de un horno, negra entre blancos y en manos de unos salvajes desnudos y emplumados que tal vez nos conviertan en chuletas, pero aun así debo admitir que no siento el más mínimo miedo. ¿Lo tienes tú?

—Me han ocurrido tantas cosas en los últimos años, que esto casi se me antoja un paseo campestre —admitió el gomero en tono abiertamente fatalista—. Hace tiempo que decidí dejar de preocuparme y lo único que echo de menos es un buen tabaco y mi ajedrez.

—Nunca entenderé esa afición a echar humo o pasarse horas delante de un tablero. Yo sólo sé jugar a tres en raya.

Sabía en efecto, y su diabólica habilidad llegaba a tal punto que, pese a ser sin duda infinitamente más inteligente que ella, el infeliz isleño jamás consiguió ganarle una sola partida, lo cual acababa por sacarle de sus casillas poniéndolo a menudo de un humor de perros, lo que obligaba a estallar en sonoras carcajadas a la despreocupada dahomeyana.

Como no poseían nada en absoluto, la apuesta era siempre un sonoro coscorrón, y hubo días en que al pelirrojo cabrero acababa doliéndole la cabeza de tanto recibirlos, y el alma al advertir cómo los divertidos indígenas celebraban ruidosamente cada victoria de la negra.

—¡No es posible…! —mascullaba una y otra vez mordiendo las palabras—. ¡No es posible! Tienes que hacer trampas…

Pero la única trampa consistía en el hecho de que la africana había logrado inculcarle tal falta de confianza en sí mismo en todo cuanto se relacionaba con el estúpido juego, que el desgraciado canario concluía por atolondrarse y acabar siempre moviendo la piedra más inoportuna.

Por su parte, el largo viaje, sin rumbo fijo y sin meta aparente, constituía una especie de despreocupado vagabundeo por unas tierras en las que amplias zonas de vegetación xerófila alternaban con pequeñas manchas selváticas, tórridos desiertos salpicados de cactus, e infinidad de lagunas a menudo contaminadas por la sucia presencia de un «Mene» que destruía toda forma de vida, y en el transcurso de las dos semanas que patearon de ese modo la región sin más preocupación que encontrar agua clara, cazar loros y monos o atiborrarse hasta casi reventar de huevos de tortuga, apenas distinguieron más que media docena de escurridizas familias de indígenas de aspecto escuálido que se perdían de vista de inmediato entre la maleza, y cuyos poblados se reducían a un tosco enrejado de cañas de una sola vertiente recostado contra un tronco.

Muy al sur se vislumbraba una agreste cadena de montañas, pero los guerreros jamás hicieron intención de aproximarse a ellas, y cuando Cienfuegos indagó la razón por la que las evitaban, le hicieron comprender que la sierra pertenecía a una tribu enemiga de la que más valía mantenerse a distancia.

—¿«Caribes»? —quiso saber el gomero—. ¿«Caníbales»?

—No «caribes». No «caníbales». «Motilones».

Poco a poco, el isleño comenzaba a encontrar más y más puntos de contacto entre el dialecto de aquella partida de jóvenes guerreros, y las más rudimentarias formas de expresión del idioma arauco o «azawán» que hablaban los naturales de Cuba y Haití, por lo que llegó un momento en que estuvo en condiciones de entender, aunque con una cierta dificultad, cuanto intentaban explicarle.

Al propio tiempo la negra Azava-Ulué-Ché-Ganvié ponía igualmente de su parte un encomiable empeño en aprender la lengua de aquellas buenas gentes, y cabía suponer que la muchacha había aceptado, con desconcertante naturalidad, la posibilidad de que aquél constituyese su mundo y su futuro de allí en adelante.

—Al fin y al cabo… —señaló un atardecer en que se extasiaba junto a Cienfuegos ante la inimitable belleza de las puestas de sol en aquella perdida región del universo—, mi único hogar es aquél en el que duermo, y mi única tierra la que piso. Ya apenas recuerdo el lugar en que nací, y lo único que deseo es olvidar el barco en que me crié. Aquí estoy bien y sé que estaré aún mejor en cualquier parte.

