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Y sin embargo el jarrón que se ha roto, jamás volverá a ser el mismo jarrón.

Eso lo sabemos los tres, Carmina, Carolina y yo, y queda patente sobre todo las noches en que la lluvia sisea tras los cristales y el agua rueda por los canalones del tejado y el aire huele a tierra, fango y podredumbre. Cuando esas noches llegan, el silencio se apodera de la casa y Carolina y su madre se encierran en una habitación.

No sé qué harán en esa habitación, si es que hacen algo; o de qué hablarán, si es que hablan. Se lo he preguntado a mi esposa en numerosas ocasiones, pero su única respuesta ha sido siempre que eso queda entre ella y su hija. Está bien. Lo respeto, pero no puedo negar que siento celos y un poco de miedo también.

¿Hablarán de Rogelio? ¿De mí? ¿De cómo medio pueblo colaboró para que tanto ella como otras niñas violadas treinta años antes fueran vengadas? No lo sé. Y eso es algo que me pone nervioso. No puedo dejar de pensar que algún día tal vez me lo pregunte, tal vez se acerque a mí y, mirándome a los ojos, diga:

—Papá, ¿qué pasó exactamente con Rogelio?

Entonces seré incapaz de contestar. Sé que seré incapaz. Pero al menos sabré qué hacer.

Le entregaré (te entregaré, hija mía) estas hojas que he ido escribiendo poco a poco a lo largo de las noches en que tú y tu madre os encerráis en tu habitación. Aquí está todo, de principio a fin, tan detallado como lo recuerdo, y te aseguro que recordarlo ha significado abrir muchas viejas heridas, y hurgar en su interior para intentar sacar la verdad y hacerla relucir.

Escribirlo ha sido difícil algunas veces, fatigoso otras, y doloroso siempre, pero cualquier cosa era mejor que no hacer nada, no poder hacer nada, mientras os escuchaba llorar a tu madre y a ti —año tras año— al otro lado de tu puerta, durante las largas noches de lluvia.