IV

Alonso de Ojeda estaba furioso.

Furioso una vez más con su Excelencia el Almirante Don Cristóbal Colón, ya que según su punto de vista de noble capitán español, no resultaba en absoluto admisible la infame treta de que se había valido el astuto Virrey de las Indias para satisfacer la codicia de sus acreedores en la Corte, burlando las severas normas establecidas por sus Católicas Majestades, Isabel y Fernando.

Éstos, alarmados por las noticias que les llegaban sobre el trato que se dispensaba a los indígenas en el Nuevo Mundo, habían dictado estrictas órdenes puntualizando que debía otorgarse a los aborígenes los mismos derechos y deberes que a cualquier otro súbdito del reino, pero como existía desde antiguo la costumbre de que todo soldado que hubiera sido apresado en combate podía ser vendido como esclavo, Colón se había valido de tan sucia triquiñuela para enviar a quinientos desgraciados «salvajes» a los mercaderes de carne humana de Córdoba y Sevilla.

Ojeda, al igual que la totalidad de los habitantes de «La Española», tenía plena conciencia de que muy pocos de tales cautivos habían sido auténticos guerreros de los que combatieran junto al feroz cacique Canoabó, y sabía también, sin lugar a dudas, que las casi cien mujeres jóvenes que formaban parte del «envío», habían sido capturadas en tiempos de paz por los esbirros de los hermanos Colón, pero como la autoridad de estos últimos resultaba por el momento indiscutible, no le quedaba más remedio que limitarse a maldecir y dar rienda suelta como buenamente podía a su incontenible ira y frustración.

Tan sólo la enamorada princesa Anacaona y su fiel amiga la alemana Ingrid Grass, exvizcondesa de Teguise, conseguían hasta cierto punto consolarle cuando acudía a ellas entristecido por el trágico fin de tantos inocentes, y desalentado por tener que continuar siendo obligado testigo del infinito número de iniquidades que se estaban llevando a cabo en nombre de Dios, la Civilización y la Corona.

Y es que por el momento no le quedaba ni tan siquiera la posibilidad de tener un desesperado arrebato de valor arriesgándose a acabar en el cadalso por oponerse al omnipotente Virrey, ya que éste había emprendido meses atrás un segundo viaje a España, por lo que le constaba que enfrentarse a su ladino hermano Bartolomé o al apocado Diego no conducía a parte alguna y era tanto como adentrarse en una ciénaga hedionda de cuyo fango nada bueno cabía esperar.

—Tantas empresas maravillosas como podrían llevarse a cabo aquí… —se lamentaba—. Y andamos sumidos en un piélago de mezquinos intereses, pleitos absurdos, y una sucia lucha por el poder que acabará pudriéndonos a todos…

El más profundo descontento era por aquellos tiempos norma tan general en la colonia, que tanto se lamentaban la inmensa mayoría de los españoles por haber tenido la nefasta ocurrencia de atravesar el océano en busca de otras tierras, como los nativos de que lo hubieran hecho, y de no darse el caso de que los Colón y un grupúsculo de los más poderosos mantuvieran intacta la esperanza de obtener pingües beneficios personales de la malhadada empresa, lo más probable hubiera sido que la práctica totalidad de los desgraciados expedicionarios, hubieran emprendido de inmediato el regreso a su lugar de origen.

«Quiera Dios devolverme a Castilla», era, por ello, la frase más escuchada entre los españoles, pero no había en el puerto naves que les permitiesen llevar a cabo tal deseo, ni parecían sus gobernantes dispuestos a permitírselo.

Para tales gobernantes, la mayor preocupación se centraba por el momento en la difícil empresa de reunir las ingentes cantidades de oro que tan alegremente habían prometido en su día a los banqueros de la gran aventura, y en la —a todas luces imposible empresa— de conseguir que los nativos se decidieran a trabajar.

Fue este último punto el que más quebraderos de cabeza había de proporcionar a los españoles a su llegada al Nuevo Mundo, ya que acostumbrados desde siempre a la idea de que el trabajo era algo necesario, deseado y casi santificador que ennoblecía al hombre, quedaron absolutamente estupefactos ante el desacuerdo total de los indígenas, quienes consideraban que habían venido al mundo para tomar el sol y disfrutar de la vida, limitando por tanto su esfuerzo al mínimo imprescindible para llenar el estómago a diario.

