16

Habían pasado quince días desde aquella fatídica noche de lluvia. El temporal ya había remitido, Carmina se había restablecido casi por completo de su pulmonía, y Carolina estaría a punto de visitar al doctor en Londres. Si no surgían complicaciones, regresaría el siguiente fin de semana. Los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas habían sido lo suficientemente intensos como para pensar que nada más habría de ocupar mi mente en aquellos momentos, pero lo cierto es que no era así, porque abrazado a mi esposa en el patio de nuestra casa, a pleno sol tras haber examinado el cadáver de Rogelio, me sentía de nuevo vagando por los campos que rodean el pueblo, de noche, con la lluvia empapando mis ropas y chorreando por mi rostro.

Habíamos salido a buscar a Carolina, de quien no habíamos sabido nada desde la hora de la comida, seis horas antes. Tras preguntar en casa de los parientes de Carmina y constatar que no había pasado por allí, formamos dos pequeños pelotones de búsqueda y nos dividimos. Carmina salió con su hermana y su madre a buscarla en los bosques del norte, y yo con ayuda de la gente que había encontrado en El Podanco a intentar dar con ella en los campos del sur. A medianoche, cuando todos estábamos empapados y desesperados, con las linternas exhalando sus últimos suspiros y las gargantas destrozadas de tanto gritar, llegó Fernandito, el hijo del alcalde, jadeando y casi sin resuello, como un corredor de maratón, y nos dijo que Carmina había encontrado a nuestra pequeña y se la había llevado a casa. Que se había refugiado en la Cueva del Francés cuando la sorprendió la tormenta. Que estaba bien. Que no tenía nada.

Volvimos corriendo al pueblo. Cuando llegué a casa, me asomé a la habitación de Carolina y la vi acostada y a oscuras. Cerré la puerta y entré en nuestro dormitorio. Mi esposa estaba allí, con las ropas y el cabello todavía empapados. Había secado a Carolina y la había acostado, sin preocuparse por su estado.

Caminaba de un lado a otro de la habitación, como poseída. Sus ojos brillaban, febriles.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté.

—¿Que qué ha pasado? —contestó ella, furiosa—. Que tu hija ha querido escaparse de casa, eso ha pasado. No se atrevía a volver. Estaba… —su voz se rompió y comenzó a llorar—. Estaba en la boca de la cueva, sola y empapada, temblando. Lloraba.

Me acerqué a Carmina y la abracé con fuerza. Su blusa estaba helada. Le froté con fuerza la espalda, consciente de que aquello serviría de poco. Mis ropas estaban tan empapadas como las suyas.

—¿Has hablado con ella?

—Sí… hemos hablado, mientras la secaba.

—¿Qué te ha dicho?

—Que tiene dos faltas.

—¿Qué? —exclamé.

—Ya sabes lo que… —sorbió por la nariz—… ya sabes lo que quiero decir.

—Pero eso… ¿Quién…? ¿Cuándo…?

—El quién no me lo ha querido decir. Pero si haces cuentas, el cuándo está claro: enero.

Me quedé inmóvil, todavía abrazado a ella, de asimilar lo que me estaba diciendo. Carolina, nuestra Carolina, la pequeña y callada Carolina.

—Pero… pero ¿desde cuándo tiene no…?

Carmina se zafó de mi abrazo y se me quedó mirando. La furia ardía en sus ojos con tanta o más intensidad que la fiebre.

—No te atrevas a decirlo —dijo con el dedo índice extendido hacia mí, tembloroso—. ¿Crees que ella… consintió?

Me quedé inmóvil, alelado, o debería decir más bien conmocionado. No soy un hombre imaginativo —líbreme Dios—, pero en aquellos momentos pude imaginarlo todo. Más que imaginarlo, pude verlo, estar ahí, oir los gritos, y, hasta cierto punto, sentir el dolor. Una mano nudosa apretando el pecho blanco y pequeño de Carolina a través de la camisa rota, unos labios jadeando junto a su cuello, un bombeo feroz y breve y Carolina gritando, con la lluvia (no sé por qué vi lluvia, supongo que por las horas que había pasado bajo el temporal) resbalando por su rostro desencajado, mezclándose con las lágrimas de dolor y de impotencia, los brazos inermes, las piernas abiertas, el sexo dolorido, agua y sangre resbalando por los muslos, la falda remangada a la altura de la cintura, las bragas rotas colgando de un tobillo, un zapato caído de lado en un charco, como sorbiendo el agua fangosa.

De algún modo, el zapato era lo peor. Todavía puedo verlo, puedo recordarlo como si hubiera estado allí, observando sin hacer nada, el voyeur mas despreciable del mundo.

Aquella noche, cuando el cansancio me venció y cerré los ojos, soñé con ello. Dicen que tenemos muchos sueños a lo largo de la noche, que sólo recordamos el último de ellos, y eso siempre y cuando despertemos mientras se produce, pero yo recuerdo soñarlo una y otra vez, una y otra vez, noche tras noche: Carolina, la pequeña Carolina que se sentaba en mis rodillas junto a la chimenea y lloraba de risa cuando jugábamos al caballito, cuando me pedía que le contara otra vez su cuento favorito, por favor, papi, una vez más. La pequeña Carolina que entraba en la botica a la vuelta del colegio con las rodillas despellejadas. La Carolina de las coletas y los lazos y los vestidos con volantes los domingos. La que nos despertaba saltando sobre nuestra cama cada 6 de enero gritando que ya habían venido, que los Reyes habían venido y se habían comido todas las galletas. La ya-no-tan-pequeña-pero-Dios-mío-aún-tan-pequeña Carolina que había dejado de creer en los Reyes Magos y aún dejaría de creer en tantas otras cosas gritando, llorando mientras el miembro de un desconocido la barrenaba, desgarraba su interior como un cuchillo.

Aquella noche no hablamos más. Llegarían otras noches en las que hablaríamos hasta la madrugada tratando de decidir qué hacer, pero aquella noche no.

Nos secamos y nos metimos en la cama. Cuando apagué la lámpara de mi mesita, Carmina encendió la de la suya. Me giré para abrazarla y consolarla, pero ella se apartó.

—No me toques —murmuró hecha un ovillo en su lado de la cama—. Por favor, hoy no. No me toques.

Asentí en silencio. Cuando comprendí lo que le había pasado a nuestra hija me había parecido verlo todo, y aquello me había puesto enfermo. Pero ella era mujer. Donde yo sólo había visto, ella había sentido.

Hombres y mujeres somos distintos, sobre eso no me cabe ninguna duda, porque al cabo de unos minutos yo me quedé dormido, pero mi esposa no pegó ojo en toda la noche. Lo sé porque antes de que rompiera el alba tras las ventanas desperté muchas veces con un grito pugnando por escapar de mi garganta, y en todas y cada una de aquellas ocasiones vi la luz de su mesita encendida y la escuché sollozar de espaldas a mí.

Cuando a la mañana siguiente nos levantamos, Carmina tenía unas ojeras enormes, los ojos enrojecidos y treinta y nueve de fiebre.