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Bajamos juntos por la escalera hasta el pequeño almacén. Una vez allí, Abelardo se acercó a la mesa y abrió el libro mayor sobre ella. Estaba lleno de apuntes en sus tres cuartas partes, con el detalle en la primera columna, la cantidad en la segunda y el importe en la tercera. La caligrafía allí era sobria y disciplinada, pero aún así reconocimos la letra. A falta de la opinión de un experto, era la misma que la de la supuesta nota de suicidio.

—Eso da qué pensar, ¿eh? —dijo el doctor mirando a Abelardo—. ¿Cómo encaja la nota con el asesinato?

Abelardo frunció el ceño.

—A ver —dijo al cabo de unos segundos—. Alguien le obligó a escribirla, pero… Con la escopeta, claro. Le pone la escopeta en el cuello y amenaza con pegarle un tiro si no escribe la puñetera nota.

—Y entonces…

—Entonces… se lo lleva al cuarto de baño, llena la bañera de agua caliente, le obliga a meterse dentro y… Oye, no tiene sentido. Con una sola persona no tiene sentido. ¿Cómo iba a abrirle las venas y al mismo tiempo apuntarle con la escopeta? Tienen que haber sido dos.

El doctor se pasó la mano por la barbilla y simuló pensar unos minutos.

—Volvamos arriba —dijo por fin, y regresamos al cuarto de baño.