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Realmente, no queda gran cosa. Todo lo importante, al menos todo lo importante relativo a la muerte de Rogelio Villanueva, ya ha sido contado. Lo que resta no es más que el equivalente escrito de las escenas que aparecen justo al final de las películas basadas en hechos reales, ésas en las que nos enteramos de que el antagonista terminó sus días en un psiquiátrico o que el personaje encarnado por la actriz secundaria acabó casándose con un antiguo amor con el que tuvo dos hijos. A la gente esas apostillas no suelen parecerles gran cosa, y seguramente lo mismo pensarán de lo poco que resta aún por decir.

Carmina se restableció completamente de su pulmonía. El jueves por la tarde afirmó que le parecía una tontería estar en la cama, y al día siguiente fue conmigo en autocar a la ciudad para recoger a nuestra hija.

Cuando Carolina apareció ante nosotros, mi esposa dio un gritito, salió corriendo hacia ella y en menos de un segundo ya se la estaba comiendo a besos delante de todo el mundo. La única razón por la que yo tardé un poco más en hacer lo mismo era que me había adelantado para coger la maleta que mi hija había dejado en el suelo. Carolina estaba bien. Un poco pálida. Más delgada (o eso nos pareció, aunque, claro, ¿a qué padres no se lo habría parecido?), pero con buen aspecto. Nos trajo postales y bolsitas de té. Un montón de bolsitas de té.

De vuelta al pueblo, no paró de comentar lo diferente que era todo en España. Que tras solo quince días en Inglaterra opinara que lo diferente fuera esto y no aquello nos pareció muy significativo a Carmina y a mí, pero no dijimos nada. En el fondo nos sentíamos aliviados al comprobar que lo ocurrido no parecía haber dejado huella en nuestra hija y sonreíamos embobados a todo lo que nos decía, que fue mucho, porque tras pasarse quince días entre angloparlantes (a excepción de Adolfo, quien, a menos que hubiera cambiado notablemente desde sus tiempos de universitario, no era un hombre proclive a la cháchara intrascendente), parecía resuelta a recuperar el tiempo perdido y hablar todo cuanto le fuera posible.

Terminado el viaje, regresamos a la rutina diaria: el colegio, la farmacia, las cosas de casa. Durante un mes, se celebró una misa diaria por el alma de Rogelio Villanueva, y yo asistí a todas y cada una de ellas. Cuando la gente me miraba, yo recordaba la conversación con el doctor allí arriba, en el cementerio, y les devolvía la mirada tratando de hurgar en su interior. Me pareció ver curiosidad muchas veces, reconocimiento otras, pero jamás reproche. De todos modos, procuraba no encontrarme con la madre de Rogelio.

La policía, por cierto, nunca llamó a nuestra puerta, ni volvimos a saber de la brigada de homicidios. Lo que fuera que hubiese en aquel paquete, era lo suficientemente importante como para que alguien —algún pez gordo— decidiera echar tierra sobre el asunto.

Pero sí volví a tener pesadillas.

En ellas veía a mi hija desnuda, sólo que esta vez estaba sobre una cama, desangrándose mientras daba a luz. La sangre empapaba las sábanas y goteaba hasta caer en una bañera, y en aquella bañera estaba Rogelio. Algunas veces su cuerpo no se movía, pero en la mayoría de las ocasiones sí… en la mayoría de las ocasiones alzaba un dedo cianótico y me señalaba con él. Entonces, con voz chirriante decía: «cada noche, Anselmo, no lo olvides, hasta que volvamos a vernos, sí, donde terminan las historias».

Y yo despertaba gritando y Carmina me abrazaba y me decía que no pasaba nada, que todo estaba bien, que todo había terminado.

Con el tiempo, las pesadillas fueron espaciándose más y más, y por último desaparecieron casi por completo. Una vez o dos al año vuelvo a soñar con ello, pero ¿quién no tiene algún mal sueño de cuando en cuando?

En cuanto al pueblo, bueno, sigue ahí, y nosotros en él. No es un mal lugar para vivir. Puede que la visión que de él tenía el doctor estuviera un poco distorsionada por lo que le había tocado vivir, al fin y al cabo. El hecho de que mi mujer (que tendría unos quince años cuando sucedió todo lo relacionado con Rogelio y su hermana) no supiera nada del asunto, prueba que es posible vivir aquí y permanecer indemne.

Y, por último, esta mañana nos ha llamado Maite, desde Cangas de Onís. Está embarazada, así que vamos a ser abuelos. Nos ha dicho que si es niño lo llamará Joaquín, como su suegro, y si es niña, Carmen.

¿Cabe mayor felicidad en el mundo?