Su descarada resistencia a «Dar ni tan siquiera un palo al agua», por mucho que se le amenazase o prometiese, alcanzaba extremos tan inauditos que muy pronto los invasores llegaron a la conclusión de que era aquélla una raza de la que jamás se conseguiría sacar provecho alguno, por lo que si se pretendía que las tierras produjesen riqueza y las minas entregasen su oro se hacía necesario importar mano de obra cualificada de allende el océano.

Ésa era, sin duda, una de las razones por las que el Almirante había decidido emprender viaje por segunda vez a España, ya que a los cuatro años justos de haber descubierto Haití, se encontraba plenamente convencido de que más peligro ofrecía la resistencia pasiva de los «indios» que una auténtica rebelión armada, lo cual significaba que si no obtenía de los Reyes nuevos colonos con los que sustituir a los difuntos o los que habían vuelto, sus sueños de gloria corrían riesgo de quedar en agua de borrajas.

—Si no fuera porque Bonifacio y yo nos deslomamos trabajando… —se veía obligada a reconocer Ingrid Grass cuando se mencionaba el tema—, la mayoría de los animales estarían muertos, y las cosechas perdidas, porque lo cierto es que en todos estos años no he conseguido ni un solo peón capaz de realizar una labor mínimamente aceptable tres días seguidos. Les divierte aprender, pero cuando saben lo que tienen que hacer, ya no lo hacen.

—¡Oblígueles! —señalaba en esos casos su buen amigo, el converso Luis de Torres—. Si se han comprometido a algo y le han hecho perder tiempo enseñándoles, puede obligarles a cumplir lo pactado.

—¿Cómo? —se sorprendía la alemana—. Si les has pagado por adelantado, se largan a la selva, y si aún no les has dado nada, se limitan a encogerse de hombros, renunciar a lo que les debes y largarse igualmente. ¡Son como niños…!

Eran como niños, en efecto, pero unos niños que veían cómo se entraba a saco en su mundo y se violaban sus costumbres, incapaces de entender por qué desconocida razón los recién llegados se empeñaban en complicarlo todo haciendo dura y difícil una existencia que en aquel paraíso terrenal había sido siempre sencilla y agradable.

Construir y destruir parecía constituir a su modo de ver el único y demencial objetivo de aquellos extraños individuos que se cubrían con unas estrafalarias vestimentas que no servían más que para hacerles sudar y conferirles un aspecto ridículo, ya que con la misma furia se lanzaban a edificar una inmensa cabaña que el primer «huracán» arrasaría, como se afanaban en desbrozar un bosque o convertir en albañal la antaño límpida laguna.

—Aquí hay espacio, comida y agua para todos… —señaló la princesa Anacaona en el transcurso de uno de los tranquilos paseos por la playa que solía dar con Ingrid Grass a la caída de la tarde—. ¿Por qué no compartirlo viviendo como hemos vivido hasta ahora, en lugar de afanarse por conseguir un oro que a nadie alimenta o esclavizar a quienes nacieron libres?

—Son costumbres —replicó entristecida la alemana que no solía encontrar respuestas convincentes a las demandas de la hermosa Flor de Oro—. Allí de donde venimos, la vida no suele ser tan cómoda.

—¿Por qué aceptáis entonces lo que ofrecemos de positivo, negándoos a admitir que siempre hemos estado mucho más cerca que vosotros de la felicidad?

—Porque nuestra religión enseña que toda felicidad que no esté directamente ligada a la contemplación divina es un pecado y un espejismo inconsistente.

—¿Y tú lo crees? —se asombró la indígena.

—No, desde luego —admitió la otra convencida—. Para mí la felicidad es estar junto a Cienfuegos, del mismo modo que para ti lo es estar junto a Alonso de Ojeda. Pero no podemos pretender que todos opinen igual, puesto que no existen muchos Cienfuegos ni muchos Ojedas.

—Por desgracia… —admitió la indígena, aunque al instante se detuvo, la miró de frente y añadió tristemente—: Ya no me ama.

—¿Cómo has dicho…? —inquirió su amiga creyendo haber oído mal.