—Yo añoro La Gomera.

—Tú lo que añoras es a la rubia —fue la burlona respuesta—. ¿Por qué no dejas que te prepare un filtro mágico que te permita olvidarla? Vivirías más tranquilo.

—¿Valdría la pena vivir sin recordarla? —Hizo un gesto con la mano mostrando cuanto le rodeaba—. No creo que exista para mí más futuro que este zascandilear estúpidamente de un lado a otro ingeniándomelas siempre para salvar a duras penas el pellejo. ¿Qué sentido tendría soportar tantas calamidades si la olvido? Confiar en que algún día volveré a encontrarme con Ingrid, es lo único que me impulsa a seguir adelante.

—¿Y si ella te ha olvidado?

—Yo vivo de mis recuerdos, no de los suyos —replicó el canario con un leve deje de tristeza en la voz—. No soy estúpido, y no puedo por tanto pretender que una vizcondesa que lo tiene todo se acuerde de los días que pasó junto a un mísero pastor analfabeto al que ni siquiera entendía. Hace ya cinco años que la vi por última vez, y he tenido tiempo de aceptar lo inevitable aunque eso no cambie mis sentimientos.

—Desearía que alguien me amase así algún día.

—Ama tú primero.

—No es fácil. Cuando todo lo que se ha conocido es a un cerdo como el Capitán Eu, o aquel pobre muchacho al que obligó a beber plomo derretido, no es nada fácil… —Sonrió divertida—. ¿Sabías que aún soy virgen?

—No. No lo sabía… —El gomero hizo una pequeña pausa y al fin añadió un tanto confuso—: ¿Tiene algún significado especial?

—Para las mujeres de mi pueblo, lo tenía.

—Pero ahora estás muy lejos de tu pueblo —le recordó Cienfuegos—. Ingrid no era virgen cuando la conocí, pero jamás existió nadie más perfecto y no creo que un detalle tan nimio pudiera mejorarla… —Giró lentamente la vista hacia el desolado chaparral recalentado por un sol de fuego que se abría ante ellos y añadió guiñando un ojo—: ¿No es una charla estúpida a estas horas y con este calor?

—Probablemente… —La negra hizo un gesto indeterminado a su alrededor como queriendo referirse a los ahora invisibles indígenas—. Ellos parecen estarse preguntando por qué no hacemos el amor.

—Ya me he dado cuenta.

—¿Y por qué no lo hacemos?

—Porque en estos momentos necesito más una amiga que una amante.

—Me gusta ser tu amiga.

—Y a mí que lo seas.

—Y no estoy del todo segura de si me gustaría ser tu amante…

—Ni yo de que lo fueras.

—Creo que este calor nos está reblandeciendo el cerebro…

No obtuvo respuesta, ya que el bochorno había conseguido que los ojos del canario se cerraran, y permanecieron por lo tanto muy quietos, sudando mansamente inmersos en la más gigantesca de las saunas imaginables, tan en silencio como si el universo entero hubiera cesado de improviso de moverse, puesto que las tórridas temperaturas del mediodía en aquella hostil región del noroeste venezolano tenían la virtud de reducirlo todo a una quietud de muerte, en la que ni tan siquiera los sonidos conseguían transmitirse a través de un aire pesado y demasiado denso que parecía no conocer la existencia del viento.

No cantaban las chicharras, no volaban las aves, y hasta las sempiternas moscas se aletargaban, conscientes de que exponerse a los rayos del sol significaría caer fulminadas por el fuego divino, como si el Creador hiciera un alto cada día con el fin de contemplar su obra a plena luz sin desear que nada ni nadie pudiera distraerle.

