19

El bar se había quedado vacío casi por completo. Hacía tiempo que el Rata se había ido y allí tan solo quedábamos Braulio —un agricultor que tenía su casa en las afueras y que había heredado de su padre el mote de «el Tarao» junto con la casa y algunos carros de tierra— y yo. Rogelio estaba ya colocando las sillas sobre las mesas y barriendo el local. Cuando terminó de hacerlo, nos invitó a marcharnos con voz ronca («hale, humo y al monte que es hora de echar el cierre», fueron sus palabras) y Braulio y yo salimos dando tumbos a la calle.

Una vez fuera, el aire gélido de la noche me despejó un tanto, y comprendí que Braulio, en su estado, no sería capaz de cruzar él solo todo el pueblo, por lo que decidí acompañarle a pesar de que eso me retrasaría aún más y de que al llegar a casa tendría que hacer la colada tal y como le había prometido a Carmina por la tarde.

Él al principio se resistió como se resisten todos los borrachos a la hora de echarles una mano, pero por último cedió y avanzamos por las calles abrazados como dos quintos de vuelta al cuartel.

—Desde luego tienes huevos —balbuceó en algún punto entre el bar y su casa en las afueras. Hacía un rato que habíamos pasado por delante de la botica, a la que había mirado con nostalgia, porque lo cierto es que necesitaba ir a dormir. Hacía mucho tiempo que la bebida no me sentaba tan mal. Había empezado con tinto y terminado con orujo. A palo seco. Mala mezcla—. Unos cojones más grandes que los del caballo de Espartero. Seguir yendo al bar después de lo de…

—¿De qué hablas?

Braulio se apartó de mí, trastabilló un poco y luego recuperó la verticalidad.

—Mira, tú no lo entiendes porque no eres de aquí —dijo señalándome con el dedo. Con los años he observado que los borrachos tienden a señalar mucho con el dedo, por lo general justo antes de jurar que tú y él, oye, hermanos para siempre—. No me malinterpretes. Eres un tío de puta madre, pero no eres del pueblo, ¿qué le vamos a hacer? La gente del pueblo…

Agitó las manos en torno suyo, como si quisiera abarcar con ellas todo lo que le rodeaba.

—… Está al corriente de lo que se cuece —dijo por fin—. Todos conocemos los… los trapos sucios de los demás, aunque no digamos nada. Trapicheos, asuntos de familia. Están ahí. Son como… —miró a su alrededor unos segundos y luego dio un par de pasos hasta una de las casas y palmeó la pared—… como las piedras. —Eso, como las piedras. Y las piedras saben. Joder, si saben. No dicen ni mu, pero saben. Y con ellas hacemos casas en las que vivir.

Soltó una risita de borracho entre dientes y dejó caer la espalda contra la pared. Allí se me quedó mirando, con la mitad del cuerpo a oscuras bajo la sombra que proyectaba el alero del tejado. Esperando.

—No sé si debería decirte esto pero…

No, Braulio no lo sabía. También él había bebido más de la cuenta aquella noche, quizá porque necesitaba aunar valor. Era un tipo honrado, de los que se ganan el pan destripando terrones para pagar los estudios de sus hijos con el fin de que lleven una vida mejor de la que él llevó, pero también era un vecino del pueblo, y el pueblo, la calle, la misma casa en la que estaba apoyado tiraba con fuerza de él, como si quisiera retenerlo.

No, no sabía si debería decírmelo, pero…

Pero me lo dijo de todos modos.