—Que Alonso ya no me ama —repitió Anacaona con voz dolida—. Continúa mostrándose afectuoso y apasionado, pero yo sé que aunque se esfuerce por simular que vive pendiente de mí, se encuentra distraído y su mente vuela a Castilla demasiado a menudo.

—No vuela a Castilla —le contradijo la exvizcondesa—. Vuela en dirección opuesta, hacia todas esas tierras que se abren frente a nosotros, puesto que un espíritu tan aventurero como el suyo se rebela ante la idea de permanecer inactivo, testigo obligado de mil intrigas palaciegas y esclavo sumiso de una burocracia asfixiante, mientras intuye que se puede alcanzar la gloria siguiendo hacia el oeste.

—¿Quiere eso decir que no le basta conmigo? Si es oro lo que busca, yo le ofrecí todo el que pudiera desear y se limitó a arrojarlo al mar.

—Para los hombres como Ojeda, la gloria no está en el oro, ni en conquistar un imperio por rico y poderoso que éste sea…: la gloria está en intentarlo.

—¿Por qué?

—¿Por qué… qué?

—¿Por qué vuestros hombres encuentran mayor felicidad en correr riesgos y pasar calamidades persiguiendo un estúpido sueño a menudo inalcanzable, que en limitarse a disfrutar de la vida y de la mujer que aman como hacen los nuestros?

—Por ambición.

—Ésa es una palabra que me niego a aprender y que nunca debisteis permitir que atravesara el océano —sentenció la princesa—. Causa más daño que vuestras espadas y bombardas, e incluso que vuestras enfermedades, porque de las espadas, bombardas y enfermedades tal vez aprendamos a defendernos, pero me consta que contra vuestra desmesurada ambición jamás podremos hacer nada.

Ingrid Grass, a la que ya todos conocían más bien por su nueva identidad de Doña Mariana Montenegro, tampoco encontró en esta ocasión argumentos con los que rebatir los puntos de vista dé la haitiana, ya que en el fondo los compartía y estaba desde tiempo atrás secretamente convencida de que la desmesurada ambición de los Colón y el pequeño grupo de sus secuaces, acabaría por enfangar la magna aventura del descubrimiento de un Nuevo Mundo.

Pocos días más tarde pudo tener una nueva e irrebatible prueba de hasta qué punto la sed de oro de los gobernantes de «Isabela» prevalecía sobre cualquier otra consideración, ya que el destino, o tal vez su bien ganada fama de mujer bondadosa la eligieron como involuntario instrumento de una de las más sucias componendas que tuvieron lugar por aquel tiempo en la colonia.

De naturaleza compasiva, y habituada casi desde que llegara a la isla a servir de paño de lágrimas a cuantos acudían a exponerle sus cuitas o intentar hacer un poco más llevadera la amarga soledad y la profunda tristeza que producía la larga separación de la familia, había llegado a experimentar tiempo atrás un sincero aprecio por un hosco y retraído aragonés llamado Miguel Díaz, quien, pese a su buen corazón y generoso talante, estaba considerado un pendenciero sumamente peligroso en cuanto ingería cuatro copas.

El alcohol ejercía sobre Miguel Díaz el efecto de una pócima diabólica liberando de forma incontrolable sus peores instintos, por lo que una malhadada noche de amargo recuerdo, el avinagrado cariñena le nubló por completo el entendimiento impulsándole a sacar de improviso una inmensa navaja y asestar dos alevosas puñaladas a un infeliz murciano que no había cometido otro delito que rogarle que bajara un tanto el tono de voz.

Según la ley de los hermanos Colón, un acto semejante ameritaba de inmediato la horca o una inapelable condena a trabajos forzados de por vida, razones suficientes para que el impulsivo aragonés decidiera poner de inmediato tierra por medio, con la intención de unirse a alguno de los grupos de desertores y facinerosos que se habían establecido en diferentes puntos de la isla o habían optado por afincarse en otras no muy lejanas.

Hacía ya más de un año que tuviera lugar el sangriento incidente, y pese a que el murciano apuñalado había conseguido sobrevivir, nadie confiaba en volver a ver por «Isabela» a Miguel Díaz, ya que la condena seguía vigente y Bartolomé Colón, a la sazón Gobernador de la colonia en ausencia del Virrey, no era hombre que destacara por su comprensión o su generosidad a la hora de conceder indultos.

