26

Habíamos llegado ya a las puertas del cementerio. Al otro lado, el camino serpenteaba ladera abajo hasta atravesar el valle junto al bosque y los sembrados antes de internarse en el pueblo. Me quedé unos segundos contemplándolo. Parecía tan pequeño desde allí arriba… tan solo un puñado de casas, una iglesia, un par de plazas, todo ello rodeado por las montañas. Sentí un cansancio terrible al pensar que tendría que recorrer aquel camino polvoriento de vuelta a casa. Aquellas calles ya nunca serían las mismas calles. Me habían visto a mí volver a casa con sangre de Rogelio en mi camisa, y habían visto a Ricardo llamar a gritos al doctor, y funerales y ataúdes diminutos tallados a mano y quién sabe cuántas cosas más. Estaban llenas de fantasmas. Siempre lo habían estado, en realidad, sólo que ahora aquellos fantasmas se habían hecho visibles para mí.

En aquel momento hubiera dado cualquier cosa por no tener que poner de nuevo un pie en el pueblo.

De haber podido elegir, me habría marchado sin decir adiós, pero mi esposa aguardaba en casa, no podía irme, aunque sí postergar el momento de mi regreso, al menos unos minutos. Por eso, en vez de comenzar a descender por el camino, me giré hacia el doctor y aunque creí que ya nada de lo que me dijera podría importarme, le hice la pregunta que sabía que él estaba esperando:

—¿Ayudarme?

El doctor asintió con la cabeza. También él parecía agotado de pronto, un hombre demasiado viejo y demasiado cansado de jugar al gato y al ratón con la verdad.

—Mientras el Tarao lo sacaba a usted del pueblo y le decía quién había forzado a su hija, Julián… ¿Conoce usted a Julián?

Lo conocía, por supuesto, aunque sólo de vista.

Quizá hubiera hablado con él en un par de ocasiones, pero no lo suficiente como para conocerle realmente.

—Un muchacho excelente —continuó el doctor. —Él fue quien le pidió a Rosaura la copia de la llave del bar y lo dejó abierto para usted. Después se quedó esperando entre las sombras. Lo vio entrar, y salir un rato después. Cuando todo terminó, fue casa por casa para ponernos al corriente. Aunque le cueste creerlo, fuimos muchos los que pasamos aquella noche en vela preguntándonos qué noticias traería el amanecer. Sin embargo, no esperábamos que se encontrara el cadáver tan temprano, ni que fuera Matías quien lo hiciera, precisamente Matías, que no estaba al tanto del asunto. Eso fue una sorpresa. El paquete a nombre de Rogelio fue otra.

El doctor hizo una pausa para tomar aire y luego continuó:

—Afortunadamente, Matías supo qué hacer. Me llamó por teléfono y al cuarto de hora yo ya estaba allí. Vi a Rogelio desangrado en la bañera y supe que usted le había cortado las venas y obligado a escribir la carta, aunque no en ese orden, desde luego. —El doctor soltó una risita entre dientes—. Llamé a Julián y le pregunté si usted había llevado guantes la noche anterior, pero él me dijo que no lo recordaba, de modo que tuve que asumir que habría dejado huellas por todas partes: en la bañera, en la navaja, en la hoja de papel… Matías y yo comenzamos las labores de limpieza. Primero, la navaja, que arrojamos a la bañera. La hoja de papel, sin embargo, planteaba un problema mucho más difícil. Si la limpiábamos, la policía sospecharía al no encontrar ninguna huella. Para utilizar los dedos de Rogelio primero tendríamos que limpiarlos de sangre… Había que buscar una solución, y, ¿sabe qué?

—Qué.

—Fue Matías quien la encontró. «Que venga él», dijo. «Que venga y lo toquetee todo». Por eso fue a buscarle a usted. Para que lo tocara todo y sus huellas estuvieran justificadas.

Asentí. Ahora lo comprendía todo. Por supuesto. Recordé las palabras de Matías cada vez que me dejaba solo: «Volveré en cinco minutos», «tardaré cinco minutos», «el doctor tardará un cuarto de hora, pero el guardia civil estará aquí en menos que canta un gallo». Había estado dándome tiempo. Tiempo para que lo examinara todo y, si encontraba algo incriminatorio que hubiera olvidado la noche anterior, pudiera eliminarlo de la escena del crimen. En una de aquellas ocasiones fue cuando salió a llamar al doctor. Recordé que había tardado en volver y que cuando fui a buscarle al salón la escopeta no estaba en la chimenea, donde yo la había dejado.

—También se libró de la escopeta —dije. No era una pregunta. Ahora lo veía claro.