Luego, cuando la bola de fuego comenzaba a deslizarse perezosamente en su largo camino hacia la noche, las primeras moscas mordían con fuerza los bordes de las fosas nasales, los espíritus regresaban a regañadientes a los húmedos cuerpos sudorosos, se recuperaba muy despacio la conciencia de las cosas, y llegaba el momento de preguntarse por qué maldita razón el ser humano nunca conseguía ser dueño absoluto de sus sueños.

El hermoso rostro de Ingrid se perdía de nuevo en la tibia penumbra de un bosque de montaña, las voces amigas regresaban a sus tumbas, el esperanzador sonido de la campana de una pequeña iglesia se diluía para siempre en la distancia, y una vez más un camino sin veredas ni destino se abría ante ellos para conducirles de parte alguna a ninguna parte.

Pero todo comenzó a cambiar la misma tarde en que desafiando al sol y al asfixiante calor que espesaba la sangre, una figura humana hizo su temblorosa aparición sobre las horizontales bandas de calima que convertían en agua la arena más lejana.

Cienfuegos entreabrió los ojos y no acertó a admitir que fuera un hombre —un loco más bien que se arriesgaba a morir deshidratado— hasta que no le cupo duda de que avanzaba erguido y sereno, desnudo por completo y sin más adorno que una roja cinta sobre la frente, ni más arma que una especie de larga pértiga que sostenía indolente sobre el hombro.

—¡YAKARÉ!

La exclamación había partido de uno de los diminutos indígenas que había surgido como una aparición de su ignorado escondrijo, y que de inmediato empezó a gritar agitando los brazos, tanto para llamar la atención del lejano caminante, como para despertar de su sueño al resto de los nativos.

—¡Yakaré! —repetía una y otra vez con inusitada alegría y entusiasmo—. ¡«Na uta Yakaré»!

Como si fuera aquél un nombre mágico, de cada arbusto o matojo nació un nuevo guerrero que comenzó a dar saltos y emitir alaridos de igual modo, hasta el punto de que obligaban a creer que el osado caminante que de forma tan estúpida se arriesgaba a caer fulminado por una inevitable insolación, no era un simple ser humano sino una especie de dios viviente que descendiera de los cielos.

Corrieron a su encuentro, lo aclamaron; poco faltó para que lo alzaran en hombros, y durante el corto recorrido hasta el punto en que se encontraban la negra y el canario debieron ponerle al corriente de quiénes eran los extranjeros y dónde los habían encontrado.

Desde el primer momento resultó evidente que el llamado Yakaré era un rey o un príncipe entre los «cuprigueri»; un líder de altivos ademanes, voz pausada, mirar profundo, pese a que tenía los ojos ligeramente estrábicos lo que atraía de forma muy especial la atención sobre ellos, y largos silencios a los que solían seguir palabras muy precisas.

Era significativamente más alto que el resto de sus congéneres y cada músculo de su cuerpo increíblemente delgado y blanco parecía estar tan en tensión como un resorte a punto de saltar.

Saludó a Cienfuegos con un leve ademán de la cabeza y clavó los inquietantes ojos en Azabache como queriendo hacerse de inmediato una idea exacta de qué clase de espécimen viviente tenía ante sí.

A la dahomeyana le temblaron las piernas.

Pareció perder de improviso aquel desvergonzado desparpajo que constituía desde siempre el signo más marcado de su carácter, y permaneció tan quieta como un gorrión hipnotizado, permitiendo que el recién llegado la estudiara como si se tratara de un animal de feria o un objeto puesto en venta.

Por último, el nativo se acuclilló permitiendo que el resto de los guerreros hicieran corro en torno suyo, y desentendiéndose por completo del pelirrojo y la muchacha mostró la larga pértiga que cargaba al hombro, y que sus compañeros inspeccionaron con profunda admiración y evidente entusiasmo.

—¿«Auca»…? —inquirió uno de ellos.

