De vuelta al centro, subí por mi calle, llegué a la altura de la botica y pasé de largo. Me sentía sereno. Totalmente sereno. Recorrí el mismo camino que habría de recorrer la mañana siguiente. La puerta del bar estaba abierta; las sillas, patas arriba sobre las mesas; las luces, apagadas; nadie en el almacén; nadie en las escaleras. La lámpara del salón estaba encendida, y también la del baño. Al otro lado de la puerta bajo la que se colaba una rendija de luz, sonaba el chapoteo del agua en la bañera y la voz ronca y desafinada de Rogelio, cantando. Pasé al salón. Vi la escopeta sobre la chimenea. La tomé entre mis manos. Fui con ella al baño. Una hora después —la luna relucía, blanca y preñada, en el cielo nocturno— hacía la colada en el patio de casa.