9

Un rato más tarde, Matías me llamó. Para entonces yo ya me había levantado del sofá y daba vueltas por el salón buscando inútilmente la escopeta desaparecida. Salí al pasillo y le vi al fondo, en el cuarto de baño. Frente a él, arrodillado junto a la bañera, vi a un hombre uniformado, que enseguida supuse que sería Abelardo, el hijo de la costurera.

—Veamos si acabo de entenderlo —le oí decir mientras me acercaba al baño—. A las siete y veinte se personó en el lugar de los hechos, o sea, aquí enfrente, y subió a ver qué pasaba.

—No —le interrumpió Matías—. Entré al bar porque Rogelio tenía que firmarme el recibo del paquete que había llegado a su nombre. En caso contrario no se me habría ocurrido entrar. Además, la puerta estaba abierta.

—Estaba abierta…

—Ajá. Así que subí y me lo encontré así, tal cual.

—¿Y por qué no llamó inmediatamente a la guardia civil?

Matías dudó un segundo. Abelardo se levantó y lo miró fijamente a los ojos.

—Bueno… pensé que era más urgente llamar a un médico, la verdad.

—Pero estaba muerto.

—Y cómo iba yo a…

—De todas formas —atajó el agente con un gesto de la mano—, no fue a buscar al médico sino aquí al… —Me señaló con cierto desdén— al boticario.

—Abelardo… —le saludé extendiendo mi mano.

—¿Por qué al boticario? —preguntó haciendo caso omiso de mi mano tendida, que volví a guardarme en el bolsillo sin inmutarme. No era la primera vez que era objeto de desprecios semejantes. Carmina era del pueblo, pero yo sólo llevaba veinte años viviendo allí. A los ojos de los lugareños, yo era, y siempre sería, un forastero.

—No lo sé. Los nervios… tiré en dirección contraria.

—¿Y usted, Anselmo, qué estaba haciendo?

Me quedé de piedra un segundo, y creo que me ruboricé.

—Yo estaba en el balcón… fumando. A veces salgo a fumarme un pitillo de madrugada. Si me despierto temprano, me desvelo por completo. Lo vi aparecer corriendo por la calle y cuando me contó lo que había pasado vine con él.

—¿Qué opina de las marcas del cuello? —me preguntó casi a bocajarro.

—No soy médico. No estoy cualificado para…

—Pero ¿qué opina, de todas formas?

Me encogí de hombros.

—No sé qué son.

—Yo le diré qué son —respondió tomando aire con evidente satisfacción—. Marcas de escopeta, eso es lo que son. Quiso hacerlo a lo Hemingway —se llevó los dedos índice y corazón de la mano zurda al cuello para ilustrar su deducción. Bajó la diestra hasta la altura de la cintura con el índice doblado como un diminuto garfio y exclamó—: ¡Pum! Pero a última hora se acojonó.

—No creo que leyera a Hemingway —dijo Matías.

—Ni yo, pero leo los diarios, carajo, y hace cinco o seis años salió en todos.

—Eso es absurdo, Abelardo —dijo una voz ronca a mi espalda—. Uno no puede apuntarse al cuello con una escopeta de caza y tirar del gatillo. Y no me pongas esa cara, que llevo poniéndote inyecciones en el culo desde que tenías siete años.

Me giré, y en el umbral del baño vi al doctor Jiménez, con su bastón y su maletín de piel.