Yakaré le hizo notar que no era totalmente redonda, sino más bien aplastada aunque simétrica y pulida hasta parecer casi brillante, y afirmó con la cabeza al tiempo que admitía con un leve tono de orgullo en la voz:

—«Auca».

El que la tenía en la mano cerró un ojo y aplicó el otro a su extremo alzándola al cielo, y fue entonces cuando Cienfuegos reparó en el hecho de que no se trataba de una simple pértiga, tal como había creído en un principio, sino que se encontraba taladrada por un largo agujero central, lo que le hacía semejar el cañón de un arma de fuego.

Le hubiera gustado examinar aquel extraño y desconocido objeto más de cerca, pero prefirió concentrarse de momento en tratar de traducir el pausado relato que el inesperado visitante comenzaba a hacer de su al parecer agitadísimo viaje.

En resumen, y aunque hubo infinidad de detalles que no consiguió descifrar en su totalidad, el gomero llegó a la conclusión de que el tal Yakaré había iniciado tiempo atrás una larga caminata que debía conducirle a la obtención de una de las ansiadas «cerbatanas» de fabricación particularmente esmerada de la lejana tribu de los «Aucas», así como a la consecución de la fórmula de un veneno cuyo secreto guardaban celosamente unos misteriosos y escurridizos individuos a los que llamaba «Curare Maukolai», lo que en una traducción bastante libre debía significar algo parecido a «Los Dueños del Curare».

Ahora, tras años de vagabundeo enfrentándose una y otra vez a infinitas aventuras y peligros, regresaba desde las márgenes «Del Gran Río en el que nacen los Mares», y aunque traía consigo una de aquellas preciadas «cerbatanas» y una calabaza repleta de negra pasta que debía ser sin duda auténtico «curare» de la mejor especie, se veía obligado a admitir que para obtener el secreto de la fórmula tendría que haberse traído a cuestas a un pesado «Curare Maukolai», a lo cual se habían opuesto fieramente los miembros de su tribu.

Resultaba a todas luces evidente, no obstante, que para los fascinados «cuprigueri», tenían mucha más importancia los logros y hazañas de su héroe que su único fracaso, y se mostraban particularmente excitados con el contacto de la preciada «cerbatana», hasta el punto de que lanzaron nerviosos gritos de entusiasmo cuando su dueño introdujo en ella un largo y afilado dardo para derribar de un único y seco soplido a una alborotadora cotorra que parloteaba a más de veinte metros dé distancia.

Al canario le asombró la mortal eficacia de tan desconcertante, silenciosa y peculiar arma ofensiva, por lo que no pudo por menos de extender la mano y solicitar con un gesto que le permitiesen observar de cerca el negro betún en que el nativo había humedecido la punta del dardo.

Lo estudió con incrédulo detenimiento, y le sorprendió luego advertir cómo Azabache lo analizaba a su vez, oliéndolo y palpándolo.

—¿Lo conoces…? —quiso saber.

—No —admitió honestamente la dahomeyana—. Pero apuesto a que está hecho de veneno de serpiente, mezclado con raíces y resinas y cocido a fuego lento. —Comenzó a tartamudear al advertir que los estrábicos e inquisitivos ojos estaban ahora fijos en ella—. Con tiempo podría conseguir algo parecido. —Se diría que se había ruborizado aunque dado el color de su piel resultaba casi imposible asegurarlo—. Aún recuerdo algunas de las enseñanzas de mi abuela… —concluyó nerviosamente.

—¿Te gusta el «indio»? —inquirió Cienfuegos divertido por su azoramiento.

—Me asusta.

—No —sentenció el isleño convencido—. No te asusta aunque tenga aspecto de ser un guerrero especialmente temible. Te gusta.

—¡Vete al diablo!

El otro no pudo evitar que se le escapara una corta carcajada:

—Como quieras —admitió—. Pero te conozco lo suficiente como para saber lo que pasa por tu lanuda cabeza. —Le guiñó un ojo con picardía—. Te gusta y le has impresionado.

