5

—Vamos —murmuré entre dientes. Matías giró la cabeza y me contempló con la gorra hecha un guiñapo en su mano—. Vamos de una puñetera vez.

Matías asintió y me llevó hasta la puerta en el extremo opuesto del almacén. Al otro lado, unas escaleras conducían al primer piso.

El cuarto de baño estaba al fondo del pasillo, y la bañera al fondo del cuarto de baño, bajo un pequeño ventanuco por el que ya entraba la tímida luz de la mañana. Al entrar, Matías dejó la bolsa del correo apoyada contra la taza del retrete y aguardó a que yo hiciera algo.

Yo, sin embargo, estaba lejos de poder hacer nada. Contemplaba paralizado la bañera llena de agua rosada y el cuerpo de Rogelio sumergido en ella. Estaba completamente vestido: zapatos, pantalón y camisa blanca con las mangas remangadas hasta el codo, y di gracias a Dios porque no tenía que ver su panza cianótica sobresaliendo del agua, ni su pene meciéndose lentamente como una anémona. Aún así, se podían ver los antebrazos flotando, con la piel azulada y arrugada, y los profundos cortes verticales a la altura de las muñecas. La cabeza, apoyada en el borde de la bañera, miraba inexpresivamente al frente.

Al apartar la mirada, vi la hoja de papel plegada en el lavabo.

—¿Habías visto esta hoja? —pregunté.

Matías negó con la cabeza.

—No. Entré en el baño porque la luz estaba encendida, pero en cuanto vi el panorama salí corriendo.

Alargué una mano, nervioso y tomé el papel. Lo giré unos segundos en mis dedos, como para comprobar si tenía algo escrito en la cara exterior, pero no encontré nada. Cuando lo desdoblé, en su interior sólo encontré las cuatro palabras escritas con trazo nervioso:

«Humo y al monte».

Matías se acercó para leer él también las palabras, chasqueó la lengua y apretó con aún más fuerza la gorra entre sus manos.

—¿No va a hacer nada? —preguntó al cabo de unos segundos.

Yo me lo quedé mirando sin saber qué decir.

—Con el botiquín, digo —añadió cuando comprendió que yo no iba a responder—. Tomarle el pulso, o la tensión, o yo qué sé.

Lo cierto era que no había necesidad de tomar ningún pulso. Bastaba con mirar el tono de su piel, su pecho inmóvil, el color del agua tinta en sangre para saber que no había nada que hacer, pero de todas formas decidí complacerle.

Me remangué las mangas de la camisa y me arrodillé junto a la bañera. Alcé la mano y guié los dedos índice y corazón hasta su cuello. Estaba frío, helado.

Contuve la respiración y apoyé la yema de los dedos a la altura de la carótida. Al hacerlo, a pesar del rigor mortis, la cabeza basculó hacia la izquierda y su mirada, ya sin brillo, se clavó en mí.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó Matías.

Aparté los dedos del cuello (no había pulso, por supuesto, ni necesidad alguna de abrir el botiquín de urgencia que había llevado conmigo) y le tranquilicé.

—Sólo se ha movido un poco. No hay por qué…

—No. Lo del cuello, debajo de la barbilla.

—¿Qué?

—Se ha visto un segundo. Algo… No sé, de otro color. En la piel, ahí, bajo la barbilla.

Me incliné de nuevo sobre el cadáver, extrañado, porque yo no había visto nada fuera de lo normal. Claro, que no había esperado ver nada fuera de lo normal, y eso podría haberme condicionado. Me moví unos centímetros hacia la izquierda a fin de ver el cadáver desde el mismo ángulo que Matías y entonces sí, entonces lo vi: dos manchas de un azul más oscuro, casi negro, que quedaban parcialmente ocultas bajo la barbilla.

Conteniendo un escalofrío, con el corazón latiendo furiosamente en el pecho y una fina pátina de sudor que comenzaba a bañarme las sienes, llevé las manos hasta la cabeza de Rogelio y, poniendo cada palma en una de las mejillas azuladas, le hice alzar la barbilla.

Bajo la mandíbula inferior aparecieron, redondas, del tamaño de dos monedas de perra gorda, una junto a la otra, dos manchas oscuras.

—¿Qué cree que son? —preguntó Matías, despacio.

Yo tragué saliva y no respondí, sin dejar de mirar las marcas en el cuello de Rogelio.

—¿Qué cree que son, don Anselmo?

Parpadeé, exhalé el aire y volví a colocar la cabeza del finado con la barbilla hincada en el esternón.

El movimiento produjo una leve sacudida en el agua de la bañera, que lamió la camisa blanca del hombre y dejó una línea rosada en torno al pecho. Me vi reflejado durante un segundo en el agua, pero aparté la mirada rápidamente.

—No lo sé. No sé qué son. No…

—Tenemos que llamar a la guardia civil.

—Claro —respondí, sintiéndome fuera de mí. Me froté las manos en el pantalón. Las sentía sucias a pesar de que no habían tocado el agua en ningún momento.

—¿Sabe si tenía teléfono?

Negué con la cabeza, mordiéndome el labio inferior mientras miraba a un lado y otro del baño y seguía frotándome las manos en el pantalón.

—¿A lo mejor en el salón? —insistió Matías.

—No lo sé, a lo mejor.

—Si le parece, puede quedarse aquí mientras lo busco.

—De acuerdo —me oí responder.

—Tardaré cinco minutos, aproximadamente.

—De acuerdo —repetí.

—Y tranquilícese. Todos conocíamos a Rogelio, y… bueno, esto era algo que se veía venir. Según mi esposa, lleva treinta años suicidándose.

—Aún así, el espectáculo… —dije señalando la bañera—. Cuando me dijiste lo que había pensé que sería diferente. Que podría… no sé. Pero…

—Claro, pero tiene que tranquilizarse. Volveré en cinco minutos.