—Sí, sí, Matías me lo contó todo ayer. Ya habíamos visto las marcas en el cuello de Rogelio, pero no se nos ocurrió a qué podían ser debidas. Sin embargo, según me dijo Matías, cuando, estando ya usted en la casa, fue al salón para telefonearme, vio la escopeta mal colgada sobre la chimenea y entonces cayó en la cuenta. Hizo lo primero que se le ocurrió: utilizando su pañuelo para no dejar huellas, la descolgó y la tiró al jardín por la ventana. Por lo visto, usted le sorprendió mientras lo hacía. Dígame, ¿se creyó ese cuento de que pensó que iba a vomitar?

—La verdad es que sí.

—Estupendo, estupendo… ¿Quién iba a pensar que Matías tendría tanto dentro? A uno nunca dejan de sorprenderle sus vecinos, ¿no cree?

—Supongo que volvería a por ella, ¿no es así? De ahí los arañazos en las manos. Los zarzales del jardín.

—Así es. Aquella misma tarde. Yo le acompañé mientras la buscaba. Ahora está enterrada. No le diré dónde.

—¿Y el paquete?

—¿Qué paquete? —El doctor parecía contrariado.

—El que se llevó el inspector de homicidios.

—¡Ah, ese paquete! —exclamó—. No lo sé. Confieso que me tiene completamente descolocado, es posible que… Sí, supongo que podría ser aquello de lo que Rogelio había estado huyendo, que lo había encontrado por fin. Pero ¿qué era, concretamente? Documentos, fotos comprometedoras, amenazas, chantaje… Podría ser cualquier cosa, o ninguna de ellas. Si le soy sincero, por el modo en que el inspector llegó y fue directamente a por él, yo diría que nunca sabremos nada a ciencia cierta.

Pensé que aquello daba fin a nuestra conversación, pero cuando me disponía a marchar me di cuenta de que aún quedaba un tema pendiente.

—¿Por qué?

—Ya se lo dije, fue culpa nuestra y debíamos…

—No, no pregunto por qué me ayudasteis, sino por qué me lo cuenta. Por qué se ha quedado aquí arriba conmigo y esperado a que estuviéramos solos para contármelo todo.

El doctor se apoyó en el bastón. De pronto parecía mucho más anciano de lo que era realmente. Anciano y cansado.

—Eso es difícil de explicar, muy difícil. Somos una comunidad pequeña, Anselmo, lo hemos sido durante generaciones, y nos gusta. Encerrados en este valle. Obligados a coexistir, a cuidar los unos de los otros, a vigilarnos los unos a los otros. No es que lo hagamos activamente, claro, pero en un pueblo tan pequeño todos sabemos lo que ocurre en cada casa. Lo bueno y lo malo que hay en cada uno de nosotros no encuentra espacio aquí en que diluirse. Todo es importante. Todo nos afecta, impregna cada piedra e incluso el mismo aire que respiramos. ¿Cómo podemos permanecer ajenos ante algo así? La respuesta es que no, no podemos. No se trata del esfuerzo consciente de unas pocas cotorras chismorreando en un banco de la plaza, sino de algo que nos empapa, que forma parte de nosotros mismos. Cuidamos los unos de los otros porque es la única manera que conocemos de salir adelante. Oh, sí, vienen de fuera. No somos impermeables a lo que hay más allá de esas montañas —dijo señalando al frente con el bastón—. En el pueblo hay teléfonos, algún televisor, estafeta de correos, una carretera descuidada que nos une con el exterior, y supongo que con el tiempo el exterior nos ganará, pero mientras podamos —apretó los dientes al decir esto—, mientras podamos, Anselmo, seguiremos cuidando de nuestros propios asuntos. Y ganando adeptos para la causa. Porque, lo quieras o no, ahora tú también formas parte de nosotros. Tu secreto descansa aquí, en este cementerio, junto al de Rogelio, al de Rosaura y al de otros muchos. Conoces nuestros secretos, como nosotros conocemos el tuyo. ¿Te satisface la respuesta?

Con la respiración agitada, el doctor clavó en los míos sus ojos brillantes en un mudo desafío. Yo aparté la mirada, contemplé el pueblo allí abajo, más cárcel que nunca, y no respondí.

—Estupendo —concluyó, el doctor—. Ahora, si me disculpas, creo que daré otro paseo por el cementerio. Necesito pensar, y éste siempre me ha parecido el lugar más apropiado para hacerlo. Se respira tanta paz… Aquí es donde terminan todas las historias, y está bien que así sea.

Sin otra despedida, dio media vuelta y se alejó caminando pensativamente entre las lápidas.