—Será porque nunca ha visto a una negra.

—Tampoco yo había visto ninguna y lo único que se me ocurrió pensar es que estabas sucia… —le recordó para añadir con manifiesta intención—: Los otros lo tratan como a un príncipe: tal vez llegues a reina en estas tierras.

—¿«La Reina Negra de los Salvajes Blancos…»? —inquirió ella con marcada intención—. ¡Tendría gracia habiendo empezado como esclava de un cerdo portugués…!

—La vida da muchas vueltas… Y si no que me lo digan a mí que empezando de mísero cabrero en una isla eternamente primaveral, he llegado a convertirme en próspero dueño de una espada y un taparrabos en mitad de la tierra más caliente del mundo. —Le golpeó con afecto la pierna—. ¡No te inquietes! —pidió—. Llegaremos muy lejos.

—¿Más aún…?

—¡Mucho más! —replicó el canario divertido—. Llegaremos donde no llegó nadie… —Reparó en que los ojos de todos los indígenas estaban clavados en él, y arrugando cómicamente la nariz señaló con el dedo a la africana al tiempo que exclamaba en tono ampuloso—: ¡Azabache gran «Curare Maukolai»!

Los «cuprigueri» le observaron estupefactos, se volvieron luego a escudriñar a la muchacha con una extraña mezcla de incredulidad y admiración, y, por último, uno de ellos inquirió con timidez:

—¿Gran «Curare Maukolai»…?

—La mejor de Africa.

—¿Estás seguro…?

—¡Lo que yo te diga! En un tris-tras prepara un «Curare» de chuparse los dedos.

Resultó evidente que los pobres aborígenes no tenían muy claro a qué demonios se estaba refiriendo, y tuvo que ser la propia Azava-Ulué-Ché-Ganvié la que interviniera escandalizada.

—¿Pero qué dices…? —masculló entre dientes—. Yo no sé cómo se prepara ese veneno.

—Acabas de decir que puedes conseguir algo parecido… Al fin y al cabo, un veneno es siempre un veneno.

—¡En absoluto! —protestó la dahomeyana—. En mi país se fabrican muchísimos, pero cada uno sirve para algo distinto y actúa de modo diferente, desde el que licúa la sangre, hasta el que paraliza el corazón, y desde el que fulmina en el acto, hasta el que tarda meses en consumir a una persona.

—Pues ya has visto que éste fulmina en el acto.

—A un animal pequeño, sí —admitió la muchacha—. Pero por lo visto es un animal destinado al consumo. ¿Sabes lo que ocurriría si el veneno tuviera demasiada fuerza…?: que el que se lo comiera también acabaría muerto. No es tan fácil —concluyó convencida—. ¡Nada fácil!

—Yo sé que lo conseguirás…

—¿Y quién probará los resultados…? ¿Tú?

—¡Hombre…! ¡Tanto como eso…!

La negra señaló con un ademán de la cabeza a los indígenas que permanecían pendientes de sus palabras aunque no las entendieran en lo más mínimo.

—¿Quién entonces? ¿Ellos? ¡A ver qué cara pondrían si empezaran a morir por mi culpa…! —Movió de un lado a otro con ademán pesimista la cabeza—. Necesitaría meses para encontrar la fórmula. —Chasqueó ahora la lengua como pretendiendo recalcar más aún la intensidad de su escepticismo—. Mi abuela distinguía los venenos tan sólo con olerlos y señalaba en el acto cómo actuaba cada uno, pero yo era entonces una niña y no tuve tiempo de aprender.

—¿Lo intentarás al menos? Para estas gentes ese secreto parece tener mucha importancia.

Ella indicó con la barbilla el ave que uno de los nativos se entretenía en desplumar pacientemente.

—¡Ya lo creo que debe tenerla! —admitió—. Por mucho que en Dahomey sepamos de venenos, jamás se nos ocurrió usarlos de forma tan ingeniosa: un minúsculo dardo que surge en silencio de un canuto, y que es a la vez mortífero y traidor. ¿Lo habías visto antes?

