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Diez minutos después, llegamos a El Podanco, el bar que había recibido en herencia Rogelio Villanueva cuando un fulminante ataque al corazón se llevó a su padre a la tumba haría cosa de siete años. Cuando le pregunté a Matías cómo era que la puerta estaba cerrada, se encogió de hombros y dijo que la había dejado simplemente entornada, por si a algún chaval le daba por colarse y se encontraba con el cuerpo de Rogelio flotando en la bañera como una trucha panza arriba.

Para demostrar que no mentía, dio un paso al frente y empujó la puerta, que giró en silencio hacia el interior. Nos quedamos unos segundos inmóviles frente al umbral sin atrevernos a pasar, pero al final no tuvimos otro remedio. Apreté el botiquín —una maletita blanca con la cruz roja pintada en ambos lados— contra mi costado y pasé.

Si hay algo en el mundo capaz de transportarte en un segundo a un pueblo abandonado, es sin duda un bar vacío. Uno puede entrar en una casa largo tiempo deshabitada, pasear entre los muebles cubiertos de sábanas polvorientas mientras las tablas del suelo crujen a cada paso y, aún así, pensar que sus dueños simplemente están de viaje, pero no se puede entrar en un bar vacío, oscuro y silencioso, sin estremecerse, porque el silencio allí parece estar siempre a punto de, simplemente a punto de, como si en cualquier momento fueran a chasquear las fichas de dominó sobre la formica, a sonar de nuevo el repiqueteo de cristales bajo la barra, las monedas que pasan de mano en mano, el ding-raca-chas de la caja registradora. Como si todo a tu alrededor se mantuviera en precario equilibrio y bastara el menor ruido, el menor gesto, el menor movimiento en falso, para que algo comenzara a rodar y te pillara a ti, pobre bobo, en medio.

Si alguna vez había dudado de ello, aquella mañana todas las dudas se desvanecieron mientras Matías y yo atravesábamos el bar en casi completa oscuridad.

La escasa luz de los faroles que llegaba desde la calle iluminaba a duras penas las mesas diseminadas junto a la pared, en las que las sillas patas arriba parecían gigantescas cucarachas muertas. Divisamos al fondo el extremo levantado del mostrador y hacia él nos dirigimos. Una vez al otro lado, pasamos junto a las barricas y llegamos hasta el hueco en la pared tapado con una simple cortina de cuentas de plástico.

—¿Por qué no encendemos la luz? —Le pregunté a Matías.

—El interruptor está al otro lado. Vamos —y se abrió paso a través de la cortina de cuentas.

Al poco Matías encontró el interruptor. Una bombilla solitaria iluminó el almacén, revelando un desolador panorama de cajas apiladas de cualquier manera, embutidos que pendían del techo como nidos de procesionaria, estantes a rebosar de latas, botellas de vino cubiertas de polvo, garrafas de aceite y trapos mugrientos. Junto a una de las paredes desconchadas había una mesa sucia con una silla desvencijada junto ella. Sobre la mesa, papeles, vasos en los que los posos hacía tiempo se habían solidificado, cadáveres de insectos atrapados en la superficie grasienta… Un desagradable olor, rancio y dulzón, como de fruta pasada y leche agria, flotaba en el aire.

Giré sobre mis talones para contemplar de nuevo la cortina tras la que el bar se mostraba relativamente limpio, recordando las ocasiones en que la había visto desde el otro lado del mostrador mientras me llevaba un vaso de tinto a los labios, y comprendí que de algún modo, siempre había sabido lo que se ocultaba tras las cuentas de colores. Conociendo los rumores que corrían sobre Rogelio, cómo no saberlo. Pero por alguna razón, había mirado hacia otro lado. Porque siempre miramos hacia otro lado. Es más cómodo, hasta que no queda otro remedio y hemos de cruzar la cortina, quizá a oscuras, quizá con los ojos cerrados, las manos sudorosas y el corazón latiéndonos apresuradamente en el pecho.

Y, aun así, es posible que ni siquiera entonces deseemos encender la luz.