Lo acompañé hasta las afueras y recorrí con él el caminito de grava que conducía a su casa, en silencio. Aquí en el pueblo casi nadie cierra con llave, pero de haber estado cerrada la puerta estoy seguro de que no habría tenido ningún problema en encajar la llave en la cerradura al primer intento. La puerta giró hacia el interior y cuando pulsó el interruptor, una bombilla solitaria en su casquillo negro iluminó lúgubremente el pequeño recibidor, un taquillón, un espejo. Pasó adentro, pero antes de cerrar se volvió y me dijo:
—Yo no te he contado nada.
Asentí con la cabeza mientras la puerta giraba de nuevo. Al cabo de unos segundos, la luz que se filtraba por la pequeña ventana del recibidor se apagó, y la antigua casa de piedra quedó a oscuras, erguida ante el caminito de grava, inmóvil, silenciosa y vigilante como un perro guardián, absolutamente dueña de su gente y sus secretos.