Matías cruzó la puerta y me dejó a solas en el cuarto de baño. Yo no me sentía capaz de mirar el cuerpo de Rogelio, allí semihundido, con el rostro abotargado y los tajos en los antebrazos desde la muñeca hasta la cara interior del codo, de modo que di media vuelta y me agarré con fuerza al borde del lavabo.
Inspiré y exhalé el aire varias veces para recuperar la calma, repitiéndome para mis adentros que tenía que serenarme, sin demasiado éxito. Matías podía haber dicho que Rogelio Villanueva llevaba treinta años buscándoselo, pero yo no podía dejar de pensar que aquél era el tipo de razonamiento que suena muy bien a la luz del día, pero que carece de toda lógica cuando cae la noche y te metes en la cama, cuando el sueño tarda en llegar y el muro de la razón se desmorona ladrillo a ladrillo. Cuando ese momento llega, ideas como justicia o destino son absurdas e incluso arrebujado e inmóvil bajo las mantas resulta terriblemente fácil perderse en una habitación oscura.
Alcé la mirada y me contemplé en el espejo unos segundos. Apreté la mandíbula, pensé en mi hija, en sus lágrimas cuando nos despedimos en el aeropuerto, y recobré el valor. No podía permitir que cuando Carolina regresara viera a su padre destrozado por la visión de un cadáver en una bañera.
Así que solté los dedos del lavabo, me giré y me enfrenté a mis temores.