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Los minutos pasaban y Matías no volvía. Inquieto, salí del cuarto de baño y recorrí el pasillo hasta el salón, cuya puerta estaba junto a las escaleras.

Cuando entré, vi que Matías estaba asomado a la ventana, al fondo, más allá de los sofás de imitación cuero, a la izquierda de la chimenea. Al verle con la cintura apoyada en el quicio y medio cuerpo en la calle, corrí hacia él convencido de que iba a caer, pero debió de oír mis pasos en la alfombra, porque en aquel momento se volvió hacia mí. Sostenía el pañuelo contra la boca. Cuando lo retiró, descubrió una sonrisa nerviosa.

—Creí que iba a arrojar el desayuno —dijo, y, tras hacer un par de dobleces en el pañuelo y guardárselo en el bolsillo del pantalón, caminó hasta el centro del salón.

Fue entonces cuando me di cuenta de que el salón no estaba ni mucho menos recogido. Una lámpara de pie yacía sobre la alfombra, así como los cojines del sofá y varios libros. En la cómoda, en una de las paredes, los cajones, abiertos y revueltos, mostraban esquinas de manteles, servilletas, paños… Y sin embargo, en lo primero que reparé fue en la zona desnuda sobre la chimenea. Allí había varias abrazaderas destinadas a todas luces a sostener una escopeta. Pero para mi sorpresa la escopeta no estaba.

Matías giró la cabeza para ver lo que yo miraba, pero al cabo de un segundo se giró sin decir nada.

—¿Encontraste el teléfono? —le pregunté.

Asintió con la cabeza mientras se dirigía a un extremo del sofá. Se agachó junto a la lámpara caída y tomó del suelo el teléfono color crema. Tras dejarlo sobre la mesita, se sentó y discó un número.

Yo me quedé en pie en mitad del salón mientras le oía hablar con el doctor Jiménez primero y después con el cuartel de la guardia civil. No podía apartar la mirada del soporte vacío de la escopeta sobre la chimenea y pensar en aquella escopeta de dos cañones, en las marcas que podría dejar en el cuello de una persona, en cuánto tardarían en aparecer esas marcas después de haber retirado el arma. Seguían sudándome las manos, así que saqué el pañuelo del bolsillo y me las sequé con él.

Matías colgó el teléfono y suspiró.

—Vienen para acá. Me han dicho que uno les espere en la puerta y otro en el piso de arriba. Que no toquemos nada. —Derramó una mirada a izquierda y derecha—. Qué desastre… Si le parece ya voy yo abajo.

—De acuerdo.

—El doctor dijo que tardaría un cuarto de hora, pero el guardia civil estará aquí en menos que canta un gallo, así que no estará solo mucho tiempo —añadió con una sonrisa.

Matías salió de la habitación y yo me quedé solo de nuevo.