La sorpresa de la alemana estaba por lo tanto más que justificada, cuando una calurosa noche de agosto el aragonés surgió como una sombra ante su cabaña.

—Me estáis comprometiendo… —le hizo notar pasado el primer momento de desconcierto—. Los Colón me aborrecen y tan sólo necesitan una disculpa para enviarme de regreso a Europa. Pero lo peor no es eso: lo peor es que si os atrapan os ahorcarán de inmediato por tentativa de asesinato y rebeldía.

—Lo sé… —admitió el recién llegado tomando asiento al otro lado de la tosca mesa de la estancia que hacía las veces de salón—. Pero no creáis que en esta ocasión actúo impulsivamente. Estoy seguro de que este paso es por mi bien… y por el vuestro.

—No alcanzo a entenderos.

—Lo haréis si me concedéis tan sólo unos minutos —prometió el aragonés seguro de sí mismo—. Habéis de saber que durante este año que he pasado en el exilio, me han ocurrido más cosas que en toda mi existencia anterior, pero como no es cuestión de aburriros con mis andanzas, me limitaré a señalaros que tras mucho vagar por selvas y montañas, vine a dar con mis huesos en un poblado indígena del sur de la isla; un lugar maravilloso en la desembocadura de un ancho río, con buen puerto, clima agradable, tierras fértiles y los nativos más bondadosos y hospitalarios que imaginarse pueda… —Hizo una pausa que aprovechó para beber un largo trago de agua y continuar en idéntico tono—. Tuve luego la enorme suerte de que la viuda del Cacique, una mujer no excesivamente agraciada pero dulce y apasionada como pocas, decidiera desposarme, por lo que vine a convertirme en una especie de «Príncipe Consorte» de un pequeño reino encantador.

—Eso es magnífico… —admitió la alemana—. ¿A qué arriesgar en ese caso la vida, volviendo aquí?

—A que no puedo ser feliz sabiéndome fugitivo de la justicia, despreciado por los míos, y reo de muerte, por lo que he pensado en ofrecerle a los Colón la oportunidad de fundar a orillas del Ozama, y en un lugar a todas luces perfecto, una nueva ciudad que venga a sustituir a esta malhadada «Isabela».

—Conociendo a Bartolomé Colón dudo que se digne concedernos gracia alguna, y mucho menos que acepte vuestro ofrecimiento borrando de un plumazo cuanto se ha edificado aquí, que ha costado ya miles de vidas.

—Lo hará —insistió el aragonés con la terquedad propia de los de su tierra—. El secreto está en saber emplear los argumentos que pienso daros.

—¿Y son…? —inquirió ella en tono un tanto irónico o burlón.

Miguel Díaz echó mano a la bolsa que colgaba de su cintura y dejó caer su contenido sobre la áspera superficie de la mesa, al tiempo que replicaba con firmeza:

—¡Éstos!

Ingrid Grass no pudo por menos que lanzar una leve exclamación de asombro al distinguir los cinco enormes pedruscos que habían quedado bailoteando sobre la gruesa tabla, y de las que la temblorosa llama de una lamparilla de aceite extraía portentosos reflejos.

Mein Gott! —exclamó recurriendo sin querer a su lengua materna—. ¡Jamás vi nada igual! ¿Es oro puro?

—El más puro que pueda existir. Mi buena esposa Catalina… —Miguel Díaz sonrió levemente al recordarla—, la llamo así porque su verdadero nombre resulta impronunciable, me condujo a las minas de sus antepasados, distantes unas seis leguas de la desembocadura del río, y os aseguro que viendo lo que vi, no me extrañaría que fuera de allí de donde el Rey Salomón obtuvo su fortuna. —Empujó casi despectivamente con el dedo índice una de las pepitas obligándola a rodar por la mesa—. Esto no es más que una minúscula muestra de lo que allí existe…

Doña Mariana la tomó para sopesarla cerciorándose de su valor, y tras permanecer unos instantes meditabunda, inquirió roncamente:

—¿Os dais cuenta de lo que semejante descubrimiento significa, Miguel…? Esto es lo que en verdad Colón venía buscando y lo que asentará definitivamente a los españoles en esta parte del mundo.

