Entré corriendo en casa y tras referirle a mi esposa lo poco que me había dicho el cartero, bajé las escaleras y pasé a la rebotica. Una vez allí, saqué del armario el botiquín y, con él bajo el brazo, salí por la puerta de la farmacia. Matías me esperaba en la calle, retorciéndose las manos.
—Nunca he visto algo así, don Anselmo, salvo en el cine, y no es lo mismo.
—Pero ¿qué ha pasado?
—El Rogelio —contestó, señalando calle arriba con la mano mientras comenzábamos a caminar a buen paso—, que se ha… Traigo un paquete para él. Toqué el timbre, pero no abría y como la puerta del bar estaba abierta y tenía que firmarme el recibo, entré. Total, que me lo encontré en el baño.
—¿En el baño?
—En la bañera.
Doblamos la esquina y recorrimos la calle principal que da a la plaza del ayuntamiento. La casa de Rogelio Villanueva estaba a tan solo un par de bocacalles de allí. Íbamos dejando una nube de vapor a nuestro paso. Mi frente y las palmas de mis manos comenzaban a impregnarse de sudor, pese al frío de la mañana. Las lluvias habían cesado una semana atrás, pero la tierra retenía la humedad y la iba liberando poco a poco. En torno a los faroles encendidos flotaban nimbos dorados. Los adoquines relucían, empapados de rocío.
—Se ha abierto las venas, don Anselmo. O eso creo. El agua de la bañera estaba toda roja, y el Rogelio dentro, entre blanco y azul. Para mí que ya da igual, que ya está tieso, porque con ese color… pero… —se encogió de hombros—. Bueno, por si acaso en cuanto vi el panorama salí escopetado a buscar al doctor.
Nos detuvimos en la plaza, entre el ayuntamiento y la Iglesia de Nuestra Señora. Me llevé una mano al bolsillo y al sacar el pañuelo caí en la cuenta de que, con las prisas, había dejado el sostén de Carmina colgado a la vista de todo el mundo. Ahora ya no había tiempo para volver. Lo único que podía hacer era confiar en que los vecinos no levantaran la cabeza al pasar frente a mi casa, o, si lo hacían, que miraran hacia otro lado. Cuando me pasé el pañuelo por la frente para enjugar el sudor, mis dedos temblaban.
—Pues fuiste en la dirección contraria —dije—, la casa del doctor queda justo del otro lado, pasado el transformador.
Matías no me miró. Siguió caminando mirando al suelo hasta que al cabo de unos segundos, dijo:
—Ya… hay que ver lo que son las cosas. Supongo… supongo que sabía que ya estaba muerto y no quería molestar al doctor por tan poca cosa.
Pero lo dijo en voz muy baja, entre dientes. Yo apenas lo oí. Ahora se me ocurre que tal vez ni siquiera fueran ésas sus palabras.