—Nunca —admitió el canario—. Y lo cierto es que no me gustaría enfrentarme a alguien que empleara esa forma de guerrear. —Se volvió a Yakaré e inquirió en su idioma—: ¿«Aucas» lejos?

El otro asintió muy serio marcando un punto a sus espaldas.

—¡Muy, muy lejos…!

—¡Pues menos mal…!

Al poco reiniciaron la marcha, y muy pronto Cienfuegos cayó en la cuenta de que no se trataba ya del interminable vagabundeo exploratorio sin destino concreto de los días anteriores, sino que los «cuprigueri» parecían tener ahora una idea muy clara de cuál era el rumbo a seguir y hacia dónde se dirigían, como si la aparición de Yakaré tuviera la virtud de trastocar sus planes o hubiese despertado en ellos un súbito interés por regresar a sus hogares.

Durante casi una semana anduvieron por tanto a buen paso, e incluso las inevitables siestas de los calurosos mediodías se redujeron de forma notable, ya que era ahora el estrábico de la larga cerbatana quien marcaba la pauta y podría creerse que estaba hecho de acero, dado que conseguía mantener durante horas un ritmo endiablado sin probar un sorbo de agua ni dar la más mínima muestra de fatiga.

Era evidentemente un tipo extraño; uno de esos individuos que sobresalen de inmediato de entre la masa de cuantos le rodean, atrayendo la atención aun sin necesidad de hacer un solo gesto inapropiado o pronunciar una palabra más alta que la otra, y al canario no le extrañó por ello que la negra Azava-Ulué-Ché-Ganvié se fuera enamorando más y más de él a medida que pasaban los días.

Resultaba ya inútil que intentara fingir que tan sólo le interesaba «como un salvaje diferente», puesto que se la diría fascinada por cada detalle y cada ademán de aquel cuerpo delgado y fibroso dotado de una energía interior inagotable, pero eran sobre todo los ojos del indígena: aquella mirada inclasificable que parecía converger sobre las personas y las cosas desde dos puntos distintos, lo que con más fuerza mantenía atrapada a la muchacha, a quien se diría capaz de dar su mano izquierda por adivinar el auténtico significado de tan inquietante forma de quedarse contemplándola durante largos minutos.

—No debiste decirle que entiendo de venenos… —se quejó una noche a Cienfuegos—. Ahora nunca podré saber si le intereso como mujer o tan sólo como «Curare Maukolai».

—Cuando te mira a los ojos probablemente está pensando en si serás capaz de fabricar venenos, pero cuando te mira al pecho o a los muslos seguro que piensa en otra cosa.

Fuera cual fuera la actitud del estrábico hacia la africana, cambió sin lugar a dudas la mañana en que de improviso el guerrero que marchaba en primer lugar dio un brusco salto lanzando un grito que provocó la inmediata desbandada de cuantos le seguían.

—¡«Cuama»! —exclamó horrorizado—. ¡«Cuama»!

Era como si hubiese mencionado en verdad al mismísimo demonio, ya que incluso el impávido Yakaré pareció impresionado, y todos formaron un amplio y prudente círculo en torno a un claro entre los matojos, en cuyo centro destacaba, desafiante y agresiva, una delgada serpiente de no más de metro y medio de largo, piel grisácea y aplastada cabeza en la que tan sólo destacaban dos ojillos furiosos y unos curvos y afilados colmillos de aspecto amenazante.

Ni uno sólo dé los aborígenes hizo ademán de atacarla con sus largas flechas o sus afiladas lanzas de oscura madera, como si tan sólo el hecho de intentar acabar con ella significase correr un serio peligro, y el que se encontraba más cerca del canario le aferró con fuerza el antebrazo retirándole hacia atrás prudentemente.

—¡«Cuama» muerte! —musitó con voz ronca—. ¡Muerte terrible! —concluyó como si fuera aquélla la más indiscutible de las aseveraciones.

