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Hay ocasiones en que todo se desmorona, se hace pedazos y hemos de recoger los fragmentos, lo que queda, para intentar armar el puzle de nuevo, aunque sepamos que el resultado nunca será satisfactorio. Cuando, siendo unas chiquillas, Maite y Carolina dejaron caer al suelo el jarrón que había pertenecido a la abuela de mi esposa, nos juntamos los cuatro en el salón y pasamos toda una tarde de domingo uniendo los añicos con pegamento. El resultado no pasaría de ser un engendro lleno de cicatrices, y todos lo sabíamos cuando emprendimos la tarea, pero la emprendimos igualmente porque cuando algo se rompe hay que hacer todo lo posible por recomponerlo de nuevo. Es algo que empieza con los jarrones, sigue con los aparatos de radio y termina con las familias mismas, y que por desgracia hoy en día, en las ciudades, se está perdiendo.

Con ese espíritu, dos días después nos reunimos Carmina, Carolina y yo en el salón a la hora de la cena para decidir cómo íbamos a solucionar el asunto. Para entonces mi mujer ya sufría lo que parecía un grave resfriado, pero no le dimos ninguna importancia. Lo importante en aquellos momentos era nuestra hija. Hablamos mucho, aquella noche, aunque Carolina nunca quiso decir quién la había forzado. Cuando sacábamos el tema, negaba con la cabeza, apretaba los labios y se cerraba en banda con una expresión en los ojos que tenía tanto de miedo como de obstinación. No obstante, sí estuvo de acuerdo con nosotros en una cosa: en cuanto tuviera los papeles del visado en regla, iría a Londres para terminar con todo. Me pondría en contacto con Adolfo Sáez, de quien había sido íntimo en la facultad y sabía que ahora vivía en Inglaterra, exiliado. No es que fuésemos ricos pero, en fin, la farmacia daba algún dinero y todos los meses guardábamos parte de las ganancias en un hueco bajo las tablas de nuestra habitación. Aunque aproximadamente la mitad de aquel dinero había servido para organizar la boda de Maite, aún quedaba un buen pellizco. El suficiente como para abrir las puertas necesarias, tal y como se demostró.

Una semana después, despedí con lágrimas en los ojos a mi hija en el aeropuerto y cogí el autocar de regreso al pueblo. El resfriado de Carmina se había revelado por fin como lo que realmente era y, a pesar de que ella había insistido con todas sus fuerzas en acompañarnos hasta la ciudad, no me quedó otro remedio que dejarla en la cama. Sin embargo, cuando a mi regreso las puertas del autobús se abrieron en la plaza del ayuntamiento, allí me la encontré, tosiendo y febril, esperándome bajo un paraguas.

Una mujer fuerte, como ya dije.