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Bajaba a la carrera, sujetándose con una mano la gorra en la cabeza y con la otra la cartera que llevaba colgada del hombro. La cartera no estaba cerrada y de su interior asomaban un par de paquetes envueltos con papel de estraza y varias docenas de cartas. A mitad de la calle, dos de ellas escaparon y se quedaron aleteando unos segundos en el aire antes de caer al suelo como palomas muertas. Matías debió de verlas por el rabillo del ojo, porque al punto se detuvo, dio media vuelta, hincó una rodilla en el suelo para recogerlas y las devolvió a su sitio en la cartera. Cuando se giró de nuevo para seguir corriendo, miró hacia arriba y me descubrió asomado al balcón.

—¡Eh! —Gritó—. ¡Eh, boticario!

Tenía el rostro delgado empapado en sudor, los ojos muy abiertos y brillantes, las manos crispadas.

—¿Qué ha pasado, Matías?

Matías avanzó un par de pasos hasta colocarse bajo el balcón.

—Iba a ver al medico, pero supongo que lo mismo sirve usted. Baje, por favor.

—¿Que baje?

Si su carrera alocada por la calle y la expresión de su rostro no me hubieran convencido de la gravedad del asunto, la mención del doctor Jiménez habría terminado de hacerlo. El doctor vivía en el otro extremo del pueblo. En su confusión, Matías había ido a buscarle en la dirección equivocada.

—Sí, por favor. ¿Tiene un botiquín a mano?

—En la rebotica.

—Pues cójalo. —Y entonces dijo algo que me erizó la piel—: Aunque dudo que vaya a servir de algo.