—Yo lo único que quiero que signifique es mi perdón —replicó calmosamente el aragonés—. Soy muy feliz con Catalina, pronto nacerá mi primer hijo, y antes de venir recogí oro suficiente como para no tener problemas el resto de mi vida… —Se encogió de hombros con gesto fatalista—. Podría apoderarme de las minas y convertirme en uno de los hombres más ricos del mundo, pero ¿de qué me serviría si he de vivir eternamente fugitivo? Estoy dispuesto a hacer ricos a los Colón, los Reyes, el sucio murciano al que rajé en un mal momento, e incluso a vos, si conseguís que pueda volver a jugar una partida de naipes con mi gente.

—Lo intentaré… —admitió al rato la alemana—. Y lo intentaré, no por el oro que estáis prometiendo, sino porque en el fondo os aprecio a pesar de lo bruto que llegáis a ser a veces. —Alzó la mano interrumpiendo sus muestras de agradecimiento, y añadió—: Pero lo haré con una sola condición…

—¿Y es…?

—Que juréis solemnemente por vuestra esposa, vuestro hijo que está al nacer, y yo misma, que jamás volveréis a beber.

—Lo haré aunque no lo estimo necesario, Señora… —replicó muy serio el otro—. Hace meses que me juré a mí mismo que me cortaría un dedo por cada vaso de vino que tomara, y conociéndome os consta que lo cumpliría a rajatabla. —Mostró sus dos manos intactas—. No ha sido necesario, ni nunca lo será.

—De acuerdo entonces —aceptó Ingrid Grass dando por concluida la charla—. Mañana le pediré una audiencia a Don Bartolomé para exponerle vuestros deseos. —Se encogió de hombros con gesto fatalista—. Confío en que me reciba.

El otro tomó uno de los pedazos de oro y lo lanzó al aire atrapándolo luego con notable habilidad.

—Esta llave os abrirá las puertas —dijo—. Pero tened algo muy presente: La condición que impongo para entregar las minas, aparte, claro está, del indulto total, es que la Capital de la isla deberá trasladarse a orillas del Ozama para que ningún español vuelva a morirse de asco en esta cochiquera.

—Dudo que acepte —replicó ella con naturalidad—. Lo dudo mucho.

Pero Doña Mariana Montenegro demostró en esta ocasión que valoraba en muy poco la ambición y la sed de oro de los Colón, puesto que en cuanto le mostró al secretario privado de Don Bartolomé el contenido de la bolsa, éste le hizo pasar a un lujoso saloncito, dejándole a solas con un individuo de color cetrino, aire astuto y aspecto inquietante, que pareció transformarse en el paradigma de la amabilidad y la simpatía a partir del instante en que colocó sus largas y afiladas manos sobre el preciado metal.

—¡Al fin! —exclamó alborozado—. Estaba seguro de que algo así tenía que existir, pero empezaba a desesperar de encontrarlo. ¿De dónde lo habéis sacado?

Prudentemente, temiendo a cada instante asistir a un estallido de ira del temperamental Gobernador que tantas veces había dado claras muestras de su difícil carácter, la hermosa germana fue exponiendo con notable diplomacia la razón de su visita, y al concluir no pudo por menos que entreabrir la boca en una expresión auténticamente estúpida, al escuchar cómo su interlocutor replicaba en el acto:

—¡De acuerdo!

—¿De acuerdo con qué?

—Con todo.

—¿Con todo? —se asombró.

—Con todo —insistió el mayor de los Colón—. No se me escapa que ese oro es lo que necesitamos para consolidar nuestra estancia aquí y financiar nuevas expediciones en busca del Gran Kan. Y por otro lado, mi hermano, el Virrey, me pidió antes de emprender viaje a España que comenzara a buscar un nuevo emplazamiento para la Capital ya que éste resulta a todas luces ilógico e insalubre… ¿Cuál mejor que en las proximidades de esas fabulosas minas? —Sonrió ladinamente—. Hablaré con el murciano para que retire la denuncia a cambio de una buena suma. —Se puso en pie casi de un salto—. Volved mañana y tendréis firmado el indulto y un documento que acreditará un dos por ciento de todo cuanto se obtenga para Miguel Díaz, y un medio por ciento para vos… —Le besó la mano gentilmente al tiempo que la acompañaba hasta la puerta—. Si ese bendito aragonés no exagera, a partir de este momento podéis consideraros una dama muy rica… —concluyó—. ¡Muy, muy rica!