Lloramos. Lloramos Carmina y yo varios minutos abrazados en el patio, pero por último nos separamos.
Eran ya las doce del mediodía y yo tenía que abrir la farmacia, de modo que Carmina volvió al lavadero y se dispuso a terminar de eliminar las manchas de sangre de mi camisa mientras yo, envuelto en mi bata blanca, giraba el cartel de «abierto» en la puerta y me colocaba tras el mostrador temiendo que en cualquier momento entrara la policía y, sin mediar palabra, me llevaran esposado.
Sin embargo, eso no llegó a ocurrir. Aquel día no vendí ni un solo frasco de reconstituyente. La única vez que sonó la campanilla sobre la puerta fue cuando ya estaba a punto de echar el cierre, y se trataba de Matías.
—Perdone que llegue tan tarde, don Anselmo —dijo acercándose al mostrador. Llevaba colgada del hombro su bolsa de correo, que para entonces estaba ya casi vacía por completo—. Con el jaleo que hemos tenido no he podido repartir hasta después de comer. Tenga, esto es para usted —añadió ofreciéndome un pliego de papel.
Al cogerlo, advertí que Matías tenía las manos llenas de arañazos, pero en cuanto vi que se trataba de un telegrama de Londres, olvidé por completo aquel detalle y procedí a leerlo. Eran sólo siete palabras. Aún lo conservo. Creo que está en una de las carpetas en el altillo del armario, pero en realidad no necesito buscarlo para recordar lo que decía, porque jamás lo olvidaré. Decía:
«TODO BIEN. VUELVO VIERNES. OS QUIERO, C.»