Todos iniciaron entonces un prudente repliegue destinado a rodear al peligroso ofidio evitando su ira, pero en ese mismo instante la dahomeyana comenzó a emitir un curioso sonido en cierto modo semejante al que utilizan algunos arrieros para tranquilizar a sus animales, aunque entremezclado con suaves silbidos de imprecisa e inquietante modulación, al tiempo que iniciaba un lento pero decidido avance chasqueando los dedos de la mano izquierda que mantenía lo más alejada posible de su cuerpo.

—¿Qué haces? —se escandalizó el gomero—. ¿Té has vuelto loca?

—¡Calla! —fue la serena respuesta—. ¡No te muevas y calla!

Continuó su marcha observada con asombro por la atemorizada partida de nativos que no se atrevían a mover siquiera un músculo, y cuando Yakaré aventuró el gesto de cargar su cerbatana, la negra se lo impidió con una seca mirada autoritaria.

El ofidio se había alzado aún más sobre su firme cola, y aparecía ahora pendiente del chasquear de los dedos a la par que se diría que los extraños sonidos la aturdían, desconcertándole, como si dudase entre a cuál de aquellos dos puntos, la mano o la boca, debería dedicar preferentemente su atención.

Centímetro a centímetro, Azabache siguió avanzando sin cesar ni un solo instante en sus gestos hasta que de improviso, y con tal velocidad que ni el más atento de sus fascinados testigos pudo determinar cómo había ocurrido realmente, dio un paso adelante, lanzó la mano derecha como si de un rayo se tratara y atrapó al animal justamente por debajo de las mandíbulas permitiendo que el resto del cuerpo se la enroscara al brazo sin experimentar por ello el más mínimo temor o aprensión.

Con la temible cabeza emergiendo entre sus dedos, hizo un gesto al indígena más próximo para que le alargase una calabaza, apoyó contra su borde los afilados colmillos, presionó con fuerza y consiguió que la bestia expulsase un pequeño chorro de un líquido de color marrón oscuro.

Dejó la calabaza en el suelo, arrancó un pedazo de liana, y valiéndose de una sola mano maniató con increíble habilidad la boca de su enemiga para dejarla caer a sus pies con la actitud de quien se libra de un trasto inútil.

—¡Dios bendito! —acertó a exclamar el impresionado Cienfuegos—. ¡Vaya par de cojones!

—¡«Curare Maukolai»! —exclamaron a su vez los entusiasmados indígenas rodeando a la negra a la que palmeaban la espalda como si se tratara de una auténtica heroína—. ¡Gran «Curare Maukolai»!

Pero resultaba evidente que la atención de la muchacha no estaba pendiente de los comentarios del canario, ni aun de las felicitaciones de los guerreros, sino que sus ojos se habían vuelto de inmediato al estrábico, a quien sin duda estaba dedicada en exclusiva tan desmesurada prueba de arrojo y sangre fría.

A nadie le sorprendió por tanto que esa misma tarde la negra y Yakaré desaparecieran en lo más profundo de un cercano bosquecillo para no volver a hacer acto de presencia hasta muy entrada la mañana siguiente.

—¿Qué? —quiso saber Cienfuegos sonriente—. ¿Cómo ha ido eso?

—Ha ido de tal modo, que como no aflojen el paso, me quedo en el camino —fue la humorísta respuesta.

—¿Feliz?

Ella se detuvo unos instantes, le miró a los ojos e inquirió desconcertada:

—¿Cómo es posible que andando descalza y semidesnuda por el último rincón del Universo en compañía de una docena de salvajes y un pelirrojo medio loco, no quisiera cambiarme ahora ni por la mismísima reina de España?

El isleño le acarició con afecto el crespo y ensortijado cabello y replicó sonriente:

—Es muy sencillo. Si Ingrid estuviera aquí, me ocurriría lo mismo.