A Raúl López, que durante los descansos del desayuno en la oficina me contaba anécdotas de su pueblo tan interesantes que una de ellas acabó siendo la semilla de este libro.
A Lioba Aragón, con quien discutí interminablemente aspectos de la trama oculta de Largas noches de lluvia.
A todos los que me animaron y animan a seguir escribiendo y que nunca se han cortado lo más mínimo a la hora de abroncarme cuando paso demasiado tiempo enganchado a la consola o viendo la televisión, como Miguel Cane, David Jasso, Fran, Nacho, Lessa o Miguel Puente entre muchos otros.
Pero sobre todo a Eva, por su fe inquebrantable en mí… y su infinita paciencia conmigo. Ella estaba allí cuando apareció el cuerpo de Rogelio en la bañera; estaba allí cuando el doctor se sinceró (pero no del todo) en el cementerio; en las interminables tardes al sol y en las largas noches de lluvia. Y cuando llegue de nuevo la sequía, y las aguas del pantano bajen, y las hermanitas obliguen al doctor a contar su historia, sé que estará a mi lado, animándome a seguir.